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14/03/2024

SUSAN ABULHAWA
Gaza: relatos de sobrevivientes del genocidio

A continuación se presentan dos nuevos artículos de Susan Abulhawa, recién llegada de Gaza, traducidos por Fausto Giudice, Tlaxcala. Un primer artículo se publicó aquí

El genocidio visto a ras de suelo: arena, mierda, carne putrefacta y chanclas desparejadas

Susan Abulhawa, The Electronic Intifada, 8-3-2024

Privados de acceso al mundo y cercados por alambre de espino y vallas eléctricas, los palestinos de Gaza solían respirar la majestuosidad de la tierra de Dios a orillas del Mediterráneo.

 

Preparación de una fosa común en Rafah, en el sur de la Franja de Gaza. Foto: Mohammed Talatene/DPA vía ZUMA Press

Aquí es donde las familias se divierten, donde los amantes estrechan sus lazos, donde los amigos se sientan en la arena y se hacen confidencias.

Es donde la gente va a reflexionar y contemplar un mundo tan poco amable con ellos.

Es donde iban a bailar, fumar shisha y crear recuerdos.

Pero hoy, estas costas son una tortura.

Como región costera, el suelo de Gaza es arenoso, incluso tierra adentro. Con casi el 75% de la población viviendo ahora en tiendas improvisadas, la arena se filtra por todas partes.

Está en la comida, la poca que hay, un grano no deseado en cada bocado. Se acumula en el pelo de todos, todo el tiempo.

Se cuela bajo el hiyab, que ahora las mujeres se ven obligadas a llevar todo el tiempo por falta de intimidad. El cuero cabelludo pica constantemente y la gente se afeita cada vez más la cabeza, una decisión especialmente dolorosa para las mujeres y las jóvenes, que es un detalle más de esta degradación deliberada de toda una sociedad.

Los afortunados que tienen acceso al agua potable pueden disfrutar de unas horas de respiro antes de que la autoridad de la arena se imponga de nuevo.

Donde hay arena, hay pequeños cangrejos de arena, y otros insectos les seguirán a medida que el clima se caliente.

Una amiga me envió fotos de lo que creía que era una erupción en las extremidades, con la esperanza de que pudiera consultar a los médicos por ella. Enseguida me di cuenta de que probablemente se trataba de picaduras de insectos, y dos médicos confirmaron mis sospechas.

Ella jura que limpiaba meticulosamente su cama todos los días, pero los médicos explican que estos insectos son demasiado pequeños para verse. Estos asaltantes microscópicos en su piel la han roto un poco, aunque ya había soportado lo insoportable: las bombas y balas indiscriminadas, la falta de todo, las escenas macabras casi diarias de muerte y desmembramiento, el zumbido constante de los drones, el deterioro de los miembros de la familia que necesitan medicinas no disponibles y la imposibilidad de volver a casa.

Humillación

Los detalles de una sociedad antigua reducida a las ambiciones primarias más básicas son dolorosos de observar. Una amiga que antes vivía en un bonito piso “inteligente” con instalaciones modernas, daba clases en la escuela primaria y dirigía programas de ocio extraescolar para niños, ahora organiza sus días en torno a dos horribles visitas a un retrete compartido por cientos de personas.

Es un agujero pútrido en el suelo, rematado por un cubo que corta la piel. No sabe adónde conduce, pero “no hay enuague, por supuesto”, dice.

Algunas personas hacen sus necesidades fuera del agujero, en el suelo de tierra, así que a veces tiene que pisar la mierda. El agujero tiene cuatro paredes de plástico, pero no techo, lo que añade una capa extra de humillación cuando llueve.

Las mañanas temprano son el mejor momento para ir, ya que la cola es más corta. Tiene cuidado con lo que come y bebe, por miedo a tener que ir en el momento equivocado.

Su hija de 6 años está aprendiendo a aguantar todo lo posible. Su hijo mayor puede acompañar a su padre al trabajo, donde hay aseos que funcionan, pero sólo se siente culpable cuando hace sus necesidades, me dice su madre.

Le traje algunos artículos básicos de aseo y casi lloró cuando tocó la loción para la piel.

“Siempre me digo que un día me despertaré y me daré cuenta de que todo ha sido un mal sueño”, dice.

Un camino espantoso

Es un sentimiento que he escuchado una y otra vez de diferentes personas en distintas partes de Gaza. La denigración de sus vidas ha sido tan aguda y tan rápida que la mente lucha por comprender la realidad.

“Nunca imaginé que viviría una vida así”, dice, antes de hacer una pausa para añadir: “Pero no creo que tenga derecho a quejarme, porque al menos mi familia sigue viva”.

Esto es también lo que he oído en varias ocasiones de los habitantes de Rafah.

Se sienten culpables por haber sobrevivido hasta ahora. Se sienten privilegiados porque tienen comida, aunque sea rancia o inadecuada, mientras sus amigos, vecinos y otros familiares mueren lentamente de hambre en las regiones del norte y el centro.

Son personas que han caminado durante horas con las manos en alto, burladas y escarnecidas por los soldados israelíes, aterrorizadas ante la idea de mirar hacia abajo o agacharse para recoger algo o arriesgarse a que les disparara un francotirador, que es lo que les ocurrió a muchos de ellos. Casi todos sufrieron el saqueo de sus pertenencias por parte de los soldados, que ensuciaron la carretera con todo lo que no querían.

“Mis hijos también vieron cadáveres y partes de cuerpos humanos al borde de la carretera, en diversos estados de descomposición. ¿Qué van a hacer esas imágenes en sus cabezas?”

Su hijo de 8 años perdió su shibshib (chancla) izquierda mientras caminaban por el terrible sendero, pero tuvo que seguir andando con el único zapato que le quedaba, ya que mirar hacia abajo o, peor aún, agacharse, podría haberle matado.

Aunque se mantuvo estoico ante un terror inimaginable, fue la pérdida de su chancla lo que le desquició. Lloraba sin cesar, rechazando el shibshib de su madre, hasta que otro refugiado que caminaba junto a ellos, con las manos levantadas por el mismo miedo, consiguió arrastrar hasta él un shibshib usado por el camino.

“Afortunadamente, era un pie izquierdo, así que encontró un par, aunque no fueran iguales”, dice su madre.

 

Una historia de amor y resistencia

Susan Abulhawa, The Electronic Intifada 12/3/2024

Layan yace en una cama de hospital, sus miembros rotos y quemados han sido reconstruidos utilizando varillas de metal para su fijación externa, injertos de piel y vendajes.

 

El amor perdurará a pesar de toda la destrucción infligida por Israel. Foto Omar Ashtawy/APA images

Sus heridas son tales que Layan (nombre ficticio) está inmovilizada en decúbito prono y sólo puede moverse girando la cabeza de un lado a otro, un medio giro que le permite ver la pared, la sábana de la cama y una habitación llena de otras mujeres -como ella- cuyas vidas y cuerpos han quedado destrozados para siempre por las bombas y las balas israelíes.

Una mujer duerme en el suelo junto a la cama de Layan para cuidarla, porque el hospital no tiene personal y se queda sin aliento. La llamaré Jada.

Enseguida me doy cuenta de que son de la misma familia, ambas veinteañeras. “Hermanas”, me confirman.

Incluso en su peor momento, son increíblemente bellas. Por su propia seguridad, no describiré sus características físicas, pero poseen otro tipo de belleza que sólo se puede sentir.

Está en la forma en que se cuidan con ternura, bromeando y riendo en un mundo que les fabrica constantemente la miseria.

Es la forma en que me acogieron en su círculo íntimo, la forma en que esperaban a que les visitara cada día y la forma en que acabaron confiándome una información preciosa, que ahora me han permitido contar.

Nada se publicará sin su consentimiento previo. Los detalles identificativos se cambian o se omiten, aunque sólo sea una historia de amor, porque incluso el amor palestino se percibe como una amenaza.

No se trata de una historia de amor extraordinaria, ni del tipo de drama prohibido propio de las obras y películas de Shakespeare.

De hecho, es una situación lo suficientemente común como para calificarla de aburrida. Salvo que el amor de la vida de Layan, su amado esposo Laith (nombre ficticio), es un luchador de la resistencia palestina, un grupo tan vilipendiado y deshumanizado en el discurso popular occidental que a la mayoría de la gente le cuesta imaginar que tenga sensibilidad o capacidad para amar.

Jada masajea el cuello y los hombros de Layan mientras yo sostengo frente a ella el teléfono móvil que comparten, navegando por las fotos que Layan me indica.

Son fotos de su vida con Laith en los buenos tiempos. Reuniones familiares, salidas a la playa, abrazos cariñosos, poses felices, selfies sonrientes.

Me doy cuenta de que ambas mujeres han adelgazado mucho, e imagino que Laith aún más. En las fotos, es guapo, con ojos amables que destilan generosidad.

La forma en que mira a Layan en algunas de las fotos es abrumadoramente tierna.

“Retrocede una foto", me dice Layan. “Es el día que nos prometimos” y unas fotos más adelante, “fue durante nuestra luna de miel”.

Quiere contarme cada detalle de aquellos días y escucho con placer, viendo cómo su rostro se abre al sol de los recuerdos que habitan y animan su cuerpo mientras habla.

Se parecen a cualquier otra pareja joven: profundamente enamorados, llenos de sueños y esperanzas. Habían ahorrado para construir una modesta casa en su parcela familiar, pidiendo prestada al banco una suma considerable para completar la obra.

Layan y Laith pasaron más de un año eligiendo los azulejos, los muebles de cocina y otros acabados. Un día, Laith llegó a casa con un gato que había rescatado de la calle.

Una semana después, trajo a casa un gato herido. “No podía dejarlo sufrir y morir”, le dijo a Layan cuando ella protestó.

El hombre que Layan describe es un marido cariñoso que le escribía cartas de amor y dejaba notas divertidas por la casa para que ella las encontrara mientras él estaba en el trabajo, todas ellas guardadas en una caja de plástico morada con cartas de amor más largas entre ellas.

Describe a un hijo y hermano devoto que visitaba a su madre todos los días y apoyaba a sus hermanos en todas las pruebas de la vida; a un tío divertido y adorado por sus sobrinos; a un cuidador y protector natural que alimentaba y daba de beber a los animales callejeros; a un hombre arraigado en los valores islámicos de misericordia y justicia; a un hijo de la patria que tomó las armas desinteresadamente para liberar a su país de los crueles colonizadores extranjeros.

Esta es una familia resueltamente comprometida con la liberación nacional, dispuesta a sacrificarse por nuestra patria común, por la simple dignidad de rezar en la mezquita de Al-Aqsa y caminar por las colinas de sus antepasados.

Una fe profunda

La pareja ha intentado sin éxito concebir un hijo, y a Layan le preocupa no tenerlo todavía. Pero enseguida se sacude la decepción, sometiéndose a la voluntad de Dios.

“Alhamdulillah”, dice.

Todo el mundo vuelve a esta frase. Dios tiene un plan para todos y quiénes somos nosotros para cuestionarlo, dice.

Esta es una familia profundamente religiosa en una sociedad ya profundamente arraigada en la fe.

“Pero estamos hartos”, añaden a veces. “Es mucho”.

“Alhamdulillah”, otra vez.

Pero yo estoy enfadada y a menudo expreso el deseo de venganza de Dios. Ellas lo hacen.

“Dios les pedirá cuentas a su debido tiempo”, dice Layan.

Llevaban menos de un año viviendo en su nueva casa cuando Israel empezó a bombardear Gaza. “Apenas tuve tiempo de disfrutarla”, explica Layan.

No sabían lo que iba a ocurrir aquel día, pero Laith sabía que tenía que poner a salvo a su familia antes de coger su arma y lanzarse a la batalla. Le hizo prometer a Layan que se llevaría a sus dos gatos.

“No es el momento para esto”, dijo ella. Pero él no estuvo de acuerdo.

“Son almas que estamos protegiendo. No sobrevivirán solos”, dijo.

Le besó la frente, una afirmación de amor y devoción inviolables.

Besó sus labios, sus mejillas, su cuello. Y ella le besó con las mismas fuerzas que se agitaban en su interior.

Se besaron durante mucho tiempo, prometiendo volver a verse, por voluntad de Dios, si no en esta vida, al menos en el más allá. Layan, entre lágrimas, rezaba por su seguridad, implorando constantemente a Dios que protegiera a su amado.

Seguía rezando a diario por él cuando la conocí, cinco meses después de aquella dolorosa despedida. Había oído que los israelíes lo habían capturado, pero no sabía si estaba vivo o muerto.

Yo comprendía, como estoy segura de que ella también, que al menos lo habían torturado y que probablemente lo seguían torturando, pero no hablábamos de ello, por miedo a que el mero hecho de hablar de eso lo hiciera revivir.

Poco después de separarse, Israel redujo su nueva casa a escombros en cuestión de segundos. Layan volvió semanas después para ver qué podía rescatar de sus vidas.

Milagrosamente, la caja de plástico morado que contenía sus cartas de amor había sobrevivido al aplastamiento de todo lo que poseían.

Rescatadas de los escombros

Las hermanas y su familia se pusieron a salvo varias veces, cada vez llevándose a los gatos, hasta que la casa en la que vivían fue alcanzada por un misil. Era de noche y la mayoría de los habitantes del tercer piso ya dormían.

Jada estaba sentada junto a su madre, charlando como solían hacer antes de acostarse. No oyó el misil. De hecho, casi todo el mundo dice que la gente que está dentro de una casa atacada no oye la bomba. Dicen que, si puedes oírla, es que estás lo suficientemente lejos.

En cambio, Jada describió haber visto un destello de luz roja antes de sentir un peso en la espalda. Su brazo se retorció de forma extraña alrededor de su cuello y por encima de su cabeza.

Pero no se oía nada, hasta que empezó a oír el crujido de los escombros al caer. Vio cómo sus extremidades rebotaban bajo el peso del hormigón roto al golpear y retorcer sus piernas delante de ella.

El polvo le quemaba y le cegaba los ojos. Intentó tantear el terreno en busca de su madre, pero no estaba segura de que su mano se moviera realmente.

Gritó “Ummi [mamá]”, pero no obtuvo respuesta.

Había pronunciado la shahada, el último testamento de un musulmán ante Dios al acercarse la muerte. Pero seguía viva, y pronto oiría a su hermano menor Qusai (nombre ficticio) gritar: “¿Hay alguien vivo?”

Layan vivió este momento de forma diferente. Ella oyó el misil.

Por regla general, hace un ruido sordo cuando parte el aire, seguido de un estampido cuando impacta. Layan oyó la explosión y esperó el estampido, que nunca llegó, desconcertándola.

En su lugar, un zumbido en los oídos perturbó sus pensamientos. Tenía la boca llena de grava y tierra que se esforzaba por escupir.

Intentó moverse, pero no pudo, y en ese momento se dio cuenta de que estaba enterrada bajo los escombros. Pronunció la shahada y esperó la muerte, entonces oyó la voz de su hermano Qusai que gritaba: “¿Hay alguien vivo?”

Ella gritó: “¡Estoy aquí! Estoy viva”, pero no oía su propia voz. Aterrorizada, intentó llamar de nuevo, pero no pudo oírse a sí misma, insegura de si estaba viva o muerta.

Rezó de nuevo la shahada y llamó a su hermano. El zumbido de sus oídos se desvaneció, dando paso a un aterrador silencio interior.

Podía oír el movimiento de los rescatadores, pero no su propia voz, y pensó que se había quedado muda. Imaginó una muerte lenta bajo los escombros, sola en el frío y la oscuridad, sin que nadie pudiera oír sus gritos para salvarla.

“Debí desmayarme”, dice, “porque lo siguiente que supe fue que varios rescatadores estaban sacando mi cuerpo de entre los escombros”.

“Todo nuestro mundo”

Varios miembros de su familia cayeron mártires aquel día. Israel asesinó a dos hermanos y hermanas de Layan, a primos, tíos y tías, a sus cónyuges e hijos, a los dos gatos que Layan había prometido proteger y, lo más doloroso de todo, a su madre.

“Lo era todo para nosotros"” me dicen Layan y Ghada. Me enseñan fotos de ella, la querida matriarca en el centro y cabeza de su unida familia.

Ghada a veces la llama en sueños, despertando a las demás mujeres en la habitación del hospital.

Una vez más, lo único que sobrevivió a la segunda bomba fue la caja de plástico morado que contenía sus cartas y notas de amor.

“Dios perdonó nuestras cartas porque nuestro amor es real, no sólo una bomba, sino dos”, dice, antes de añadir: “Sólo quiero saber que él está bien”.

A la semana de mi estancia en Gaza, me llamaron a su rincón de la habitación del hospital en cuanto entré después de un largo día en otro lugar de Gaza. Ambas estaban encantadas, con una sonrisa en sus hermosos rostros.

“Llevamos todo el día esperando para darte la buena noticia”, me dicen, y yo estoy emocionada y curiosa por oírla.

Ella me hace señas para que me acerque. Acerco la oreja a su cara y me susurra: “Laith está vivo. Está en la prisión de [nombre oculto]”.

Me llena de alegría saber que este hombre al que nunca he conocido está vivo, e imploro a Dios que lo proteja y lo traiga de vuelta a Layan. Rezo para que se reúnan y me siento honrada de que se me haya permitido compartir este raro momento de alivio y esperanza en estos momentos.

La televisión israelí emitió recientemente vídeos de una prisión desconocida en los que se mostraban abusos y torturas sistemáticas a palestinos que habían secuestrado. Me pregunté si Laith era uno de los hombres obligados a adoptar posturas degradantes mientras los israelíes hablaban de ellos como si fueran alimañas.

Pienso en Laith cuando leo los relatos de la propaganda occidental sobre las violaciones masivas cometidas por Hamás. Sé que están repitiendo mentiras sionistas, no sólo porque no ofrecen pruebas, sino también porque periodistas honestos de todo el mundo han desmontado sus historias, especialmente el vergonzoso artículo del New York Times del que fue coautora una ex oficial militar israelí a la que le gustaban los comentarios genocidas en las redes sociales, uno de los cuales decía que Israel debería “convertir Gaza en un matadero”.

En el fondo sé que son mentiras porque, como la mayoría de los palestinos, comprendemos los valores que mueven a Hamás.

Podemos criticar a Hamás en muchos aspectos, y muchos lo hacen. Pero la violación, y mucho menos la violación en grupo, no es uno de sus costumbres.

Incluso los mayores críticos de Hamás, incluido Israel, saben que tales actos nunca se tolerarían en sus filas y que, en el improbable caso de que ocurrieran, serían castigados con la expulsión y/o la muerte.

Que Dios proteja a Laith y a todos los combatientes palestinos que han dejado a sus familias para sacrificar sus vidas por nuestra liberación colectiva.

Seguiré imaginando un día en que él y Layan vuelvan a reunirse, su casa reconstruida en Gaza y llena del balbuceo de sus hijos y de las reuniones familiares de los que aún viven.

 

 

12/03/2024

SUSAN ABULHAWA
Gaza : récits de survivantes du génocide

Ci-dessous deux nouveaux articles de Susan Abulhawa, de retour de Gaza, traduits par Fausto Giudice, Tlaxcala. Un premier article a été publié ici

Le génocide vu à ras de terre : du sable, de la merde, de la chair en décomposition et des flip-flop dépareillées

Susan Abulhawa, The Electronic Intifada , 8/3/2024

Privés d'accès au monde et enfermés dans des barbelés et des clôtures électriques, les Palestiniens de Gaza avaient l'habitude de respirer la majesté de la terre de Dieu sur les rives de la Méditerranée.

Préparation d'une fosse commune à Rafah, dans le sud de la bande de Gaza.
Photo : Mohammed Talatene/DPA via ZUMA Press

C'est là que les familles s'amusent, que les amoureux approfondissent leurs liens, que les amis s'assoient dans le sable et se confient les uns aux autres.

C'est là que les gens allaient pour réfléchir et contempler un monde si peu généreux à leur égard.

C'est là qu'ils sont allés danser, fumer la chicha et se créer des souvenirs.

Mais aujourd'hui, ces rivages sont une torture.

En tant que région côtière, le sol de Gaza est sablonneux, même à l'intérieur des terres. Près de 75 % de la population vivant désormais dans des tentes de fortune, le sable s'infiltre partout.

C'est dans la nourriture, le peu qu'il y a, un grain indésirable dans chaque bouchée. Elle s'accumule dans les cheveux de tout le monde, tout le temps.

Il se glisse sous le hijab, que les femmes sont désormais obligées de porter en permanence par manque d'intimité. Le cuir chevelu démange constamment et les gens se rasent de plus en plus la tête, une décision particulièrement douloureuse pour les femmes et les jeunes filles, qui constitue un autre détail de cette dégradation délibérée de toute une société.

Les chanceux qui ont accès à de l'eau propre peuvent bénéficier de quelques heures de répit avant que l'autorité du sable ne s'impose à nouveau.

Partout où il y a du sable, il y a de minuscules crabes de sable, et d'autres insectes suivront au fur et à mesure que le temps se réchauffe.

Une amie m'a envoyé des photos de ce qu'elle pensait être une éruption cutanée sur ses extrémités, en espérant que je puisse consulter des médecins pour elle. J'ai tout de suite compris qu'il s'agissait probablement de piqûres d'insectes et deux médecins ont confirmé mes soupçons.

Elle jure qu'elle a nettoyé méticuleusement son lit tous les jours, mais les médecins expliquent que ces insectes sont trop petits pour être vus. Ces assaillants microscopiques sur sa peau l'ont un peu brisée, même si elle avait déjà enduré l'insoutenable - les bombes et les balles aveugles, le manque de tout, les scènes macabres de mort et de démembrement presque quotidiennes, le bourdonnement constant des drones, la détérioration des membres de la famille qui ont besoin de médicaments indisponibles, et l'impossibilité de rentrer chez soi.

Humiliation

Les détails d'une société ancienne réduite aux ambitions primaires les plus élémentaires sont douloureux à observer. Une amie qui vivait dans un bel appartement “intelligent” doté d'équipements modernes, qui enseignait à l'école primaire et dirigeait des programmes de loisirs pour enfants après l'école, organise désormais ses journées autour de deux horribles visites à des toilettes extérieures partagées par des centaines de personnes.

C'est un trou putride dans le sol, surmonté d'un seau qui entaille la peau. Elle ne sait pas où il mène, mais « il n'y a pas de chasse d'eau, bien sûr », dit-elle.

Certaines personnes font leurs besoins à l'extérieur du trou, sur le sol en terre battue, et elle doit donc parfois marcher dans la merde. Le trou a quatre parois en plastique, mais pas de plafond, ce qui ajoute une couche supplémentaire d'humiliation lorsqu'il pleut.

Le matin très tôt est le meilleur moment pour y aller car la file d'attente est moins longue. Elle fait attention à ce qu'elle mange et à ce qu'elle boit, de peur de devoir y aller au mauvais moment.

Sa fille de 6 ans apprend à se retenir le plus longtemps possible. Son fils aîné peut accompagner son père au travail, là où il y a des toilettes en état de marche, mais il ne ressent que de la culpabilité lorsqu'il se soulage, me dit sa mère.

Je lui ai apporté des articles de toilette de base et elle a failli pleurer au contact de la lotion pour la peau.

« Je me dis toujours que je vais me réveiller un jour et me rendre compte que tout cela n'était qu'un mauvais rêve », dit-elle.

Un sentier épouvantable

C'est un sentiment que j'ai entendu à maintes reprises de la part de différentes personnes dans différentes parties de Gaza. Le dénigrement de leur vie a été si aigu et si rapide que l'esprit a du mal à comprendre la réalité.

« Je n'avais jamais imaginé que je vivrais une telle vie », dit-elle, avant de marquer une pause et d'ajouter : « Mais je ne pense pas avoir le droit de me plaindre, car au moins ma famille est toujours en vie ».

C'est aussi ce que j'ai entendu à plusieurs reprises de la part des habitants de Rafah.

Ils se sentent coupables d'avoir survécu jusqu'à présent. Ils se sentent privilégiés parce qu'ils ont de la nourriture, même rance ou insuffisante, alors que leurs amis, leurs voisins et d'autres membres de leur famille meurent lentement de faim dans les régions du nord et du centre.

Ce sont des gens qui ont marché pendant des heures les mains en l'air, victimes des moqueries et des railleries des soldats israéliens, terrifiés à l'idée de baisser les yeux ou de se pencher pour ramasser quelque chose, sous peine de recevoir une balle de sniper, ce qui est arrivé à beaucoup d'entre eux. Presque tout le monde a vu ses biens pillés par les soldats, qui jonchaient la route de tout ce dont ils ne voulaient pas.

« Mes enfants ont également vu des cadavres et des parties de corps humains sur le bord de la route, dans différents états de décomposition. Qu'est-ce que ces images vont faire dans leur tête ? »

Son fils de 8 ans a perdu son shibshib (flip-flop) gauche pendant qu'ils marchaient sur ce terrible sentier, mais il a dû continuer à marcher avec la seule chaussure qui lui restait, car le fait de regarder en bas ou, pire, de se pencher, aurait pu le tuer.

Bien qu'il soit resté stoïque face à une terreur inimaginable, c'est la perte de sa sandale qui l'a décontenancé. Il pleurait sans cesse, refusant le shibshib de sa mère, jusqu'à ce qu'un autre réfugié marchant à côté d'eux, les mains levées dans la même crainte, parvienne à faire glisser un shibshib usagé le long de la route jusqu'à lui.

« Heureusement, c'était un pied gauche et il a donc retrouvé une paire, même si elle n'était pas assortie », raconte sa mère.

 

Une histoire d'amour et de résistance

Susan Abulhawa, The Electronic Intifada 12/3/2024

Layan est allongée sur un lit d'hôpital, ses membres brisés et brûlés ayant été reconstitués à l'aide de tiges métalliques de fixation externe, de greffes de peau et de pansements.

L'amour perdurera malgré toutes les destructions infligées par Israël.
Photo Omar Ashtawy/APA images

Ses blessures sont telles que Layan (nom fictif) est immobilisée en position couchée et ne peut bouger qu'en tournant la tête d'un côté à l'autre, une demi-boucle qui lui permet de voir le mur, le drap du lit et une pièce remplie d'autres femmes - comme elle - dont la vie et le corps ont été à jamais brisés par les bombes et les balles israéliennes.

Une femme dort sur le sol à côté du lit de Layan pour s'occuper d'elle, car l'hôpital manque de personnel et est à bout de souffle. Je l'appellerai Ghada.

J'ai tout de suite compris qu'elles étaient de la même famille, toutes deux âgées d'une vingtaine d'années. « Sœurs », confirment-elles.

Même dans leur pire état, elles sont d'une beauté stupéfiante. Pour leur sécurité, je ne décrirai pas leurs caractéristiques physiques, mais elles possèdent une autre sorte de beauté qui ne peut être que ressentie.

C'est dans la façon dont elles s'occupent tendrement les unes des autres, plaisantent et rient dans un monde qui leur fabrique sans cesse de la misère.

C'est la façon dont elles m'ont accueillie dans leur cercle étroit, dont elles m'ont attendue chaque jour pour leur rendre visite et dont elles ont fini par me confier des informations précieuses, qu'elles m'ont à présent autorisée à raconter.

Rien ne sera publié sans leur accord préalable. Les détails d'identification sont modifiés ou omis, même s'il ne s'agit que d'une histoire d'amour, car même l'amour palestinien est perçu comme une menace.

Il ne s'agit pas d'une histoire d'amour extraordinaire, ni de ce genre d'interdit dramatique qui fait les beaux jours des pièces ou des films de Shakespeare.

En fait, c'est une situation suffisamment courante pour qu'on puisse la qualifier d'ennuyeuse. Sauf que l'amour de la vie de Layan, son mari bien-aimé Laith (nom fictif), est un combattant de la résistance palestinienne, un groupe tellement vilipendé et déshumanisé dans le discours populaire occidental que la plupart des gens ont du mal à imaginer qu'il puisse avoir de la sensibilité ou une capacité d'amour.

Ghada masse le cou et les épaules de Layan tandis que je tiens leur téléphone portable commun devant elle, parcourant les photos sur les instructions de Layan.

Ce sont des photos de sa vie avec Laith dans les bons moments. Des réunions de famille, des sorties sur la plage, des étreintes amoureuses, des poses heureuses, des selfies souriants.

Je me rends compte que les deux femmes ont perdu beaucoup de poids et j'imagine que Laith en a perdu encore plus. Sur les photos, il est beau, avec des yeux bienveillants qui respirent la générosité.

Le regard qu'il porte sur Layan sur certaines photos est d'une tendresse bouleversante.

« Reviens en arrière d'une photo », me dit Layan. « C'est le jour de nos fiançailles » et quelques photos plus loin, « c'était pendant notre lune de miel ».

Elle veut me raconter chaque détail de ces journées et je l'écoute avec plaisir, regardant son visage s'ouvrir au soleil des souvenirs qui habitent et animent son corps au fur et à mesure qu'elle parle.

Ils ressemblent à n'importe quel jeune couple : profondément amoureux, plein d'espoir et de rêves. Ils avaient économisé pour construire une modeste maison sur leur terrain familial, empruntant une somme importante à la banque pour terminer la construction.

Layan et Laith ont passé plus d'un an à choisir le carrelage, les meubles de cuisine et les autres finitions. Un jour, Laith est rentré à la maison avec un chat qu'il avait sauvé de la rue.

Une semaine plus tard, il en ramène un blessé. « Je ne pouvais pas le laisser souffrir et mourir », dit-il à Layan lorsqu'elle proteste.

L'homme que décrit Layan est un mari aimant qui lui écrivait des lettres d'amour et qui laissait des notes amusantes dans la maison pour qu'elle les trouve pendant qu'il était au travail, toutes ces notes étant conservées dans une boîte en plastique violette avec de plus longues lettres d'amour entre eux.

Elle décrit un fils et un frère dévoué qui rendait visite à sa mère tous les jours et soutenait ses frères et sœurs dans toutes les épreuves de la vie ; un oncle amusant adoré par ses nièces et ses neveux ; un gardien et un protecteur naturel qui nourrissait et abreuvait les animaux errants dans la rue ; un homme ancré dans les valeurs islamiques de miséricorde et de justice ; un fils du pays qui a pris les armes de manière désintéressée pour libérer son pays des cruels colonisateurs étrangers.

Il s'agit d'une famille résolument engagée en faveur de la libération nationale, prête à se sacrifier pour notre patrie commune, pour la simple dignité de prier dans la mosquée Al-Aqsa et de parcourir les collines de leurs ancêtres.

Une foi profonde

Le couple a essayé sans succès de concevoir un enfant, et Layan s'inquiète de ne pas avoir encore de bébé. Mais elle chasse rapidement sa déception, se soumettant à la volonté de Dieu.

« Alhamdulillah », dit-elle.

Tout le monde revient à cette phrase. Dieu a un plan pour chaque personne et qui sommes-nous pour le remettre en question, dit-elle.

Il s'agit d'une famille profondément croyante dans une société déjà profondément enracinée dans la foi.

« Mais nous sommes fatigués », ajoute-t-on parfois. « C'est beaucoup ».

"Alhamdulillah", encore une fois.

Mais je suis en colère et j'exprime souvent un désir de vengeance de la part de Dieu. Ce n'est pas leur cas.

« Dieu leur demandera des comptes en son temps », affirme Layan.

Ils vivaient dans leur nouvelle maison depuis moins d'un an lorsqu'Israël a commencé à bombarder Gaza. « J'ai à peine eu le temps d'en profiter », explique Layan.

Ils ne savaient pas ce qui allait se passer ce jour-là, mais Laith savait qu'il devait mettre sa famille à l'abri avant de prendre son fusil et de partir au combat. Il fit promettre à Layan de prendre leurs deux chats.

« Ce n'est pas le moment pour ça », a-t-elle dit. Mais il n’était pas d’accord.

« Ce sont des âmes que nous protégeons. Elles ne survivront pas seules », a-t-il dit.

Il l'embrasse sur le front, affirmation d'un amour et d'une dévotion inviolables.

Il a embrassé ses lèvres, ses joues, son cou. Et elle l'a embrassé avec les mêmes forces qui s'agitaient en elle.

Ils se sont embrassés longuement, se promettant de se retrouver, par la volonté de Dieu, si ce n'est dans cette vie, du moins dans l'au-delà. Layan, en larmes, a prié pour sa sécurité, implorant sans cesse Dieu de protéger son bien-aimé.

Elle priait encore quotidiennement pour lui lorsque je l'ai rencontrée, cinq mois après ce douloureux adieu. Elle avait appris qu'il avait été capturé par les Israéliens, mais elle ne savait pas s'il était vivant ou mort.

Je comprenais, comme elle certainement, qu'il avait au moins été torturé et qu'il l'était probablement encore, mais nous n'en parlions pas, de peur que le seul fait d’en parler ne donne vie à cette réalité.

Peu de temps après leur séparation, Israël a réduit leur nouvelle maison en ruines en quelques secondes. Layan y est retournée des semaines plus tard pour voir ce qu'elle pouvait récupérer de leurs vies.

Par miracle, la boîte en plastique violette contenant leurs lettres d'amour avait survécu indemne à l'écrasement de tout ce qu'ils possédaient.

Sauvés des décombres

Les sœurs et leur famille ont déménagé plusieurs fois pour se mettre à l'abri, emmenant à chaque fois les chats, jusqu'à ce que la maison où elles se trouvaient soit la cible d'un missile. C'était en fin de soirée, la plupart des habitants de l'appartement du troisième étage dormaient déjà.

Ghada était assise à côté de sa mère, bavardant comme elles le faisaient souvent avant de se coucher. Elle n'a pas entendu le missile. En fait, presque tout le monde affirme que les personnes se trouvant à l'intérieur d'une maison ciblée n'entendent pas la bombe. On dit que si l'on peut l'entendre, c'est que l'on est assez loin.

Au lieu de cela, Ghada a décrit avoir vu un éclair de lumière rouge avant de sentir un poids sur son dos. Son bras était étrangement tordu autour de son cou et au-dessus de sa tête.

Mais il n'y avait aucun son, jusqu'à ce qu'elle commence à entendre les craquements des débris qui tombaient. Elle a vu ses membres rebondir sous le poids du béton brisé qui frappait et tordait ses jambes devant elle.

La poussière brûle et aveugle ses yeux. Elle essaya de tâter le terrain à la recherche de sa mère, mais elle n'était pas sûre que sa main bougeait vraiment.

Elle appelle « Ummi [maman] », mais ne reçoit aucune réponse.

Elle a prononcé la shahada, le dernier testament d'un musulman devant Dieu à l'approche de la mort. Mais elle était encore en vie, et bientôt elle entendrait son jeune frère Qusai (ce n'est pas son vrai nom) crier : « Est-ce que quelqu'un est en vie ? »

Layan a vécu ce moment différemment. Elle a entendu le missile.

En règle générale, il émet un bruit sourd lorsqu'il fend l'air, suivi d'un boum lorsqu'il frappe. Layan a entendu le souffle et a attendu le boum, qui n'est jamais venu, ce qui l'a déconcertée.

Au lieu de cela, un bourdonnement d'oreille est venu troubler ses pensées. Sa bouche était remplie de gravier et de terre qu'elle s'efforçait de recracher.

Elle a essayé de bouger mais n'y est pas parvenue et a réalisé à ce moment-là qu'elle était ensevelie sous les décombres. Elle a prononcé la shahada et attendu la mort, puis a entendu la voix de son frère Qusai qui appelait : « Y a-t-il quelqu'un de vivant ? »

Elle s'écrie : « Je suis là ! Je suis vivante ! », mais elle n'entend pas sa propre voix. Terrorisée, elle essaye à nouveau d'appeler, mais ne peut à nouveau s'entendre, incertaine d'être vivante ou morte.

Elle prononce à nouveau la shahada et appelle son frère. Le bourdonnement dans ses oreilles s'estompe pour laisser place à un silence intérieur effrayant.

Elle entendait les sauveteurs se déplacer, mais pas sa propre voix, et pensait qu'elle était devenue muette. Elle imaginait une mort lente sous les décombres, seule dans le froid et l'obscurité, personne ne pouvant entendre ses cris pour la sauver.

« J'ai dû m'évanouir », dit-elle, « car la chose suivante que j'ai vue, c'est que plusieurs sauveteurs étaient en train de dégager mon corps des décombres ».

« Tout notre monde »

Plusieurs membres de leur famille sont tombés en martyrs ce jour-là. Israël a assassiné deux des frères et sœurs de Layan, des cousins, des tantes et des oncles, leurs conjoints et leurs enfants, les deux chats que Layan avait promis de protéger et, plus douloureusement encore, leur mère.

« Elle était tout pour nous », me disent Layan et Ghada. Elles me montrent des photos d'elle, matriarche bien-aimée au centre et à la tête de leur famille très unie.

Ghada l'appelle parfois dans son sommeil, réveillant les autres femmes présentes dans la chambre d'hôpital.

Là encore, la seule chose qui ait survécu à la seconde bombe est la boîte en plastique violet contenant leurs lettres d'amour et leurs notes.

« Dieu a épargné nos lettres parce que notre amour est vrai, pas seulement un bombardement, mais deux », dit-elle, avant d'ajouter : « Je veux juste savoir qu'il va bien ».

Une semaine après le début de mon séjour à Gaza, elles m'ont appelé dans leur coin de la chambre d'hôpital dès que je suis entrée après une longue journée passée ailleurs à Gaza. Elles sont toutes les deux en joie, des sourires s'étirant sur leurs beaux visages.

« Nous t’avons attendue toute la journée pour t’annoncer la bonne nouvelle », disent-elles, et je suis excitée et curieuse de l'entendre.

Elle me fait signe de m'approcher. J'approche mon oreille de son visage et elle murmure : « Laith est vivant. Il est dans la prison de [nom non divulgué] ! »

Je suis aux anges de savoir que cet homme que je n'ai jamais rencontré est en vie, et j'implore Dieu de le protéger et de le ramener à Layan. Je prie pour qu'ils se retrouvent et je me sens honorée d'avoir été autorisée à partager ce rare moment de soulagement et d'espoir à cette heure.

La télévision israélienne a récemment diffusé des vidéos d'une prison inconnue montrant des abus et des tortures systématiques sur des Palestiniens qu'ils ont kidnappés. Je me suis demandé si Laith faisait partie des hommes contraints de prendre des positions dégradantes pendant que les Israéliens parlaient d'eux comme s'ils étaient de la vermine.

Je pense à Laith lorsque je lis les récits de la propagande occidentale sur les viols massifs commis par le Hamas. Je sais qu'ils répètent les mensonges sionistes, non seulement parce qu'ils n'offrent aucune preuve, mais aussi parce que des journalistes honnêtes du monde entier ont fait voler en éclats leurs récits, en particulier l'article honteux du New York Times coécrit par une ancienne responsable militaire israélienne qui a liké des commentaires génocidaires sur les médias sociaux, dont l'un disait qu'Israël devait « transformer la bande de Gaza en un abattoir ».

Je sais au fond de moi que ce sont des mensonges car, comme la plupart des Palestiniens, nous comprenons les valeurs qui animent le Hamas.

On peut critiquer le Hamas sur bien des points, et beaucoup le font. Mais le viol, et encore moins le viol collectif, n'en fait pas partie.

Même les plus grands détracteurs du Hamas, y compris Israël, savent que de tels actes ne seraient jamais tolérés dans ses rangs et que, dans le cas improbable où ils se produiraient, ils seraient sanctionnés par l'expulsion et/ou la mort.

Que Dieu protège Laith et tous les combattants palestiniens qui ont quitté leur famille pour sacrifier leur vie pour notre libération collective.

Je continuerai à imaginer un jour où Layan et lui seront à nouveau réunis, leur maison reconstruite à Gaza et remplie de babillages de leurs enfants et de réunions de famille de ceux qui seront encore en vie.