Bissan Fakih بيسان فقيه, Al-Jumhuriya,
3/8/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Bissan Fakih es una estratega y
formadora de campañas y defensa de derechos en Beirut (Líbano).
Durante la última década, ha trabajado con la sociedad civil y los movimientos
de base para dar fuerza a las demandas en torno a los derechos humanos, la paz
y la justicia. Su enfoque de las campañas se basa en el pensamiento feminista,
insistiendo en que el liderazgo lo asumen las comunidades directamente
afectadas por un problema. Apoya a las organizaciones y movimientos en el
diseño de estrategias de campaña y promoción y domina las herramientas para
ponerlas en práctica. @Bissan_Fakih Desde
la oscuridad de una ciudad con apenas suministro eléctrico, Bissan Fakih relata
la explosión que devastó la capital del Líbano hace un año, y traza el vertiginoso
colapso del país, hundido desde entonces en la más absoluta disfunción y
desesperación.
Como
muchos otros en la ciudad, sentí la explosión en dos oleadas.
Durante
la primera salté del sofá para mirar por las ventanas, buscando el humo o los escombros
del ataque aéreo que estaba segura acababa de producirse. Mi apartamento tiene
vistas al barrio de Sin al-Fil, plagado de rascacielos de cristal. El sol caía
sobre ellos de tal manera a las 6:08 de la tarde que, en medio de mi pánico,
pensé que los destellos anaranjados eran cohetes o fuegos que se precipitaban
sobre el suelo. La segunda oleada fue tan fuerte que estaba convencida de que
el edificio estaba derrumbándose. Entrenada por los años de inquietud de mi
madre, envié una nota de voz al grupo familiar de WhatsApp solo segundos
después de que terminara: “¡Hay ataques aéreos, pero estoy bien! ¡Hay ataques
aéreos, estoy bien!” Agarré mi cartera, las llaves y un cargador de teléfono,
corrí hacia la puerta y envié otra nota de voz: “¡Decidme qué está pasando, por
favor, que alguien me diga qué está pasando!” Y luego un mensaje de texto, por
si no hubieran escuchado mis notas de voz: “Dile a mamá que estoy bien”. En los
días siguientes, cuando el sonido de los vidrios rotos crujía bajo nuestros
pies, y cuando mis rodillas no dejaban de temblar, supe de muchos padres que no
pudieron llegar nunca hasta sus hijos ese día.
Durante
todo ese verano nos habíamos estado sintiendo como si estuviéramos cerca de una
implosión. La moneda nacional había perdido el 80% de su valor. Los bancos nos
habían robado el dinero y los ahorros de toda la vida, excepto el de los muy
ricos y bien conectados, que habían logrado sacar sus millones de contrabando.
Las profundidades en las que pronto nos hundiría la crisis económica se
hicieron más evidentes, y la gente tenía que pelear ya para poder comer,
encontrar medicinas y educar a sus hijos. La pandemia de la covid-19 había
acelerado nuestro declive y nos había obligado a abandonar las calles, donde
muchos habían permanecido desde que estalló el levantamiento contra el régimen por
todo el país en octubre de 2019. Habíamos pasado de la euforia de la revolución,
de reclamar nuestras plazas públicas y bailar entre nosotros en las calles, a lo
surrealista de los toques de queda, las mascarillas, y las imágenes
perturbadoras de los entierros masivos en Italia y Nueva York. En el sofocante
calor y la humedad de julio y agosto, la realidad de nuestra desaparición, y lo
larga y dolorosa que sería, había quedado claramente establecida. Los signos de
la descomposición ya estaban allí.
Y
luego el mundo estalló a nuestro alrededor.
Poco
después de la explosión, los llamamientos para pedir sangre cero negativo
estuvieron sonando por toda la ciudad y más allá para nuestros miles de
heridos. Me puse dos mascarillas y conduje hasta el hospital Hôtel-Dieu para
donar. Mis neumáticos crujieron sobre los cristales rotos durante todo el
viaje, a pesar de que estaba a kilómetros del epicentro de la explosión. Me di
cuenta de mi error rápidamente a medida que me acercaba al hospital: era un
automóvil más en medio del tráfico que transportaba a los heridos en busca de
ayuda y familiares que venían a buscar a sus seres queridos desaparecidos. Un
voluntario de la Cruz Roja saltó de una ambulancia, agitando los brazos,
gritando y suplicando a los automóviles que se movieran para dejar pasar a la
ambulancia. Salí de la carretera lo más rápido que pude, pero en la oscuridad,
en medio de los crujidos, me asombró la visión apocalíptica de los autos y la
gente que los conducía. Cáscaras de metal, con todas las ventanillas voladas, y
sus conductores, algunos gritando por los teléfonos, otros silenciosos y
angustiados, con los ojos muy abiertos, las luces delanteras iluminando
fragmentos de vidrio rotos.
Mi mente
ansiosa, que durante años había controlado y atemperado el miedo a base de
hacer listas, hizo otra más para la ciudad: encontrar a los desaparecidos,
ayudar a los heridos, enterrar a los muertos, vengarnos.