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18/09/2025

ZVI BAR’EL
La supervivencia de una Esparta israelí depende de un estado permanente de guerra

Zvi Bar'el , Haaretz, 16-9-2025
Traducido por Tlaxcala


La conquista de la ciudad de Gaza se supone que debe proporcionar al Estado de Israel la imagen de la victoria total. Porque no es Irán, ni Siria, ni Líbano y ciertamente tampoco los hutíes en Yemen quienes son el enemigo definitivo que Benjamín Netanyahu no ha logrado derrotar, sino el propio Hamás, la organización que él cultivó durante años como un activo estratégico e ideológico. Hamás debía ser la bomba al borde del camino que borraría la caracterización de la Organización para la Liberación de Palestina y de la Autoridad Palestina como los únicos representantes del pueblo palestino y, de este modo, impedir el reconocimiento internacional de un Estado palestino.


Una protesta exigiendo la liberación inmediata de los rehenes israelíes, cerca de la residencia del primer ministro Benjamín Netanyahu en Jerusalén, el martes 16 de septiembre de 2025.  Foto Ammar Awad/REUTERS

Fue una asociación maravillosa que duró muchos años, que confirió al Hamás un miniestado en Gaza y que entregó a Netanyahu la realización del sueño de una Gran Tierra de Israel. Hasta que Hamás traicionó a su socio y no cumplió su propósito.

Supuestamente Hamás puso fin a su papel de apoderado de Netanyahu y ahora debe ser borrado como castigo por haber frustrado la estrategia mesiánica que combatía la solución de dos Estados. Pero tomar el control de la ciudad de Gaza no es solo otra historia de venganza. Israel ya ha cobrado con creces su venganza por la masacre que, debido al completo abandono de Netanyahu, Hamás cometió el 7 de octubre de 2023. Los palestinos han pagado treinta veces o más por cada israelí asesinado, y por cada casa incendiada en el kibutz Nir Oz o en Sderot, barrios enteros y ciudades han sido arrasados. La muerte de otros 10.000 o 20.000 palestinos en la actual ola de destrucción no añadirá dulzura alguna a la venganza.

Esa venganza ha sido reemplazada por la necesidad de permanecer en el poder, aunque ello signifique la destrucción de la patria, que será sustituida por un Estado formado por todas sus colonias: en Gaza, Cisjordania, el sur del Líbano y el oeste de Siria.

Esa destrucción no solo se manifiesta en los campos de exterminio de Gaza, que han anulado todo valor humano y moral, que han llevado el poder del ejército israelí al límite, que imponen y seguirán imponiendo una carga económica insoportable y que han convertido a Israel en un Estado paria. El arquitecto de esta destrucción nacional tuvo el descaro de definirla claramente cuando comparó a Israel con Esparta. Esparta no es solo un símbolo de poderío militar, supervivencia y valor. Fue un modelo considerado digno de imitación por Adolf Hitler y Benito Mussolini.

En el libro clandestino que Hitler escribió en 1928, y que recibió el título de El segundo libro de Hitler, publicado únicamente después de la Segunda Guerra Mundial, escribió: «El dominio de seis mil espartanos sobre 350.000 ilotas solo fue posible gracias a su superioridad racial... Ellos crearon el primer Estado de la raza».

Esa Esparta, que fue destruida y solo dejó tras de sí un legado simbólico, ha vuelto ahora a la vida en Israel. Si hasta ahora identificábamos el inicio de procesos que estaban transformando a Israel en un Estado fascista basado en la superioridad racial, la guerra en Gaza terminará el trabajo. Ya ha cosechado logros ideológicos impresionantes.

Ha socavado la mayoría de los sistemas que defendían la democracia israelí. Ha convertido al sistema judicial en un felpudo intimidado y ha reclutado al sistema educativo para impartir adoctrinamiento nacional-religioso. Dicta la narrativa ideológica «correcta» a los medios, al cine y al teatro, y ha etiquetado de traidor a todo aquel que no homenajea al gobernante. También ha convertido la esperanza de reemplazar al gobierno mediante elecciones en una perspectiva incierta.

Y a diferencia de los regímenes dictatoriales «tradicionales» que persiguen y reprimen a sus rivales políticos, el gobierno israelí puede incluso utilizar a la oposición como un adorno del que presumir para mantener su imagen de administración democrática que representa «la voluntad del pueblo».

El problema es que cuando una banda se apodera de un país, no es como una operación militar que termina con la derrota del enemigo. Apuntalar el régimen requiere una lucha incesante contra rivales internos potenciales y, lo más importante, requiere una legitimación pública constante. Ahí entra en juego la nueva misión que involucra a Gaza y a Hamás. Porque la supervivencia de la Esparta israelí depende de un estado permanente de guerra.

La buena noticia es que, incluso si el último miembro de Hamás es asesinado, seguirán existiendo más de 2 millones de gazatíes que se encargarán de que la conquista de Gaza sea solo un anticipo de la guerra eterna que perpetuará la sumisión y obediencia del público israelí al régimen de bandas que lo controla.

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