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05/02/2023

JORGE MAJFUD
Los cien millones de muertos del comunismo
Y los mil millones del capitalismo

Jorge Majfud, Escritos Críticos, 29-1-2023

Resumen de un capítulo del libro de próxima aparición Moscas en la telaraña

Sé que no es necesario desde ningún punto de vista, pero para comenzar me gustaría aclarar que no soy comunista. Tengo otras ideas menos perfectas sobre lo que debería ser la sociedad y el mundo, que no es este, tan fanáticamente orgulloso de sus propios crímenes. Pero como me molesta la propaganda del amo que acusa a cualquier otra forma de pensamiento de propaganda, ahí voy otra vez contra la corriente.

En La frontera salvaje (2021) nos detuvimos en Operación Sinsonte, uno de los planes más secretos y, al mismo tiempo, más conocidos de la guerra psicológica y cultural organizada y financiada por la CIA durante la Guerra fría. Ahora veamos uno de los casos más promocionados y viralizados de los años 90s, como lo fue Le Livre noir du communisme, publicado por el ex maoísta Stéphane Courtois y otros académicos en 1997. No nos detendremos ahora sobre la conocida psicología del converso, porque no es necesario. El libro fue una especie de Manual del perfecto idiota latinoamericano pero del primer mundo y con mucho más vida mediática.

 

De este libro proceden las infinitas publicaciones de las redes sociales sobre “los cien millones de muertos del comunismo”, aunque sus propios autores estiman un número menor, entre 65 y 95 millones. Especialistas en el área (sus autores no lo son) observaron que Courtois enlistó cualquier evento donde estuviese involucrado un país comunista y tomó la cifra más alta en cualquier caso.

Por ejemplo, la Segunda Guerra mundial es atribuida a Hitler y a Stalin, cuando fue este último el primer responsable de la derrota del primero, y fue el primero, no el segundo, el causante de esa tragedia. Es más, llega a la conclusión de que Stalin mató más que Hitler, sin considerar las razones de cada tragedia y atribuyendo parte de los 70 a 100 millones de muertos en la Segunda Guerra a Stalin, siendo que uno comenzó la guerra y el otro la terminó. Los veinte millones de muertos rusos son atribuidos a Stalin. Los especialistas en la Era soviética estiman la responsabilidad de Stalin en un millón de muertos, lo cual es una cifra horrenda, pero lejos de lo que se le atribuye y aún más lejos que cualquiera de las matanzas causadas por las otras superpotencias vencedoras, ex aliadas de Stalin.

En 1945, el general LeMay arrasó con varias ciudades japonesas, como Nagoya, Osaka, Yokohama y Kobe, tres meses antes de las bombas atómicas. En la noche del 10 de marzo, LeMay ordenó arrojar sobre Tokio 1500 toneladas de explosivos desde 300 bombarderos B-29. 500.000 bombas llovieron desde la 1:30 hasta las 3:00 de la madrugada. 100.000 hombres, mujeres y niños murieron en pocas horas y un millón de otras personas quedaron gravemente heridas. Un precedente de las bombas de Napalm fueron probadas con éxito. “Las mujeres corrían con sus bebés como antorchas de fuego en sus espaldas” recordará Nihei, una sobreviviente. “No me preocupa matar japoneses”, dijo el general LeMay, el mismo que menos de dos décadas después le recomendará al presidente Kennedy lanzar algunas bombas atómicas sobre La Habana como forma de resolver el problema de los rebeldes barbudos. A principio de los 80s, el secretario de Estado Alexander Haig le dirá al presidente Ronald Reagan: “Sólo deme la orden y convertiré esa isla de mierda en un estacionamiento vacío”.

El libro de Courtois enlista dos millones de muertos en Corea del Norte atribuidas al comunismo de los tres millones totales de muertos, sin considerar que los bombardeos indiscriminados del General MacArthur y otros “defensores de la libertad” barrieron con el 80 por ciento del país. Desde el año 1950, se solían arrojar cientos de toneladas de bombas en un solo día, todo lo cual, según Courtois y sus repetidoras de Miami y la oligarquía latinoamericana, no habrían sido responsables por la muerte de mucha gente.

Courtois también cuenta un millón de muertos en Vietnam debido a los comunistas, sin considerar que se trató de una guerra de independencia contra las potencias imperiales de Francia y de Estados Unidos, las que dejaron al menos dos millones de muertos, la mayoría no en combate sino bajo el clásico bombardeo aéreo estadounidense (inaugurado en 1927 contra Sandino en Nicaragua) y del uso del químico Agente Naranja, que no sólo borró del mapa a un millón de inocentes de forma indiscriminada sino que sus efectos en las mutaciones genéticas se sienten aún hoy.

También atribuye la barbarie del régimen de los Jemeres Rojos en Camboya enteramente a “el comunismo”, sólo porque el régimen era comunista, sin mencionar que Pol Pot había sido apoyado por Washington y las corporaciones occidentales; que fue el Vietnam comunista que derrotó a Estados Unidos el que puso fin a esa barbarie mientras Occidente continuó apoyando a los genocidas reconociéndolos en la ONU como gobierno legítimo hasta los años 80. Entre 1969 y 1973, cayeron sobre Camboya más bombas (500.000 toneladas) que las que cayeron sobre Alemania y Japón durante la Segunda Guerra. Lo mismo les ocurrió a Corea del Norte y a Laos. En 1972, el presidente Nixon preguntó: “¿Cuántos matamos en Laos?” A lo que su secretario de Estado, Ron Ziegler, contestó: “Como unos diez mil, o tal vez quince mil”. Henry Kissinger agregó: “en Laos también matamos unos diez mil, tal vez quince mil”. El dictador comunista que los seguirá, Pol Pot, superará esa cifra por lejos, masacrando a un millón de su propio pueblo. Los Jemeres Rojos, hijos de la reacción contra el colonialismo de Occidente, fueron apoyados por China y Estados Unidos. Otro régimen comunista, el Vietnam que derrotó a Estados Unidos, puso fin a la masacre de Pol Pot luego de una matanza de 30.000 vietnamitas. Aparte de los masacrados por las bombas de Washington solo en Laos y Camboya, decenas de miles más siguieron muriendo desde el fin de la guerra, debido a las bombas que no explotaron al ser arrojadas.

El mayor número que suman a los 94 millones de víctimas del comunismo se refiere a la catastrófica hambruna de la China de Mao en los 60s. Esta hambruna de 1958-62 no causó 60 millones, sino, muy probablemente, entre 30 y 40 millones y en ningún caso fue un plan de exterminio deliberado y racista, estilo nazi en Alemania o británico en India. La necesidad de industrialización se repitió en países como Brasil y Argentina y su único pecado fue haber llegado tarde. En el caso chino, combinó una política desastrosa con problemas climáticos. Pese a todo, la expectativa de vida en China comenzó a mejorar rápidamente a partir de los 60s. Durante el mismo período de la guerra fría, el nuevo estado democrático en India comenzó a mejorar las expectativas de vida de su población. Pero no se debió a ningún plan sino, simplemente, a haber dejado de ser una colonia hambreada, brutalizada y expoliada por el Imperio británico, que sólo entre 1880 y 1920 fue responsable de la muerte de 160 millones de personas.

No obstante, en este período de democracia capitalista en India, los muertos atribuibles a la ausencia de reformas sociales sumaron 100 millones. El mundialmente premiado economista y profesor de Harvard University, Amartya Sen y Jean Drèze de la London School of Economics, en 1991 habían publicado Hunger and Public Action donde analizaron con rigor estadístico varios casos olvidados de hambrunas mundiales provocadas por sistemas, modelos y decisiones políticas. En el capítulo 11 observaron: “Comparando la tasa de mortalidad de India de 12 por mil con la de China de 7 por mil y aplicando esa diferencia a una población de 781 millones en la India de 1986, obtenemos una estimación del exceso de mortalidad en India de 3,9 millones por año”.

La gran prensa no se hizo eco y el mundo no se enteró. Por el contrario, seis años más tarde saltó a la fama, como por arte de magia, Le Livre noir du communisme y otros del mismo género comercial de venta rápida, de consumo rápido y de fácil digestión.

1878

 Antes analizamos la posición del intelectual y diplomático indio-británico Shashi Tharoor y de los profesores Jason Hickel y Dylan Sullivan sobre el impacto de las políticas imperiales del capitalismo, lo que contradice las narrativas populares más promovidas por los medios dominantes y las agencias de gobierno, lo que se podría resumir en una de sus conclusiones: “En todas las regiones estudiadas, la incorporación al sistema mundial capitalista se asoció con una disminución de los salarios por debajo del mínimo de subsistencia, un deterioro de la estatura humana y un repunte de la mortalidad prematura.

Si, con el mismo criterio de Courtois y sus repetidoras, continuásemos contando los millones de indígenas muertos en las Américas en el proceso que hizo posible le capitalismo en Europa, los al menos diez millones de muertos que el rey belga Leopold II dejó en la empresa llamada Congo y tantas otras masacres de negros en África que no importan, o en India, o en Bangladesh, o en Medio Oriente, pasaríamos fácilmente varios cientos de millones de muertos en cualquier Libro negro del capitalismo.

Más que eso. La reconocida economista y profesora de Jawaharlal Nehru University, Utsa Patnaik, ha calculado que Gran Bretaña le robó a India $45 billones de dólares sólo entre 1765 y 1938 y causó, a lo largo de esos siglos, la muerte no de cien millones sino de más de mil millones de personas. La cifra alcanzada en su libro publicado por Columbia University Press de Nueva York, que a primera vista parece exagerada, no es menos excesiva que la atribuida por Courtois en base a los mismos criterios―sólo que está mejor documentada.

Sólo que una de las dos narrativas alcanza los grandes titulares y su objetivo: en las democracias secuestradas, no importa el peso de las verdades, sino la suma de las opiniones inoculadas.

16/12/2021

JORGE MAJFUD
“El milagro chileno”

Jorge Majfud, mayo de 2021

Extracto del libro La frontera salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina.

Santiago de Chile. 21 de marzo de 1975—El profesor de la Universidad de Chicago y premio Nobel de Economía, Milton Friedman, visita al general Augusto Pinochet en Santiago. Lo acompaña su colega Arnold Harberger, propagador de la idea del análisis objetivo de la economía y del “uso de las herramientas analíticas aplicadas al mundo real”, ilustrado con su famoso y abstracto Triángulo de Harberger. En otros tiempos, como era el dogma de la época, Harberger había asociado el capitalismo con la democracia, pero ahora, debido a las malas experiencias con el mundo real, queda claro que solo uno de ellos importa de verdad.

Chile es un experimento que, sin importar el resultado, será vendido hasta en sus países de origen, Estados Unidos y Gran Bretaña. Las ideas no son novedosas, pero los políticos necesitan ejemplos para citar, frases cortas e imágenes simples. La gran teoría se llama Trickle-down theory (Teoría del goteo) y la imagen se ilustra con una botella de Champagne llenando las copas que están más arriba de la pirámide de copas. El problema de la alegoría es que asume que el cristal de las copas no crece ni se estira de forma ilimitada como la capacidad de los de arriba para acumular lo que nunca chorrea hacia los de abajo. La imagen tampoco considera una figura similar que no existe en inglés y que ningún traductor puede resolver, pero en español se llama “La ley del gallinero”. Lo que gotea no es riqueza, sino mierda de las gallinas de más arriba.

Esta novedosa ideología ya existía a finales del siglo XIX. En medio de la gran recesión de los años 90 y de la extensión del imperialismo estadounidense sobre el mar, el representante por Nebraska y candidato a la presidencia, William Jennings Bryan, en la convención demócrata del 9 de julio de 1896 en Chicago, lo puso en términos por demás claros: “Están aquellos que creen que, si legislamos para hacer que los ricos se vuelvan más ricos, su riqueza goteará hacia los que están abajo. Nuestra idea de demócratas es que, si legislamos para que las masas sean más prósperas, su prosperidad subirá a todas las clases sociales que se encuentran por encima”. Bryan acusó a los legisladores de ser abogados de los “business-men (hombres de negocios)” y, según el Chicago Tribune del día siguiente, la asistencia aplaudió sus palabras de forma masiva y continua “como nunca antes… durante 25 minutos”. Bryan perdió las elecciones con McKinley en 1896 y en 1900, las primeras dos elecciones donde las donaciones millonarias de las grandes corporaciones decidieron los resultados a pesar de la mayor crisis económica desde la fundación del país. 

En 1964, el profesor e ideólogo Milton Friedman había visitado una de las tantas dictaduras latinoamericanas apoyadas por Washington, Brasil, y había propuesto el mismo plan de privatizaciones y desmantelamiento del Estado. En aquella oportunidad, el nuevo dogma ideológico del neoliberalismo todavía no se había consolidado ni en las dictaduras ni en las democracias latinoamericanas y Brasilia decidió no seguir las sugerencias del célebre profesor estadounidense, sino el camino contrario de la industrialización nacional del economista argentino Raúl Prebisch y, de alguna forma también, del peronismo argentino y del indeseado izquierdoso Getúlio Vargas en Brasil. Por entonces, las universidades latinoamericanas no eran marxistas (como eran acusadas por la CIA y por la oligarquía criolla) sino keynesianas, tanto como el mismo Franklin Roosevelt. El keynesianismo era el enemigo número uno de una nueva ola que tenía a Friedman y Hayek como sus dos mesías.

17/10/2021

JOHN FEFFER
La transición al cambio climático en la era de los multimillonarios: ¿Un mundo de lucro o de economía climática solidaria?

John Feffer, TomDispatch.com, 5/10/2021

Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala

 

John Feffer es un escritor, editor y activista usamericano. Colaborador habitual entre otros de TomDispatch,  es autor de la novela distópica Splinterlands y de Frostlands, el segundo volumen de la misma. Completa la trilogía, de reciente aparición, Songlands.  Ha escrito también The Pandemic Pivot. Es director de Foreign Policy in Focus en el Institute for Policy Studies, donde está desarrollando un nuevo proyecto para una Transición Global Justa. @johnfeffer

Se suponía que era la transición más importante de los tiempos modernos.
Prácticamente de la noche a la mañana, un sistema sucio, ineficaz e injusto que abarcaba once husos horarios iba a sufrir una transformación extrema. Para acelerar el proceso se dispuso de miles de millones de dólares. Un nuevo equipo de expertos en transición elaboró el proyecto y el público lo aceptó de forma abrumadora. Lo mejor de todo es que este gran salto adelante serviría de modelo para todos los países desesperados por salir de un statu quo fracasado.
 
Pero no fue así.

Cuando la Unión Soviética se derrumbó en 1991 y Rusia emergió de sus escombros como el mayor Estado sucesor, los funcionarios de la recién elegida administración de Boris Yeltsin se asociaron con un grupo de expertos extranjeros para trazar el camino hacia un sistema postsoviético de democracia y libre mercado. Occidente ofreció miles de millones de dólares en préstamos, mientras los rusos generaban más fondos mediante la privatización de activos estatales. Con todos esos recursos, Rusia podría haberse convertido en una enorme Suecia del Este.

 En cambio, gran parte de esa riqueza desapareció en los bolsillos de oligarcas que se acabaron de forrar. Durante la década de 1990, Rusia sufrió una catástrofe económica, con una salida del país de entre 20.000 y 25.000 millones de dólares al año y una caída del producto interior bruto (PIB) de casi el 40% entre 1991 y 1998. La Unión Soviética fue una vez la segunda economía mundial. En la actualidad, gracias únicamente a la dependencia de las industrias de exportación de combustibles fósiles y armas de la era soviética, Rusia se encuentra justo fuera de los diez primeros puestos en producción económica total, situándose por debajo de Italia y la India, pero solo consigue el 78º puesto -es decir, por debajo de Rumanía- en PIB per cápita.

 Los fracasos de la transición rusa pueden atribuirse al colapso del imperio, a décadas de decadencia económica, al triunfalismo vengativo de Occidente, a la venalidad desenfrenada de los oportunistas locales, o a todo lo anterior unido. Sin embargo, sería un error desestimar este relato de advertencia como una mera peculiaridad histórica.

Si no tenemos cuidado, el pasado ruso podría convertirse en el futuro de la humanidad: una transición fallida, una oportunidad de oro desperdiciada.

Al fin y al cabo, el mundo se dispone ahora a gastar billones de dólares para una transición aún más masiva, esta vez de una economía igualmente sucia, ineficiente e injusta basada en los combustibles fósiles a... ¿qué? Si la comunidad internacional aprende de algún modo las lecciones de las transiciones anteriores, algún día todos viviremos en un mundo mucho más equitativo y neutro en carbono, alimentado por energías renovables.

Pero no apuesten por ello. El mundo está sustituyendo poco a poco la energía sucia por las renovables, pero sin abordar ninguno de los problemas de carácter industrial del sistema actual. Deberíamos recordar el modo en que los rusos sustituyeron la planificación estatal por el libre mercado, solo para acabar con los defectos del capitalismo, conservando muchos de los males del orden anterior. Y ese no es ni siquiera el peor escenario. La transición podría no producirse en absoluto o el proceso de descarbonización podría alargarse tan interminablemente durante décadas de forma que resultara totalmente ineficaz.

Los defensores de los Nuevos Acuerdos Verdes prometen resultados beneficiosos para todos: los paneles solares y las turbinas eólicas producirán energía abundante y barata, la crisis climática se reducirá, los trabajadores dejarán los trabajos sucios por otros más limpios y el Norte Global ayudará al Sur Global a dar el salto hacia un futuro gloriosamente verde. En realidad, sin embargo, las transiciones de tal escala y urgencia nunca han sido beneficiosas para todos. En el caso de la transición rusa desde el comunismo, casi todo el mundo salió perdiendo y el país sigue sufriendo las consecuencias. Otras transformaciones a gran escala del pasado -como las revoluciones agraria e industrial- fueron igualmente catastróficas a su manera.

A fin de cuentas, quizá una parte fundamental del problema no radique solo en el defectuoso statu quo, sino en el propio mecanismo de la transición.