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20/01/2022

Stephania Taladrid
“Llegamos vivos. Muchos no lo han hecho”: un desastre sin fin en la frontera México-USA

Stephania Taladrid, The New Yorker, 18/01/2022
(Fotografías de Alejandro Cegarra-Véase su reportaje premiado “Los dos muros)

Traducido del inglés por
Sinfo Fernández, Tlaxcala

Los migrantes de toda la región han vuelto a llenar los campamentos del norte de México, donde los delincuentes y los traficantes se aprovechan de ellos.

Dolores apenas reconoce el campamento improvisado en el norte de México donde se instaló hace seis meses. En sus inicios había muchas menos familias y todas se apiñaban bajo el techo de una pérgola situada en el centro de la Plaza de la República, la plaza principal de la ciudad de Reynosa. Por aquel entonces, los residentes locales todavía paseaban por el recinto de la plaza, deteniéndose de vez en cuando ante una estatua de latón de un águila posada en una chumbera, con una serpiente de cascabel colgando de su pico: el escudo de México. Poco a poco, la visión de furgonetas blancas con gente de calzado sin cordones se hizo más común. Eran migrantes de países centroamericanos, de Haití y del propio México, muchos de los cuales, como Dolores, habían sido detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos en el sur de Texas y expulsados en virtud del Título 42. La disposición es una oscura orden de salud pública que la Administración Trump puso en marcha al inicio de la pandemia. La medida fue ampliamente considerada como un esfuerzo de la Administración para lograr su largo objetivo de cerrar la frontera. Joe Biden, para sorpresa de los defensores de la inmigración, mantuvo la orden en vigor. Mientras tanto, la población del campamento improvisado de Reynosa ha aumentado hasta cerca de tres mil personas.


Hoy, la Plaza de la República está cubierta de tiendas de campaña, lonas grises y azul marino de las que las familias cuelgan su ropa para que se seque. Los recién llegados duermen sobre el suelo desnudo; todos los refugios improvisados han sido reclamados por las personas que viven allí permanentemente, muchas de las cuales son niños. Un viernes reciente, Dolores, una mujer corpulenta de cincuenta años, yacía en una cama construida con varillas y tablas de madera usadas. Nos explicó por qué abandonó El Salvador con su hija adolescente, Rosalba, el verano pasado. A principios del año pasado, los miembros de una banda local se presentaron en la pequeña tienda de la que era propietaria, donde vendía pollos, pirotecnias y especialidades locales, exigiendo el dinero de la protección. Primero dijeron que un par de pollos bastarían. Con el tiempo, recuerda Dolores, exigieron ciento cincuenta dólares al mes, y luego quinientos. “Me encontré trabajando para ellos, y yo no quería eso”, dijo.


Una mañana de agosto, Dolores recibió una llamada para recordarle que era día de pago. “Vengan al mediodía y lo tendré listo”, les dije.

 “Inmediatamente después, hice las maletas, y así fue como llegué aquí”, recuerda. Su marido, que ya vivía en Virginia con los dos hijos varones, ayudó a hacer los preparativos de última hora. Dolores y Rosalba, que pidieron que se cambiaran sus nombres, pagaron más de siete mil dólares a los traficantes, que las hicieron pasar de contrabando por la frontera; acabar en Reynosa nunca formó parte del plan. Dolores no sabía que el noreste de México era una de las regiones más peligrosas del país: era la primera vez que viajaba fuera de El Salvador. Pero esa realidad no tardó en hacerse evidente para ella y Rosalba. Apenas dos meses antes de su llegada a Reynosa, en lo que parecía ser una disputa entre miembros rivales de un cártel local, se produjeron unos ciento ochenta disparos a plena luz del día, matando a quince civiles. A los pocos días se produjo un tiroteo entre delincuentes armados y fuerzas especiales de seguridad. Los secuestros eran recurrentes en el campamento. Los hombres se aprovechan de las chicas jóvenes, prometiendo darles comida si les siguen a una calle adyacente. Una ONG local ha registrado al menos veinte casos de violación en los últimos meses.

Por la noche, sin electricidad, Dolores guardaba una barra de metal bajo su colchón. Su vecina había desaparecido. “Solo Dios sabe lo que le hicieron”, dijo. Dolores también había oído hablar de una mujer que llegó al anochecer después de atravesar el desierto, solo para ser despertada por la mano de un extraño que la manoseaba. Esas historias las mantenían, a ella y a Rosalba, despiertas por la noche.

“Se negaba a comer”, dice Dolores de su hija. En noviembre pensó en hacer que Rosalba cruzara el río sola, con la esperanza de que se reuniera con su padre. Los rumores de que los menores no acompañados no iban a ser devueltos a Reynosa se habían extendido por el campamento. Algunas familias que aún podían permitirse un contrabandista estaban enviando a los niños solos a través de la frontera como último recurso. “Fue detenida por la Patrulla Fronteriza, pero, gracias a Dios, ya está allí”, dijo Dolores, con una mezcla de alivio.


Pasear por el campamento de Reynosa es enfrentarse a un fracaso de alcance regional, desde Washington, D.C., hasta Ciudad de México y las capitales de toda Centroamérica, el Caribe y Sudamérica. Los repetidos intentos de los gobiernos, en particular de Estados Unidos y México, de frenar el flujo de migrantes hacia el norte han fracasado. Durante muchas décadas, la migración desde México y a través de México hacia Estados Unidos, nunca cesó: más de quince millones de mexicanos se establecieron en el norte, convirtiéndose en el mayor grupo de inmigrantes de la nación. Las cifras sí disminuyeron en dos coyunturas recientes: tras la Gran Recesión (2008) y la elección de Donald Trump. Cuando Trump asumió la presidencia, en 2017, se obsesionó con la idea de que México podría frenar los cruces ilegales en la frontera sur si el país quisiera. Su Administración quería un compromiso del gobierno mexicano para dejar que los migrantes, que pedían asilo en Estados Unidos, esperaran sus casos al sur de la frontera.

Tras una serie de amenazas crecientes por parte de Trump que incluían el cierre de la frontera, Andrés Manuel López Obrador, que acababa de prestar juramento como presidente, accedió a lo que se conoció como la política de “Permanecer en México”, que entró en vigor en 2019. Trump, descontento con los escasos avances, no tardó en renovar su amenaza de cerrar la frontera y lanzar un ultimátum más: imponer un arancel del cinco por ciento a todos los productos mexicanos. En respuesta, López Obrador desplegó tropas de la Guardia Nacional en todo el sur del país, para evitar que los migrantes cruzaran Centroamérica hacia México. “Hay un pecado de origen en la forma en que México respondió a las amenazas de Trump”, dijo Arturo Sarukhán, quien fue embajador de México en Estados Unidos de 2007 a 2013. “López Obrador dobló la rodilla y Estados Unidos encontró una salida fácil. Al final del día, básicamente están subcontratando la ley y la política de inmigración de Estados Unidos a un tercer país, que es México”.

(Véase video “Los inmigrantes deportados a la muerte y la violencia” aquí)

Como muchos predijeron, la política no abordó la delincuencia, la pobreza y la inestabilidad en toda la región, que siguen alimentando la migración hacia Estados Unidos. “La lección que no se aprendió, que todavía no se ha aprendido en la política migratoria de Estados Unidos -y que ahora se ha inyectado en la agenda migratoria de Estados Unidos y México- es que no se puede imponer una salida a una crisis migratoria. Punto”, dijo Sarukhán. “No hay nada que se pueda hacer en términos de aplicación de la ley que resuelva las causas estructurales que han llevado a los niveles históricos y sin precedentes de personas en movimiento, arriba y abajo de las Américas, que tenemos hoy”.

Una de las promesas del presidente Biden como candidato fue suspender la política de “Permanecer en México”, algo que hizo tras tomar posesión. Para entonces, más de setenta mil personas se habían visto obligadas a esperar al sur de la frontera su proceso judicial en Estados Unidos. Acabaron en míseros conjuntos de tiendas de campaña improvisadas, como las de Reynosa, donde sufrían robos, violaciones y secuestros. Cuando Biden decidió poner fin de forma permanente a la política de Permanecer en México, los estados de Missouri y Texas, controlados por los republicanos, presentaron una demanda para impedir que la Administración lo hiciera. En agosto, la mayoría conservadora del Tribunal Supremo se puso del lado de los dos estados.

La Administración Biden dijo que seguía comprometida con el fin del programa. Un paso que podría haber ayudado a la Administración habría sido que México no renovara su apoyo al programa. Pero el presidente de México permitió que el programa se reanudara en diciembre. “No es necesariamente el caso de que el gobierno mexicano se oponga a Permanecer en México”, dijo un alto funcionario que sirvió en la Administración Biden. “Una de las cosas que nos habían dicho sistemáticamente -cuando vieron que Biden había ganado, y obviamente vieron que probablemente iba a haber una reversión de algunas, si no muchas, de las políticas- fue: ‘Vayan despacio’. Porque temían lo que al final acabó ocurriendo, que fue una gran avalancha de gente a través de su país para llegar a Estados Unidos”.

En conjunto, las historias de los migrantes en Reynosa hablan de las muchas promesas incumplidas de los líderes de América Latina. Había una mujer de Honduras, cuya madre y hermanos fueron asesinados en su país: “Presentas una denuncia y no te levantas vivo al día siguiente”. Un hombre de Haití, que desafió el Tapón del Darién, una inhóspita selva tropical que conecta Sudamérica y Centroamérica solo para quedar atrapado en México, dijo: “Llegamos vivos. Muchos no lo han hecho”. Una mujer de Guatemala, cuyo hijo fue apuñalado mientras ella estaba en Reynosa con su hija menor: “No podía permitirme traerlo con nosotras”. Pero también hay una sensación de inercia subyacente, alimentada por un vacío político. “Lo que estamos viendo es una grave necesidad social regional de migrar y buscar refugio que choca con las políticas de México y Estados Unidos”, dijo Tonatiuh Guillén López, el exdirector del Instituto Nacional de Migración que dimitió después de que López Obrador se comprometiera a desplegar tropas para frenar los flujos migratorios. “En ese choque, los traficantes de personas aparecen como los grandes ganadores”.

En el campamento, los migrantes creían que los grupos criminales lo dirigían todo. Decían que estaban detrás de los puestos de comida, donde se vendían tamales y frijoles. También es probable que estuvieran detrás de la estructura de hormigón sin techo, al otro lado de la calle del campamento, donde los migrantes se duchaban con cubos de agua a un precio de veinticinco pesos, o de un dólar. Dolores había empezado a vender aguacates y naranjas sin el permiso de nadie, hasta que una amiga le aconsejó que no lo hiciera. “Ya no vendo nada”, dijo la amiga. “Me dijeron que no debía hacerlo aquí”.

Los grupos humanitarios, que esperaban trasladar a muchas de las familias a un espacio más seguro, se esforzaron en desacreditar las falsas promesas de las bandas locales. A los migrantes se les dijo que era mejor que se quedaran en el campamento, que está a poca distancia del puente internacional hacia Texas, ya que de lo contrario se enfrentarían a la deportación desde México. Muchos más estaban convencidos de que los miembros de las bandas vigilaban todos sus movimientos. Evidentemente, la principal fuente de ingresos seguía siendo los cruces, por los que los migrantes solían pagar hasta quince mil dólares. Con un promedio mensual de más de cien mil aprehensiones informadas por los agentes fronterizos estadounidenses el año pasado, los expertos estiman que las ganancias anuales ascienden a miles de millones de dólares.

Cerca de la vivienda de Dolores, una docena de niños jugaban con peonzas. Llevaban en el campamento entre dos y cuatro meses. Uno de ellos afirmaba que había llegado hace treinta meses, lo que indicaba lo lento que para él había transcurrido el tiempo. No parecían interesados en la escuela improvisada del campamento, donde niños de diferentes edades se reunían bajo un toldo para aprender inglés. La clase de ese día se había centrado en la letra “D”: las palabras “doll” (muñeca) y “dash” (carrera), “dangerous” (peligroso), “darkness” (oscuridad) y “dead” (muerto) estaban medio borradas en una pizarra cercana. Algunos de los niños, la mayoría procedentes de El Salvador, habían hecho el viaje hacia el norte con sus padres y hermanos. Otros habían viajado solos con sus madres o padres. Todos esperaban reunirse con otros familiares en Estados Unidos: tíos o tías, quizás primos. Los niños no parecían tener más de seis años, pero todos tenían una idea preconcebida de lo que Estados Unidos significaría para ellos y sus familias. Sus viajes al norte parecían estar grabados en sus jóvenes mentes. Uno recordaba haber viajado en moto, luego en coche, después en una gran lancha y, finalmente, en un autobús, en el que había atravesado la selva. Otro también había estado en una lancha, huyendo de la policía; había logrado escapar, dijo. Otro chico, que llevaba una camiseta roja con la inscripción “Battle Tested”, dijo: “Todo lo que recuerdo es que vi drogas y armas”. Se produjo un silencio incómodo, que el chico llenó rápidamente: “Eso es lo que ves a lo largo del viaje”.

El hondureño Ever Sosa besa a su hija un día antes de su intento de cruzar desde Guatemala hacia México por el río Suchiate, 19 de enero de 2020.
 
Ever Sosa lleva a su hija en hombros mientras cruza el río Suchiate de Guatemala a México en un intento de seguir su camino hacia la frontera sur de Estados Unidos con una nueva caravana de migrantes y solicitantes de asilo. 20 de enero de 2020.

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