Zvi
Bar'el , Haaretz, 16-9-2025
Traducido por Tlaxcala
La conquista de la ciudad de Gaza se supone que debe
proporcionar al Estado de Israel la imagen de la victoria total. Porque no es
Irán, ni Siria, ni Líbano y ciertamente tampoco los hutíes en Yemen quienes son
el enemigo definitivo que Benjamín Netanyahu no ha logrado derrotar, sino el
propio Hamás, la organización que él cultivó durante años como un activo
estratégico e ideológico. Hamás debía ser la bomba al borde del camino que
borraría la caracterización de la Organización para la Liberación de Palestina
y de la Autoridad Palestina como los únicos representantes del pueblo palestino
y, de este modo, impedir el reconocimiento internacional de un Estado
palestino.
Fue una asociación maravillosa que duró muchos años, que
confirió al Hamás un miniestado en Gaza y que entregó a Netanyahu la
realización del sueño de una Gran Tierra de Israel. Hasta que Hamás traicionó a
su socio y no cumplió su propósito.
Supuestamente Hamás puso fin a su papel de apoderado de
Netanyahu y ahora debe ser borrado como castigo por haber frustrado la
estrategia mesiánica que combatía la solución de dos Estados. Pero tomar el
control de la ciudad de Gaza no es solo otra historia de venganza. Israel ya ha
cobrado con creces su venganza por la masacre que, debido al completo abandono
de Netanyahu, Hamás cometió el 7 de octubre de 2023. Los palestinos han pagado
treinta veces o más por cada israelí asesinado, y por cada casa incendiada en
el kibutz Nir Oz o en Sderot, barrios enteros y ciudades han sido arrasados. La
muerte de otros 10.000 o 20.000 palestinos en la actual ola de destrucción no
añadirá dulzura alguna a la venganza.
Esa venganza ha sido reemplazada por la necesidad de
permanecer en el poder, aunque ello signifique la destrucción de la patria, que
será sustituida por un Estado formado por todas sus colonias: en Gaza,
Cisjordania, el sur del Líbano y el oeste de Siria.
Esa destrucción no solo se manifiesta en los campos de
exterminio de Gaza, que han anulado todo valor humano y moral, que han llevado
el poder del ejército israelí al límite, que imponen y seguirán imponiendo una
carga económica insoportable y que han convertido a Israel en un Estado paria.
El arquitecto de esta destrucción nacional tuvo el descaro de definirla
claramente cuando comparó a Israel con Esparta. Esparta no es solo un símbolo
de poderío militar, supervivencia y valor. Fue un modelo considerado digno de
imitación por Adolf Hitler y Benito Mussolini.
En el libro clandestino que Hitler escribió en 1928, y
que recibió el título de El segundo libro de Hitler, publicado
únicamente después de la Segunda Guerra Mundial, escribió: «El dominio de seis
mil espartanos sobre 350.000 ilotas solo fue posible gracias a su superioridad
racial... Ellos crearon el primer Estado de la raza».
Esa Esparta, que fue destruida y solo dejó tras de sí un
legado simbólico, ha vuelto ahora a la vida en Israel. Si hasta ahora
identificábamos el inicio de procesos que estaban transformando a Israel en un
Estado fascista basado en la superioridad racial, la guerra en Gaza terminará
el trabajo. Ya ha cosechado logros ideológicos impresionantes.
Ha socavado la mayoría de los sistemas que defendían la
democracia israelí. Ha convertido al sistema judicial en un felpudo intimidado
y ha reclutado al sistema educativo para impartir adoctrinamiento
nacional-religioso. Dicta la narrativa ideológica «correcta» a los medios, al
cine y al teatro, y ha etiquetado de traidor a todo aquel que no homenajea al
gobernante. También ha convertido la esperanza de reemplazar al gobierno
mediante elecciones en una perspectiva incierta.
Y a diferencia de los regímenes dictatoriales
«tradicionales» que persiguen y reprimen a sus rivales políticos, el gobierno
israelí puede incluso utilizar a la oposición como un adorno del que presumir
para mantener su imagen de administración democrática que representa «la
voluntad del pueblo».
El problema es que cuando una banda se apodera de un
país, no es como una operación militar que termina con la derrota del enemigo.
Apuntalar el régimen requiere una lucha incesante contra rivales internos
potenciales y, lo más importante, requiere una legitimación pública constante.
Ahí entra en juego la nueva misión que involucra a Gaza y a Hamás. Porque la
supervivencia de la Esparta israelí depende de un estado permanente de guerra.
La buena noticia es que, incluso si el último miembro de
Hamás es asesinado, seguirán existiendo más de 2 millones de gazatíes que se
encargarán de que la conquista de Gaza sea solo un anticipo de la guerra eterna
que perpetuará la sumisión y obediencia del público israelí al régimen de
bandas que lo controla.
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