Jorge Majfud, Escritos
Críticos, 29-1-2023
Resumen de un capítulo
del libro de próxima aparición Moscas en la telaraña
Sé que no es necesario desde ningún punto de vista, pero
para comenzar me gustaría aclarar que no soy comunista. Tengo otras ideas menos
perfectas sobre lo que debería ser la sociedad y el mundo, que no es este, tan
fanáticamente orgulloso de sus propios crímenes. Pero como me molesta la
propaganda del amo que acusa a cualquier otra forma de pensamiento de
propaganda, ahí voy otra vez contra la corriente.
En La frontera salvaje (2021) nos detuvimos en
Operación Sinsonte, uno de los planes más secretos y, al mismo tiempo, más
conocidos de la guerra psicológica y cultural organizada y financiada por la
CIA durante la Guerra fría. Ahora veamos uno de los casos más promocionados y
viralizados de los años 90s, como lo fue Le
Livre noir du communisme, publicado por el ex maoísta Stéphane
Courtois y otros académicos en 1997. No nos detendremos ahora sobre la conocida
psicología del converso, porque no es necesario. El libro fue una especie de Manual del perfecto idiota latinoamericano
pero del primer mundo y con mucho más vida mediática.
De este libro proceden las infinitas publicaciones de las
redes sociales sobre “los cien millones de muertos del comunismo”, aunque sus
propios autores estiman un número menor, entre 65 y 95 millones. Especialistas
en el área (sus autores no lo son) observaron que Courtois enlistó cualquier
evento donde estuviese involucrado un país comunista y tomó la cifra más alta
en cualquier caso.
Por ejemplo, la Segunda Guerra mundial es atribuida a
Hitler y a Stalin, cuando fue este último el primer responsable de la derrota
del primero, y fue el primero, no el segundo, el causante de esa tragedia. Es
más, llega a la conclusión de que Stalin mató más que Hitler, sin considerar
las razones de cada tragedia y atribuyendo parte de los 70 a 100 millones de
muertos en la Segunda Guerra a Stalin, siendo que uno comenzó la guerra y el
otro la terminó. Los veinte millones de muertos rusos son atribuidos a Stalin.
Los especialistas en la Era soviética estiman la responsabilidad de Stalin en
un millón de muertos, lo cual es una cifra horrenda, pero lejos de lo que se le
atribuye y aún más lejos que cualquiera de las matanzas causadas por las otras
superpotencias vencedoras, ex aliadas de Stalin.
En 1945, el general LeMay arrasó con varias ciudades
japonesas, como Nagoya, Osaka, Yokohama y Kobe, tres meses antes de las bombas atómicas.
En la noche del 10 de marzo, LeMay ordenó arrojar sobre Tokio 1500 toneladas de
explosivos desde 300 bombarderos B-29. 500.000 bombas llovieron desde la 1:30
hasta las 3:00 de la madrugada. 100.000 hombres, mujeres y niños murieron en
pocas horas y un millón de otras personas quedaron gravemente heridas. Un
precedente de las bombas de Napalm fueron probadas con éxito. “Las mujeres corrían con sus bebés como
antorchas de fuego en sus espaldas” recordará Nihei, una
sobreviviente. “No me preocupa
matar japoneses”, dijo el general LeMay, el mismo que menos de dos
décadas después le recomendará al presidente Kennedy lanzar algunas bombas
atómicas sobre La Habana como forma de resolver el problema de los rebeldes
barbudos. A principio de los 80s, el secretario de Estado Alexander Haig le
dirá al presidente Ronald Reagan: “Sólo
deme la orden y convertiré esa isla de mierda en un estacionamiento vacío”.
El libro de Courtois enlista dos millones de muertos en
Corea del Norte atribuidas al comunismo de los tres millones totales de
muertos, sin considerar que los bombardeos indiscriminados del General
MacArthur y otros “defensores de la libertad” barrieron con el 80 por ciento
del país. Desde el año 1950, se solían arrojar cientos de toneladas de bombas
en un solo día, todo lo cual, según Courtois y sus repetidoras de Miami y la
oligarquía latinoamericana, no habrían sido responsables por la muerte de mucha
gente.
Courtois también cuenta un millón de muertos en Vietnam
debido a los comunistas, sin considerar que se trató de una guerra de
independencia contra las potencias imperiales de Francia y de Estados Unidos,
las que dejaron al menos dos millones de muertos, la mayoría no en combate sino
bajo el clásico bombardeo aéreo estadounidense (inaugurado en 1927 contra
Sandino en Nicaragua) y del uso del químico Agente Naranja, que no sólo borró
del mapa a un millón de inocentes de forma indiscriminada sino que sus efectos
en las mutaciones genéticas se sienten aún hoy.
También atribuye la barbarie del régimen de los Jemeres
Rojos en Camboya enteramente a “el comunismo”, sólo porque el régimen era
comunista, sin mencionar que Pol Pot había sido apoyado por Washington y las
corporaciones occidentales; que fue el Vietnam comunista que derrotó a Estados
Unidos el que puso fin a esa barbarie mientras Occidente continuó apoyando a
los genocidas reconociéndolos en la ONU como gobierno legítimo hasta los años
80. Entre 1969 y 1973, cayeron sobre Camboya más bombas (500.000
toneladas) que las que cayeron sobre Alemania y Japón durante la
Segunda Guerra. Lo mismo les ocurrió a Corea del Norte y a Laos. En 1972,
el presidente Nixon preguntó: “¿Cuántos
matamos en Laos?” A lo que su secretario de Estado, Ron Ziegler,
contestó: “Como unos diez mil, o
tal vez quince mil”. Henry Kissinger agregó: “en Laos también matamos unos diez mil, tal
vez quince mil”. El dictador comunista que los seguirá, Pol Pot,
superará esa cifra por lejos, masacrando a un millón de su propio pueblo. Los
Jemeres Rojos, hijos de la reacción contra el colonialismo de Occidente, fueron
apoyados por China y Estados Unidos. Otro régimen comunista, el
Vietnam que derrotó a Estados Unidos, puso fin a la masacre de Pol Pot
luego de una matanza de 30.000 vietnamitas. Aparte de los masacrados por las
bombas de Washington solo en Laos y Camboya, decenas de miles más siguieron
muriendo desde el fin de la guerra, debido a las bombas que no explotaron al
ser arrojadas.
El mayor número que suman a los 94 millones de víctimas
del comunismo se refiere a la catastrófica hambruna de la China de Mao en los
60s. Esta hambruna de 1958-62 no causó 60 millones, sino, muy probablemente,
entre 30 y 40 millones y en ningún caso fue un plan de exterminio deliberado y
racista, estilo nazi en Alemania o británico en India. La necesidad de industrialización
se repitió en países como Brasil y Argentina y su único pecado fue haber
llegado tarde. En el caso chino, combinó una política desastrosa con problemas
climáticos. Pese a todo, la expectativa de vida en China comenzó a mejorar
rápidamente a partir de los 60s. Durante el mismo período de la guerra fría, el
nuevo estado democrático en India comenzó a mejorar las expectativas de vida de
su población. Pero no se debió a ningún plan sino, simplemente, a haber dejado
de ser una colonia hambreada, brutalizada y expoliada por el Imperio británico,
que sólo entre 1880 y 1920 fue responsable de la muerte de 160 millones de
personas.
No obstante, en este período de democracia capitalista en
India, los muertos atribuibles a la ausencia de reformas sociales sumaron 100
millones. El mundialmente premiado economista y profesor de Harvard University,
Amartya Sen y Jean Drèze de la London School of Economics, en 1991 habían
publicado Hunger and Public
Action donde analizaron con rigor estadístico varios casos olvidados
de hambrunas mundiales provocadas por sistemas, modelos y decisiones políticas.
En el capítulo 11 observaron: “Comparando
la tasa de mortalidad de India de 12 por mil con la de China de 7 por mil y
aplicando esa diferencia a una población de 781 millones en la India de 1986,
obtenemos una estimación del exceso de mortalidad en India de 3,9 millones por
año”.
La gran prensa no se hizo eco y el mundo no se enteró.
Por el contrario, seis años más tarde saltó a la fama, como por arte de magia, Le Livre noir du communisme y
otros del mismo género comercial de venta rápida, de consumo rápido y de fácil
digestión.
1878
Antes analizamos la posición del intelectual y
diplomático indio-británico Shashi Tharoor y de los profesores Jason Hickel y
Dylan Sullivan sobre el impacto de las políticas imperiales del capitalismo, lo
que contradice las narrativas populares más promovidas por los medios
dominantes y las agencias de gobierno, lo que se podría resumir en una de sus
conclusiones: “En todas las
regiones estudiadas, la incorporación al sistema mundial capitalista se asoció
con una disminución de los salarios por debajo del mínimo de subsistencia, un
deterioro de la estatura humana y un repunte de la mortalidad prematura”.
Si, con el mismo criterio de Courtois y sus repetidoras,
continuásemos contando los millones de indígenas muertos en las Américas en el
proceso que hizo posible le capitalismo en Europa, los al menos diez millones
de muertos que el rey belga Leopold II dejó en la empresa llamada Congo y
tantas otras masacres de negros en África que no importan, o en India, o en
Bangladesh, o en Medio Oriente, pasaríamos fácilmente varios cientos de
millones de muertos en cualquier Libro negro del capitalismo.
Más que eso. La reconocida economista y profesora de
Jawaharlal Nehru University, Utsa Patnaik, ha calculado que Gran Bretaña le
robó a India $45 billones de dólares sólo entre 1765 y 1938 y causó, a lo largo
de esos siglos, la muerte no de cien millones sino de más de mil millones de
personas. La cifra alcanzada en su libro publicado por Columbia University
Press de Nueva York, que a primera vista parece exagerada, no es menos excesiva
que la atribuida por Courtois en base a los mismos criterios―sólo que está
mejor documentada.
Sólo que una de las dos narrativas alcanza los grandes
titulares y su objetivo: en las democracias secuestradas, no importa el peso de
las verdades, sino la suma de las opiniones inoculadas.