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16/09/2021

EYAL PRESS
Las heridas del guerrero de los drones

 Eyal Press, The New York Times Magazine, 13/6/2018
Photos Dina Litovsky/Redux, for The New York Times

Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala

 

Eyal Press es un escritor y periodista que colabora con The New Yorker, The New York Times y otras publicaciones. Desde la primavera de 2021 es también sociólogo, con un doctorado por la Universidad de Nueva York. Creció en Búfalo, ciudad que sirvió de telón de fondo a su primer libro Absolute Convictions (2006). Su segundo libro, Beautiful Souls (2012), examina la naturaleza del valor moral a través de las historias de individuos que arriesgan sus carreras, y a veces sus vidas, para desafiar órdenes injustas. Elegido por los editores del New York Times, el libro ha sido traducido a numerosos idiomas y seleccionado como lectura común en varias universidades, entre ellas Penn State y su alma mater, la Universidad de Brown. Su libro más reciente, Dirty Work (2021), examina los trabajos moralmente preocupantes que la sociedad aprueba tácitamente y la clase oculta de trabajadores que los realizan. Ha recibido el Premio James Aronson de Periodismo por la Justicia Social, una beca Andrew Carnegie, una beca del Centro Cullman en la Biblioteca Pública de Nueva York y una beca de la Fundación Puffin en el Type Media Center. @EyalPress 

Incluso los soldados que luchan en las guerras desde una distancia segura han acabado traumatizados. ¿Podrían ser sus heridas de tipo moral?



Un avión no tripulado MQ-9 en una sombrilla de la base aérea de Creech, en Nevada

En la primavera de 2006, Christopher Aaron empezó a trabajar en turnos de 12 horas en una sala sin ventanas del Centro de Análisis Aéreo de Contraterrorismo en Langley, Virginia. Se sentaba frente a una pared de monitores de pantalla plana que emitían en directo vídeos clasificados de aviones no tripulados que planeaban en zonas de guerra lejanas. Aaron descubrió que algunos días no aparecía nada interesante en las pantallas, bien porque un manto de nubes impedía la visibilidad o porque lo que se veía -cabras pastando en una ladera afgana, por ejemplo- era prosaico, incluso sereno. En otras ocasiones, lo que se mostraba ante los ojos de Aaron era sorprendentemente íntimo: ataúdes que eran transportados por las calles después de los ataques de los drones; un hombre acuclillado en un campo para defecar después de comer (los excrementos generaban una señal de calor que brillaba en los infrarrojos); un imán hablando a un grupo de quince jóvenes en el patio de su madrasa. Si un misil Hellfire mataba al objetivo, se le pasó por la cabeza a Aaron mientras miraba la pantalla, se confirmaría todo lo que el imán podría haber dicho a sus alumnos sobre la guerra de Estados Unidos contra su fe.

Los sensores infrarrojos y las cámaras de alta resolución instaladas en los drones permitían captar esos detalles desde una oficina en Virginia. Pero, como aprendió Aaron, identificar quién estaba en el punto de mira de un posible ataque con drones no siempre era sencillo. Las imágenes de los monitores podían ser granuladas y pixeladas, por lo que era fácil confundir a un civil que caminaba por una carretera con un bastón con un insurgente que llevaba un arma. Las figuras en pantalla a menudo parecían más manchas grises sin rostro que personas. ¿Cómo podía Aaron estar seguro de quiénes eran? “En días buenos, cuando confluían una serie de factores ambientales, humanos y tecnológicos, teníamos la fuerte sensación de que quien estábamos viendo era la persona que buscábamos”, dijo Aaron. “En días malos, estábamos literalmente adivinando”.

Al principio, para Aaron, los días buenos superaban a los malos. No le molestaban los largos turnos, las decisiones con alta presión o la extrañeza de poder acechar -y potencialmente matar- a objetivos a miles de kilómetros de distancia. Aunque Aaron y sus compañeros pasaban más tiempo vigilando y reconociendo que coordinando ataques, a veces transmitían información a un comandante sobre lo que veían en la pantalla, y “60 segundos después, dependiendo de lo que informáramos, tenías que disparar, o no, un misil”, dijo. Otras veces, seguían el rastro de los objetivos durante meses. Las primeras veces que vio a un dron Predator soltar su carga letal -la cámara acercándose, el láser fijándose, una columna de humo elevándose por encima del terreno calcinado donde el misil impactaba- le pareció surrealista, me dijo. Pero también le pareció sobrecogedor. A menudo experimentaba una oleada de adrenalina, mientras los analistas de la sala se chocaban los cinco.


El camino recorrido por Aaron hasta llegar al programa de aviones no tripulados fue inusual. Creció en Lexington, Massachusetts, en un hogar en el que la carne roja y los videojuegos violentos estaban prohibidos. Sus padres eran antiguos hippies que se manifestaron contra la guerra de Vietnam en los años sesenta. Pero Aaron veneraba a su abuelo, un hombre tranquilo e imperturbable que sirvió en la Segunda Guerra Mundial. A Aaron le gustaba también la exploración y las pruebas de fortaleza: el senderismo y los paseos por los bosques de Maine, donde su familia pasaba las vacaciones todos los veranos, y la lucha libre, un deporte cuya exigencia de disciplina marcial le cautivaba. Aaron asistió al College of William & Mary, en Virginia, donde se licenció en historia, especializándose en asuntos comerciales. Atleta dotado, con un aire de independencia y aventura, era una figura carismática en el campus. Un verano viajó solo a Alaska para trabajar como marinero en un barco pesquero.

12/09/2021

EYAL PRESS
Les blessures du guerrier des drones

Eyal Press, The New York Times Magazine, 13/6/2018
Photos Dina Litovsky/Redux, pour le New York Times.
Traduit par
Fausto Giudice, Tlaxcala  

Eyal Press est un écrivain et journaliste qui contribue au New Yorker, au New York Times et à d'autres publications. Depuis le printemps 2021, il est également titulaire d'un doctorat en sociologie de l'université de New York. Il a grandi à Buffalo, qui a servi de toile de fond à son premier livre, Absolute Convictions (2006). Son deuxième livre, Beautiful Souls (2012), examinait la nature du courage moral à travers les histoires de personnes qui ont risqué leur carrière, et parfois leur vie, pour défier des ordres injustes. Choix de la rédaction du New York Times, le livre a été traduit dans de nombreuses langues et choisi comme lecture commune dans plusieurs universités, dont Penn State et son alma mater, l'université Brown. Son livre le plus récent, Dirty Work (2021), examine les emplois moralement troublants que la société tolère tacitement et la classe cachée des travailleurs qui les accomplissent. L’article ci-dessous, publié en 2018, est un élément de ce livre. Lauréat du James Aronson Award for Social Justice Journalism, il a reçu une bourse Andrew Carnegie, une bourse du Cullman Center à la New York Public Library et une bourse de la Puffin Foundation au Type Media Center. @EyalPress

Même les soldats qui combattent les guerres à une distance sûre se sont retrouvés traumatisés. Leurs blessures pourraient-elles être d'ordre moral ?

Un drone MQ-9 sous un pare-soleil sur la base aérienne de Creech au Nevada

Au printemps 2006, Christopher Aaron a commencé à travailler 12 heures d'affilée dans une pièce sans fenêtre du Centre d'analyse aéroporté de lutte contre le terrorisme (CTAAC) à Langley, en Virginie. Il était assis devant un mur de moniteurs à écran plat qui diffusaient en direct des flux vidéo classifiés provenant de drones en vol stationnaire dans des zones de guerre éloignées. Certains jours, Aaron a découvert que peu de choses intéressantes apparaissaient sur les écrans, soit parce qu'une couverture de nuages masquait la visibilité, soit parce que ce qui était visible - des chèvres broutant sur une colline afghane, par exemple - était banal, voire serein. D'autres fois, ce qui se déroulait devant les yeux d'Aaron était étonnamment intime : des cercueils transportés dans les rues après des frappes de drones ; un homme accroupi dans un champ pour déféquer après un repas (les excréments généraient une signature thermique qui brillait dans l'infrarouge) ; un imam parlant à un groupe de 15 jeunes garçons dans la cour de sa madrasa. Si un missile Hellfire tue la cible, se dit Aaron en fixant l'écran, tout ce que l'imam aurait pu dire à ses élèves sur la guerre de l'Amérique contre leur foi serait confirmé.

Les capteurs infrarouges et les caméras haute résolution fixés sur les drones ont permis de recueillir de tels détails depuis un bureau en Virginie. Mais comme Aaron l'a appris, il n'est pas toujours facile d'identifier qui se trouve dans la ligne de mire d'une frappe potentielle de drone. Les images sur les moniteurs pouvaient être granuleuses et pixellisées, ce qui permettait de confondre facilement un civil marchant sur une route avec une canne avec un insurgé portant une arme. Les personnages à l'écran ressemblaient souvent moins à des personnes qu'à des taches grises sans visage. Comment Aaron pouvait-il être certain de leur identité ? « Dans les bons jours, lorsqu'une foule de facteurs environnementaux, humains et technologiques étaient réunis, nous avions la forte impression que ce que nous regardions était la personne que nous recherchions », dit Aaron. « Les mauvais jours, nous devions littéralement deviner ».

Au début, les bons jours étaient plus nombreux que les mauvais pour Aaron. Il n'était pas gêné par les longs quarts de travail, les décisions sous haute pression ou l'étrangeté de pouvoir traquer - et potentiellement tuer - des cibles à des milliers de kilomètres de distance. Bien qu'Aaron et ses pairs passaient plus de temps à faire de la surveillance et de la reconnaissance qu'à coordonner des frappes, il leur arrivait de transmettre des informations à un commandant sur ce qu'ils voyaient à l'écran, et « 60 secondes plus tard, en fonction de ce que nous avions rapportés, vous pouviez voir si un missile avait été tiré ou non », dit-il. D'autres fois, ils suivaient des cibles pendant des mois. Les premières fois qu'il a vu un drone Predator libérer sa charge mortelle - la caméra zoomant, le laser se verrouillant, un panache de fumée s'élevant au-dessus du terrain brûlé où le missile a frappé - il a trouvé cela surréaliste, m'a-t-il dit. Mais il trouvait aussi cela impressionnant. Souvent, il ressentait une poussée d'adrénaline, alors que les analystes présents dans la salle échangeaient des high-five [« tape m’en cinq », signe de victoire, NdT].

Le parcours d'Aaron vers le programme de drones était inhabituel. Il a grandi à Lexington, dans le Massachusetts, dans un foyer où la viande rouge et les jeux vidéo violents étaient interdits. Ses parents étaient d'anciens hippies qui ont manifesté contre la guerre du Vietnam dans les années 1960. Mais Aaron vénérait son grand-père, un homme calme et imperturbable qui avait servi pendant la Seconde Guerre mondiale. Aaron avait aussi le goût de l'exploration et des épreuves de force : la randonnée et l'errance dans les bois du Maine, où sa famille passait ses vacances chaque été, et la lutte, un sport dont l'exigence de discipline martiale le captivait. Aaron a fréquenté le College of William & Mary en Virginie, où il s'est spécialisé en histoire, avec une mineure en commerce. Athlète doué, indépendant et aventureux, il est une figure charismatique sur le campus. Un été, il s'est rendu seul en Alaska pour travailler comme matelot sur un bateau de pêche.

Pendant l'année junior [équivalent de la classe de 1ère au lycée, NdT] d'Aaron, en 2001, il est réveillé un matin par un appel téléphonique de son père, qui lui annonce que les tours jumelles et le Pentagone ont été attaqués. Aaron a immédiatement pensé à son grand-père, qui avait servi pendant trois ans comme officier de police militaire sur le front européen après l'attaque de Pearl Harbor. Il voulait faire quelque chose de tout aussi héroïque. Un an plus tard, après avoir repéré au bureau des services d'orientation professionnelle de William & Mary une brochure sur la National Geospatial-Intelligence Agency [NGA], une agence de sécurité nationale spécialisée dans l'analyse géographique et l'analyse d'images, il a posé sa candidature.

Aaron a commencé à travailler comme analyste en imagerie à la NGA en 2005, étudiant les images satellites de pays qui n'avaient aucun lien avec la guerre contre le terrorisme. Peu de temps après son arrivée, un courriel a circulé au sujet d'un groupe de travail du ministère de la Défense qui était en train d'être créé pour déterminer comment les drones pourraient aider à vaincre Al-Qaïda. Aaron a répondu à l'appel à volontaires et a rapidement travaillé au Centre d'analyse aéroporté de lutte contre le terrorisme. Il trouve exaltant de participer directement à une guerre qu'il considère comme le défi majeur de sa génération. Sa fierté s'est accrue lorsqu'il est devenu évident que la task force [force opérationnelle] avait un impact significatif et que l'utilisation des drones était en augmentation.

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