Michael
Klare, TomDispatch.com,
14/10/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Este verano hemos sido testigos, con una claridad
brutal, del Principio del Fin. El fin de la Tierra tal y como la conocemos: un
mundo de bosques frondosos, tierras de cultivo abundantes, ciudades habitables
y costas que pueden sobrevivir. En su lugar, hemos visto las primeras
manifestaciones de un planeta dañado por el clima, con bosques calcinados,
campos resecos, ciudades hirviendo y costas azotadas por las tormentas.
En un intento desesperado por evitar algo peor, los líderes de todo el mundo se reunirán pronto en Glasgow (Escocia) para celebrar la Cumbre del Clima de la ONU. Sin embargo, ya pueden asegurar algo, que todos sus planes se quedarán muy cortos si no están respaldados por la única estrategia que puede salvar el planeta: una Alianza para la Supervivencia del Clima entre Estados Unidos y China. Por supuesto, políticos, grupos científicos y organizaciones ecologistas presentarán planes de todo tipo en Glasgow para reducir las emisiones globales de carbono y retardar el proceso de incineración planetaria. Los representantes del presidente Biden pregonarán su promesa de promover las energías renovables e instalar estaciones de carga para coches eléctricos en todo el país, mientras que el presidente Macron de Francia ofrecerá sus propias y ambiciosas propuestas, al igual que muchos otros líderes. Sin embargo, ninguna combinación de ellas, aunque se lleve a cabo, será suficiente para evitar el desastre global si China y Estados Unidos siguen priorizando la competencia comercial y los preparativos bélicos por encima de la supervivencia del planeta.No es complicado de entender. Si las dos “grandes” potencias del planeta se niegan a cooperar de manera significativa para hacer frente a la amenaza climática, estamos perdidos. Esta dura realidad quedó patente en septiembre. Naciones Unidas publicó entonces un informe sobre el probable impacto de los compromisos ya asumidos por las naciones que firmaron el Acuerdo Climático de París de 2015 (del que el presidente Trump se retiró en 2017 y al que Estados Unidos se ha reincorporado recientemente). Según el análisis de la ONU, aunque los 200 firmantes cumplan sus compromisos -y casi ninguno lo ha hecho-, es probable que la temperatura global aumente 2,7 grados centígrados (casi 5 grados Fahrenheit) por encima de los niveles preindustriales a finales de siglo. Y eso, a su vez, según la mayoría de los científicos, es una receta para cambios catastróficamente irreversibles en la ecosfera planetaria, incluyendo el tipo de aumento del nivel del mar que inundará la mayoría de las ciudades costeras estadounidenses (y muchas otras en todo el mundo) y el tipo de calor, fuego y sequía que convertirá el oeste estadounidense en un páramo inhabitable.
Los científicos están de acuerdo en que, para evitar esas consecuencias catastróficas, el calentamiento global no debe superar, en el peor de los casos, los 2 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales, y preferiblemente, no más de 1,5 grados centígrados. El planeta ya se ha calentado 1 grado Celsius y hace poco que hemos visto el daño que puede producir incluso esa cantidad de calor añadido. Según los científicos, para limitar el calentamiento a 2 grados centígrados en 2030, las emisiones mundiales de dióxido de carbono (CO2) tendrían que reducirse en un 25% respecto a los niveles de 2018; para limitarlo a 1,5 grados, en un 55%. Sin embargo, esas emisiones -impulsadas por el fuerte crecimiento económico de China, la India y otros países de rápida industrialización- han seguido en realidad una trayectoria ascendente, con un aumento medio del 1,8% anual entre 2009 y 2019.
Varios países europeos, como Dinamarca, Noruega y los Países Bajos, han emprendido esfuerzos heroicos para reducir sus emisiones con el fin de alcanzar el objetivo de 1,5 grados, dando ejemplo a naciones con economías mucho mayores. Pero por muy admirables que sean, en el gran esquema de las cosas no tendrán el peso suficiente como para salvar el planeta. Solo Estados Unidos y China, los dos principales emisores de carbono del mundo, están en condiciones de hacerlo.
Todo se reduce a esto: para salvar a la civilización humana, Estados Unidos y China deben reducir drásticamente sus emisiones de CO2, al tiempo que colaboran para persuadir a otras grandes naciones emisoras de carbono, empezando por la India, que está creciendo rápidamente, para que sigan su ejemplo. Eso significaría, por supuesto, dejar a un lado sus actuales antagonismos, por muy importantes que puedan parecerles hoy en día a los líderes estadounidenses y chinos, y en su lugar hacer de la supervivencia del clima su prioridad y objetivo político número uno. De lo contrario, sencillamente, todo está perdido.
El monstruo del carbono entre Estados Unidos y China
Para comprender plenamente la importancia de China y Estados Unidos (el mayor contaminador de carbono de la historia) en la ecuación del cambio climático mundial, hay que entender su papel actual tanto en el consumo de carbono como en las emisiones de CO2.
En 2020, según el BP Statistical Review of World Energy 2021 (una fuente ampliamente respetada), China fue el principal consumidor mundial de carbón, el más intensivo en carbono de los tres combustibles fósiles. Este país fue responsable de un asombroso 54,3% del consumo mundial total; India ocupó el segundo lugar, con un 11,6%, y Estados Unidos el tercero, con un 6,1%. En cuanto al consumo de petróleo, Estados Unidos ocupó el primer lugar con el 19,9% del consumo mundial y China el segundo con el 15,7%. Estados Unidos también fue el número uno en cuanto al consumo de gas natural, seguido de Rusia y China.
Si se combinan los tres tipos, China y Estados Unidos fueron responsables conjuntamente del 42% del consumo total de combustibles fósiles en 2020. Ningún otro país se acercó ni remotamente a ellos. La India, que está creciendo rápidamente en el ámbito de la energía, representó el 6,2% del consumo mundial de combustibles fósiles y la Unión Europea el 8,5%, lo que debería dar una idea de la forma en que ambos países dominan la ecuación energética mundial. No es de extrañar, ya que son responsables de una gran parte del consumo de combustibles fósiles cada año, y la quema de esos combustibles es responsable de la abrumadora mayoría de las emisiones mundiales de carbono; China y Estados Unidos también representan una parte comparativamente grande de esas descargas. Según BP, China fue la principal fuente de emisiones de CO2 en 2020, al ser responsable del 30,7% del total mundial, mientras que Estados Unidos ocupó el segundo lugar con el 13,8%. Ningún otro país alcanzó siquiera los dos dígitos y la Unión Europea en su conjunto solo representó el 7,9%.
En pocas palabras, el calentamiento de este planeta no podrá frenarse, y eventualmente detenerse, si Estados Unidos y China no reducen drásticamente sus emisiones de carbono en las próximas décadas e invierten masivamente -a una escala comparable a la de la preparación de una guerra mundial- en sistemas de energía alternativa. Estamos hablando de billones de dólares de gastos futuros. Pero no hay, realmente, otra opción, si es que queremos salvar nuestra civilización.
El mastodonte en la habitación
Cualquier estrategia para reducir sustancialmente las emisiones globales de CO2 y evitar que el calentamiento global supere los 2 grados (por no hablar de 1,5 grados) centígrados por encima de los niveles preindustriales debe enfrentarse al mayor obstáculo para el éxito que existe: La continua dependencia de China del carbón para aportar la mayor parte de su suministro energético. Según BP, en 2020, China satisfará el 57% de sus necesidades de energía primaria con el carbón. Ningún otro país se acerca a esa cifra. Si China fue responsable del 26% del consumo total de energía mundial ese año, entonces su combustión de carbón constituyó por sí sola el 15% del uso de energía mundial, una porción mayor que la de Europa con todas las fuentes de energía combinadas.
Si China eliminara sus plantas de carbón en esta década y otros países cumplieran sus compromisos de París, alcanzar ese objetivo de 1,5 a 2 grados centígrados y evitar un Armagedón climático sería al menos posible. Pero ese no es el camino que sigue China. Ni mucho menos. Según algunos informes, se espera que ese país aumente (¡sí, aumente!) su consumo de carbón en esta década, añadiendo 88 gigavatios de capacidad energética de carbón. (Una central de carbón grande y moderna puede generar alrededor de 1 gigavatio de electricidad a la vez). Y lo que es peor, sus responsables están estudiando planes para construir, tarde o temprano, otros 159 gigavatios. Dado que el carbón es el más intensivo en carbono de los combustibles fósiles, la construcción y funcionamiento de tantas nuevas centrales de carbón aumentará de forma monstruosa las emisiones de CO2 de China, haciendo imposible una fuerte reducción de las emisiones globales.
El presidente chino, Xi Jinping, ha hablado de construir una “civilización ecológica” y también ha prometido detener el aumento de las emisiones de carbono de China para 2030. Durante un tiempo, pareció que incluso estaba dispuesto a tomar medidas severas para detener el crecimiento del consumo de carbón en China. De hecho, prometió que su país alcanzaría el pico de consumo de petróleo en 2025 y que detendría la financiación de la construcción de plantas de carbón en el extranjero como parte de su globalizadora “Iniciativa la Franja y la Ruta”, un cambio importante de política. Pero parece que su gobierno ha hecho la vista gorda ante los esfuerzos de los gobiernos provinciales y de poderosas empresas energéticas estatales para apresurar la construcción de nuevas plantas de carbón en su país.
Los analistas occidentales creen que los dirigentes chinos están desesperados por impulsar la expansión económica tras la pandemia de la covid. Ofrecer energía barata a partir del carbón es una forma obvia de facilitar la inversión en nuevos proyectos de infraestructura, una táctica habitual para impulsar el crecimiento. Algunos analistas también sospechan que Pekín ha permitido que la producción de carbón aumente en respuesta a las sanciones comerciales de Estados Unidos y otras expresiones de hostilidad de Washington. “La reciente guerra comercial entre Estados Unidos y China ha aumentado aún más la preocupación de China por la seguridad energética, dado que el país importa aproximadamente el 70% de sus necesidades de petróleo y el 40% de las de gas”, señaló Daniel Gardner, del High Meadow Environmental Group de Princeton, en Los Angeles Times, y añadió: “El carbón -abundante y relativamente barato- parece ser para muchos una fuente de energía fiable y probada”.
¿Por qué es esencial una alianza entre Estados Unidos y China para la supervivencia climática?
Recientemente, durante una reunión con altos funcionarios en Tianjin, el enviado del presidente Biden para el clima mundial, el ex secretario de Estado John Kerry, reprendió a los chinos por su adicción al carbón. “Haber añadido más de 200 gigavatios de carbón en los últimos cinco años, y ahora otros 200 más o menos en fase de planificación, si llegara a buen puerto, anularía de hecho la capacidad del resto del mundo para alcanzar un límite de 1,5 grados [Celsius]”, les dijo al parecer durante su encuentro.
Sin embargo, no había forma de que los líderes chinos respondieran positivamente a sus ruegos, dada la creciente hostilidad entre Estados Unidos y China. Incluso de forma más firme que durante los últimos años de Trump, Washington, bajo la presidencia de Biden, ha expresado su apoyo a Taiwán -considerada una provincia renegada por Pekín- al tiempo que ha tratado de rodear a China con una red cada vez más militarizada de alianzas antichinas. Entre ellas se encuentra el recién formado pacto “AUKUS” (Australia, Reino Unido y Estados Unidos), que también incluye la ominosa promesa de vender submarinos de propulsión nuclear estadounidenses a los australianos. Los líderes chinos han respondido airadamente que cualquier avance en materia de cambio climático debe esperar a que mejoren lo que consideran aspectos más críticos de su relación con Estados Unidos.
“La cooperación entre China y Estados Unidos sobre el cambio climático no puede separarse de la situación general de las relaciones entre los dos países”, dijo el ministro de Asuntos Exteriores, Wang Yi, a Kerry durante su visita a China en septiembre. “La parte estadounidense quiere que la cooperación en materia de cambio climático sea un ‘oasis’ de las relaciones entre China y Estados Unidos. Sin embargo, si el oasis está rodeado de desiertos, tarde o temprano el ‘oasis’ se desertizará”.
En teoría, los dos países podrían perseguir el objetivo de la descarbonización radical por su cuenta, gastando cada uno por separado los billones de dólares necesarios para la transformación energética nacional. Sin embargo, es esencialmente imposible imaginar tal resultado en el mundo actual de intensificación de la competencia militar y económica. En marzo, por ejemplo, China anunció un aumento del 6,8% en el gasto militar para 2021, elevando el presupuesto oficial del Ejército Popular de Liberación a 209.000 millones de dólares. (Muchos analistas creen que la cifra real es mucho más alta.)
Del mismo modo, el 23 de septiembre, la Cámara de Representantes de Estados Unidos autorizó un gasto en defensa de 740.000 millones de dólares para el año fiscal 2022, 24.000 millones más que la asombrosa suma solicitada por la administración Biden. Ambos países se están moviendo también para “disociar” sus líneas de suministro críticas, al tiempo que invierten enormes cantidades en la carrera por dominar tecnologías como la inteligencia artificial, la robótica y la microelectrónica, que se suponen esenciales para el éxito futuro, ya sea en guerras comerciales o reales. Ninguno de los dos planea invertir nada mínimamente comparable en esfuerzos para frenar el ritmo del calentamiento global y así salvar el planeta.
Solo cuando China y Estados Unidos coloquen la amenaza del cambio climático por encima de su rivalidad geopolítica será posible prever una acción a escala suficiente para evitar la futura incineración de este planeta y el colapso de la civilización humana. Esto no debería ser un esfuerzo político o intelectual imposible. El 27 de enero, en una orden ejecutiva para hacer frente a la crisis climática, el presidente Biden decretó, de hecho, que “las consideraciones climáticas fueran un elemento esencial de la política exterior y la seguridad nacional de Estados Unidos”.
Ese mismo día, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, emitió una declaración complementaria, en la que se decía que su “Departamento adoptará inmediatamente las medidas políticas adecuadas para dar prioridad a las consideraciones sobre el cambio climático en nuestras actividades y evaluaciones de riesgo, con el fin de mitigar este motor de inseguridad”. (Por el momento, sin embargo, no es posible pensar que los republicanos en el Congreso vayan a apoyar tales posiciones, y menos aún que las financien).
En cualquier caso, estos comentarios ya han quedado ensombrecidos por la fijación de la administración Biden en dominar a China a nivel mundial, al igual que cualquier impulso comparable por parte de los dirigentes chinos. Sin embargo, el entendimiento está ahí: el cambio climático supone una abrumadora amenaza existencial para la “seguridad” tanto de Estados Unidos como de China, una realidad que no hará sino aumentar a medida que los gases de efecto invernadero sigan vertiéndose en nuestra atmósfera. Para defender sus respectivas patrias, no entre sí, sino contra una naturaleza violada, ambas partes se verán cada vez más obligadas a dedicar más fondos y recursos a la protección contra las inundaciones, la ayuda en caso de catástrofes, la lucha contra los incendios, la construcción de diques, la sustitución de infraestructuras, el reasentamiento de la población y otras empresas asombrosamente caras relacionadas con el clima. En algún momento, estos costes superarán con creces las cantidades necesarias para librar una guerra entre nosotros.
Una vez que se asuma esta realidad, quizá los funcionarios estadounidenses y chinos comiencen a forjar una alianza para defender a sus países y al mundo de los próximos estragos del cambio climático. Si John Kerry volviera a China y dijera a sus dirigentes: “Estamos eliminando todas nuestras plantas de carbón, trabajando para transformar nuestra dependencia del petróleo y estamos dispuestos a negociar una reducción mutua de las fuerzas navales y de misiles en el Pacífico”, también podría decir a sus homólogos chinos: “Tienen que empezar a eliminar su uso del carbón ahora mismo, y esta es la forma en que creemos que pueden hacerlo”.
Una vez logrado ese acuerdo, los presidentes Biden y Xi podrían dirigirse al primer ministro de la India, Narendra Modi, y decirle: “Debéis seguir nuestros pasos y eliminar vuestra dependencia de los combustibles fósiles”. Y entonces, los tres juntos, podrían decir a los líderes de todas las demás naciones: “Haced lo mismo que nosotros y os apoyaremos. Oponte a nosotros, y quedarás aislado de la economía mundial y perecerás”. Así es como se salva a este planeta de un Armagedón climático. De verdad, no hay otra manera.
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