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07/06/2021

Protestas en Colombia, elecciones en Perú y otros caos en los Andes

Jon Lee Anderson, The New Yorker, 4/6/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández

Jon Lee Anderson (Long Beach, California, 1951) es un reportero de guerra y cronista, colaborador de The New Yorker desde 1998. Es autor, entre otros libros, de la mejor biografía que se ha escrito sobre el Che Guevara, Che Guevara: Una Vida Revolucionaria (1997). Bio-bibliografia

Se desvanecen, nuevamente, las esperanzas de un renacimiento democrático sostenido en las siete naciones andinas.


Una propuesta de aumento de impuestos (llamada reforma tributaria) en Colombia esta primavera provocó una huelga general, protestas masivas y enfrentamientos con la policía. Foto Diego Cuevas/Getty


En los ocho años transcurridos desde la muerte del presidente venezolano Hugo Chávez a la edad de 58 años, su tan cacareada revolución “bolivariana” que unificaría las naciones andinas de América del Sur ha seguido el camino de la mayoría de los sueños febriles. La región sigue en estado de agitación, acosada por diversos grados de caos social, económico y político. Más allá de su compartida geografía, los siete países tienen historias análogas, comenzando con la conquista española. El período colonial terminó, después de las guerras de independencia lideradas por Simón Bolívar y José de San Martín, en una división igualmente sangrienta en Estados-nación. En su mayoría, son aún unos recién llegados a la democracia tras haber soportado períodos de gobierno militar y, en algunos casos, guerra civil, hasta finales del siglo XX. Venezuela y Colombia pusieron fin a sus dictaduras militares a finales de los años cincuenta, pero Argentina, Bolivia, Ecuador y Perú no experimentaron la restauración democrática hasta finales de los setenta y principios de los ochenta, y Chile fue el último en despedir a un dictador, Augusto Pinochet, en 1990.

Ahora las esperanzas de un renacimiento democrático sostenido se han desvanecido, una vez más, ante la desenfrenada corrupción oficial y las desigualdades sociales no resueltas. El populismo, el autoritarismo y la participación militar en la política siguen en boga. (El síndrome también se presenta en vecinos no andinos, especialmente Brasil, así como en las naciones centroamericanas de El Salvador, Nicaragua, Honduras y Guatemala). A lo largo del pasado año, la pandemia del coronavirus ha empeorado la situación. América Latina representa menos del 9% de la población mundial, pero casi un tercio del número de muertos por la pandemia mundial, lo que puede explicarse, en parte, por la torpeza o negligencia de varios gobiernos. En la mayoría de los países, el lanzamiento de la campaña de vacunación ha sido nefasto y, como no sobrevenga una ayuda importante de afuera, la pandemia persistirá mucho tiempo después de que se haya contenido en otros lugares. La recesión económica del año pasado en la región ha sumido a millones de personas en la pobreza. Los malestares sociales, políticos y económicos desatendidos provocaron disturbios sociales en Colombia, Perú, Ecuador, Chile y Bolivia antes de la pandemia. Ahora, como era de esperar, los disturbios han retornado, dándose la situación más grave, hasta ahora, en Colombia.

En abril, el presidente Iván Duque propuso un aumento de impuestos, que fue respondido por una huelga general, protestas masivas y enfrentamientos con la policía que han continuado durante semanas, incluso después de que Duque retirara el aumento. Según las informaciones, unas 50 personas han muerto a causa de los disturbios y cientos han resultado heridas. Tras un año de deterioro económico, en el que el PIB se redujo en casi un 7%, la mayor disminución en medio siglo -se estima que más del 42% de los colombianos vivían en la pobreza-, el aumento de impuestos propuesto, que habría afectado los ingresos de la clase trabajadora al aumentar el coste de los alimentos básicos, fue una iniciativa increíblemente obtusa.
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Duque, desconectado, por Vladdo
Duque, de 44 años, asumió el cargo en 2018. Su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, que ocupó el cargo de 2002 a 2010, es un ultraconservador (Uribe ha estado bajo investigación durante años en relación con un presunto patrocinio de la violencia paramilitar de derechas, que él ha negado). La propia administración de Duque se ha visto perseguida por varios escándalos, que implican corrupción y espionaje a opositores políticos. También ha criticado el acuerdo de paz que su antecesor, Juan Manuel Santos, firmó con la guerrilla de las FARC en 2016, después de 52 años de guerra. En virtud de ese acuerdo, miles de guerrilleros depusieron las armas, pero en los años transcurridos desde entonces, cientos de excombatientes y activistas sociales han sido asesinados en campañas paramilitares. Varios miles de excombatientes han regresado al campo de batalla. El fracaso de Duque a la hora de hacer cumplir plenamente el acuerdo de paz es una de las principales quejas de los manifestantes, me dijo Sergio Jaramillo, ex alto funcionario del gobierno y principal negociador en las conversaciones de paz, y agregó que gran parte del problema es la “incapacidad total de Duque para leer el momento histórico”, que, dijo, “nos está empujando de nuevo al modo ‘conflicto’”.

El bando de Duque y Uribe ha vinculado repetidamente el malestar social con supuestos complots tramados en Cuba, Venezuela e incluso Rusia, para llevar al poder a la extrema izquierda. Las acusaciones no están probadas, pero tienen peso en las fuerzas armadas, tradicionalmente conservadoras, que son, según cómo se calcule, las segundas o terceras más grandes del hemisferio occidental. La periodista política María Jimena Duzán me dijo: “Hay un presidente que gobierna completamente desconectado de la realidad de su país. Y los jóvenes de los barrios marginales, en su mayoría hijos de padres desplazados por la guerra, están hartos de su falta de empatía”. Agregó: “Su lema de ataque era: ‘Uribe paraco’ -el término en argot para un paramilitar-, ‘el pueblo está berraco’, la gente está cabreada”.

Algunos ven el enfoque de Duque como un preámbulo de demostración de fuerza para las elecciones presidenciales del próximo año, aunque él mismo no puede postularse; desde 2015, los presidentes del país están limitados a un mandato. Como en 2018, el principal rival de su partido es el senador de izquierdas Gustavo Petro, un exalcalde de Bogotá que había sido miembro de otro grupo guerrillero, el M-19, a fines de los años setenta y ochenta. Duque superó a Petro por un margen del 12%, pero, en los últimos meses, Petro va liderando las encuestas. Así como los círculos de Duque y Uribe culpan de las protestas a grupos extranjeros, afirman con frecuencia que Petro está detrás de las protestas junto al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, quien, según Duque, “se sustenta con los recursos del narcotráfico” y “ampara a terroristas”.  En un país que rara vez ha estado en paz consigo mismo, a pesar de su capacidad para convocar elecciones cada cuatro años, tal vez no sea sorprendente encontrar que la democracia de Colombia está lejos de ser saludable.

Han pasado 22 años desde que Chávez ganó por primera vez las elecciones en Venezuela, pero su estilo sincrético de gobierno populista aún domina la política de la nación. Maduro, desde que sucedió a Chávez, ha logrado atrincherarse, con el apoyo de los militares, a pesar del virtual colapso de la industria petrolera, los paquetes de sanciones de USA y varios intentos torpes durante la Administración Trump para destituirle. La capacidad de Maduro para mantenerse en el poder bien puede ser su principal virtud política. Se creía que aproximadamente el 80% de la población vivía en extrema pobreza el año pasado, y se cree que alrededor de cinco millones y medio de personas han abandonado el país. Los barrios marginales urbanos y grandes franjas del interior rural son el territorio de las bandas criminales, y hay secciones a lo largo de la frontera que siguen siendo santuarios para generaciones de guerrilleros colombianos, algunos de los cuales se dice que están secretamente alineados con el gobierno de Maduro y participan en actividades económicas clandestinas que incluyen el narcotráfico y la minería de oro. (Desde finales de marzo, según informes, las tropas venezolanas han estado luchando con una facción que habría roto los términos de un acuerdo según el cual su presencia era anteriormente tolerada).

A principios de este año, la Administración Biden reafirmó su apoyo al político opositor Juan Guaidó, quien se declaró, en esencia, presidente en paralelo en 2019, siendo reconocido como tal por la Administración Trump y otros gobiernos. En ese momento, Juan S. González, asesor del presidente Biden para América Latina en el Consejo de Seguridad Nacional, me dijo que la Administración quiere “ver algo”, por ejemplo, unas elecciones justas y otras cuestiones antes de entablar un diálogo con el régimen de Maduro.

En las últimas semanas, Maduro ha hecho lo que parecen ser algunos gestos de buena voluntad. Trasladó a seis ejecutivos de Citgo, la empresa de refinado de petróleo de propiedad venezolana con sede en USA, de la prisión a arresto domiciliario en Caracas. Los llamados Citgo 6 se encuentran detenidos desde 2017 por cargos de corrupción; aunque ellos han negado haber actuado indebidamente. Maduro también acordó permitir que el Programa Mundial de Alimentos comience a brindar ayuda humanitaria en Venezuela. El mes pasado la Asamblea Nacional controlada por el gobierno nombró un nuevo Consejo Nacional Electoral para supervisar las elecciones para gobernador y municipales que se celebrarán el próximo noviembre. Es significativo que dos de los cinco miembros principales del consejo estén vinculados a la oposición. Mientras tanto, Guaidó, hacia quien USA ha canalizado millones de dólares, hizo una oferta de diálogo. Maduro acordó iniciar conversaciones con la oposición si, entre otras cosas, el gobierno de USA levanta sus sanciones contra Venezuela.

Hasta ahora, la Casa Blanca ha adoptado la postura de esperar y ver qué pasa. Pero el representante Gregory Meeks, presidente del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, ha pedido a la Administración que aproveche los movimientos de Maduro como una oportunidad para alcanzar un compromiso. Esta semana, González, el asesor de Biden para América Latina, reconoció los nuevos desarrollos. “El régimen de Maduro ha dado algunos pasos recientes que parecen prometedores pero que pueden revertirse rápidamente”, me dijo. “También parece haber pasos para iniciar un diálogo con miembros de la oposición. Apoyamos esos esfuerzos, y si esto continúa avanzando, lo apoyaremos e incluso podremos hacer algunos gestos de buena voluntad, pero lo que realmente queremos ver es que dan pasos a favor de unas elecciones libres y justas”.

El activista por la democracia venezolano Roberto Patiño también acogió con satisfacción la reciente apertura a la oposición. “Creo que hay algunas señales muy interesantes”, dijo, pero recomendó precaución, calificándolo de “un primer paso”. “Tenemos que intentar que la semilla que se ha sembrado, con la presencia de estas dos personas en el Consejo Nacional Electoral, pueda germinar y producir otras cosas importantes necesarias para mejorar la calidad de vida del pueblo venezolano”, dijo.

En abril, en Ecuador, se llevó a cabo una segunda ronda de votaciones para encontrar un reemplazo para el presidente saliente, Lenín Moreno. Terminó con un revés: Guillermo Lasso, un exbanquero de 65 años y conservador convencional, derrotó a Andrés Arauz, de 36 años, un protegido izquierdista de Rafael Correa, expresidente de tres mandatos, quien fue, a su vez, protegido de Chávez. (Correa, un populista que alineó a Ecuador con Venezuela y Cuba y atrajo importantes inversiones chinas, está ahora exiliado en Bélgica; el año pasado, un tribunal ecuatoriano lo condenó in absentia a ocho años de prisión por cargos de corrupción. Los críticos de Correa temían que una victoria de Arauz habría allanado el camino para el regreso del expresidente).

Cuando le pregunté a la periodista Sabrina Duque si creía que la elección de Lasso significaba que Ecuador había terminado su largo coqueteo con el populismo, respondió: “No voy a negar que respiré un poco más tranquila cuando ganó Lasso y también desde que vi la composición de su gabinete. Nunca esperé ver a un caballero que pertenece al Opus Dei -la organización católica ultraconservadora- nombrar a una activista por los derechos humanos y feminista como ministra sya”. También señaló que la aceptación de Lasso de una decisión reciente de la Corte Suprema de despenalizar el aborto en casos de violación muestra la voluntad de buscar un consenso social más amplio. (En Ecuador, como en la mayor parte de América Latina, el aborto es ilegal; el año pasado, Argentina se convirtió en el tercer país sudamericano en legalizarlo, después de Guyana y Uruguay). Pero, agregó, “Ecuador tiene el populismo en su ADN, y yo creo que no hay remedio para eso hasta el día en que la gente común pueda satisfacer sus necesidades básicas. Y la realidad es que la construcción de un Estado que garantice la salud y la educación de calidad no está aún en la agenda de nadie”.

Más allá de las incertidumbres políticas, en Ecuador se avecina una crisis económica. En 2019, el entonces presidente Moreno dijo que la deuda nacional ascendía a casi 75.000 millones de dólares, una cantidad significativa que se acumuló durante la presidencia de Correa en costosos proyectos de infraestructura y que se le debe a China. Jorge Imbaquingo, editor político del principal diario, El Comercio, señaló que será difícil para Lasso cumplir con los pagos de intereses de la deuda y que cualquier medida de austeridad que intente promulgar “será vista como una afrenta por parte de las clases populares, lo que podría provocar otro levantamiento como el de Colombia”.

En Perú, donde se da mayor grado de atomización política que en cualquiera de sus vecinos, con cinco presidentes en los últimos cinco años (uno de los cuales duró solo seis días), el suicidio de un expresidente y el encarcelamiento o arresto domiciliario de otros cuatro por diversos cargos, está programada para el 6 de junio una segunda ronda de votaciones en unas elecciones generales. En la primera ronda, en abril, dos candidatos surgieron de un grupo de 18 en un intento por reemplazar al líder interino, Francisco Sagasti, académico y congresista respetado que fue votado por el Parlamento, en aras de la estabilidad, en noviembre. Los contendientes representaron una muestra barroca de la sociedad peruana, incluido un rico empresario que se autoflagela en una reafirmación diaria de su piedad católica. Quedó en tercer lugar.

No menos barrocos, en cierto sentido, son los candidatos que ocuparon el primer y segundo lugar. El favorito, un maestro de escuela de provincias llamado Pedro Castillo, que habitualmente usa sombrero de paja tradicional, aterroriza a las élites empresariales y a los votantes de derecha, que lo ven como un defensor del socialismo abiertamente. Castillo sí describió la contienda política actual como “entre ricos y pobres… entre amos y esclavos”. Su rival, Keiko Fuijmori, es una perenne perdedora. Tildada de populista de derecha, es hija del expresidente Alberto Fujimori, quien ocupó el cargo durante diez años en la década de los noventa y actualmente cumple veinticinco años de cárcel por corrupción y crímenes de lesa humanidad, incluidas dos masacres perpetradas por un escuadrón militar durante la batalla del gobierno contra la guerrilla maoísta Sendero Luminoso. La propia Keiko Fujimori salió recientemente de su tercer período de detención, acusada de lavado de dinero, incluido el del gigante brasileño de la construcción Odebrecht, para financiar sus carreras presidenciales anteriores. Fue puesta en libertad por consideraciones motivadas por la COVID y ha pasado un total de casi 17 meses detenida hasta el momento. (Ella ha negado los cargos y rechazó testificar en el caso Odebrecht, aludiendo a prejuicios de la fiscalía). Tendrá que enfrentarse a una sentencia de 30 años si es declarada culpable; si es elegida, será inmune al enjuiciamiento. Gustavo Gorriti, uno de los principales periodistas de investigación del Perú, secuestrado en 1992, delito del que se declaró responsable a Alberto Fujimori, es conocido como un hombre de cabeza fría. Pero confesó sentirse sacudido por el estancamiento actual. “Confiaba en que a estas alturas nos estuviéramos encaminando hacia una sociedad más saludable”, dijo Gorriti. “Por supuesto, nunca debemos abandonar la fe en la posibilidad de encontrar un camino a seguir, pero todo esto es profundamente deprimente”.

Los candidatos están librando una guerra mediática que refleja la naturaleza polarizada de la campaña electoral. “Piensen en el futuro de sus hijos: no al comunismo”, se leía en vallas publicitarias anti-Castillo en Lima, mientras que un titular en la portada del tabloide conservador Correo señalaba que, en un discurso, Castillo había pronunciado la palabra de ecos comunistas “pueblo” cuarenta y cuatro veces. Los opositores lo acusan de querer hacer en Perú lo que hizo Chávez en Venezuela. Incluso Mario Vargas Llosa, el novelista conservador peruano, que se postuló a la presidencia en 1990 y perdió ante Alberto Fujimori, y que se opuso ferozmente a las anteriores propuestas de Keiko Fujimori, advirtió que Perú se “enfrenta a un abismo” e instó a sus compatriotas a votar ahora por ella como “mal menor”.

Castillo dice que solo quiere una sociedad más justa. Sus partidarios han colocado pancartas que muestran el rostro de Fujimori en lugar de una calavera, con huesos cruzados debajo y la palabra “peligro” y han utilizado el eslogan que rima más prosaicamente “Pedro es decente, Keiko es delincuente”. Recientemente se dijo que Castillo iba algunos puntos porcentuales por delante, pero la carrera por la presidencia sigue siendo fluida. La masacre de 16 personas en una aldea el 23 de mayo, supuestamente llevada a cabo por una facción superviviente de Sendero Luminoso, que al parecer dejó panfletos anti-Fujimori en el lugar, ha añadido un giro extraño y espantoso al tramo final de la campaña.

Siete meses después de que las elecciones en Bolivia propiciaran el regreso de un gobierno de izquierdas con la victoria del socialista Luis Arce -casi un año después de la destitución de su antiguo compañero, el expresidente Evo Morales-, el clima político en esa nación sigue siendo inestable. Arce ha revertido las políticas introducidas por su archiconservadora predecesora, la presidenta interina no electa Jeanine Añez, que ha sido encarcelada por cargos de “sedición” y “terrorismo” relacionados con el supuesto “golpe” contra Morales, quien ha vuelto al país tras un año de exilio. El gobierno de Arce parece estar siguiendo un patrón similar al que adoptó Áñez después de su llegada al poder, cuando libró una purga ideológica contra los leales a Morales, a quien su ministro del Interior llamó “narcoterrorista”. Un analista político boliviano me dijo hace poco que “el encarcelamiento de Áñez tuvo que ver con la necesidad de Arce de reafirmarse en la base de su partido, que quería resultados, casi venganza” por la represión que ejerció su gobierno contra ellos, en la que treinta y tantos bolivianos fueron asesinados.

Las tribulaciones más inmediatas de Argentina tienen que ver con lidiar con la COVID-19. Han muerto casi 80.000 personas, y menos del 7% de la población está completamente vacunada, mientras que las UCI se acercan al 80% de su capacidad. Más allá de la pandemia, los mayores problemas existenciales de Argentina son sus alarmantes tasas de pobreza, que, desde 2017, han aumentado de casi el 26% al 42%, con una economía volátil: en el mismo período, el peso ha perdido alrededor del 80% de su valor. El desempleo es generalizado y la tasa de inflación se acerca al 50%. Argentina le debe al Fondo Monetario Internacional 45.000 millones de dólares y no tiene medios para pagarlos. El presidente de centro-izquierda del país, Alberto Fernández, quien asumió el cargo en 2019, ha visto caer el índice de aprobación de su gobierno del 67%, hace un año, al 26%. Miguel Velárdez, un periodista amigo de La Gaceta, en el norte de Argentina, me dijo que cuando alcanzó la mayoría de edad en los años ochenta, después del fin del régimen militar, había compartido una esperanza sentida a nivel nacional de que, después de algunos años de gobierno democrático, Argentina evolucionaría hacia una sociedad madura y estable. “No ha sido así”, dijo. “Ahora hay una incredulidad generalizada en la clase política; la gente solo escucha a quienes le hablan de sus propias preferencias políticas. En este escenario, es muy difícil iniciar un debate constructivo sobre nuestro futuro”.

Curiosamente, Chile, la nación que emergió más recientemente de la dictadura, parece tener más probabilidades de asegurar un camino sin duda democrático. A partir de 2019, el país experimentó una serie de protestas sociales y violentos disturbios cívicos por las crónicas desigualdades. Pero el ambiente se ha estabilizado sobre todo a partir de octubre del año pasado, cuando los chilenos participaron en un referéndum para decidir si la nación debería tener una nueva constitución, proceso al que el presidente conservador, Sebastián Piñera, dio su aprobación. (Pinochet impuso la constitución actual en 1980). Con el 78% de los chilenos votando a favor, ha surgido un sentimiento de comunión nacional.

En mayo se realizó la elección de los 155 constituyentes que redactarán la nueva constitución en un proceso de un año, tras lo cual se convocará a otro referéndum para asegurar su aprobación. Habrá un número casi igual de constituyentes masculinos y femeninos, con 17 escaños reservados para los indígenas chilenos, a quienes ni siquiera se mencionaban en la constitución de 1980.

Uno de los constituyentes es Patricio Fernández, autor y periodista (amigo mío) de 51 años. Expresó su esperanza de que, con una nueva constitución, Chile pueda revitalizar su defectuosa democracia. “Los chilenos pueden formar un nuevo pacto social que incluya a sectores de la población que antes estaban desatendidos e ignorados”, me dijo, justo antes de la votación. “También es una forma de redefinir la naturaleza del poder político, que ha perdido gran parte de su legitimidad, y de redefinir nuestras relaciones con él. Será difícil, pero creo que podemos conseguirlo”. Encontrar el camino correcto hacia la democracia, como está descubriendo un número cada vez mayor de personas, en los países andinos y en otros lugares, es más un estado de ánimo que cualquier otra cosa.

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