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20/01/2022

Suzanne O’Sullivan
El misterio de los niños “dormidos” en Suecia
Una neuróloga investiga el “síndrome de resignación” en hijos de solicitantes de asilo

Suzanne O’Sullivan, The Sunday Times, 28/3/2021
Traducido del inglés por
Sinfo Fernández, Tlaxcala

Cientos de niños han sucumbido a una misteriosa enfermedad que puede mantenerlos en estado de sueño durante años. La destacada neuróloga Suzanne O'Sullivan investiga los hechos.

Extraído de  The Sleeping Beauties: And Other Stories of Mystery Illness  de Suzanne O'Sullivan (Picador 2021)

Apenas había cruzado el umbral y ya sentía claustrofobia. Podía ver a Nola tumbada en una cama a mi derecha. Supuse que tendría unos diez años. Esa era su habitación. Había venido sabiendo lo que me esperaba, pero de alguna forma aún no estaba preparada para enfrentar la situación. Cinco personas y un perro acababan de entrar en la habitación, pero ella no hizo ni un parpadeo de reconocimiento hacia ninguno de nosotros. Se quedó perfectamente quieta, con los ojos cerrados, aparentemente en paz.

 “Lleva así más de un año y medio”, dijo la Dra. Olssen mientras se inclinaba para acariciar suavemente a Nola en la mejilla.

 

Djeneta, a la derecha, una refugiada romaní/rrom (gitana) que lleva dos años y medio postrada en una cama sin responder, y su hermana, Ibadeta, en la misma situación desde hace más de seis meses, en Horndal, Suecia, el 2 de marzo de 2017. (Foto Magnus Wennman)*

Estaba en Horndal (Suecia), un pequeño municipio a 160 kilómetros al norte de Estocolmo. La doctora Olssen había cuidado de Nola desde que enfermó por primera vez, así que conocía bien a la familia. Descorrió las cortinas para que entrara la luz y se dirigió a los padres de Nola para decirles: “Las niñas tienen que saber que es de día. Necesitan sentir el sol en la piel”.

“Saben que es de día”, respondió su madre a la defensiva. “Las sentamos fuera por la mañana. Están en la cama porque estás de visita”.

Esa no era solo la habitación de Nola. Su hermana, Helan, que era aproximadamente un año mayor, yacía tranquilamente en la parte inferior de un conjunto de literas a mi izquierda. Desde mi posición solo podía ver la planta de sus pies. La litera superior -la cama de su hermano- estaba vacía. Estaba sano; lo había visto asomarse mientras caminaba hacia la habitación de las niñas. Estaba allí porque era neuróloga, especialista en enfermedades cerebrales y alguien familiarizado con el poder de la mente sobre el cuerpo, quizá más que la mayoría de los médicos.

Me acerqué a la cama de Nola. Al hacerlo, miré a Helan por encima del hombro y me sorprendió ver que sus ojos se abrían un segundo para mirarme y luego se cerraban de nuevo.

“Está despierta”, le dije a la Dra. Olssen.

“Sí, Helan sólo está en la fase inicial”.

Nola no mostraba ningún signo de estar despierta, tumbada sobre las sábanas de su cama, preparada para mí. Llevaba un vestido rosa y medias de arlequín blancas y negras. Su pelo era espeso y brillante, pero su piel era pálida. Sus labios eran de un rosa insípido, casi incoloro. Tenía las manos cruzadas sobre el estómago. Parecía serena, como la princesa que había comido la manzana envenenada. El único signo seguro de enfermedad era una sonda nasogástrica que le atravesaba la nariz y estaba sujeta a la mejilla con cinta adhesiva. La única señal de vida era el suave sube y baja de su pecho.

Me agaché junto a su cama y me presenté. Sabía que, aunque pudiera oírme, probablemente no me entendería. Sabía muy poco inglés y yo no hablaba sueco ni su lengua materna, el kurdo, pero esperaba que el tono de mi voz la tranquilizara.

Nola y Helan son dos de los cientos de niños dormidos que han venido apareciendo esporádicamente en Suecia durante 20 años. Los rumores sugieren que el fenómeno existe desde los años 90, pero el número de niños afectados se disparó con el cambio de siglo. Entre 2003 y 2005 se registraron 424 casos. Desde entonces ha habido cientos más. Afecta tanto a niños como a niñas, pero con una ligera preponderancia de éstas. Normalmente, la enfermedad del sueño tiene un comienzo insidioso. Al principio, los niños se vuelven ansiosos y deprimidos. Su comportamiento cambiaba: dejaban de jugar con otros niños y, con el tiempo, dejaban de jugar por completo. Poco a poco se encerraban en sí mismos y pronto no podían ir a la escuela. Cada vez hablaban menos, hasta no hablar nada en absoluto. Finalmente, se metían en la cama. Si entraban en la etapa más profunda, ya no podían comer ni abrir los ojos. Se quedaban completamente inmóviles, sin responder a los estímulos de la familia o los amigos y sin reconocer el dolor, el hambre o el malestar. Dejaban de tener una participación activa en el mundo. 

Los primeros niños afectados fueron ingresados en el hospital. Se les sometió a extensas investigaciones médicas, como tomografías, análisis de sangre, electroencefalogramas (grabaciones de las ondas cerebrales) y punciones lumbares para examinar el líquido cefalorraquídeo. Los resultados eran siempre normales y los registros de las ondas cerebrales contradecían el aparente estado de inconsciencia de los niños. Incluso cuando los niños parecían no responder, sus ondas cerebrales mostraban los ciclos de vigilia y sueño que cabría esperar en una persona sana.

Algunos de los niños más gravemente afectados pasaron un tiempo bajo estrecha observación en unidades de cuidados intensivos, pero aun así nadie pudo despertarlos. Como no se encontró ninguna enfermedad, la ayuda que los médicos y las enfermeras podían ofrecer era limitada. Alimentaban a los niños a través de tubos, mientras los fisioterapeutas mantenían sus articulaciones móviles y sus pulmones despejados, y las enfermeras se aseguraban de que no desarrollaran úlceras por presión debido a la inactividad. Al final, la estancia en el hospital no sirvió de mucho, así que muchos niños fueron enviados a casa para que los cuidaran sus padres. Las edades de los niños oscilaban entre los 7 y los 19 años. Los más afortunados estuvieron enfermos durante unos meses, pero muchos no despertaron durante años. Algunos todavía no han despertado.

Cuando esto empezó a suceder, no se contaban con precedentes. Nadie sabía cómo llamarlo. Un coma implicaba una profunda inconsciencia, pero algunos de los niños parecían tener conciencia de su entorno. Las pruebas demostraron que sus cerebros respondían a los estímulos externos. Dormir tampoco era la palabra adecuada. El sueño es natural, pero lo que les ocurría a los niños no lo era: era algo incomprensible. Al final, los médicos suecos se conformaron con llamarlo “apatía”. Esa descripción se ajustaba a lo que los médicos estaban viendo. Al cabo de unos años, la apatía se convirtió en una denominación médica oficial: uppgivenhetssyndrom, que significa literalmente “síndrome de renuncia”. [Uppgivenhet es el sustantivo del verbo giva upp, renunciar, NdlT] En español, se convirtió en el síndrome de resignación.

La Dra. Olssen le subió el vestido a Nola, dejando al descubierto su vientre desnudo y revelando que llevaba un pañal bajo las medias. Nola no se resistió a la intrusión. La Dra. Olssen le presionó el estómago y lo auscultó con un estetoscopio, luego le auscultó el corazón y los pulmones. “Su ritmo cardíaco es de 92. Alto”.

Noventa y dos no parecía la frecuencia cardíaca que acompaña a la ausencia de emociones en una niña que no se había movido durante más de un año. Sugiere un estado de excitación emocional, lo contrario de la apatía. El sistema nervioso autónomo tiene un control inconsciente sobre el ritmo cardíaco. Los nervios parasimpáticos ralentizan todo cuando una persona está en reposo, mientras que el sistema simpático potencia nuestro mecanismo de lucha o huida, acelerando el corazón en preparación para la acción. ¿Para qué se estaba preparando el cuerpo de Nola?

La Dra. Olssen le subió la manga a Nola y comprobó su presión arterial. La niña no se inmutó. “Cien sobre setenta y uno”, me dijo, lo que es normal para una niña relajada. Levantó el brazo de Nola para mostrarme lo flácido que estaba. El brazo cayó inerte sobre la cama cuando lo soltó.

La Dra. Olssen era una otorrinolaringóloga jubilada que desesperaba por ayudar a los niños y apoyar a las familias. Confiaba en que, como neuróloga, pudiera encontrar una explicación a lo que hasta entonces había sido inexplicable; que interpretara los signos clínicos y, al hacerlo, legitimara el sufrimiento de las niñas y convenciera a alguien para que las ayudara. Así es como funciona la medicina moderna: la enfermedad impresiona a la gente; la enfermedad sin evidencia de enfermedad, no.

Tomé las piernas de Nola en mis manos y sentí la masa muscular. Moví sus extremidades para evaluar la movilidad y el tono. Sus músculos se sentían sanos, no parecían exangües. Sus reflejos eran normales. Aparte de su falta de respuesta, no había nada anormal.

“Nola fue la primera en enfermar”, explicó la Dra. Olssen. “Helan solo tuvo síntomas después de la tercera denegación de asilo, cuando se le dijo a la familia que tenía que abandonar Suecia”.

A pesar del interés de la Dra. Olssen por descubrir el mecanismo cerebral que explicara la apatía de los niños, todos -familia, médicos, funcionarios- sabían por qué Nola y Helan estaban enfermas. Y sabían exactamente lo que había que hacer para que mejoraran.

El síndrome de resignación no es indiscriminado. Es un trastorno que afecta exclusivamente a los niños de familias solicitantes de asilo. Estos niños estaban traumatizados mucho antes de caer enfermos. Algunos ya mostraban signos muy tempranos de enfermedad cuando llegaron a Suecia, pero la mayoría empezó a retraerse solo cuando sus familias se enfrentaron al largo proceso de solicitud de asilo.

La familia de Nola es yazidí, una minoría étnica originaria de Iraq, Siria y Turquía. Se calcula que el número de yazidíes en todo el mundo es inferior a 700.000, y el grupo ha sido objeto de siglos de persecución. Solo en los siglos XIX y XX fueron objeto de 72 masacres genocidas, mientras que en el siglo XXI han sido víctimas de numerosos ataques sangrientos en Iraq y Siria. Las mujeres y los niños han sido violados en grupo y tomados como esclavos sexuales. Se dice que unos 70.000 yazidíes han buscado asilo en Europa.

 

Los yazidíes y otros grupos étnicos perseguidos se ven afectados de forma desproporcionada por el síndrome. (Foto Rodi Said/Reuters)

Antes de que la familia llegara a Suecia desde una aldea rural subdesarrollada de Siria, sufrían regularmente miedo y violencia, viéndose obligados a huir. Al llegar a la frontera sueca no tenían ninguna prueba de quiénes eran o de dónde venían. Las autoridades calcularon que Nola tenía dos años y medio, Helan tres y medio y su hermano pequeño uno. Al no poder hablar sueco ni leer el alfabeto latino, les costaba comunicarse y no tenían forma de verificar de dónde venían o quiénes eran.

En aquella época, Suecia era generosa con los solicitantes de asilo y la familia de Nola obtuvo un permiso temporal para quedarse. El proceso posterior de solicitud de asilo permanente fue muy lento. Antes de que se pusiera en marcha, Nola y Helan ya estaban en la escuela. Al cabo de varios años, la solicitud de asilo de la familia se tramitó y luego se denegó, aunque tenían derecho a recurrir la decisión, no una sino dos veces. Para entonces había comenzado la guerra de Siria, lo que hacía aún más peligroso volver a su lugar de nacimiento. Fue entonces cuando Nola mostró los primeros signos de retraimiento.

Los niños llevaban más tiempo viviendo en Suecia que en cualquier otro lugar. No sé qué sabían Nola y Helan del lugar en el que habían nacido, pero, aunque nunca se hablara explícitamente de ello, debían sentir el miedo asociado a volver allí.

Miré a Helan. Al igual que Nola y su madre, tenía una larga melena de grueso pelo negro. Llevaba pocos meses enferma, ya que la tercera y última solicitud de asilo de la familia había sido rechazada.

“Cuando llegó la tercera carta de rechazo, Helan dijo: ‘¿Qué pasará con mi hermana?’”, me dijo la Dra. Olssen. “Entonces se quedó callada y vimos que se estaba poniendo enferma. Les dije a sus padres que no la dejaran quedarse en la cama. Les dije que la hicieran comer y que la mantuvieran en la escuela, pero fue imposible”.

Las autoridades creían que la familia era turca, me dijo la Dra. Olssen. No podían enviarlos de vuelta a la Siria devastada por la guerra, pero si eran turcos podían devolverlos allí. No podía imaginar lo que debía sentir un niño cuando le decían que tendría que dejar su casa para ir a un lugar que solo existía como una historia horrible. Al conducir hasta el bloque de apartamentos de la familia por una amplia calle arbolada, me había sorprendido lo bonito que era el lugar. Los tres niños compartían una habitación, pero por lo demás su piso era espacioso y daba a un frondoso parque infantil.

El marido de la Dra. Olssen, Sam, conocía a las familias de los niños con síndrome de resignación tan bien como su mujer. Era un abuelo amable de barba blanca, ciudadano estadounidense de nacimiento y psicólogo de formación. La noche anterior me había contado cómo, cuando se les concedía la residencia, los niños solían despertar, aunque no de la noche a la mañana. El camino hacia la mejora era tan gradual y tedioso como la aparición de la apatía. Podía llevar meses o más, dependiendo del tiempo que el niño hubiera estado enfermo.

 

Una niña yazidí con síndrome de resignación en el piso de su familia en Horndal, Suecia. (Foto Magnus Wennman)

Aunque no hubo despertares milagrosos, una vez recuperados los niños pudieron prosperar en sus nuevas vidas. Otra de las niñas a las que cuidaban, una niña llamada Aliya, había huido de una antigua república soviética como miembro de una minoría perseguida. Había sufrido el síndrome de resignación durante más de un año, sin mostrar signos de actividad voluntaria hasta el día después de que le dijeron que tenía residencia permanente en Suecia, cuando abrió los ojos por un momento. En las semanas siguientes despertó por completo y, al cabo de unos meses, volvió a la escuela. A pesar de entrar tarde en el sistema escolar sueco y de tener grandes lagunas en su educación, destacó en sus exámenes y ahora estaba estudiando la carrera de Derecho.

“¿Te contó lo que se siente al sufrir el síndrome de resignación?” le pregunté. “Me dijo que era como estar en un sueño del que no quería despertar”.

Me gustó esa descripción. Hacía que la situación de los niños fuera menos aterradora. Había leído sobre la experiencia de un niño y había sido mucho más perturbadora: “Se había sentido como si estuviera en una caja de cristal con paredes frágiles, en las profundidades del océano. Si hablaba o se movía, pensó, se produciría una vibración que haría que el cristal se rompiera. El agua entraría y me mataría”, dijo.

De vuelta al dormitorio, la madre de las niñas se sentaba en el borde de la cama de Nola y utilizaba un cepillo para cepillar los brazos y las piernas desnudas de la niña. Esta era su rutina diaria, una experiencia sensorial. Después movió las articulaciones de Nola, doblando y enderezando las rodillas y los codos, rodando las caderas, los hombros y las muñecas por turnos. Eran ejercicios que había aprendido de un fisioterapeuta y que impedirían que las niñas desarrollaran contracturas, es decir, tendones rígidos y acortados, causados por la inmovilidad.

La familia lavaba y vestía a las niñas todos los días. Intentaron crear una rutina para que las niñas tuvieran una sensación de mañana, tarde y noche. Cambiaban la posición de las niñas en la cama para proteger su piel de las úlceras. Las sentaban en sillas de ruedas junto a la mesa, para que no olvidaran que formaban parte de una familia, y les ponían trocitos de comida en la lengua con la esperanza de tentarlas a comer. Les mojaban los labios con agua. Intentaron darles una pajita a cada una para que bebieran, algo que Helan pudo hacer, pero que Nola ignoró. Cuando salimos de su habitación, las dos niñas yacían tal y como las habíamos encontrado.

Después de que los primeros niños refugiados cayeran enfermos en Suecia y los resultados de las pruebas fueran normales, hubo las inevitables acusaciones de que estaban fingiendo estar enfermos. Sin embargo, niños de tan solo siete años seguían sin reaccionar, incluso durante los ingresos hospitalarios de larga duración. Ningún niño podría mantener un estado de apatía tan prolongado de forma voluntaria.

Las personas con síntomas físicos tratadas psicológicamente siempre temen ser acusadas de fingir una enfermedad. Sabía que una de las razones por las que la Dra. Olssen estaba desesperada en proporcionar una explicación relacionada con el cerebro para el estado de los niños era para ayudarles a escapar de tal acusación. También sabía que un trastorno cerebral tenía más posibilidades de ser respetado que un trastorno psicológico. Referirse al síndrome de resignación como inducido por el estrés disminuiría la gravedad de la condición de los niños en la mente de la gente.

No es de extrañar, por tanto, que se haya dedicado un gran esfuerzo a intentar comprender la biomecánica del síndrome de resignación. Varias teorías incompletas han intentado arrojar luz sobre la biología del trastorno. Los médicos han observado un ritmo cardíaco rápido y una temperatura corporal elevada en algunos de los niños, lo que sugiere que una respuesta al estrés mediada por las hormonas o el sistema nervioso autónomo podría desempeñar un papel en el trastorno. Un pequeño estudio sobre cuatro niños mostró una falta de variación diaria normal en el nivel de cortisol, la hormona del estrés, lo que da un poco de peso a la hipótesis del estrés. En la misma línea, un grupo de científicos especuló con que las hormonas del estrés en el embarazo afectaban al desarrollo del cerebro y reducían la capacidad de los niños para hacer frente al estrés más adelante en la vida. El problema de estas observaciones y teorías es que ni las hormonas del estrés, ni el sistema nervioso autónomo, ni el mal desarrollo del cerebro explicarían las manifestaciones físicas inusualmente sostenidas y profundas del trastorno, ni la extraña distribución geográfica. Hay familias solicitantes de asilo en todo el mundo, pero muy pocas han respondido a su situación como los niños de Suecia. El estrés es común, pero el síndrome de resignación no lo es.

Las explicaciones más psicológicas han comparado el síndrome de resignación con el síndrome de rechazo generalizado (PRS, también llamado síndrome de abstinencia de excitación generalizada), un trastorno psiquiátrico de niños y adolescentes en el que se niegan resueltamente a comer, hablar, caminar o relacionarse con su entorno. La causa es desconocida, pero el PRS se ha relacionado con el estrés y los traumas. El retraimiento en el PRS es activo, como sugiere la palabra “rechazo”, no es apático. Aun así, como condición asociada a la desesperanza, parece tener más en común con el síndrome de resignación que otras sugerencias.

Los niños con síndrome de resignación enfermaron mientras vivían en Suecia, pero la mayoría había sufrido un trauma en su país de nacimiento. Por lo tanto, parece probable que este trauma pasado desempeñe un papel importante en la enfermedad. ¿Quizás sea una forma de trastorno de estrés postraumático? ¿O es posible que las pruebas sufridas por los padres hayan afectado a su capacidad de crianza, lo que a su vez repercutió en el desarrollo emocional del niño? Una teoría psicodinámica es que las madres traumatizadas proyectan su angustia fatalista en sus hijos, en lo que un médico describió como un acto de “maternidad letal”.

Tanto las explicaciones psicológicas como las biológicas se quedan cortas, incluso cuando se consideran conjuntamente. Las explicaciones psicológicas se centran demasiado en el factor estresante y en el estado mental del individuo afectado, sin prestar la debida atención al panorama general. Además, conllevan la inevitable necesidad de culpar al niño y a su familia.

Pero la búsqueda de un mecanismo biológico amenaza con dejar de lado todos los factores externos que han impulsado a los niños hacia la discapacidad crónica. Las resonancias magnéticas que tratan de desentrañar el mecanismo cerebral del síndrome de resignación son herramientas de investigación útiles, pero hay algo ligeramente ridículo en esperar que las exploraciones realizadas en individuos expliquen o resuelvan un fenómeno de grupo.

Como neuróloga, la gente espera que esté especialmente interesada en los mecanismos cerebrales que causan la discapacidad. Pero, de pie en el dormitorio que compartían Nola y Helan, las confusas redes neuronales que mantenían a estas niñas pequeñas en la cama parecían ser solo un punto final y, por tanto, la parte menos importante de lo que había creado su situación. Toda una vida había llevado a Nola y Helan a este lugar, donde yacían en los confines de un dormitorio sueco, con las cortinas corridas en un día soleado.

El síndrome de resignación no solo se limitaba, hasta hace muy poco, a los niños que solicitaban asilo en Suecia, sino que se limitaba dentro de ese grupo tan específico. No afecta a todos los solicitantes de asilo; los niños de países de las antiguas repúblicas soviéticas y de los Balcanes son más propensos a padecerlo. Los yazidíes y los uigures, grupos étnicos que han sufrido recientemente una gran persecución, también se ven afectados de forma desproporcionada. Raramente se ha registrado en ninguna otra nacionalidad o grupo étnico.

¿Por qué no vemos que ocurre en todo el mundo? ¿Y por qué no le ocurre a personas de diferentes edades y orígenes? Los traumas y las dificultades psicológicas existen en todas las sociedades, y todos nuestros cerebros son biológicamente iguales. El hecho de que el trastorno elija a sus víctimas de forma tan selectiva demuestra el error de considerarlo solo un problema biológico, relacionado con las hormonas y los neurotransmisores, o un problema psicológico, vinculado a la personalidad de un individuo. Me pareció evidente, tras escuchar la historia de las chicas, que había algo que aprender de la especificidad cultural del trastorno. Sugería que el síndrome de resignación puede ser, de hecho, un fenómeno sociocultural.

Si las influencias sociales conducen a este trastorno, no provienen del país de origen, sino de alguna combinación de circunstancias. Las vulnerabilidades creadas por las experiencias pasadas de los niños eran importantes, sin duda, pero también lo era su viaje y su vida en Suecia. Después de todo, Nola y Helan habían pasado la mayor parte de su vida allí.

Suecia acogió a la familia cuando llegó. Les concedieron la residencia temporal y les dieron un hogar a la espera de su solicitud de asilo. El proceso tardó tres años en iniciarse en serio, momento en el que las dos niñas estaban escolarizadas. Hablaban sueco con fluidez. Habían establecido amistades. Me pregunto si sabían que la gente las veía como diferentes y que su hogar era potencialmente solo temporal.

Una vez en marcha, el proceso de solicitud se prolongó durante varios años. Aunque la familia no fue juzgada, se sintió como si la interrogaran en lugar de escucharla. El sistema de asilo trata de encontrar los errores que refutan el caso del solicitante, en lugar de buscar pruebas que lo demuestren. Los niños suelen estar obligados a estar presentes en las audiencias. Suecia ha experimentado un aumento de la retórica antiinmigrante desde 2014, cuando llegó al país un mayor número de extranjeros. Dado que muchos consideran que el síndrome de resignación está causado por la desesperanza y, por lo tanto, puede tratarse mediante el restablecimiento de la esperanza, quizá no sea descabellado concluir que el largo proceso de asilo podría ser un factor que contribuya al desarrollo del trastorno. Nola y Helan han pasado casi toda su vida alternando entre la expectación y el abatimiento. Eso tiene consecuencias físicas.

Es poco probable que la clave para entender el síndrome de resignación se encuentre dentro de la cabeza de un niño. Es mucho más grande que eso. La respuesta de los niños a la experiencia del asilo procede de una expectativa que se ha programado en ellos, con la contribución de todas las personas de su entorno: en su país de origen, pero aún más en Europa. Los niños reaccionan a una situación extrema representando inconscientemente un papel de enfermos que ha permeado el folclore de su pequeña comunidad.

Los niños son un grupo pequeño, pero hay mucho que aprender de su situación. Durante demasiado tiempo se ha descuidado el papel del entorno social en el desarrollo de la enfermedad en favor de las perspectivas psicológica y biológica. Los brotes de enfermedades psicosomáticas masivas ocurren en todo el mundo, varias veces al año, pero afectan a comunidades tan poco relacionadas que ningún grupo tiene la oportunidad de aprender de otro.

Mientras escribo esto, ha pasado más de un año desde que conocí a Nola y Helan. Ninguna de las dos se ha recuperado. Su estatus de asilo no ha sido aprobado y ambas permanecen en cama. Las visité como neuróloga pero cuanto más pienso en ellas, y cuanto más he aprendido, menos veo su problema como neurológico o incluso médico.

 

*Más allá de la fotografía

La imagen ganadora del Premio World Press Photo del Año 2018, titulada Síndrome de Resignación, de Magnus Wennman, muestra a Djeneta, a la derecha, una refugiada rrom que lleva dos años y medio postrada en una cama y no responde, y a su hermana, Ibadeta, desde hace más de seis meses, en Horndal, Suecia, el 2 de marzo de 2017.

La imagen inspiró a la neuróloga Suzanne O'Sullivan para conocer a las niñas y, posteriormente, a Nola y Helan, que aparecen en su nuevo libro, The Sleeping Beauties (Las bellezas dormidas). “Me impactó darme cuenta de que un problema puramente social había cristalizado de alguna manera en esta condición biológica extrema”, dice O'Sullivan. “Estas chicas me embarcaron en un viaje para intentar comprender cómo era posible algo así”.

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