Stephania
Taladrid (bio), The New Yorker, 18/12/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
La nueva ley de Texas es la culminación de décadas de restricciones legales y recortes presupuestarios que han dejado a las mujeres de una de las regiones más pobres del país con escaso acceso al aborto.
La ley 8 prohíbe el aborto después de aproximadamente seis semanas de embarazo y permite que ciudadanos privados puedan presentar demandas civiles contra cualquiera que ayude a una mujer a obtener el procedimiento. (Foto: Jennifer Whitney/NYT/Redux)
La única clínica de abortos que queda a lo largo de la frontera de Texas con México es un edificio poco atractivo de una sola planta situado en el corazón de McAllen. Su antigua recepcionista, Andrea Ferrigno, una mujer enérgica de cuarenta años, recuerda vívidamente una época, en los años noventa, en la que funcionaba tranquilamente y sin obstáculos. Su tío, el Dr. Pedro Kowalyszyn, uno de los ginecólogos más respetados de la ciudad, era el propietario y administrador. “Todo el mundo sabía que se podía abortar en la clínica del centro”, dice Ferrigno. Mientras estudiaba, vivía con su tío y trabajaba en la clínica a tiempo parcial. “Me presentaron el operativo como un procedimiento médico”, dijo Ferrigno, añadiendo que los abortos eran uno de los muchos servicios ginecológicos que su tío proporcionaba. “Él daba a luz a muchas de las personas a las que luego ofrecía la atención del aborto”.
A principios de 2000, Kowalyszyn vendió la clínica a Amy Hagstrom Miller, que la rebautizó como sede en el sur de Texas para su nueva organización, Whole Woman's Health. Al igual que otras ciudades del Valle del Río Bravo [llamado Rio Grande Valley/Valle del Río Grande en los USA, NdE], McAllen tenía uno de los índices más altos del país de personas empobrecidas y sin seguro médico. Al mantener la clínica abierta, Hagstrom Miller quería ofrecer a las residentes de la zona un lugar donde pudieran acceder al procedimiento de forma segura. “Poco a poco, empezamos a cambiar la consulta”, recuerda Ferrigno. “Antes, era muy parecido a ‘Aquí está el formulario de consentimiento. ¿Conoce los riesgos? ¿Las complicaciones? ¿Alguien la está obligando?’” La nueva propietaria de la clínica quería empoderar a las mujeres y fomentar un enfoque más holístico. A las pacientes se les ofrecían sesiones de asesoramiento durante su visita; las paredes de la clínica estaban pintadas de color malva y llenas de citas de Frida Kahlo y otras personas notables; sonaba música relajante de fondo y cada habitación tenía un tenue aroma a lavanda. Hagstrom Miller creía que nadie se quedaba embarazada para abortar, por lo que era necesario que hubiera un lugar donde las mujeres pudieran hablar libremente de sus decisiones y emociones.
“No nos arrepentimos de lo que hacíamos”, recuerda Ferrigno. Cuando el derecho al aborto se convirtió en una amarga batalla política a nivel nacional, el ambiente dentro y fuera de la clínica de McAllen cambió. Mientras que antes solo eran dos o tres piquetes los que se reunían cada semana frente a la consulta del Dr. Kowalyszyn, la clínica pronto se convirtió en un lugar de encuentro para los manifestantes. Un grupo local conocido como Los Caballeros de San Miguel se reunía en círculo, cantando oraciones frente a una cuna llena de figuras de bebés. Con el tiempo, otros intentaron intimidar al personal pinchando las ruedas de sus coches, amenazándoles con un hacha y gritando los nombres de sus hijos. “Se les puede escuchar desde el interior”, dice Ferrigno sobre los piquetes. “Tienen megáfonos”. La clínica ha recibido numerosas amenazas de bomba; hace unos años, alguien intentó incendiar el lugar en plena noche. Sin embargo, el personal ha intentado mantener un ambiente acogedor. Un mural en la fachada norte del edificio muestra a un grupo de mujeres de color, con las manos enlazadas, en un frondoso valle. Las palabras “dignidad, empoderamiento, compasión y justicia” están escritas en la parte superior.
En septiembre entró en vigor la ley S.B. 8 de Texas, que prohíbe los abortos después de aproximadamente seis semanas de embarazo y permite a los ciudadanos privados interponer demandas civiles contra cualquiera que ayude a una mujer a obtener el procedimiento. Nadie, ni siquiera una víctima de violación o incesto, está exenta de la ley. Ferrigno, que ahora es vicepresidenta de Whole Woman's Health, estimó que la clínica estaba atendiendo a una cuarta parte de las pacientes que trataba antes de la S.B. 8. Cada día, las nuevas restricciones obligaban al personal de la clínica a rechazar a docenas de pacientes, incluidas adolescentes. “Es agotador decir que no”, dijo. “Te consume”. Recientemente, la clínica tuvo que rechazar a una migrante de catorce años procedente de Guatemala que había cruzado la frontera sur por su cuenta y ahora estaba bajo custodia del gobierno. La niña había sido violada en su viaje hacia el norte: estaba en su séptima semana de embarazo, una semana más allá del nuevo límite estatal. “Hace un par de meses habríamos podido ayudarla”, explica Verónica Hernández, que acaba de asumir la dirección de la clínica, donde trabaja desde hace doce años. “Pero ya no podemos ayudarla. No podemos hacer nada por esas pacientes”.
Incluso antes de la S.B. 8, las nuevas leyes y los recortes presupuestarios promulgados por la legislatura de Texas en las décadas anteriores han restringido constantemente el acceso de las mujeres a un aborto en el estado. En 2000, los legisladores aprobaron la Ley del Derecho de la Mujer a Saber, también conocida como H.B. 15, que obligaba a las mujeres que querían abortar a esperar veinticuatro horas antes de someterse al procedimiento, sin hacer excepciones en el caso de los embarazos resultantes de violación o incesto. El personal de las clínicas también se vio obligado a entregar a las pacientes un paquete de lectura exigido por el Estado que incluía fotografías en color de fetos e información sobre la relación, largamente desmentida, entre los abortos y el riesgo de cáncer de mama. El mandato hizo que el tío de Ferrigno, que había seguido trabajando como director médico de la clínica, se retirara, después de treinta años. “Ese fue el catalizador”, dijo Ferrigno.
La ley estatal exige una ecografía antes
de abortar. Eso significa dos viajes a una clínica, una dificultad para muchas
pacientes de aborto, la mayoría de las cuales ya son madres.
(Foto:
Jennifer Whitney/NYT/Redux)
El caso Whole Woman's Health v. Hellerstedt fue serpenteando por los tribunales hasta el verano de 2016, cuando el Tribunal Supremo dictaminó, en una votación de 5-3, que las restricciones de Texas suponían “un obstáculo sustancial para una mujer que quisiera abortar”. La decisión fue vista como una extraordinaria victoria de Roe v. Wade, que en 1973 había establecido el derecho constitucional al procedimiento. Pero Ferrigno reconoció que el movimiento antiabortista estaba ganando terreno. El número de clínicas de aborto en Texas había descendido de cuarenta y cuatro a menos de diez en los tres años anteriores a la sentencia del Tribunal Supremo. La clínica de McAllen se había visto obligada a cerrar durante casi un año, después de que todos los hospitales situados en un radio de cincuenta kilómetros de Whole Woman's Health se negaran a conceder a sus médicos privilegios de admisión. El personal tuvo que explicar a las pacientes no solo el cierre, sino también las restricciones que limitaban constantemente sus derechos. “Creo que lo más importante que hemos sacrificado es la relación entre el paciente y el prestador de la atención”, dijo Ferrigno. “Seguimos haciendo lo que sea necesario para protegerla en la medida de lo posible, pero se ha visto mermada por todos esos requisitos. Nos hemos convertido en ejecutores de lo que odiamos”.
Cinco años más tarde, Ferrigno espera que el Tribunal Supremo anule Roe confirmando una ley de Mississippi que prohíbe la mayoría de los abortos después de las quince semanas de embarazo, un fallo que probablemente hará que más de veinte estados del Sur y del Medio Oeste prohíban casi todos los abortos. “Este desmantelamiento de Roe -que va recortando nuestros derechos- ha ido sucediendo progresivamente y cada vez va a peor”, dijo Ferrigno. “Y realmente siento que el momento es ahora: hay que actuar ya”. Está segura de que las mujeres del Valle están tomando cartas en el asunto. “La gente va a intentar hacer lo que cree que es mejor”, dijo Ferrigno. “No necesariamente lo que es más seguro”. Las palabras de una paciente, a la que Ferrigno tuvo que rechazar, se quedaron grabadas en su mente: “¿Y si le digo lo que tengo en el armario de la cocina y usted me dice lo que puedo hacer?”.
En 2008 Yolanda Chapa, una de las primeras piqueteras frente a la clínica, abrió el Centro de Embarazo de McAllen, a pocas cuadras de Whole Woman's Health. “El Señor estaba realmente tratando de decirnos que necesitábamos un centro de embarazo aquí en McAllen”, dijo Chapa, en un video promocional. Chapa lanzó la organización después de recibir cien mil dólares en donaciones de la herencia de un devoto católico local, según una publicación en su sitio web. En una entrevista de 2012 con un canal de televisión en español, una monja que realizaba ecografías en el centro dijo que apelaba a las creencias religiosas de las mujeres embarazadas. “El miedo viene del diablo”, dijo la mujer, identificada como Sor Julia. “Pero, si se tiene mucha fe, se puede llegar al final con una sonrisa y un bebé en los brazos”. Una década después de su fundación, el centro se trasladó a un local en South Main Street, a solo tres puertas de Whole Woman's Health.
Sobre el papel, el centro de Chapa ofrece ecografías, pruebas de embarazo, asesoramiento, comida, ropa, pañales y juguetes sin coste alguno para las mujeres a las que atiende. Pero sus críticos sostienen que, en realidad, está ayudando a atraer a la gente hacia embarazos no deseados. El interior del centro se parece a la consulta de un médico. Las mujeres embarazadas entran en una pequeña zona de recepción, donde se les pide que rellenen el papeleo y esperen a que se les llame por su nombre. Chapa y el resto del personal llevan batas blancas, y las recepcionistas y asesoras van vestidas con batas. A la pregunta de un periodista de por qué llevaban batas blancas, Chapa respondió: “Solo para que parezcamos profesionales”. El centro cuenta con una pequeña capilla y un espacio denominado “Boutique del Cielo”, donde las mujeres pueden elegir entre cientos de artículos donados, que van desde fórmulas para bebés hasta camisetas con la cara de Elmo. En los comentarios online, muchas de las clientas del centro elogian sus servicios. Sin embargo, Ferrigno afirma que las mujeres que han acudido a la clínica para abortar le han contado que les informaron erróneamente de que un aborto las expondría a un mayor riesgo de desarrollar cáncer de mama; una de ellas dijo que la instaron a pedir perdón ante el altar de la capilla.
Un martes reciente, Chapa acompañó a una joven a la salida de una sala de asesoramiento. Parecía estar al final de la adolescencia, tenía una expresión cenicienta y llevaba una cesta llena de artículos para bebés, incluyendo un oso de peluche y pañales con la palabra “¡Hola!”. Tras abrazar a la muchacha, Chapa me dijo que tenía que reunirse con otra clienta y que no estaría disponible para nuestra entrevista. El centro afirma haber ayudado a más de diez mil mujeres desde su apertura. Es una de las más de doscientas instituciones similares de Texas, muchas de las cuales, como el Centro de Embarazo de McAllen, reciben financiación estatal. Gran parte del dinero estatal procede de un programa llamado Alternativas al Aborto. Establecido por la legislatura de Texas hace quince años, tiene un presupuesto que ha pasado de cuatro a cien millones de dólares. El año pasado, el Centro de Embarazo de McAllen recibió un cuarto de millón de dólares del programa. A lo largo de los años, los legisladores han desviado fondos del presupuesto estatal de planificación familiar para financiar los programas, y hoy Texas tiene el mayor número de centros de embarazo del país. En todo el país, hay más de dos mil centros de embarazo en funcionamiento; ahora superan ampliamente en número a las clínicas de aborto.
Tras la aprobación de la S.B. 8, dijo Hernández, los voluntarios de la organización de Chapa empezaron a decir a las pacientes que llegaban a Whole Woman's Health que la clínica estaba cerrada porque el aborto ya no era legal. Hernández y su personal empezaron a notar que un número inusual de pacientes faltaba a sus consultas. “Las llamábamos y les decíamos: ‘Su cita estaba programada para esta mañana. ¿Va a venir?’” recuerda Hernández. “A lo que respondían: ¡Ya estoy aquí! Y resultó que en realidad estaban al lado”. Algunas de las pacientes fueron retenidas durante horas por la organización de Chapa, lo que Hernández vio como un intento de hacerles perder sus citas. Hernández dijo que las pacientes le contaron que la gente del centro les dijo a las mujeres que estaban más avanzadas en sus embarazos de lo que realmente estaban, un aparente intento de hacerles creer que habían perdido el límite de las seis semanas. (El centro se negó a hacer comentarios en repetidas ocasiones.) Hernández se empeñó en hacer saber a las pacientes que la clínica seguía funcionando. Pegado a la pared, encima de la puerta principal de la clínica, vigilada por cámaras y con cristales tintados, hay un cartel que dice “El aborto es legal. Nuestra clínica está abierta”.
Cuando el derecho al aborto se convirtió
en una amarga disputa a nivel nacional, la clínica de McAllen, Texas, se
convirtió en un lugar de encuentro para los manifestantes antiabortistas.
(Foto:
Ilana Panich-Linsman / The Washington Post / Redux)
Hace cuatro años, Paula Saldaña comenzó a trabajar como coordinadora de campo en el Valle con el Instituto Nacional de Latinas para la Justicia Reproductiva. Con un equipo de voluntarios, fue de puerta en puerta, hablando con la gente que vive en las colonias -barrios de bajos ingresos donde cientos de miles de personas en todo el estado viven en chozas improvisadas, remolques y casas sin acceso a los servicios básicos-. “Algunas de esas colonias ni siquiera se pueden encontrar en un mapa”, recuerda Lucy Felix, directora asociada del Instituto. Al principio, muchas residentes se negaban a abrir sus puertas. Pero poco a poco, en el transcurso de varios años, los ojos de la gente empezaron a asomarse por las ventanas, y finalmente permitieron a las voluntarias entrar en sus casas. Las necesidades de las residentes eran urgentes: algunas que se habían encontrado un bulto sospechoso en el pecho, y cuyas madres habían muerto de cáncer de mama, necesitaban inmediatamente una mamografía; otras nunca se habían hecho una prueba de Papanicolaou, o nunca habían oído hablar de la clínica de abortos de McAllen. Saldaña, Félix y otros les dijeron a las mujeres cómo y dónde buscar una atención asequible. Con el tiempo, llegaron a ser conocidas entre la comunidad como “las poderosas”.
Nacida y criada en el Valle del Río Bravo, a Saldaña le gusta prologar sus conversaciones sobre salud reproductiva hablando de Rosie Jiménez, una mujer de McAllen que murió de una infección causada por un aborto chapucero, en 1977. Es la primera víctima conocida de la Enmienda Hyde, legislación federal aprobada un año antes de su muerte, que restringía el uso de fondos de Medicaid para abortos. Jiménez, que tenía veintisiete años y estaba criando a una hija sola, no podía pagar a un médico titulado y buscó la ayuda de una comadrona. Murió a los pocos días de un fallo orgánico.
El principal catalizador del trabajo de Saldaña es la experiencia de su primer embarazo, a los dieciséis años. “Ni siquiera recordaba cuándo había tenido la última regla”, recuerda. Su madre la llevó a una clínica de Planned Parenthood en Brownsville, donde a Saldaña se le presentaron tres opciones: abortar, tener al niño y darlo en adopción, o dar a luz e inscribirse en un programa de cuidado de niños. Ella y su novio eligieron esta última opción y tuvieron un hijo. Más tarde, a Saldaña le recetaron Norplant, un anticonceptivo. “Gracias a eso, pude planificar mi siguiente embarazo, e ir a la escuela”, dijo Saldaña, añadiendo que ella y su novio estuvieron juntos durante veintiséis años. “No puedo imaginar lo que debe estar pasando ahora una chica en mi misma situación”.
Cada vez que Texas recorta la financiación de las clínicas de aborto, también se reducen otros servicios sanitarios para las mujeres. En 2011 los legisladores recortaron el presupuesto estatal de planificación familiar en dos tercios. Como resultado, las mujeres perdieron el acceso a los servicios preventivos, incluidos los exámenes de cáncer y los métodos anticonceptivos. Más tarde se recuperó parte de la financiación, pero el daño financiero era irreversible. Una de cada cuatro clínicas de salud del Valle, con una población de más de un millón de habitantes, se vio obligada a cerrar sus puertas. Saldaña, que se había incorporado a la clínica de Planned Parenthood en Brownsville como trabajadora sanitaria, fue despedida cuando ésta también cerró. Pero ella sentía que su trabajo debía continuar. “Vengo de una comunidad de inmigrantes, y quiero decir que la mayoría de ellas son indocumentadas”, dijo Saldaña. “Están convencidas de que no tienen derechos”.
Cuando la única otra clínica de aborto en el sur de Texas cerró, en 2013, Saldaña comenzó a remitir a los miembros de la comunidad a Whole Woman's Health, en McAllen. “Siempre supe que estaba ahí”, dijo de la clínica. “Pero nunca hubo necesidad de ir tan lejos”. Su trabajo pasó a consistir en asegurarse de que las personas que buscaban atención para el aborto, algunas de las cuales vivían a unos 45 kilómetros de distancia, pudieran llegar a la clínica dos veces, como exige la ley. Muchas no tenían coche o les preocupaba que su vehículo se estropeara. Otras cobraban por horas, en metálico: perder tiempo en el trabajo significaba menos dinero para alimentar a sus hijos y mantener a sus familias. Los defensores locales del derecho al aborto empezaron a recaudar dinero para ayudar a las mujeres que querían someterse al procedimiento. Al mismo tiempo, en las colonias, Saldaña empezó a encontrarse con representantes de la organización de Yolanda Chapa en un centro comunitario local. “La gente se quedaba después de hora para asistir a nuestras charlas”, dijo Saldaña. “Más tarde nos enteramos de que a un centro de embarazadas le habían prestado un espacio de oficinas allí”. Su enfoque reflejaba el trabajo de Chapa en South Main Street: ofrecían pruebas de embarazo gratuitas, ropa y artículos para bebés. “La necesidad está ahí, así que la gente gravitará hacia quien ofrezca ayuda”, dijo Saldaña.
A medida que se promulgan restricciones como la S.B. 8, Saldaña y otras tienen que explicar las nuevas leyes en las colonias; en cierto sentido, hay que volver a empezar la conversación. Tras la aprobación de la ley, se extendió el rumor de que el aborto en Texas había sido declarado completamente ilegal. “Tenemos que volver a educar a la comunidad”, dijo Saldaña, añadiendo que la pandemia les había obligado a hacer la mayor parte de su trabajo por teléfono. “Nuestro miedo, cuando ya no hay opciones sobre la mesa, es no saber a dónde acudirá la gente”. Cathy Torres, directora de organización de Frontera Fund, una organización local que ofrece apoyo financiero a mujeres de bajos ingresos e indocumentadas en el Valle que buscan atención al aborto, dijo que su organización comenzó a recibir menos llamadas. “La ley 8 fue escrita para confundir a la comunidad”, dijo. “Ocho de cada diez personas que llaman han pedido cita fuera del estado”. Pero la falta de dinero o de documentos impide que un número desconocido de mujeres del Valle pueda viajar a otros estados. A cien millas al norte de McAllen, hay un puesto de control de la Patrulla Fronteriza, lo que significa que muchas indocumentadas no pueden ni siquiera llegar a San Antonio, donde está la siguiente clínica de aborto más cercana, o buscar ayuda en otro estado. En resumen, están atrapadas en el desierto del aborto del Valle del Río Bravo.
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