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06/08/2021

BISSAN FAKIH
Un año después de la explosión en Beirut, el Líbano está más destrozado que nunca

Bissan Fakih بيسان فقيه, Al-Jumhuriya, 3/8/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández 

Bissan Fakih es una estratega y formadora de campañas y defensa de derechos en Beirut (Líbano). Durante la última década, ha trabajado con la sociedad civil y los movimientos de base para dar fuerza a las demandas en torno a los derechos humanos, la paz y la justicia. Su enfoque de las campañas se basa en el pensamiento feminista, insistiendo en que el liderazgo lo asumen las comunidades directamente afectadas por un problema. Apoya a las organizaciones y movimientos en el diseño de estrategias de campaña y promoción y domina las herramientas para ponerlas en práctica. @Bissan_Fakih

Desde la oscuridad de una ciudad con apenas suministro eléctrico, Bissan Fakih relata la explosión que devastó la capital del Líbano hace un año, y traza el vertiginoso colapso del país, hundido desde entonces en la más absoluta disfunción y desesperación.

Como muchos otros en la ciudad, sentí la explosión en dos oleadas.  

Durante la primera salté del sofá para mirar por las ventanas, buscando el humo o los escombros del ataque aéreo que estaba segura acababa de producirse. Mi apartamento tiene vistas al barrio de Sin al-Fil, plagado de rascacielos de cristal. El sol caía sobre ellos de tal manera a las 6:08 de la tarde que, en medio de mi pánico, pensé que los destellos anaranjados eran cohetes o fuegos que se precipitaban sobre el suelo. La segunda oleada fue tan fuerte que estaba convencida de que el edificio estaba derrumbándose. Entrenada por los años de inquietud de mi madre, envié una nota de voz al grupo familiar de WhatsApp solo segundos después de que terminara: “¡Hay ataques aéreos, pero estoy bien! ¡Hay ataques aéreos, estoy bien!” Agarré mi cartera, las llaves y un cargador de teléfono, corrí hacia la puerta y envié otra nota de voz: “¡Decidme qué está pasando, por favor, que alguien me diga qué está pasando!” Y luego un mensaje de texto, por si no hubieran escuchado mis notas de voz: “Dile a mamá que estoy bien”. En los días siguientes, cuando el sonido de los vidrios rotos crujía bajo nuestros pies, y cuando mis rodillas no dejaban de temblar, supe de muchos padres que no pudieron llegar nunca hasta sus hijos ese día.  

Durante todo ese verano nos habíamos estado sintiendo como si estuviéramos cerca de una implosión. La moneda nacional había perdido el 80% de su valor. Los bancos nos habían robado el dinero y los ahorros de toda la vida, excepto el de los muy ricos y bien conectados, que habían logrado sacar sus millones de contrabando. Las profundidades en las que pronto nos hundiría la crisis económica se hicieron más evidentes, y la gente tenía que pelear ya para poder comer, encontrar medicinas y educar a sus hijos. La pandemia de la covid-19 había acelerado nuestro declive y nos había obligado a abandonar las calles, donde muchos habían permanecido desde que estalló el levantamiento contra el régimen por todo el país en octubre de 2019. Habíamos pasado de la euforia de la revolución, de reclamar nuestras plazas públicas y bailar entre nosotros en las calles, a lo surrealista de los toques de queda, las mascarillas, y las imágenes perturbadoras de los entierros masivos en Italia y Nueva York. En el sofocante calor y la humedad de julio y agosto, la realidad de nuestra desaparición, y lo larga y dolorosa que sería, había quedado claramente establecida. Los signos de la descomposición ya estaban allí.

Y luego el mundo estalló a nuestro alrededor.

Poco después de la explosión, los llamamientos para pedir sangre cero negativo estuvieron sonando por toda la ciudad y más allá para nuestros miles de heridos. Me puse dos mascarillas y conduje hasta el hospital Hôtel-Dieu para donar. Mis neumáticos crujieron sobre los cristales rotos durante todo el viaje, a pesar de que estaba a kilómetros del epicentro de la explosión. Me di cuenta de mi error rápidamente a medida que me acercaba al hospital: era un automóvil más en medio del tráfico que transportaba a los heridos en busca de ayuda y familiares que venían a buscar a sus seres queridos desaparecidos. Un voluntario de la Cruz Roja saltó de una ambulancia, agitando los brazos, gritando y suplicando a los automóviles que se movieran para dejar pasar a la ambulancia. Salí de la carretera lo más rápido que pude, pero en la oscuridad, en medio de los crujidos, me asombró la visión apocalíptica de los autos y la gente que los conducía. Cáscaras de metal, con todas las ventanillas voladas, y sus conductores, algunos gritando por los teléfonos, otros silenciosos y angustiados, con los ojos muy abiertos, las luces delanteras iluminando fragmentos de vidrio rotos. 

Mi mente ansiosa, que durante años había controlado y atemperado el miedo a base de hacer listas, hizo otra más para la ciudad: encontrar a los desaparecidos, ayudar a los heridos, enterrar a los muertos, vengarnos.

La comprensión de la enormidad de nuestra pérdida, la escala de esta aberración humana, llegó también en oleadas. En la televisión vi a los familiares de los bomberos desaparecidos y a los trabajadores del puerto compartir fotos de sus teléfonos con las cámaras, vi cómo sus caras se desmoronaban durante las muchas horas de transmisión en directo cuando se hizo evidente que sus seres queridos no regresarían a casa. Vi los rostros de cuatro mujeres jóvenes, enfermeras del Hospital St. George, todas muertas. Escuché la historia de cómo su colega Pamela Zeinoun, que sobrevivió, llevó a tres bebés prematuros a un lugar seguro. De Rawan Mesto, una camarera siria de unos 20 años, que había trabajado en el restaurante Cyrano para mantener a su familia, que se esforzaba en reunir el dinero necesario para poder enterrarla. Las caritas de Alexandra Naggear e Isaac Oehlers, las víctimas más jóvenes de la explosión, quedaron grabadas en mi mente y nunca las olvidaré mientras viva. 

 Más tarde comprendí que, por los pelos, estaba en casa cuando se suponía que no debía estar, y al escuchar luego las historias de mis amigos, constaté lo cerca que estuve de perderlos. La muerte se llevó a sus víctimas al azar el 4 de agosto, y si las 2.750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas en el puerto por nuestro criminal régimen hubieran decidido explotar unos segundos antes o después, la lista de víctimas habría sido diferente. No sin amargura creo firmemente que la pandemia salvó probablemente a cientos, cuando no miles de vidas. Los cientos de personas que trabajan en la oficina central de la compañía nacional de electricidad, con vistas al puerto, estaban en casa debido al confinamiento. El edificio sigue siendo un esqueleto ahora, un año después. En un popular estudio de yoga cercano, donde decenas de personas practicaban normalmente su clase a las seis de la tarde, todo el techo se derrumbó sobre el suelo. Los pubs y bares del cercano barrio de Mar Mikhael, que normalmente se habrían llenado durante la hora feliz, estaban más vacíos de lo habitual por miedo al virus.

Eran tan jóvenes tantas de las víctimas que sus funerales se llevaron a cabo como si fueran bodas, como dicta la tradición. Se hicieron girar ataúdes blancos con el sonido de ululaciones, mientras los padres lloraban cerca. Me desperté una mañana, con el corazón acelerado, con un sonido tan fuerte de disparos que corrí a refugiarme en un baño sin ventanas, aterrorizada por las balas perdidas que caían. Estaban sepultando al joven bombero Ralph Mallahi, de mi vecindario. Vi un video de él pavoneándose por nuestras calles mientras la gente aplaudía a los trabajadores de la sanidad durante la pandemia, fingiendo que la audiencia lo vitoreaba a él, por lo que hacía reverencias a todo el mundo. Era muy gracioso, así que me reí durante unos segundos, olvidándome de mí misma, hasta que recordé que se había ido para siempre y sollocé. Más tarde supe que un jugador de fútbol del equipo Ansar, Mohamad Atwi, murió a causa de una bala perdida que le alcanzó en la cabeza, presumiblemente en uno de los funerales de las víctimas de la explosión. El 8 de agosto, cuatro días después de la explosión, circuló en Facebook un video de una mujer joven con un megáfono que llamaba a los residentes de las calles inquietantemente vacías a través de la ventanilla abierta de un automóvil:

Al traumatizado pueblo de Beirut, al traumatizado pueblo de Beirut: Han volado la ciudad, a nuestros hijos y amigos. Han volado nuestras casas y nuestras calles y nuestros medios de vida. Lo único que nos queda somos los unos a los otros. Hoy, a las 4 de la tarde, dejaremos que las víctimas de la explosión de Beirut descansen y nos trasladaremos desde la sede de la compañía nacional de electricidad a la Plaza de los Mártires. ¡Justicia para las víctimas, venganza sobre el régimen!

Me presenté en la Plaza de los Mártires a las cinco de la tarde y la policía antidisturbios y los guardias del parlamento estaban ya disparando gases lacrimógenos contra los manifestantes. Reconocí a un grupo de amigos reunidos en los extremos de la plaza, pálidos supervivientes. No abracé a ninguno de ellos por la covid, porque nuestro sistema médico estaba desbordado. Sentada en los bordillos de la plaza, hervía de rabia y odio. Durante los últimos días, lo único que me arrullaba hasta quedar dormida habían sido imágenes de venganza. Había vivido y respirado la idea de los derechos humanos y su búsqueda durante toda mi vida adulta, pero ahora solo podía encontrar la paz y el sueño imaginando a los altos mandos de nuestra clase dominante arrastrados por las calles, ensangrentados y pisoteados. El sentimiento era evidentemente popular, porque en todo el país se repitió la consigna “Preparad las sogas”, y en la Plaza de los Mártires ese día se ahorcaron las efigies de numerosos líderes políticos. La adrenalina no consiguió impulsarme a la cabeza de los enfrentamientos. Mis piernas eran como de gelatina. Al oír los disparos, me retiré. Cuatro días después de provocar una de las mayores explosiones no nucleares de la historia, el régimen libanés nos disparaba. El régimen libanés nos disparaba. Desató la violencia sobre una multitud que incluía a los heridos, familiares y amigos de las personas asesinadas en la explosión, a personas que habían perdido sus hogares y negocios y no podían permitirse repararlos, algunos de ellos porque los bancos les habían robado su dinero. El régimen libanés disparó contra su ciudadanía después de volar nuestra capital, cuando los desaparecidos aún estaban desaparecidos, cuando los muertos todavía estaban siendo enterrados, todo esto a pocos metros del lugar de la explosión. Esas fueron las nuevas listas que compuse en mi cabeza, listas lamentables de nuestros sufrimientos y humillaciones.  

Un año después de la explosión en Beirut, nuestros asesinos siguen entre nosotros. En julio, las fuerzas de seguridad golpearon y lanzaron gases lacrimógenos a los manifestantes, incluidos los familiares de las víctimas de la explosión, que estaban, simplemente, exigiendo justicia y protestando por la decisión del ministro del Interior interino, Mohammed Fahmi, de proteger a los altos funcionarios del interrogatorio del juez designado formalmente para investigar la explosión. El país no solo está privado de justicia, sino que estos mismos asesinos son responsables de una mayor violencia estructural: una muerte lenta, menos sangrienta que la explosión, pero que provoca un dolor colectivo aún palpable. 

Escribo esto en la oscuridad, en medio de un calor sofocante, ya que la escasez de combustible provoca graves cortes de electricidad en todo el país. Las colas de las gasolineras bloquean nuestras carreteras ya obstruidas, y la gente se apresura desesperadamente a buscar la escasa leche para bebés que queda y medicamentos para todo que salvan vidas, desde enfermedades cardíacas hasta depresión. 

La explosión fue un verdadero recordatorio de la fragilidad del cuerpo humano, y esta nueva descomposición somete nuestros cuerpos a un tipo diferente de violencia. En un solo fin de semana conté hasta seis amigos afectados por una intoxicación alimentaria, con estómagos que rechazaban la comida que se había echado a perder por el calor de un verano sin energía para hacer funcionar refrigeradores o congeladores. Mi propio estómago está alterado la mayor parte de los días, y realmente no sé si son los nervios o la falta de electricidad para almacenar alimentos. 

 El 8 de agosto de 2020 fue el último día que protesté en Beirut. No he vuelto a las calles desde entonces. Un año después de la explosión, rodeada de decadencia y desesperación, he perdido la creencia de que sabemos cómo cambiar el régimen libanés. Rechazo las preguntas de por qué la gente no se ha rebelado en el Líbano y qué se necesita para sacarnos a las calles, ambas teñidas de acusaciones de sucumbir a la apatía. Se le concede mucha importancia a las protestas y manifestaciones, y se invierten en la promesa de ofrecer un cambio que no es justo.

El levantamiento de octubre de 2019 fue la mejor arma de nuestro arsenal de tácticas no violentas. Fieles a una verdadera revolución, hubo un ajuste de cuentas con muchos de nosotros mismos, en particular con aquellos que habían mantenido lealtades hacia partidos políticos que se remontaban no solo a años, sino a décadas, y que habían sido trasmitidas por línea familiar como una herencia. Se sacrificó la lealtad sectaria y se produjo un acercamiento tan exagerado en su expresión que recuerdo haberme encogido ante el sentimentalismo. Pero no funcionó. Las protestas no obligarán a líderes despiadados y ávidos de poder a aflojar su control sobre la nación.  

Sin embargo, la catástrofe del 4 de agosto generó una solidaridad tan fuerte que me dejó sin aliento. En los días siguientes, cuando incluso las personas ilesas eran como heridas abiertas, nos volcamos en la comunidad. Barrimos cristales, nos alimentamos los unos a los otros, atendimos heridas y escuchamos. La explosión hizo visible lo invisible. Gran parte del sufrimiento que se había ignorado en las zonas más vulnerables de nuestro país capitalista, racista y patriarcal quedó al descubierto. Cuando el dinero y la ayuda llegaron a raudales, quienes más lo necesitaban habían estado sufriendo mucho antes de la explosión. Como voluntaria, junto a un amigo, llevamos a una trabajadora doméstica migrante a la sala de emergencias por una hemorragia nasal que no había cesado en tres días. En el apartamento donde se había refugiado, fue condenada al ostracismo por temor a que estuviera contagiada de covid. De camino, nos explicó que en realidad no había resultado herida en la explosión, sino que su empleador libanés la había golpeado en la cara. Muchos de los que necesitaron atención médica después de la explosión ya la habían necesitado antes. Para las familias que necesitaban comida y las personas mayores que vivían solas y necesitaban atención, era más de lo mismo. 

 Durante estos días, cuando estoy sola, revoloteo de una pantalla a otra y aplicación en aplicación, negándome a estar conmigo misma. Pero busco y encuentro consuelo en mi comunidad. Con la gente que me rodea soy más real y honesta que antes de la explosión, revelando traumas e inseguridades del pasado que antes consideraba tabú antes. Les pregunto a mis amigos si puedo abrazarlos. Beso sus frentes y mejillas. Les ruego que se hagan análisis de sangre y memoricen las fechas de las citas de vacunación de sus padres. Compartimos memes, discutimos y nos reímos de lo absurdo. En este país destrozado, yo cuido de ellos y ellos cuidan de mí. Mañana, cuando se celebre el aniversario de la explosión, volveré a estar en las calles. Aunque nuestra presencia en la Plaza de los Mártires no haga temblar a este régimen ni se nos concede justicia, quiero estar allí. Mantenernos firmes frente a este régimen podrido, estar juntos en solidaridad y reconocimiento compartido, es todo cuanto nos queda. 


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