Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala
Como
secretario de Estado en 2003, Powell mintió en las Naciones Unidas sobre la
existencia de armas de destrucción masiva en Iraq.
“Me entristece que Colin Powell haya muerto sin ser juzgado por sus crímenes en Iraq". - Muntadher Alzaidi
Colin Powell ha sido aclamado, a su muerte, como un pionero. Ciertamente lo fue.
Criado en el sur del Bronx por padres inmigrantes, Powell se graduó en el City College de Nueva York y ascendió en las filas del ejército estadounidense hasta convertirse en jefe del Estado Mayor Conjunto bajo el mandato del presidente George H. W. Bush durante la Guerra del Golfo Pérsico. Posteriormente, como es bien sabido, fue el primer secretario de Estado negro de EE. UU. durante la presidencia de George W. Bush. Falleció el 18 de octubre pasado, a los 84 años de edad, por complicaciones relacionadas con la covid-19.
Sus contemporáneos en EE. UU. no encuentran suficientes palabras de elogio. “Colin Powell fue la estrella del norte para una generación de altos oficiales militares estadounidenses, incluido yo”, escribió el almirante retirado James Stavridis. Para Richard Haass, que dirige el Consejo de Relaciones Exteriores, Powell fue “la persona intelectualmente más honesta que he conocido”.
La historia es muy diferente en Iraq, donde millones de personas comparten probablemente los sentimientos de Muntadher Alzaidi, quien memorablemente lanzó sus zapatos sobre George W. Bush durante una conferencia de prensa en 2008 en Bagdad. En su reacción a la muerte de Powell, Alzaidi solo expresaba su tristeza por el hecho de que no se enfrentara a un juicio por crímenes de guerra por su papel fundamental en la invasión de Iraq. “Estoy seguro de que el tribunal de Dios le estará esperando”, escribió Alzaidi en Twitter.
Los amigos de Powell en Estados Unidos tienden a señalar brevemente, en el suave resplandor de su propio arrepentimiento, el acto más consecuente de su vida. El 5 de febrero de 2003, Powell pronunció un discurso de 76 minutos ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el que explicó los argumentos de la administración Bush para invadir Iraq. Insistió en que el líder iraquí, Sadam Husein, estaba supervisando un programa secreto para fabricar armas de destrucción masiva. Powell mostró fotos de satélite de lo que, según él, eran camiones de descontaminación, tubos de aluminio y otra parafernalia de armas de destrucción masiva. Incluso mostró un frasco que, según él, podía contener ántrax.Por supuesto que había un gran problema con todas sus afirmaciones: Eran mentiras. La inteligencia detrás de su discurso era todo lo contrario de enfática: era falsa, manipulada y fabricada. Los camiones eran solo camiones. Los tubos eran solo tubos. No había ántrax. No había, fundamentalmente, ninguna razón para invadir Iraq. No obstante, gracias a la presentación de Powell, la administración Bush siguió adelante con sus planes, y en la catástrofe subsiguiente, al menos varios cientos de miles de iraquíes perdieron la vida, así como más de 4.000 soldados estadounidenses.
No faltan los altos funcionarios de la era Bush que tenían un mayor cociente de malignidad intencionada que Powell. Conocemos bien sus nombres: Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice, George Tenet, Paul Wolfowitz y, por supuesto, el propio Bush. Pero Powell fue único en un sentido que no beneficia su legado: fue quizás la única figura pública que podría haber impedido que la Casa Blanca siguiera adelante con su lunática invasión, y no lo hizo. En un extenso artículo publicado el año pasado, el escritor Robert Draper trazó la hipótesis de que Powell, el miembro más popular del Gabinete de Bush después del 11-S, dijera la verdad en lo referente a:
¿Qué hubiera sucedido si esa misma voz que proclamaba públicamente la necesidad de invadir Iraq le hubiera dicho a Bush en privado que no se trataba de una mera invitación a una serie de consecuencias imprevisibles sino de un error, como él personalmente creía? ¿Y si le hubiera dicho que no a Bush cuando le pidió que hablara ante la ONU? Es casi seguro que Powell se habría visto obligado a dimitir, y muchos, si no todos, de sus principales colaboradores implicados en la cuestión de Iraq también habrían dimitido.
Las fichas de dominó habrían seguido cayendo. El secretario de Asuntos Exteriores británico, Jack Straw, habría seguido casi con toda seguridad el ejemplo de Powell, lo que significaba que el crucial apoyo británico a la invasión se habría desmoronado. En EE. UU., señalaba Draper, “aquellos que sentían dudas en los rangos superiores del ejército estadounidense -había varios- se habrían visto facultados para hablar; se habría reexaminado la inteligencia; los demócratas, ahora liberados de las presiones políticas de las elecciones de mitad de período, muy probablemente se habrían unido al coro”.
Ese fue el camino que no se tomó, porque Powell no quiso enfrentarse a Bush.
“No tenía ninguna opción”, dijo Powell a Draper débilmente. “Qué opción tenía? Era el presidente”.
El giro irónico no solo de la carrera de Powell, sino también de la de tantos generales estadounidenses, es que carecieron abyectamente, cuando el momento lo requería, de la única cosa que se supone que los soldados poseen en abundancia: el valor. La historia de las guerras de Iraq y Afganistán está llena de generales estadounidenses que fueron alabados como héroes, pero que carecieron de las agallas o la honestidad necesarias para enfrentarse a los caprichos y dictados de sus superiores. Desde el 11 de septiembre, millones de personas han sido asesinadas y heridas bajo su fracasada vigilancia.
Powell dimitió de la administración Bush en 2004 y nunca reconoció realmente lo que había hecho. Reconoció que su discurso en la ONU fue inexacto y lo describió, en una entrevista con la famosa periodista Barbara Walters, como “doloroso” y una “mancha” en su carrera. Esos comentarios, poco después de dejar el cargo, fueron lo máximo que llegó a hacer en términos de introspección o crítica. Fue incapaz de admitir la verdad que ahora reconoce su jefe de gabinete Lawrence Wilkerson. “Participé en un engaño al pueblo estadounidense, a la comunidad internacional y al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”, ha dicho Wilkerson.
La “mancha” no importó tanto en la reputación de Powell en EE. UU., porque después del desastre de Iraq, siguió abriéndose un lucrativo camino en el mundo empresarial, entrando en el consejo de administración de Salesforce y Bloom Energy, convirtiéndose en "asesor estratégico" de la empresa de capital riesgo KleinerPerkins. (Ya era muy rico: había recibido un adelanto de 6 millones de dólares por sus memorias de 1995 “My American Journey”). Fue un precursor, en este sentido, de una generación de generales retirados que se han aupado al estatus del 1% gracias a las halagadoras críticas que reciben en los círculos culturales y políticos sin importar las consecuencias reales de su servicio en el gobierno.
Hay de hecho muchos niveles en los que puede describirse a Powell como pionero, y es complicado considerarlos en conjunto. Como señalaron el reportero Terrell Jermaine Starr y la columnista Karen Attiah a las pocas horas del fallecimiento de Powell, era una figura importante e inspiradora para un gran número de estadounidenses negros, especialmente antes de su servicio en la administración Bush. “Estoy realmente triste por la muerte de Colin Powell, aunque reconozco su papel en la imprudente decisión de Estados Unidos de invadir Iraq”, escribió Attiah en Twitter.
El académico y periodista Marc Lamont Hill hizo un balance similar en su evaluación de hoy. “A nivel personal, Colin Powell era un hombre agradable”, escribió Hill. “Fue también un pionero. Pero fue, asimismo, un líder militar y un estratega clave de un imperio que mató a innumerables personas y socavó la soberanía de múltiples naciones. Debemos ser honestos con todo esto en nuestros homenajes”.
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