Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Se suponía que era la transición más importante de los tiempos modernos.
Prácticamente de la noche a la mañana, un sistema sucio, ineficaz e injusto que abarcaba once husos horarios iba a sufrir una transformación extrema. Para acelerar el proceso se dispuso de miles de millones de dólares. Un nuevo equipo de expertos en transición elaboró el proyecto y el público lo aceptó de forma abrumadora. Lo mejor de todo es que este gran salto adelante serviría de modelo para todos los países desesperados por salir de un statu quo fracasado.Pero no fue así.
Cuando la Unión Soviética se derrumbó en 1991 y Rusia emergió de sus escombros como el mayor Estado sucesor, los funcionarios de la recién elegida administración de Boris Yeltsin se asociaron con un grupo de expertos extranjeros para trazar el camino hacia un sistema postsoviético de democracia y libre mercado. Occidente ofreció miles de millones de dólares en préstamos, mientras los rusos generaban más fondos mediante la privatización de activos estatales. Con todos esos recursos, Rusia podría haberse convertido en una enorme Suecia del Este.
En cambio, gran parte de esa riqueza desapareció en los bolsillos de oligarcas que se acabaron de forrar. Durante la década de 1990, Rusia sufrió una catástrofe económica, con una salida del país de entre 20.000 y 25.000 millones de dólares al año y una caída del producto interior bruto (PIB) de casi el 40% entre 1991 y 1998. La Unión Soviética fue una vez la segunda economía mundial. En la actualidad, gracias únicamente a la dependencia de las industrias de exportación de combustibles fósiles y armas de la era soviética, Rusia se encuentra justo fuera de los diez primeros puestos en producción económica total, situándose por debajo de Italia y la India, pero solo consigue el 78º puesto -es decir, por debajo de Rumanía- en PIB per cápita.
Los fracasos de la transición rusa pueden atribuirse al colapso del imperio, a décadas de decadencia económica, al triunfalismo vengativo de Occidente, a la venalidad desenfrenada de los oportunistas locales, o a todo lo anterior unido. Sin embargo, sería un error desestimar este relato de advertencia como una mera peculiaridad histórica.
Si no tenemos cuidado, el pasado ruso podría convertirse en el futuro de la humanidad: una transición fallida, una oportunidad de oro desperdiciada.
Al fin y al cabo, el mundo se dispone ahora a gastar billones de dólares para una transición aún más masiva, esta vez de una economía igualmente sucia, ineficiente e injusta basada en los combustibles fósiles a... ¿qué? Si la comunidad internacional aprende de algún modo las lecciones de las transiciones anteriores, algún día todos viviremos en un mundo mucho más equitativo y neutro en carbono, alimentado por energías renovables.
Pero no apuesten por ello. El mundo está sustituyendo poco a poco la energía sucia por las renovables, pero sin abordar ninguno de los problemas de carácter industrial del sistema actual. Deberíamos recordar el modo en que los rusos sustituyeron la planificación estatal por el libre mercado, solo para acabar con los defectos del capitalismo, conservando muchos de los males del orden anterior. Y ese no es ni siquiera el peor escenario. La transición podría no producirse en absoluto o el proceso de descarbonización podría alargarse tan interminablemente durante décadas de forma que resultara totalmente ineficaz.
Los defensores de los Nuevos Acuerdos Verdes prometen resultados beneficiosos para todos: los paneles solares y las turbinas eólicas producirán energía abundante y barata, la crisis climática se reducirá, los trabajadores dejarán los trabajos sucios por otros más limpios y el Norte Global ayudará al Sur Global a dar el salto hacia un futuro gloriosamente verde. En realidad, sin embargo, las transiciones de tal escala y urgencia nunca han sido beneficiosas para todos. En el caso de la transición rusa desde el comunismo, casi todo el mundo salió perdiendo y el país sigue sufriendo las consecuencias. Otras transformaciones a gran escala del pasado -como las revoluciones agraria e industrial- fueron igualmente catastróficas a su manera.
A fin de cuentas, quizá una parte fundamental del problema no radique solo en el defectuoso statu quo, sino en el propio mecanismo de la transición.
Pirámides de sacrificio
Las transiciones pueden tener consecuencias duras, incluso genocidas. No hay más que preguntar a los neandertales.
Oh, lo siento, no pueden preguntarles. Quedaron erradicados hace 40.000 años en la gran transición al homo sapiens moderno. Esos primeros homínidos dejaron atrás algunos huesos, unas pocas herramientas y un pequeño porcentaje de ADN en el genoma humano contemporáneo. Es posible que los neandertales se extinguieran debido a la endogamia o al cambio climático. Lo más probable es que nuestros antepasados los mataran a lo largo de miles de años de conflictos. Pobres neandertales: estaban entre los huevos que hubo que romper para hacer la tortilla que somos nosotros.
El destino de los neandertales es extremo, pero no único. Cada vez que los humanos dan un gran salto adelante, suelen hacerlo sobre un enorme montón de huesos.
Tomemos, por ejemplo, la revolución agraria, que supuso el fin de los cazadores-recolectores, salvo los que sobrevivieron en zonas aisladas como la selva amazónica. En el lado positivo, la humanidad recibió el regalo de la civilización en forma de política, comercio y alfabetización. En el lado negativo, como argumentó el antropólogo Jared Diamond en un famoso artículo de Discover en 1999, la transformación neolítica engendró enfermedades, desnutrición y una gran desigualdad económica. Fue, concluyó Diamond, “el peor error de la historia de la raza humana”.
Diez mil años después, la humanidad podría haber cometido el peor error de la historia del planeta. Por supuesto, la revolución industrial del siglo XIX permitió alargar la esperanza de vida, tener comida suficiente para alimentar al mundo y el TikTok. Pero la aplicación de la ciencia y la ingeniería modernas a los asuntos económicos también puso en marcha un ruinoso expolio del planeta. Y lo que es más inquietante, como saben todos los que han mirado el gráfico del “palo de hockey” de las emisiones de carbono, la revolución industrial marcó el primer momento en que los seres humanos, quizás de forma irrevocable, empezaron a cambiar el clima de este planeta al quemar combustibles fósiles a un ritmo cada vez más desenfrenado.
La nueva religión del crecimiento económico a cualquier precio también se cobró vidas humanas. Se puso a trabajar a los niños en los “oscuros molinos satánicos” de las primeras fábricas; un nuevo proletariado se vio confinado a vidas desagradables, brutales y cortas; y millones murieron cuando el colonialismo rebanó una enorme franja de destrucción a través del sur global. Los oligarcas de la época, enriquecidos por el saqueo y la explotación, crearon una Edad Dorada de asombrosa desigualdad económica que, a pesar de los mejores esfuerzos de los sindicatos y los socialdemócratas, ha reaparecido de forma sorprendente en nuestra propia Edad de los Multimillonarios.
Aunque criticaban las crueldades del capitalismo, resultó que los comunistas adoraban al mismo dios del crecimiento económico. Los líderes, desde Vladimir Lenin en adelante, creían firmemente que la modernización dirigida por el Estado y las tácticas coercitivas permitirían a los nuevos Estados comunistas superar la producción de cualquier país capitalista. Sin embargo, al concentrar décadas de modernización industrial en unos pocos años, sus esfuerzos por superar a Occidente magnificaron los horrores infligidos a las poblaciones locales. La colectivización de la agricultura en la Unión Soviética en la década de 1930 provocó alrededor de 10 millones de muertes, mientras que el similar Gran Salto Adelante en China, que comenzó en 1958, costó la vida de hasta 45 millones de personas. Mientras los cadáveres se acumulaban, el 1% comunista -una nueva clase de funcionarios del Partido y sus compinches- pergeñaba su propio salto adelante personal.
Para el sociólogo Peter Berger, tanto el comunismo como el capitalismo adoptaron una concepción “sacrificial” del desarrollo en la que los mitos del “progreso” y el “crecimiento” se cobraron su cuota de víctimas, de la misma manera que los sacerdotes aztecas habían utilizado en su día el asesinato ritual para propiciar a los dioses y salvar su civilización. En su libro Pyramids of Sacrifice, Berger escribe que “la élite casi siempre legitima su posición privilegiada en términos de supuestos beneficios que está otorgando o preparándose para otorgar al ‘pueblo’”. Sin embargo, la mayoría de las veces estos beneficios prometidos van a parar a la élite, no a las masas.
Esto nos lleva de nuevo a las “grandes transiciones” de los años noventa, en las que los países que habían ido por el camino del comunismo volvieron a tomar el desvío hacia el capitalismo. Las pérdidas para Rusia en la década de 1990 no fueron como los horrores de la colectivización. Sin embargo, excepto un pequeño número de personas que salieron ganando al actuar como bandidos, prácticamente todos los demás rusos dieron un paso atrás, ya que los costes de la transición recayeron desproporcionadamente en pensionistas, obreros y agricultores. Como resultado, a principios de la década de 1990, un tercio de los rusos caía por debajo del umbral de la pobreza. Debido a una combinación de alcoholismo y desempleo, la esperanza de vida de los hombres rusos sufrió un extraordinario descenso, pasando de 63 años en 1990 a 58 años en 2000. La desilusión con la liberalización contribuyó a aumentar el apoyo popular hacia Vladimir Putin, un político que ha sabido aprovechar esas esperanzas frustradas. Sus índices de aprobación siguen siendo relativamente altos tantos años después, aunque solo el 27% de los rusos cree que su situación económica es hoy mejor que en la época soviética.
El resto del antiguo bloque soviético sufrió dislocaciones similares, aunque menos graves. En Polonia, el primer país que experimentó con la “terapia de choque” de una transición al capitalismo de la noche a la mañana, los ganadores llegaron a ser conocidos como Polonia A, una élite más joven, más educada y predominantemente urbana que surfeó con éxito las olas del cambio. Polonia B -los “perdedores” de esa transición, más viejos, menos educados y más rurales- acabaría vengándose en las urnas apoyando al partido decididamente antiliberal Ley y Justicia, que ha gobernado el país desde 2015. En toda la región, una Europa del Este B ha ayudado a llevar al poder a populistas de derecha similares en la República Checa, Hungría, Serbia y Eslovenia.
A pesar del desencanto con esas transiciones liberales, esos países se beneficiaron de algo que no estaba al alcance de Rusia: la Unión Europea (UE). Un flujo continuo de capital y la prestación de asistencia técnica en materia de gobernanza y Estado de derecho acabaron por permitir a los países de Europa del Este superar a su vecino ruso. Una gran brecha sigue separando a gran parte de Europa del Este del Occidente más rico, pero el ruso medio solo puede soñar con la vida de un ciudadano de segunda clase de la UE.
Ambas experiencias de transición ofrecen valiosas lecciones para lo que pueda venir después.
Paquete de carteles sobre el New Deal verde vendido por la bodega de la congresista demócrata Alexandra Ocasio-Cortez por 90 dólares. Se especifica que están fabricados en USA por trabajador@s sindicad@s. Entonces, todo bien…
El “New Deal” verde
Si se toman al pie de la letra las declaraciones de los gobiernos del mundo, casi todos consideran ahora muy en serio el cambio climático y las naciones de todo el planeta están sintiendo la presión de declarar la neutralidad del carbono para 2050 (o antes). En agosto, los artículos sobre el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), en el que se subraya que el calentamiento global es “generalizado, rápido y se está intensificando”, iban acompañados de fotos aterradoras de sus efectos en el mundo real: los incendios forestales en California y Siberia, las desastrosas inundaciones en Alemania y China, las temperaturas de récord en Canadá y Sicilia, y eso solo para empezar la lista de desastres climáticos. Habría que esconder la cabeza -o incluso todo el cuerpo- en la arena para ignorar las sirenas de emergencia que suenan a nuestro alrededor.
Sin embargo, a pesar de las señales de advertencia tan evidentes de que lo peor está por llegar, el mundo no ha acelerado su ritmo de descarbonización. La próxima gran conferencia sobre el cambio climático se celebrará en Glasgow a principios de noviembre, pero las principales economías del mundo siguen estando dolorosamente lejos de los compromisos que asumieron en París hace casi seis años. Y lo que es más terrible aún, el IPCC informa de que, aunque los países cumplieran esos compromisos para 2030, apenas se alcanzaría una reducción del 1% de las emisiones de carbono respecto a los niveles de 2010. Para evitar los peores escenarios de un planeta sobrecalentado, esas emisiones tendrían que reducirse en casi un 50% en los próximos nueve años. Solo un par de países se están preparando para una transformación tan drástica.
El tiempo de las reformas modestas ya ha pasado. Una reducción radical de las emisiones de carbono no puede lograrse simplemente prohibiendo las pajitas, aumentando la producción de coches eléctricos o incluso plantando mil millones de árboles. Para hacer frente al desafío del cambio climático será necesaria una transformación comparable a la de las revoluciones agraria o industrial. Pero si esos cambios anteriores del sistema sirven de guía, los perdedores de este próximo gran salto adelante serán legión.
Se han diseñado varias propuestas de “transición justa”, al menos sobre el papel, para evitar ese enorme coste humano. Para empezar, un enfoque de “reparto justo” requeriría la transferencia de billones de dólares para ayudar al Sur Global a dejar los combustibles fósiles en el suelo mientras se cambia a las energías renovables. Un enfoque similar dentro de las naciones proporcionaría a los “perdedores de la transición” -desde los mineros del carbón hasta los que tienen ingresos fijos- una ayuda específica para que “se vuelvan verdes”.
Por desgracia, este enfoque va en contra de las prácticas actuales. En respuesta a la pandemia de la covid-19, por ejemplo, la comunidad internacional no aplicó un enfoque de “reparto justo”. Los países más ricos han acaparado el mercado de las vacunas, y los más pobres han tenido que depender de un goteo de limosnas. Además, a pesar de la oportunidad sin precedentes que ha brindado la crisis de la covid para empezar a actuar sobre el próximo desastre que se avecina, el cambio climático, los gobiernos, en general, no han asignado fondos de recuperación para financiar ningún tipo de transformación económica importante. Por ejemplo, en el Plan de Rescate Estadounidense de 2021, de 1,9 billones de dólares, solo se destinaron 50 millones de dólares a subvenciones para la justicia medioambiental, mientras que 8.000 millones fueron a parar a los aeropuertos. Del mismo modo, una décima parte del proyecto de ley de infraestructuras de 1 billón de dólares que se está tramitando (o no) en el Congreso se dedica a mejorar las carreteras y los puentes, lo que no hará sino reforzar la afición de Estados Unidos por los coches, los todoterrenos y los camiones.
¿Y dónde está el necesario trasvase de recursos al Sur Global para ayudarle en su transición? Ya en 2009 los países ricos habían prometido movilizar 100.000 millones de dólares para esa financiación climática antes de 2020. Todavía les faltan 20.000 millones de dólares y la ayuda ha llegado en su mayoría en forma de préstamos, no de subvenciones, lo que no hace sino aumentar la dependencia y el endeudamiento del Sur Global.
Pero es peor aún, los países más ricos han estado reduciendo, al menos modestamente, su propia huella de carbono a expensas de los países más pobres, trasladando las industrias contaminantes al Sur Global o sustituyendo la producción nacional de las mismas por importaciones intensivas en carbono. Aunque China sigue impulsando su cuota de fuentes de energía renovables nacionales, ha estado financiando el 70% de todas las centrales eléctricas de carbón construidas en el mundo (aunque su líder, Xi Jinping, se comprometió recientemente a poner fin a esta práctica). La Unión Europea está eliminando progresivamente la energía de carbón -lo que China no está haciendo en absoluto-, aunque sigue dependiendo de las importaciones de alto contenido en carbono de países que utilizan carbón, como Rusia, Turquía, Marruecos y Egipto.
Para combatir este desplazamiento de las emisiones de carbono del Norte al Sur -y proteger sus propias industrias menos intensivas en carbono-, la Unión Europea ha propuesto un Mecanismo de Ajuste de las Fronteras de Carbono, que penaliza las importaciones de cemento, fertilizantes, acero y similares en función de la cantidad de carbono emitida en su producción. Este arancel, que afectaría sobre todo a Rusia, empujaría a este país a adoptar un proceso de fabricación más “verde” para sus productos destinados a Europa. Sin embargo, los países del Sur Global que no tienen los recursos para mejorar sus industrias de exportación se quedarían en la estacada.
Esta falta de recursos en el Sur Global se ve agravada por la deuda. Las naciones más pobres dedican casi 3.000 millones de dólares al mes al servicio de sus deudas, desviando recursos que de otro modo podrían destinarse a la transformación de las infraestructuras energéticas e industriales. Para salvar esta brecha se necesitaría una condonación de la deuda a gran escala, un canje equitativo de deuda por clima o, lo que es más ambicioso, una Organización para la Cooperación Ambiental de Emergencia que reuniera billones de dólares de financiación pública para pagar la transición del mundo entero a la energía limpia.
En este sentido, la experiencia de la Europa del Este es relevante. La transferencia de recursos, formación y tecnología de la Unión Europea de oeste a este ayudó a amortiguar la transición que tanto devastó a Rusia. Aunque no fue suficiente para evitar el surgimiento de una Europa del Este B, al menos la modesta generosidad de la UE dio muestras del tipo de economía solidaria que el Norte Global debe adoptar en cualquier negociación futura sobre el clima con el Sur Global. Si hay que apretarse el cinturón para reducir la huella de carbono mundial, los que más pueden permitirse perder peso deben dar un paso adelante.
Estos planes abordan la importantísima cuestión de la equidad. Pero hay un elefante en la habitación que hasta ahora no se ha mencionado. Y esa bestia no hace más que crecer.
Una marea creciente
Todas las grandes transformaciones del pasado se basaron en un rápido crecimiento económico, ya fuera la creciente producción de alimentos de la revolución agraria o la incorporación de la Unión Soviética al mundo industrializado a través de sus Planes Quinquenales. La mayoría de las versiones del Green New Deal se adhieren al mismo paradigma de crecimiento, con coches eléctricos llenando las carreteras y aparatos producidos de forma más sostenible circulando por la economía global.
Sin embargo, aunque los países más ricos prometen reducir su huella de carbono, siguen imaginando que pueden mantener su estilo de vida general y exportarlo al resto del mundo. Pero este estilo de vida de alta energía, con ordenadores, aires acondicionados y todoterrenos eléctricos, depende del Sur Global. Según una estimación, el Norte Global disfruta de un beneficio anual de 2,2 billones de dólares en forma de mano de obra y productos básicos a bajo precio procedentes de allí, una extracción que rivaliza con la magnitud de la época colonial. Además, el cobalto y el litio necesarios de las baterías de los coches eléctricos, el galio y el telurio de los paneles solares, y los elementos de tierras raras necesarios para las turbinas eólicas se extraen principalmente en el Sur Global y su extracción puede tener un enorme coste medioambiental.
Los supuestos de alto crecimiento del sistema actual reaparecen bajo la rúbrica del “crecimiento verde”, promulgada por los industriales de viejo cuño con un nuevo ropaje verde. Durante la transición del comunismo en la década de 1990, los “capitalistas rojos” estaban bien situados en el antiguo sistema para poder beneficiarse de la nueva distribución. Hoy en día, ha surgido de forma similar una clase de “capitalistas verdes” para disfrutar de enormes beneficios en los primeros días de una economía putativamente poscarbono: Elon Musk en el mundo de los coches eléctricos, multimillonarios como Robin Zeng y Huang Shilin con las baterías de iones de litio, y Aloys Wobben en lo que se refiere a turbinas eólicas. Ahora se dispone de enormes sumas de dinero para los proyectos más sospechosos, desde el “hidrógeno azul” hasta la extracción de minerales de tierras raras en el lecho marino.
Grandes beneficios menos una supervisión reglamentaria seria equivalen a la posibilidad de cometer grandes fraudes. En los años noventa, el fraude fue generalizado en los parques eólicos europeos, a la vez que empresas de energías renovables del Norte Global se han visto implicadas en esquemas de soborno en el Sur Global. La bonanza adicional de los fondos verdes a través de los programas de recuperación, infraestructura o transición -como los recursos financieros únicos puestos a disposición por la privatización rusa- podría desaparecer fácilmente en empresas privadas dudosas, agujeros negros burocráticos o en los pantanos de la corrupción.
Una marea creciente, se decía, impulsaría todos los barcos: el crecimiento económico llevaría a la prosperidad general. Pero una “marea creciente” tiene ahora un significado diferente en un mundo que cambia de clima. El planeta ya no puede soportar ese tipo de crecimiento, sea cual sea su color.
La próxima transformación debe ser diferente de sus precursoras, tanto en lo que se refiere a la expansión económica como a la equidad social. No podemos simplemente crecer para salir de esta situación, ni debemos sacrificar a millones de seres humanos en el proceso. A pesar de las enormes diferencias económicas y políticas que separan a los pueblos de todo el mundo, tenemos que unirnos de alguna manera por encima de esas diferencias para dejar atrás la economía de los combustibles fósiles. Unidos nos transformamos o unidos nos hundimos.
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