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19/06/2024

REEM HAMADAQA
La noche en que Israel mató a mi familia

La noche del 2 de marzo, Israel acabó con cuatro generaciones de mi familia. Yo apenas sobreviví a la masacre. Ahora me toca a mí contar su historia.

Reem A. Hamadaqa, Mondoweiss, 13/6/2024
Traducido por Fausto Giudice, Tlaxcala

Reem A. Hamadaqa, de 24 años, es ayudante de cátedra en la Universidad Islámica de Gaza y traductora. Escribe para y sobre Palestina. Puedes seguirla en X @reemhamadaqa e instagram reemhamadaqa

La noche del 2 de marzo de 2024, Israel acabó con cuatro generaciones de mi familia en una sola noche. Un ataque israelí cerca de medianoche mató a 14 miembros de mi familia. Se llevó la esencia misma de mi vida, a mis seres más queridos, y me marcó como superviviente.

Reem Hamadaqa, en la extrema derecha, con sus padres Sahar y Alaa', y sus dos hermanas, Heba, de 29 años, y Ola, de 19 años. Estos cuatro miembros de la familia de Reem fueron martirizados junto con otros 10 familiares en un ataque israelí el 2 de marzo en el sur de la Franja de Gaza.

“Vayan al sur o haremos caer esta escuela sobre sus cabezas”, nos advirtieron los soldados israelíes cuando decidimos abandonar nuestro hogar en el norte de Gaza. Para entonces, mi familia ya había sobrevivido a 40 días de bombardeos, acogiendo a menudo a decenas de desplazados en nuestra casa. Tras este mensaje, no tuvimos más remedio que huir.

Nuestra primera parada fue una escuela cercana de la UNRWA. Fue nuestro primer intento de encontrar alguna apariencia de “seguridad”. Caminamos más de seis horas bajo un sol abrasador para llegar al sur, donde, al final, mataron a mi familia en una zona supuestamente “segura” a la que la ocupación israelí nos había dicho que fuéramos.

Sobrevivimos casi 100 días en la casa de mi tío materno en Jan Yunis. No era el mejor lugar para encontrar comida o agua, pero nos aseguraron que era seguro. Su casa estaba en el bloque 89, designado por la ocupación como bloque “verde”. Por eso nos quedamos y no huimos. Pero ya estábamos desplazados.

La casa estaba llena con una docena de mujeres y niños cuando, el 2 de marzo, empezó el bombardeo intensivo hacia las 22.30 horas.

Una hora más tarde, intercambié una última mirada con mis padres, mis hermanas, mis primos, mi abuela y, sin saberlo en ese momento, con toda mi vida. Leí el tercer capítulo de una novela, charlé con mis padres, llamamos a mi hermana que había sido trasladada a Rafah en una tienda de campaña. Me burlé de mi hermana pequeña. Me dormí, cerrando involuntariamente el último capítulo de mi vida.

Me despertaron bombardeos masivos, explosiones en cadena que parecían no tener fin.

Aterrorizada, me desperté gritando. Mi madre y mi padre estaban junto a la puerta. Heba, mi hermana mayor, estaba a mi lado. Gritábamos. A través de la ventana, todo lo que podía ver delante de la casa estaba en llamas. Estas escenas resonaban con el estado de nuestros corazones.

“¡Papi! ¡No abras la puerta!”, gritábamos. En cuestión de segundos, la casa estaba sobre nosotros. Sentí que las paredes y el techo se derrumbaban, que la habitación explotaba a mi alrededor. Vi las espaldas de mamá y papá y sentí a Heba a mi lado, gritando. Vi a Ola, dormida, ajena a la enorme explosión.

Me desperté bajo los escombros.

Había luna llena. Estaba tan oscuro que probablemente era medianoche, y hacía tanto frío. El invierno aún no nos había abandonado. Estaba sola, atrapada bajo los escombros, incapaz de moverme.

Incluso después de leer historias sobre lo que se siente al estar atrapado bajo los escombros, no era nada de lo que había imaginado. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Cuando desperté, pensé que era un sueño, una pesadilla. El dolor era insoportable.

Grité con todas mis fuerzas, buscando no sé qué. Me arranqué las piedras de las manos, del pecho y del estómago. Me pesaban, pero mi respiración era aún más pesada. Esperé al desconocido.

Oí a mi tío gritar, llamando a sus hijos, y oí a un hombre que corría desde los tanques llamando a mi tío por detrás. No podía sacar las piernas de entre los escombros. Casi una hora después, mi hermano y mi primo, que vivían en la casa de enfrente, me encontraron. Milagrosamente, Ahmad me salvó. Levantó toneladas de piedras que me aplastaban.

En vez de ambulancias, tanques

Ahmad me levantó y me cargó a la espalda mientras corría. Cada paso que daba me destrozaba el alma de dolor. Me llevó a su casa, a pocos metros de distancia. Esta casa también había sido alcanzada. El suelo estaba lleno de fragmentos de cristales y muebles que cortaban a cualquiera que entrara. Ahmad me dejó allí.

Los niños y las mujeres estaban sentados horrorizados en la oscuridad mientras nos rodeaban los proyectiles disparados desde los tanques cercanos. Estaban conmocionados de que esas casas hubieran sido el objetivo, mientras nos caían encima cristales rotos. Para mí, la situación estaba clara: me habían sacado de entre los escombros, con la cara y la ropa quemadas, cubiertas de sangre y polvo.

Momentos después, mi hermana, que en ese momento vivía en una casa vecina, llegó corriendo después de que un ataque hubiera destruido el edificio donde vivía con su marido y sus cinco hijos. La casa se había derrumbado encima de ellos. Cinco niños pequeños, vestidos con jirones de ropa y aparentemente quemados, estaban allí de pie. Todos estaban vivos. Ella los sacó de entre los escombros, milagrosamente ilesos.

Llamamos a una ambulancia y al CICR, pero no obtuvimos respuesta. Aunque el bloque en el que estábamos estaba clasificado como “verde”, supuestamente seguro, la zona se había convertido en “roja” debido a la invasión, y las ambulancias no venían. En su lugar, habían invadido la zona tanques y excavadoras. Los conductores de ambulancias nos dijeron: “Hay docenas de casos como el vuestro. Decenas de mártires y heridos. No podemos venir”.

Y añadieron: “La zona es peligrosa. Que Dios os proteja”.

 

Una ambulancia llega al Hospital de los Mártires de Al-Aqsa en Deir El-Balah con palestinos heridos en los ataques israelíes contra Jan Yunis, 2 de marzo de 2024. Foto: Omar Ashtawy/ APA Images

Atrapados

En media hora, los tanques y las excavadoras israelíes habían sitiado toda la zona. Me cubrí todo el cuerpo con una manta para evitar que los fragmentos de cristal me dejaran cicatrices indelebles en la cara.

Al oír acercarse el incesante fuego de la artillería israelí, las mujeres y los niños se escondieron en una habitación trasera. Yo era la única que quedaba, incapaz de moverme, y mi tío, que había sido rescatado pero tenía quemaduras graves, estaba tumbado junto al balcón.

Mi hermano, mi hermana y mi primo salieron impotentes en busca de otros supervivientes. Consiguieron sacar a tres de mis primos, Hani (24), Shams (16) y Muhammad (18). Mientras los sacaban, los proyectiles seguían cayendo a su alrededor. Hani y Shams estaban completamente quemados y rotos. Muhammad sangraba. Ninguno recibió tratamiento médico. Todos sucumbieron a sus heridas. Todos tenían sueños y aspiraciones. Todos fueron asesinados.

Cuando cayeron las bombas, los miembros de la familia se escondieron, cada madre con sus hijos. Los hombres fueron a buscar a los que pedían ayuda. Me trasladaron a la habitación donde estaban todos. Unos minutos después, un tanque israelí disparó un proyectil incendiario contra la habitación contigua a la nuestra. La pared se derrumbó sobre los hijos de mi hermana. No tuvieron ninguna oportunidad. La habitación se incendió en cuestión de segundos.

Los niños quedaron atrapados bajo los escombros. La puerta y la ventana estaban herméticamente cerradas debido a la presión. Mi hermano intentó romper el cristal. Lanzó a los niños por la ventana mientras todos se asfixiaban en la habitación. Mejor fracturado que quemado, después de todo. Se disparó otro proyectil israelí. La puerta se abrió de par en par y cayó hacia mí. Todas las madres gritaron por sus hijos. Todos huyeron.

Vi a Ahmad sujetando a Maryam, mi sobrina de 8 años, muerta. Su largo pelo rubio estaba ensangrentado, cubriendo toda su carita, sus ojos, su nariz, sus orejas. Estaba desangrada. Anas, de 3 años, no tenía rastro de sangre. Pensamos que estaba dormido. Tenía la cara y las manos calientes. Parecía un ángel.

Mi hermana tuvo a sus dos bebés sin vida en brazos toda la noche. Intentó desesperadamente ver si aún respiraban. Llamó a la ambulancia en vano.

“¿Cómo puedo saber si están vivos o muertos?”, gritaba al teléfono.

Bajo el incesante bombardeo, la familia se dispersó. De los escombros no salía ningún sonido. Mis padres y hermanas no emitieron ningún sonido. Nadie sabe si murieron por la onda expansiva, por las heridas o si se asfixiaron.

Huimos buscando refugio. El ruido de los tanques y las excavadoras se acercaba. Si no hubiéramos huido, nos habrían aplastado al pasar sobre nuestros cuerpos. Dejé atrás a mi familia. Ahmad me cargó a la espalda y los dejé, gritando.

Vimos tanques en la carretera principal y nos escondimos en una tienda cercana. Esperamos 15 largas horas antes de decidir abandonar la tienda, pasara lo que pasara. Me desmayé varias veces. Esperaba que rescataran a mi familia. Esperaba saber qué había pasado con mis primos heridos. Esperaba saber qué había sido de Maryam y Anas. “A mi madre le han diagnosticado diabetes”, insistí. “No podrá soportarlo si está sangrando”.

Supervivientes

A la mañana siguiente, hacia las 11, mi primo consiguió encontrar una carreta tirado por animales para llevarnos a mi tío, a los mártires y a mí al hospital. La carreta estaba llena. Reconocí a las cuatro personas que buscaba. “Son mi familia, mis padres y mis dos hermanas”, me dije. Nadie dijo nada.

Le pregunté a mi hermano: “¿Están todos muertos?” No contestó, pero sus ojos llenos de lágrimas decían que sí. Me dejaron allí, junto a los mártires. Vi el pelo largo de Maryam, pero también aparecieron otros pies pequeños. “¿Por qué son tan pequeños los pies de Maryam?”, pregunté. “Es Anas”.

Pregunté por mis primos heridos. “¿Dónde está Shams? ¿Y los chicos?”. Me dijeron que se habían desangrado.

Caminamos dos largos kilómetros hasta la calle al-Rashid, luego hasta el mar. Esperamos a la ambulancia. Durante todo el camino, la gente lloraba. “He sobrevivido”, decían.

He perdido a 14 valiosos miembros de mi familia. Perdí a mis padres, Sahar (51) y Alaa' (59). Perdí a mis hermanas, Heba (29) y Ola (19). Perdí a mi abuela, Shifa' (80). Perdí a mis sobrinos, Maryam (8) y Anas (3). Perdí a mi tío materno y a toda su familia: Ahmad (49), Samaher (43), sus hijos Farid (26), Hani (25), Muhammad (18), y sus hijas Sundus (21) y Shams (16). Todos se vieron privados de la oportunidad de cumplir sus sueños. Todos eran jóvenes y estaban llenos de vida, que Israel les arrebató.

Mis catorce seres queridos no tuvieron el lujo de ser enterrados inmediatamente. Hasta dos semanas después de que los tanques y los soldados se retiraran de la zona no pudimos enterrarlos. Todavía no hemos podido recuperar a la mujer de mi tío, que sigue atrapada bajo los escombros.

Aún me quedan muchas cicatrices, tanto físicas como mentales, y me espera un difícil periodo de curación. Pero yo, Reem, a pesar de estas profundas heridas, sobreviviré.

Si mi familia debe morir, yo debo vivir. Para contar su historia.

 

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