Sarah Aziza, The Intercept, 13/5/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
La
muerte de George Floyd permeó la imaginación usamericana. Ahora los palestinos
luchan por el derecho a ser considerados humanos. ¿Será capaz el mundo de verlos?
Una mujer y un niño
pasan junto a un mural de George Floyd pintado en el muro de separación
levantado por Israel en el lado ocupado de Cisjordania, en Belén, el 31 de
marzo de 2021.
Foto: Emmanuel Dunand/AFP
vía Getty Images
Tenía 19 años la primera
vez que alguien me dijo que yo no existía. Estaba en la universidad, parada
cerca de una exposición sobre muertes de civiles en la ocupada Franja de Gaza
durante un ataque israelí. No recuerdo el rostro del estudiante que me abordó,
aunque recuerdo el desdén en su voz, la forma en que me laceró el pecho
desprotegido. No estaba preparada para que me borraran así.
“Los palestinos no
existen”, decían. Con el tiempo, ese momento se desdibujaría pero no se disiparía,
mezclándose con innumerables interacciones en las que una serie de extraños me
informaban asimismo de mi inexistencia. Sin embargo, en aquella época, fue una
experiencia completamente nueva. Sentí el breve destello de una risa antes de
que la enfermiza sensación de indignación aterrizara en mi estómago. Antes de
que pudiera encontrar palabras para responder, el acusador se había ido.
¡Qué
extraño, decirle a un ser humano vivo que respira, en su cara, que es “irreal”!
¿Y cuál sería la defensa adecuada? ¿Cómo se responde a un delirio?
Por
supuesto, no es cierto que yo no exista: tengo un cuerpo, hecho de carne y
hueso. Sin embargo, en muchos sentidos, ese extraño tenía razón.
Porque
algo sucede con la mención de esa palabra: palestino/a. En el momento en que se
pronuncia, me convierto en algo más, y mucho menos, que humano.
Los palestinos, como pueblo,
somos visibles, pero raramente se nos ve. No “existimos” como lo hacen otros;
no tenemos ni un país formal ni ningún poder económico o militar del que
hablar. Tenemos una historia y una cultura, pero estas se van erosionando y
cada año que pasa se van apropiando más de ellas. Estamos, sobre todo, desdibujados
colectivamente por lo que la gente cree que sabe, lo que cree que somos:
amenazadores, alborotadores, terroristas.
Así es como podemos estar en
tantos titulares y, sin embargo, morir de manera interminable. Morimos, en
parte, porque eso es lo que el mundo espera de nosotros. Nuestro nombre se
invoca solo en relación con la brutalidad y la lucha, que se presentan como
inevitables, nuestro estado natural. Los informes se leen como informes
meteorológicos: el “clima” “se caldea” y luego “se desborda” en “otra ola de
violencia”. Nuestras bajas son como las estaciones: una cosecha de muertos cada
pocos años, por lo general en Gaza.
Las imágenes públicas de
nosotros revelan un mundo de polvo, tanques y soldados. Estas calles desoladas
y amenazadoras se mezclan en la imaginación occidental con los carretes color
arena de otras muertes (afganos, iraquíes, sirios) que nos oscurecen aún más.
Los clichés envuelven tragedias individuales en una repetición genérica, un
archivo interminable de los olvidados.