Reinaldo Spitaletta, Sombrero de Mago, El Espectador, 14-10-2025
Hay
un dicho pertinaz de los emperadorcitos gringos acerca de sus famosas cruzadas,
más sangrientas que las del cristianismo medieval. Proclaman, a boca llena, que
su presencia, a veces con marines, con bombarderos, también, por qué no, con
bombas atómicas, es parte no solo de la civilización, sino de la democracia y
la libertad. Risibles tales apreciaciones cuando las pronuncian, por ejemplo,
bellezas como Kissinger, Bush, Obama, Trump, que, por lo demás, tras arrasar
territorios, pueden ganarse, por qué no, el Nobel de la Paz.
Paz acechante, por Waldo Matus
Podría ser —la memoria es frágil— que pocos recuerden la operación Conmoción y Pavor, en 2003. Arrasaron Irak, rico en petróleo, y montaron después pingüe negocio transnacional de reconstrucción. Acabaron con bibliotecas milenarias, mataron civiles a granel, congestionaron de terror y muerte esas tierras de literaturas fascinantes y de alfombras voladoras. El cuentico yanqui de ir con sus marines como heraldos de democracia podría seguir siendo hilarante (hasta la estatua de la Libertad se carcajea), si no fuera por toda la muerte y barbarie que siembran en los territorios invadidos.
Pero todo lo pueden. Son amos y señores. Y en Medio Oriente tienen avanzadas como Israel. Sucede que cuando más sangrientas y destructivas son las acciones de los verdugos estadounidenses, más cerca están de ser galardonados con premios universales. Como otra modalidad de burlarse del mundo. Como otra cara de decir que pueden hacer, aquí y allá, lo que les venga en gana. No hay quien los detenga ni castigue. Por ahí hasta les dan a varios de esos piratas y genocidas una distinción.
Por estos días, con la concesión del Nobel de Paz a doña Corina, cuando los que más sonaban eran precisamente dos genocidas (Trump y Netanyahu), se removieron historias de premiados que fueron desprestigiando dicha presea. Era sino tener la memoria de un bandido como Kissinger, autor, coautor, cómplice de matanzas, golpes de Estado, sangrientas conspiraciones en América Latina, Asia y África. Todo un trasunto de las más envilecidas maneras de matar gente, deponer presidentes, crear infiernos en los que ardieron millones de civiles. En 1973 (cuando aún le quedaban años de matazones e intrusiones en los asuntos internos de múltiples países), le concedieron el Nobel de la Paz. Desde luego, se dijo entonces que era más un laurel para la guerra, para los atentados permanentes contra la democracia y la autodeterminación de las naciones. Se le concedía la distinción a quien, años después, sería calificado por uno de sus compatriotas, por Gore Vidal, como “el más grande criminal del planeta”.
Así que, desde hace tiempos, el Nobel de la Paz ha venido en decadencia. Se esperaba, de parte de los ilusos del mundo, que este año podrían dárselo, en una actitud incluso en contravía de la tendencia, a algún médico palestino, por ejemplo, a Hussam Abu Safiya, secuestrado por soldados israelíes, utilizado como “escudo humano”, torturado y puesto en encierro en una mazmorra de Israel. No, qué va. Eso es como pensar con el deseo en un mundo en el que los poderes predominantes están del lado del genocidio, la invasión, el arrasamiento de pueblos y del irrespeto a los principios de autodeterminación de los pueblos y no injerencia en sus asuntos internos.
Otorgárselo a la señora Machado, la misma que ha llamado a “fuerzas internacionales” a invadir su país, mejor dicho, que ha visto con ojitos de “pispura” las maniobras de filibustero de Trump (al que, en rigor, no le interesa si en Venezuela hay o no hay democracia, sino las riquezas de este país), ha sido toda una diabólica puesta en escena para camuflar el horror de un genocidio. Sí, el perpetrado por Estados Unidos e Israel en la Franja de Gaza.
Esa presea que concede Oslo se ha venido a menos. Desde
tiempos viejos está en declive. En ocasiones, parece más una burla a los que
han invertido su vida y principios en la defensa de los derechos humanos, de la
libertad y la coexistencia pacífica. De otro lado, es al pueblo venezolano al
que le corresponde luchar por la construcción de la democracia en su país, sin
la intervención extranjera. Sin intromisiones. Pero, como se sabe, hay una
ambición feroz del imperio sobre las riquezas estratégicas de Venezuela, y hay
que ir por ellas, como sea, incluso con el camuflaje de premiecitos y
palmaditas en la espalda a sus lacayos.
Todo
indica que el Nobel de la Paz, convertido al parecer en una fruslería, en una
manipulación vulgar de intereses politiqueros, y también, de otro lado, de
manoseos de las superpotencias, está en la cuerda floja. Es como un espectáculo
de circo malo, con payasos sin humor. La paz, como lo recordaba Kant, no es un
estado natural, sino un objetivo que se construye con la razón y el derecho
internacional, dos elementos que, cosa curiosa, la guerra ha destruido.
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