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03/08/2025

MAHAD HUSSEIN SALLAM
El gran entumecimiento psíquico


Mahad Hussein Sallam (bio) , Mediapart, 30-7-2025

 Traducido por Tlaxcala

En un mundo saturado de alertas, emergencias y tragedias difundidas continuamente, se instala otra forma de crisis, más insidiosa: la del entumecimiento. ¿Estamos perdiendo, a fuerza de estar expuestos, la capacidad misma de sentir? Cuando sentir se convierte en un acto de resistencia.

Desde Gaza hasta Sudán, desde las catástrofes climáticas hasta el agotamiento algorítmico, el colapso emocional ya no es un mal individual: es el síntoma de una civilización en retroceso psíquico.

Gaza en mi pantalla. El silencio en mi pecho.

Cada noche, hago desfilar las imágenes. Gaza sangra. El Amazonas arde. Sigo haciendo desfilar.

Un niño palestino yace bajo los escombros, otros caen víctimas del hambre. Sudán desaparece de los titulares, mientras se perpetran crímenes atroces lejos de las cámaras, a puerta cerrada. Una niña se ahoga en el mar Egeo mientras otra baila en directo. Una tras otra, las democracias europeas caen en manos de derechas radicales que, incapaces de gobernar más que mediante el caos, instaurando una atmósfera de miedo permanente. Su receta es conocida: propaganda xenófoba e identitaria, que agita el fantasma del declive nacional para ocultar mejor su vacío político. Y yo sigo desplazándome por las imágenes.

Las paso, no por deseo, sino por incapacidad de hacer otra cosa. A veces me detengo, no porque sienta algo, sino porque no siento nada, ya no siento nada, y eso es lo que más me aterroriza.

Vivimos una época en la que el mundo se derrumba en alta definición. La violencia ya no se oculta: se exhibe, se escenifica, se multiplica, se proyecta en bucle en todas nuestras pantallas. Y, sin embargo, no es la rebelión lo que domina nuestras reacciones, sino un profundo entumecimiento. No se trata de apatía ni de indiferencia, sino de algo más pernicioso: una extinción progresiva de nuestra capacidad de sentir. Una anestesia mental a escala civilizatoria. Lo que yo llamo: el Gran Entumecimiento Psíquico.

Este texto no es una súplica. No es un grito de angustia.

Es una confrontación lúcida con una deriva que, insidiosamente, acabamos considerando inevitable.



Cuando todo duele, ya no sentimos nada.

Imágenes impactantes, llamamientos a la solidaridad, oleadas de hashtags, todo se precipita sobre nuestras pantallas a la velocidad de un algoritmo. Y, sin embargo, nunca nos ha afectado tan poco lo que vemos.

Los conflictos se acumulan como notificaciones olvidadas: Ucrania, Gaza, Sudán, Congo, los países del Sahel, Nueva Caledonia, Martinica, y la lista continúa.

El nivel del mar sube, los glaciares se derrumban, cuerpos sin nombre flotan en el Mediterráneo, que se está convirtiendo en el cementerio más grande del planeta.

Pero ya hay una nueva palabra clave que sustituye a la anterior. La memoria se ve superada por la velocidad.

Un estudio publicado en 2024 por la Universidad de Utrecht revela un dato escalofriante: el 64 % de los estudiantes neerlandeses se declaran emocionalmente indiferentes a las crisis mundiales,   a pesar de que siguen su evolución a diario.

No se trata de ignorancia. Es saturación. Una sobrecarga afectiva que ya no deja lugar al impacto, a la indignación, al dolor.

El cuerpo se pone en modo de espera. La mente se desconecta. No es que ya no sintamos nada: es que estamos desbordados, disociados, agotados de compasión.

Y este matiz no es en absoluto insignificante: es político. Es moral. Es existencial. Traza la línea divisoria entre la vigilancia democrática y la deriva autoritaria, entre la responsabilidad y la renuncia. Porque mientras el entumecimiento emocional se apodera de la base, algo más siniestro se está gestando en la cima.

El auge del autoritarismo emocional

Lo que estamos presenciando no es una simple deriva. Es una profunda mutación política: una radicalización del poder que ya no busca aliviar el sufrimiento colectivo, sino explotarlo.

Ya no gobiernan, polarizan. No reparan, fracturan.

No consuelan, acusan. Es la nueva realidad.

El malestar se convierte en recurso, el miedo en palanca. A falta de soluciones, se señalan culpables. El dolor social se recicla en energía política, brutal, dirigida, rentable. Ya no es gobernanza: es ingeniería emocional de la división.

El resultado está ante nuestros ojos: antisemitismo desenfrenado. Islamofobia rampante. Racismo sistémico. Misoginia ruidosa. Transfobia desinhibida. Xenofobia legitimada.

El odio ya no se esconde. Se exhibe.

Circula en eslóganes, en leyes, en «me gusta». Se ha convertido en un lenguaje de poder, crudo, asumido, banalizado.

No es un vacío político. Es la política despojada de toda empatía.

Una política sin rostro, sin temblor, sin vergüenza. Una política que ya no busca convencer, sino someter.

En un clima así, sentir se convierte en un acto de resistencia. Porque todo empuja a la anestesia. Todo empuja al repliegue. Todo empuja a encerrarse en uno mismo.

Y es precisamente por eso que sentir se ha vuelto subversivo. Quizás incluso vital.

Anestesia por diseño

El entumecimiento no es una anomalía. No es un accidente del sistema.

Es una lógica perfectamente integrada: pensada, optimizada, monetizada y, a menudo, distribuida gratuitamente bajo la apariencia de entretenimiento.

Las plataformas sociales monetizan nuestro sistema nervioso. La ira nos mantiene enganchados. La tragedia alimenta el compromiso. Cada muerte se convierte en un dato. Cada trauma, en un señuelo para conseguir clics.

Instagram sublima la guerra con filtros estéticos.

TikTok convierte el trauma en tendencia.

X reduce el genocidio a un duelo de 280 caracteres.

Ya no somos testigos. Somos consumidores de sufrimiento.

Y al hacerlo, perdemos lo que nos hacía humanos: la capacidad de sentir plenamente, de llorar profundamente, de responder éticamente.

El lenguaje de la cobardía

Cuando se trata de Gaza, las palabras vacilan. Se evitan las que molestan: «genocidio», «apartheid», «limpieza étnica». No porque sean infundadas, sino porque hacen temblar los salones diplomáticos y perturban los discursos cómodos.

Así que se cubre el horror con un barniz de lenguaje. Se invoca la «complejidad» donde habría que nombrar la opresión. Se predica el «equilibrio» donde la justicia es un grito ahogado.

Un niño asesinado se convierte en un «civil inocente». Un bombardeo selectivo se convierte en una «respuesta», o incluso en una guerra preventiva. La limpieza étnica, una «medida de seguridad». El apartheid, un «conflicto territorial prolongado» y la masacre de pueblos, un derecho de respuesta.

Esto no es neutralidad. Es cobardía léxica.

Una estrategia deliberada de anestesia lingüística. Una niebla semántica diseñada para neutralizar la indignación antes de que se convierta en acción.

Se enseña a los ciudadanos a dudar de sus propios impulsos morales. A no creer en lo que ven. A relativizar su ira. A apartar la mirada. A no sentir.

Así es como una guerra de palabras se convierte en una guerra contra la memoria. Y el silencio se convierte en complicidad.

Gaza: espejo de nuestro colapso

Gaza no es solo un desastre geopolítico.

Es un naufragio ético. Un colapso moral colectivo. No solo para quienes lanzan las bombas, sino para quienes miran, en silencio, con los brazos cruzados y el corazón cerrado.

Cada misil que cae nos pone a prueba.

No solo como ciudadanos, sino como seres humanos.

¿Cuánto tiempo permanecemos frente a una escuela pulverizada, a hospitales arrasados antes de pasar a otra cosa? ¿Tres segundos? ¿Cuatro? ¿Cinco?

¿Y qué pasa con nuestra alma cuando nos grita la respuesta, en nuestro interior, que es: «no más que eso»?

Gaza actúa como un espejo brutal.

Revela en lo que nos hemos convertido: testigos saturados. Observadores disociados. Conciencias fugaces.

Dar testimonio de Gaza hoy es enfrentarse a una disonancia casi insoportable: entre la visibilidad y la inacción. Entre el horror y la cotidianidad. Entre la lucidez y la resignación.

No estamos entumecidos porque no sabemos. Estamos entumecidos porque saber se ha convertido en un dolor imposible de soportar.

Entonces, para sobrevivir, nos desconectamos. Cortamos el hilo. Escapamos de la realidad.

Nos convertimos en muertos vivientes emocionales. Presentes sin presencia. Informados sin memoria. Conmovidos sin respuesta.

El yo posempático

Una nueva figura de nuestra época está emergiendo, discreta pero omnipresente: la del «yo posempático».

Él o ella sabe. Conoce los hechos. Ve las imágenes. Entiende las relaciones de poder, los retos, las responsabilidades.

Pero ya no siente. O si siente, no actúa.

O si actúa, es solo por reflejo, una firma, un compartir, una indignación formateada. Un gesto sin peso. Un acto sin consecuencias.

No es crueldad. Es desgaste. Un cansancio moral. Un colapso interior lento y silencioso. Un fatalismo fabricado y luego impuesto, como una evidencia en la que no hay que pensar bajo ningún concepto.

Pero este agotamiento, por muy humano que sea, abre la puerta a un peligro aún mayor: el de la indiferencia.

Y la indiferencia nunca es neutral. Es el caldo de cultivo en el que se pudren las democracias. Es la brecha por la que se infiltran sin resistencia los genocidios.

Es el vacío afectivo en el que se sumergen los regímenes autoritarios, fríos, cínicos y metódicos.

El «yo posempático» no mata. Pero deja hacer. Y a veces eso es todo lo que hace falta para que ocurra lo peor.

¿Dónde están los santuarios del sentir?

Y, sin embargo, a pesar del ruido, a pesar de la anestesia generalizada, la resistencia se organiza. En algunos lugares, surge en voz baja, casi frágil, pero profundamente tenaz.

 En Utrecht, Londres, París, Washington, Beirut, Saná, Ramala, Oakland, Ámsterdam, focos de vida emocional resisten la asfixia ambiental. Cafés de vulnerabilidad donde se habla del duelo, sin filtros ni rodeos. Vigilias interreligiosas, donde las lágrimas fluyen libremente, sin pertenecer a una sola fe.

 Actuaciones artísticas que rechazan la neutralidad, que hieren para despertar. Círculos de jóvenes, a veces perdidos, que vuelven a aprender a nombrar lo que sienten, ira, tristeza, ternura, miedo, como se vuelve a aprender una lengua olvidada.

No son simples gestos emocionales. Son gestos políticos. Porque en una época que premia la frialdad, abrirse se convierte en un acto de rebeldía. En una cultura donde el entumecimiento es la norma, sentir es una declaración de guerra.

Estos lugares, estos gestos, estas voces no son espectaculares. Pero se mantienen firmes frente al cinismo. Y eso, hoy en día, ya es disidencia.


Hacia una ecología emocional radicalmente política

El Gran Entumecimiento no es un accidente. Es una estrategia. Nos enseñan a callar. A reprimir la ira. A sofocar la empatía.

Así es como se mantienen los sistemas tecnocráticos: no con la fuerza bruta, sino con la anestesia del alma, de las almas. Al paralizar nuestra capacidad de sentir, neutralizan cualquier intento de ruptura. Cualquier insurrección moral. Cualquier desobediencia sensible.

Entonces, ¿qué hacer?

Devolver la emoción a la vida pública. Reconstruir espacios donde la vulnerabilidad no sea ridiculizada, sino compartida. Donde la indignación legítima no sea sofocada, sino honrada. Ahí comienza la reparación democrática: no con reformas abstractas, sino con una verdad emocional colectiva.

Necesitamos asambleas cívicas del sentir. Lugares donde se hable de lo que duele, de lo que da miedo, de lo que da esperanza. Porque sin eso, la democracia no es más que un decorado vacío.

Debemos dotar a la escuela de alfabetización emocional. Todos los alumnos deberían aprender a nombrar lo que sienten. La conciencia emocional no es un lujo. Es una infraestructura cívica. Comprender las emociones es comprender el poder, la injusticia, la condición humana.

Debemos exigir responsabilidades a los algoritmos. Las plataformas sociales no deben ser consideradas responsables únicamente de las noticias falsas,  sino también de la violencia emocional que banalizan, viralizan y hacen inevitable. La regulación ya no puede ser puramente técnica:  debe volverse afectiva.

Debemos reforzar a quienes cuidan de nuestra sociedad .

L@s trabajador@s de la atención, l@s cuidador@s, l@s educador@s, l@s asistentes sociales, l@s psicólogos no son actor@s secundari@s.

Son l@s primer@s en intervenir en nuestra sociedad herida. Deben ser protegid@s, financiad@s, valorad@s y, sobre todo, animad@s a permanecer vigilantes, a velar con lucidez por una sociedad que se tambalea y que algunos ya prefieren dar por muerta.

Debemos financiar la reparación artística colectiva. El arte no solo debe ser bello: debe ser útil. Debe curar. Debe despertar. Debe recuperar su verdadero papel. La cultura no es un complemento del alma. Es una infraestructura emocional. Sentir no es una debilidad. Es un poder político. Si nuestros corazones aún pueden romperse, también pueden reconstruirse. Otro mundo.

Ni más tarde. Ni mañana. Ahora. Antes de que sea demasiado tarde.

Porque si perdemos la capacidad de sentir, no solo perdemos la compasión.  Perdemos lo que nos queda de humanidad.

Y lo que quedará entonces... será el silencio.