Con la matanza de obreros en la Patagonia a fines de 1921, cuando fueron fusilados por el ejército mil quinientos trabajadores agrarios, pasó como sucedió después con la masacre de las bananeras, en Ciénaga, Magdalena, en 1928, que, según las posiciones ideológicas y no los documentos y otros testimonios, fueron solo nueve y no un millar o más, como lo reconoció en su momento la Legación de EE.UU. en Bogotá.
En el sur de la Argentina, en Santa Cruz, los peones rurales de la Patagonia, a fines de 1920, declararon una huelga para reclamar a los estancieros un día de descanso a la semana, tener un lugar limpio donde dormir y un paquete de velas. No era gran cosa, pero los hacendados se opusieron y, además, incumplieron acuerdos. Un años después, los trabajadores se levantaron y entonces apareció el ejército, comandado por el coronel Héctor Benigno Varela. Y ahí comenzó una historia de horror, pero, a su vez, de demostraciones de dignidad por parte de cinco prostitutas del Puerto San Julián.
Varela inició los fusilamientos a granel, sin fórmula de juicio. Se trataba de escarmentar a los trabajadores (casi todos esquiladores y cardadores de lana), de pasarlos por las armas, de calificarlos de forajidos, insurrectos y bandoleros. Y así, por distintos predios, los fusilamientos fueron un pan duro y amargo de cada día. A comienzos de 1922, tras cumplir con la masacre, a la que el gobierno llamó “pacificación”, Varela quiso galardonar a sus soldados con un premio en especie, en desfogue para su libido reprimida.
En un burdel la soldadesca hizo la fila. No les abrieron. Y de pronto, salió la dueña, Paulina Rovira, y les anunció que las damiselas se negaban a atenderlos. “Eso es traición a la patria”, le dijo el suboficial al mando, y una patota intentó meterse a la fuerza, cuando, en esas, emergieron las cinco “pupilas”, armadas de escobas y palos, y los increparon: “¡asesinos!”, “¡porquerías!”, “¡con asesinos no nos acostamos!”.
La inesperada reacción dejó sin aliento (y sin ganas de un polvazo) a los soldados, que se paralizaron ante los hijueputazos, los escupitajos, los escobazos y los “insultos obscenos propios de mujerzuelas”, según se consignó en un informe policial. Esta muestra de coraje y dignidad de las prostitutas, la va a narrar, entre otros, el novelista David Viñas y el historiador y escritor Osvaldo Bayer, este en su impresionante libro La Patagonia rebelde.
Consuelo García, Ángela Fortunato, Amalia Rodríguez, María Juliache y Maud Foster eran las cinco heroínas de San Julián, rescatadas de la desmemoria por las pesquisas e investigaciones de Osvaldo Bayer. El otro héroe de esta singular historia fue Kurt Wilckens, anarquista alemán de tendencia tolstoiana, quien, el 27 de enero de 1923, tomó venganza por mano propia al ultimar con una bomba de percusión y un revólver Colt al teniente coronel Varela en una calle del barrio Palermo, de Buenos Aires.
Varela, como lo cuenta Bayer en su libro, a los trabajadores “les hacía cavar las tumbas, luego los obligaba a desnudarse y los fusilaba. A los dirigentes obreros los mandaba apalear y sablear antes de dar la orden de pegarles cuatro tiros”. En la Patagonia, dedicada por los latifundistas a las ovejas (uno solo de ellos, Mauricio Braun, llegó a tener la astronómica cantidad de 1′376.160 hectáreas de tierra, con ganado lanar), los peones eran sometidos a jornadas de explotación inmisericorde.
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