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29/10/2022

JIM BOVARD
El espejismo de la inteligencia de Washington
Sobre las confesiones tardías del senador Pat Leahy

 

Jim Bovard, libertarianinstitute.org, 24/10/2022
Traducido por María Piedad Ossaba, editado por Fausto Giudice, Tlaxcala

James Bovard (1956) es un escritor y conferencista libertariano usamericano cuyos comentarios políticos se centran en ejemplos de derroche, fracasos, corrupción, amiguismo y abusos de poder en el gobierno. federal Es columnista de USA Today y colabora frecuentemente con The Hill. Es autor de Public Policy Hooligan (2012), Attention Deficit Democracy (2006), Lost Rights: The Destruction of American Liberty (1994) y otros 7 libros.  Ha escrito para el New York Times, Wall Street Journal, Washington Post, New Republic, Reader 's Digest, The American Conservative y muchas otras publicaciones. Sus libros han sido traducidos al español, árabe, japonés y coreano. Sus artículos han sido denunciados públicamente por el jefe del FBI, el Director General de Correos, el Secretario de HUD (Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano), y los jefes de la DEA  (Administración de Control de Drogas), FEMA (Agencia Federal de Gestión de Emergencias), y EEOC (Comisión de Igualdad de Oportunidades de Empleo) y numerosas agencias federales. (Como dijo Mao Zedong, “Ser atacado por el enemigo no es algo malo sino algo bueno”).

“Puedes enviar a un hombre al Congreso, pero no puedes hacerlo pensar”, bromeó el humorista Milton Berle en la década de 1950. Para actualizar a Berle: Puedes gastar 60 mil millones de dólares al año en agencias de inteligencia, pero no puedes obligar a los políticos a leer sus informes. En cambio, la mayoría de los políticos siguen siendo incorregiblemente ignorantes y desesperadamente cobardes cuando los presidentes arrastran a USAmérica  en nuevos fiascos ultramarinos

Reporting for Duty, por Clifford K. Berryman, 2 de abril de 1917: los representantes de las dos cámaras se paran ante el presidente Wilson, que se dispone a pedir su apoyo para la declaración de guerra a Alemania

La docilidad del Congreso ha estado allanando el camino a la guerra desde al menos la era de Vietnam. En 1964, el presidente Lyndon Johnson invocó un supuesto ataque norvietnamita contra un destructor usamericano en el Golfo de Tonkín para que el Congreso aprobara una resolución que daba a LBJ el poder ilimitado para atacar Vietnam del Norte. LBJ había decidido a principios de ese año atacar Vietnam del Norte para relanzar su campaña de reelección. El Pentágono y la Casa Blanca rápidamente reconocieron que las acusaciones centrales detrás de la resolución del Golfo de Tonkín eran falsas, pero las utilizaron para santificar la guerra.

Cuando la historia oficial de los ataques del Golfo de Tonkín comenzó a desenmascararse en las audiencias secretas del Senado de 1968, el secretario de Defensa Robert McNamara proclamó que era “inconcebible que alguien remotamente familiarizado con nuestra sociedad y sistema de gobierno pudiera sospechar la existencia de una conspiración” para llevar a USAmérica a la guerra con falsos pretextos. Pero la indignación no puede sustituir hechos concretos. El Senador Frank Church (Demócrata-Idaho) declaró: “En una democracia no se puede esperar que la gente, cuyos hijos son asesinados y serán asesinados, ejerzan su juicio si se les oculta la verdad”. El presidente de la Comisión, el Senador J. William Fulbright (Dem-Arizona), declaró que, si los senadores no se oponían a la guerra en ese momento, “no somos más que un apéndice inútil de la estructura gubernamental”. Pero otros senadores bloquearon la publicación de un informe del Estado Mayor sobre las mentiras detrás del incidente del Golfo de Tonkín que impulsaba una guerra que estaba matando a 400 soldados usamericanos por semana. El Senador Mike Mansfield (Dem- Montana) advirtió: “Les darán a las personas que no están interesadas en los hechos una oportunidad de explotarlos y magnificarlos fuera de toda proporción”. La misma presunción ha protegido cada debacle militar posterior (de USA.

Los congresistas perezosos y cobardes siempre allanaron el camino para la carnicería en el extranjero. En octubre de 2002, antes de la votación de la resolución del Congreso para permitir al presidente George W. Bush hacer lo que quisiera con Irak, la CIA entregó una evaluación clasificada de 92 páginas de las armas de destrucción masiva de Irak en el Capitol Hill (el Congreso). El informe clasificado de la CIA planteaba muchas más dudas sobre la existencia de armas de destrucción masiva iraquíes que el resumen ejecutivo de 5 páginas que recibieron todos los miembros del Congreso. El informe se conservó en dos salas seguras, una para la Cámara y otra para el Senado. Solo seis senadores se tomaron la molestia de visitar la sala para examinar el informe, y solo un “puñado” de miembros de la Cámara hicieron lo mismo, según The Washington Post. El Senador John Rockefeller (Dem-Virginia occ.) explicó que los congresistas estaban demasiado ocupados para leer el informe: 'Todo el mundo quiere venir a vernos' a nuestra oficina, e ir a la sala segura no es 'fácil'.”

04/11/2021

ANN JONES
“Es hora ya de que nos sintamos enfadadas”
Recordando al Afganistán olvidado

Ann Jones, TomDispatch.com, 31/10/2021 

Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala

 Lo sé, lo sé. Es lo último de lo que quieren oír hablar. Veinte años de carnicería estadounidense en Afganistán fueron suficientes para ustedes, estoy segura, y hay muchas otras cosas de las que preocuparse en un Estados Unidos al borde de... bueno, ¿quién sabe de qué? Pero para mí es diferente. Fui a Afganistán en 2002, ya indignada por la malograda guerra de este país sobre esa pobre tierra, para ofrecer toda la ayuda que pudiera a las mujeres afganas. Y por poco que haya podido hacer en esos años, Afganistán me ha dejado una impresión profunda y duradera.

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16/09/2021

EYAL PRESS
Las heridas del guerrero de los drones

 Eyal Press, The New York Times Magazine, 13/6/2018
Photos Dina Litovsky/Redux, for The New York Times

Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala

 

Eyal Press es un escritor y periodista que colabora con The New Yorker, The New York Times y otras publicaciones. Desde la primavera de 2021 es también sociólogo, con un doctorado por la Universidad de Nueva York. Creció en Búfalo, ciudad que sirvió de telón de fondo a su primer libro Absolute Convictions (2006). Su segundo libro, Beautiful Souls (2012), examina la naturaleza del valor moral a través de las historias de individuos que arriesgan sus carreras, y a veces sus vidas, para desafiar órdenes injustas. Elegido por los editores del New York Times, el libro ha sido traducido a numerosos idiomas y seleccionado como lectura común en varias universidades, entre ellas Penn State y su alma mater, la Universidad de Brown. Su libro más reciente, Dirty Work (2021), examina los trabajos moralmente preocupantes que la sociedad aprueba tácitamente y la clase oculta de trabajadores que los realizan. Ha recibido el Premio James Aronson de Periodismo por la Justicia Social, una beca Andrew Carnegie, una beca del Centro Cullman en la Biblioteca Pública de Nueva York y una beca de la Fundación Puffin en el Type Media Center. @EyalPress 

Incluso los soldados que luchan en las guerras desde una distancia segura han acabado traumatizados. ¿Podrían ser sus heridas de tipo moral?



Un avión no tripulado MQ-9 en una sombrilla de la base aérea de Creech, en Nevada

En la primavera de 2006, Christopher Aaron empezó a trabajar en turnos de 12 horas en una sala sin ventanas del Centro de Análisis Aéreo de Contraterrorismo en Langley, Virginia. Se sentaba frente a una pared de monitores de pantalla plana que emitían en directo vídeos clasificados de aviones no tripulados que planeaban en zonas de guerra lejanas. Aaron descubrió que algunos días no aparecía nada interesante en las pantallas, bien porque un manto de nubes impedía la visibilidad o porque lo que se veía -cabras pastando en una ladera afgana, por ejemplo- era prosaico, incluso sereno. En otras ocasiones, lo que se mostraba ante los ojos de Aaron era sorprendentemente íntimo: ataúdes que eran transportados por las calles después de los ataques de los drones; un hombre acuclillado en un campo para defecar después de comer (los excrementos generaban una señal de calor que brillaba en los infrarrojos); un imán hablando a un grupo de quince jóvenes en el patio de su madrasa. Si un misil Hellfire mataba al objetivo, se le pasó por la cabeza a Aaron mientras miraba la pantalla, se confirmaría todo lo que el imán podría haber dicho a sus alumnos sobre la guerra de Estados Unidos contra su fe.

Los sensores infrarrojos y las cámaras de alta resolución instaladas en los drones permitían captar esos detalles desde una oficina en Virginia. Pero, como aprendió Aaron, identificar quién estaba en el punto de mira de un posible ataque con drones no siempre era sencillo. Las imágenes de los monitores podían ser granuladas y pixeladas, por lo que era fácil confundir a un civil que caminaba por una carretera con un bastón con un insurgente que llevaba un arma. Las figuras en pantalla a menudo parecían más manchas grises sin rostro que personas. ¿Cómo podía Aaron estar seguro de quiénes eran? “En días buenos, cuando confluían una serie de factores ambientales, humanos y tecnológicos, teníamos la fuerte sensación de que quien estábamos viendo era la persona que buscábamos”, dijo Aaron. “En días malos, estábamos literalmente adivinando”.

Al principio, para Aaron, los días buenos superaban a los malos. No le molestaban los largos turnos, las decisiones con alta presión o la extrañeza de poder acechar -y potencialmente matar- a objetivos a miles de kilómetros de distancia. Aunque Aaron y sus compañeros pasaban más tiempo vigilando y reconociendo que coordinando ataques, a veces transmitían información a un comandante sobre lo que veían en la pantalla, y “60 segundos después, dependiendo de lo que informáramos, tenías que disparar, o no, un misil”, dijo. Otras veces, seguían el rastro de los objetivos durante meses. Las primeras veces que vio a un dron Predator soltar su carga letal -la cámara acercándose, el láser fijándose, una columna de humo elevándose por encima del terreno calcinado donde el misil impactaba- le pareció surrealista, me dijo. Pero también le pareció sobrecogedor. A menudo experimentaba una oleada de adrenalina, mientras los analistas de la sala se chocaban los cinco.


El camino recorrido por Aaron hasta llegar al programa de aviones no tripulados fue inusual. Creció en Lexington, Massachusetts, en un hogar en el que la carne roja y los videojuegos violentos estaban prohibidos. Sus padres eran antiguos hippies que se manifestaron contra la guerra de Vietnam en los años sesenta. Pero Aaron veneraba a su abuelo, un hombre tranquilo e imperturbable que sirvió en la Segunda Guerra Mundial. A Aaron le gustaba también la exploración y las pruebas de fortaleza: el senderismo y los paseos por los bosques de Maine, donde su familia pasaba las vacaciones todos los veranos, y la lucha libre, un deporte cuya exigencia de disciplina marcial le cautivaba. Aaron asistió al College of William & Mary, en Virginia, donde se licenció en historia, especializándose en asuntos comerciales. Atleta dotado, con un aire de independencia y aventura, era una figura carismática en el campus. Un verano viajó solo a Alaska para trabajar como marinero en un barco pesquero.

14/09/2021

ALASTAIR CROOKE
Microcosmo do ‘Grande Reset’: a ‘derrota orientada por dados’ no Afeganistão

Alistair Crooke, Strategic Culture Foundation, 30/8/2021
Original:
The ‘Great Reset’ in Microcosm: ‘Data Driven Defeat’ in Afghanistan
Traduzido pelo
Coletivo de Tradutores Vila Mandinga
Version française: La bulle du « Grand Reset » : une ‘défaite fondée sur les données’ en Afghanistan

https://bloximages.chicago2.vip.townnews.com/madison.com/content/tncms/assets/v3/editorial/1/28/128fb921-c461-5817-b75d-cb935645b816/6079c166bbfef.preview.jpg?crop=768%2C576%2C16%2C0&resize=1200%2C900&order=crop%2Cresize 

O programa ‘construir-nação’ chegou em 2001 ao Afeganistão. As intervenções ocidentais no velho bloco oriental nos anos 1980s e primeiros anos da década seguinte foram espetacularmente efetivas para destruir a velha ordem social e institucional; mas foram também espetaculares no fracasso: não conseguiram substituir, por sociedades movidas por instituições novas, as sociedades implodidas.

O novo mantra para todo o planeta passou a ser a ameaça que seriam para todo o planeta os ‘estados falhados’, e o Afeganistão – consumada a destruição decidida depois do 11/9 – precisaria de intervenção de forças externas. Estados fracos e falhados criariam terreno fértil para o terrorismo; e com ele vinha a correspondente ameaça à ‘ordem global’, como então se dizia. O Afeganistão teria de ser o berço de uma nova visão liberal de mundo.

Em outro nível, a guerra no Afeganistão tornou-se
outro tipo de cadinho. Em termos muito concretos, o Afeganistão converteu-se em campo de testes de toda e qualquer inovação em matéria de projeto de tech menagement – gerenciamento tecnocrático. – Cada inovação foi apresentada como precursora de futuro cada vez mais amplo para todos. Abundaram os financiamentos: ergueram-se prédios, e um exército de tecnocratas globalizados desembarcou no Afeganistão para supervisionar o processo. Big data, Inteligência Artificial e conjuntos sempre crescentes de métricas técnicas e estatísticas, com certeza derrubariam as velhas ideias ‘indigestas’.

Sociologia militar aplicada por ‘Human Terrain Teams’ [equipes encarregadas de mapear as populações, definidas como “Terreno Humano”] e outras criações inovadoras, foram disparadas com a missão de impor ordem ao caos. Aqui, a força total de todo o planeta-ONGs, as mais brilhantes mentes daquele governo internacional presuntivo, ganharam um playground com recursos praticamente infinitos à sua inteira disposição.

Tudo estava pensado para que o Afeganistão fosse a vitrine-show do
gerencialismo tecnológico. Presumiu-se que um modo adequadamente técnico e científico de compreender a guerra e a construção-de-nações conseguiria o que ninguém jamais conseguira, e assim se criaria uma sociedade pós-moderna, extraída diretamente de uma complexa sociedade tribal, com sua específica história narrada.

O ‘novo’ chegou, como se viu, embalado numa torrente de caixotes de ONGs marcadas como ‘modernidade pop-up’ [‘modernidade’ que abre automaticamente na tela do computador...].

10/09/2021

ANAND GOPAL
Las otras mujeres afganas

Anand Gopal, The New Yorker, 13/9/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala  

Anand Gopal es profesor adjunto de investigación del Centro sobre el Futuro de la Guerra, de la Escuela de Política y Estudios Globales de la Universidad Estatal de Arizona (ASU). Es periodista y sociólogo (doctorado por la Universidad de Columbia) y ha trabajado extensamente en Afganistán, Siria e Iraq. Ha realizado reportajes para New Yorker, New York Times Magazine y otras publicaciones, al tiempo que ha elaborado estudios basados en su trabajo de campo y en el análisis de redes complejas. Su libro “No Good Men Among the Living : America, the Taliban and the War Through Afghan Eyes fue finalista del Premio Pulitzer 2015 de no ficción general y del National Book Award 2014. Ha ganado un National Magazine Award, un George Polk Award y tres premios del Overseas Press Club por sus reportajes sobre Oriente Medio. Su trabajo actual se centra en la democracia y la desigualdad, y está escribiendo un libro sobre las revoluciones árabes. Habla árabe, dari y pastún. @Anand_Gopal_

En el campo, la interminable matanza de civiles puso a las mujeres en contra de unos ocupantes que decían ayudarlas.

Más del 70% de los afganos no viven en las ciudades. En las zonas rurales la vida bajo la coalición liderada por USA y sus aliados afganos se convirtió en puro peligro; incluso tomar té en un campo iluminado por el sol, o ir en coche a la boda de tu hermana, era una apuesta potencialmente mortal. (Foto: Stephen Dupont/Contact Press Images)

 

Una tarde del pasado agosto, Shakira oyó golpes en la puerta de su casa. En el valle de Sangin, en la provincia de Helmand, al sur de Afganistán, las mujeres no deben ser vistas por hombres que no sean parientes suyos, así que su hijo de diecinueve años, Ahmed, fue a abrir la puerta. Afuera había dos hombres con bandoleras y turbantes negros, que llevaban rifles. Eran miembros de los talibanes, que habían emprendido una ofensiva para arrebatar el campo al Ejército Nacional Afgano. Uno de los hombres advirtió: “Si no os marcháis de inmediato, va a morir todo el mundo”.
Shakira, que ronda los cuarenta años, reunió a su familia: su marido, un comerciante de opio, estaba profundamente dormido tras haber sucumbido a las tentaciones de su producto, y sus ocho hijos, incluida la mayor, Nilofar, de veinte años -de la misma edad que la propia guerra-, a la que Shakira llamaba su “sustituta”, porque ayudaba a cuidar de los más pequeños. La familia cruzó una vieja pasarela que atravesaba un canal, y luego se abrió paso entre juncos y parcelas irregulares de judías y cebollas, atravesando casas oscuras y vacías. Sus vecinos también habían sido advertidos y, salvo por las gallinas errantes y el ganado huérfano, el pueblo estaba vacío.
La familia de Shakira caminó durante horas bajo un sol abrasador. Empezó a sentir el traqueteo de golpes lejanos y vio cómo la gente iba fluyendo desde las aldeas de la ribera: hombres agachados bajo bultos abarrotados de todo lo que no podían soportar dejar atrás, mujeres caminando tan rápido como les permitían sus burkas.
El golpeteo de la artillería llenaba el aire, anunciando el comienzo de un asalto talibán a un puesto de avanzada del ejército afgano. Shakira mantenía en equilibrio a su hija menor, de dos años, sobre su cadera mientras el cielo centelleaba y tronaba. Al anochecer habían llegado al mercado central del valle. Los escaparates de hierro corrugado habían sido en gran parte destruidos durante la guerra. Shakira encontró una tienda de una sola habitación con el techo intacto y su familia se instaló allí para pasar la noche. Para los niños, sacó un juego de muñecas de tela, una de las muchas distracciones que había practicado durante los años de huir de las batallas. La tierra tembló mientras sostenía las figuras a la luz de una cerilla.
Al amanecer, Shakira salió al exterior y vio que unas cuantas docenas de familias se habían refugiado en el abandonado mercado. Antes había sido el bazar más próspero del norte de Helmand, con tenderos que pesaban el azafrán y el comino en balanzas, carros cargados de vestidos de mujer y escaparates dedicados a la venta de opio. Ahora sobresalían por todas partes pilares sueltos y el aire olía a restos de animales en descomposición y a plástico quemado.
A lo lejos, el suelo estallaba de repente creando fuentes de tierra. Los helicópteros del ejército afgano zumbaban por encima, y las familias se escondían detrás de las tiendas, considerando cuál podría ser su próximo movimiento. Había combates a lo largo de las murallas de piedra del norte y de la ribera del río al oeste. Al este, el desierto de arena roja se extendía hasta donde Shakira podía ver. La única opción era dirigirse al sur, hacia la frondosa ciudad de Lashkar Gah, que seguía bajo el control del gobierno afgano.
El viaje implicaba atravesar una llanura árida plagada de bases estadounidenses y británicas abandonadas, donde anidaban francotiradores, y cruzar alcantarillas potencialmente llenas de explosivos. Unas cuantas familias se pusieron en marcha. Incluso si llegaban a Lashkar Gah, no podían estar seguros de lo que encontrarían allí. Desde el comienzo del bombardeo de los talibanes, los soldados del ejército afgano se habían rendido en masa, suplicando un pasaje seguro a casa. Estaba claro que los talibanes no tardarían en llegar a Kabul, y que los veinte años y los billones de dólares dedicados a derrotarlos habían quedado en nada. La familia de Shakira estaba en el desierto, discutiendo la situación. Los disparos sonaban cada vez más cerca. Shakira vio vehículos talibanes corriendo hacia el bazar y decidió quedarse. Estaba cansada hasta los huesos, con los nervios a flor de piel. Afrontaría lo que viniera después, lo aceptaría como una sentencia. “Llevamos toda la vida huyendo”, me dijo. “No voy a ir a ninguna parte”.
La guerra más larga de la historia de Estados Unidos terminó el 15 de agosto, cuando los talibanes capturaron Kabul sin disparar un solo tiro. Hombres barbudos y desaliñados con turbantes negros tomaron el control del palacio presidencial, y alrededor de la capital se izaron las austeras banderas blancas del Emirato Islámico de Afganistán. Cundió el pánico. Algunas mujeres quemaron sus expedientes escolares y se escondieron, temiendo volver a los años noventa, cuando los talibanes les prohibieron aventurarse solas en las calles y prohibieron la educación de las niñas. Para los estadounidenses, la posibilidad muy real de que los logros de las dos últimas décadas pudieran borrarse parecía plantear una terrible elección: comprometerse de nuevo con la aparentemente inacabable guerra o abandonar a las mujeres afganas.

06/09/2021

SAMUEL MOYN
La tragedia de Michael Ratner y la nuestra, o cómo la Guerra contra el terrorismo ha sido “humanizada” hasta eternizarla

 

Por Samuel Moyn, The New York Review of Books, 1/9/2021

Traducido por del inglés por S. Seguí y Sinfo Fernández, Tlaxcala

 

Samuel Moyn (1972) es titular de la cátedra Henry R. Luce de jurisprudencia en la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, y profesor de historia en dicha Universidad. Entre sus publicaciones se encuentran The Last Utopia: Human Rights in History (2010), Christian Human Rights (2015), Not Enough: Human Rights in an Unequal World (2018) y Humane: How the United States Abandoned Peace and Reinvented War (2021). Ha escrito para Boston Review, Chronicle of Higher Education, Dissent, The Nation, The New Republic, The New York Times y Wall Street Journal. @samuelmoyn

 

La carrera de Michael Ratner, este veterano abogado especialista en derechos constitucionales constituye un estudio de caso de cómo los humanitarios estadounidenses acabaron higienizando la guerra contra el terrorismo en lugar de oponerse a ella.

Michael Ratner tras presentar una demanda en un tribunal alemán contra el ejército estadounidense por los abusos infringidos a prisioneros en Abu Ghraib. Berlín, 30 de noviembre de 2004. Foto Sean Gallup/Getty Images

Poco después del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush anunció la nueva política que exigía el nuevo tipo de guerra. Los presuntos terroristas de Al Qaeda serían juzgados por comisiones militares que ofrecían una reducida protección a los acusados, y los tribunales ordinarios, con sus garantías y protecciones habituales, quedarían al margen. Los detenidos tendrían que ser “tratados humanamente”, decía el anuncio, y los juicios tendrían que ser “completos y justos”. Pero no se especificaba ninguna norma de tratamiento para los “terroristas” procesados que reflejara las normas internacionales.

“Bueno, estamos jodidos”, comentó el abogado de derechos civiles Joseph Margulies a su esposa, Sandra Babcock, defensora pública con un profundo interés en los derechos humanos en el mundo, mientras desayunaban en cocina de Minneapolis mientras leía el periódico. El anuncio de Bush parecía ser un intento transparente de crear una segunda vía jurídica para los terroristas, que no requiriera las conocidas salvaguardias del proceso penal, ni siquiera las normas de guerra prescritas por las Convenciones de Ginebra de 1949.

“Deberíamos llamar a Michael Ratner”, respondió Sandra.

Lo hicieron. Ratner, un antiguo activista estudiantil contra la guerra de Vietnam, había hecho toda su carrera en el Centro para los Derechos Constitucionales (CCR, por sus siglas en inglés), donde se había hecho un nombre como destacado abogado de la acusación. En 2001, era el presidente del grupo; para muchos, él era en realidad el Centro para los Derechos Constitucionales. Ratner consideró la orden de Bush inequívocamente “el toque de difuntos para la democracia en este país” y se lanzó a la acción.

Tres años después, el desesperado desafío legal que Ratner lideró contra el montaje de las comisiones militares parecía estar dando sus frutos. Habían conseguido que Shafiq Rasul, un ciudadano británico al que los estadounidenses habían acorralado en Afganistán en 2001 e internado en la prisión usamericana de la bahía de Guantánamo, en la isla de Cuba, fuera liberado sin juicio y devuelto a casa. Pero otros demandantes seguían en el caso Rasul contra Bush que Ratner había llevado. Al fallar el caso unos meses después de la liberación de Rasul, el Tribunal Supremo sostuvo, por 6 votos a 3, que los tribunales federales podían ejercer su poder de suspender el derecho de habeas corpus, y por lo tanto controlar indefinidamente la detención de acusados terroristas detenidos. Providencialmente para la acusación de Ratner, apenas unos días después de que el Tribunal Supremo escuchara los argumentos orales del caso, se filtraron unas fotos escandalosas de abusos a prisioneros por parte de las fuerzas estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib, en Iraq. Sin duda, esto influyó en la decisión del tribunal.

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