Bissan Fakih بيسان فقيه, Al-Jumhuriya,
3/8/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Como muchos otros en la ciudad, sentí la explosión en dos oleadas.
Durante la primera salté del sofá para mirar por las ventanas, buscando el humo o los escombros del ataque aéreo que estaba segura acababa de producirse. Mi apartamento tiene vistas al barrio de Sin al-Fil, plagado de rascacielos de cristal. El sol caía sobre ellos de tal manera a las 6:08 de la tarde que, en medio de mi pánico, pensé que los destellos anaranjados eran cohetes o fuegos que se precipitaban sobre el suelo. La segunda oleada fue tan fuerte que estaba convencida de que el edificio estaba derrumbándose. Entrenada por los años de inquietud de mi madre, envié una nota de voz al grupo familiar de WhatsApp solo segundos después de que terminara: “¡Hay ataques aéreos, pero estoy bien! ¡Hay ataques aéreos, estoy bien!” Agarré mi cartera, las llaves y un cargador de teléfono, corrí hacia la puerta y envié otra nota de voz: “¡Decidme qué está pasando, por favor, que alguien me diga qué está pasando!” Y luego un mensaje de texto, por si no hubieran escuchado mis notas de voz: “Dile a mamá que estoy bien”. En los días siguientes, cuando el sonido de los vidrios rotos crujía bajo nuestros pies, y cuando mis rodillas no dejaban de temblar, supe de muchos padres que no pudieron llegar nunca hasta sus hijos ese día.
Durante
todo ese verano nos habíamos estado sintiendo como si estuviéramos cerca de una
implosión. La moneda nacional había perdido el 80% de su valor. Los bancos nos
habían robado el dinero y los ahorros de toda la vida, excepto el de los muy
ricos y bien conectados, que habían logrado sacar sus millones de contrabando.
Las profundidades en las que pronto nos hundiría la crisis económica se
hicieron más evidentes, y la gente tenía que pelear ya para poder comer,
encontrar medicinas y educar a sus hijos. La pandemia de la covid-19 había
acelerado nuestro declive y nos había obligado a abandonar las calles, donde
muchos habían permanecido desde que estalló el levantamiento contra el régimen por
todo el país en octubre de 2019. Habíamos pasado de la euforia de la revolución,
de reclamar nuestras plazas públicas y bailar entre nosotros en las calles, a lo
surrealista de los toques de queda, las mascarillas, y las imágenes
perturbadoras de los entierros masivos en Italia y Nueva York. En el sofocante
calor y la humedad de julio y agosto, la realidad de nuestra desaparición, y lo
larga y dolorosa que sería, había quedado claramente establecida. Los signos de
la descomposición ya estaban allí.
Y
luego el mundo estalló a nuestro alrededor.
Poco después de la explosión, los llamamientos para pedir sangre cero negativo estuvieron sonando por toda la ciudad y más allá para nuestros miles de heridos. Me puse dos mascarillas y conduje hasta el hospital Hôtel-Dieu para donar. Mis neumáticos crujieron sobre los cristales rotos durante todo el viaje, a pesar de que estaba a kilómetros del epicentro de la explosión. Me di cuenta de mi error rápidamente a medida que me acercaba al hospital: era un automóvil más en medio del tráfico que transportaba a los heridos en busca de ayuda y familiares que venían a buscar a sus seres queridos desaparecidos. Un voluntario de la Cruz Roja saltó de una ambulancia, agitando los brazos, gritando y suplicando a los automóviles que se movieran para dejar pasar a la ambulancia. Salí de la carretera lo más rápido que pude, pero en la oscuridad, en medio de los crujidos, me asombró la visión apocalíptica de los autos y la gente que los conducía. Cáscaras de metal, con todas las ventanillas voladas, y sus conductores, algunos gritando por los teléfonos, otros silenciosos y angustiados, con los ojos muy abiertos, las luces delanteras iluminando fragmentos de vidrio rotos.
Mi mente ansiosa, que durante años había controlado y atemperado el miedo a base de hacer listas, hizo otra más para la ciudad: encontrar a los desaparecidos, ayudar a los heridos, enterrar a los muertos, vengarnos.