19/12/2021

ALFRED MCCOY
Crisis climática, el reto más importante del planeta
Órdenes globales y cambios catastróficos

 Alfred McCoy, TomDispatch.com, 16/12/2021
Traducido del inglés por
Sinfo Fernández, Tlaxcala

Cuando llegue la medianoche del Año Nuevo de 2050 habrá pocos motivos de celebración. Habrá, por supuesto, los habituales brindis con buenos vinos en los recintos climatizados de los escasos ricos. Pero, para la mayoría de la humanidad, solo será otro día de lucha desesperada por encontrar comida, agua, refugio y seguridad.

En décadas anteriores, las mareas de la tempestad habrán arrollado las barreras costeras erigidas a un coste enorme y la subida del mar habrá inundado los centros de las grandes ciudades que una vez albergaron a más de 100 millones de personas. Las olas implacables golpearán los litorales en todo el mundo, poniendo en peligro pueblos y ciudades.   Mientras varios cientos de millones de refugiados a causa del cambio climático en África, América Latina y el sur de Asia llenan botes agujereados o caminan por tierra en una búsqueda desesperada de comida y refugio, las naciones ricas de todo el mundo intentarán cerrar aún más sus fronteras, haciendo retroceder a las multitudes con gases lacrimógenos y disparos. Sin embargo, esos reticentes países de acogida, incluido Estados Unidos, no serán inmunes al dolor. 

De hecho, todos los veranos, huracanes cada vez más formidables, impulsados por el cambio climático, vapulearán las costas del este y del golfo de este país, obligando incluso al gobierno federal a abandonar Miami y Nueva Orleans a las crecientes mareas. Mientras tanto, los incendios forestales, que ya están creciendo en 2021, devastarán vastas extensiones del Oeste, destruyendo miles y miles de hogares cada verano y otoño en una temporada de incendios cada vez más amplia.   



Calentamiento global
, por Ilya Katz, Israel

 Y tengan en cuenta que puedo escribir todo esto ahora porque ese futuro sufrimiento generalizado no será causado por una catástrofe imprevista, sino por un desequilibrio demasiado obvio y dolorosamente predecible de los elementos básicos que sostienen la vida humana: el aire, la tierra, el fuego y el agua. A medida que la media mundial de las temperaturas aumente hasta 2,3° Celsius (4,2° Fahrenheit) para mediados de siglo, el cambio climático degradará la calidad de vida en todos los países de la Tierra.    

El cambio climático en el siglo XXI   

 Esta lúgubre visión de la vida hacia 2050 no procede de una fantasía literaria, sino de la ciencia medioambiental publicada. De hecho, todos podemos ver ahora mismo los preocupantes signos del calentamiento global a nuestro alrededor: empeoramiento de los incendios forestales, tormentas oceánicas cada vez más severas y aumento de las inundaciones costeras.   Mientras el mundo se concentra en el ardiente espectáculo de los incendios forestales que destruyen franjas de Australia, Brasil, California y Canadá, una amenaza mucho más grave se está desarrollando, solo a medias, en las remotas regiones polares del planeta.

No se trata solo del
derretimiento de los casquetes polares a una velocidad aterradora, elevando ya el nivel del mar en todo el mundo, sino que el vasto permafrost del Ártico está retrocediendo rápidamente, liberando a la atmósfera enormes reservas de gases letales de efecto invernadero.
  En esa frontera helada, más allá de nuestro conocimiento o conciencia, los cambios ecológicos, que están gestándose en gran medida de forma invisible en las profundidades de la tundra ártica, acelerarán el calentamiento global de forma que seguramente nos infligirá a todos una miseria futura incalculable.

Más que cualquier otro lugar o problema, el derretimiento de la tierra congelada del Ártico, que cubre vastas partes del techo del mundo, determinará el destino de la humanidad para el resto de este siglo, destruyendo ciudades, devastando naciones y rompiendo el actual orden mundial.
 

Como he sugerido en mi nuevo libro To Govern the Globe: World Orders and Catastrophic Change, mientras el sistema mundial de Washington se desvanecerá probablemente en 2030, gracias a una mezcla de declive interno y rivalidad internacional, la hegemonía  hipernacionalista de Pekín tendrá, en el mejor de los casos, solo un par de décadas de dominio antes de que sufra también las calamitosas consecuencias de un calentamiento global incontrolado. En 2050, cuando los mares sumerjan algunas de sus principales ciudades y el calentamiento empiece a devastar su corazón agrícola, China no tendrá más remedio que abandonar cualquier tipo de sistema global que haya construido. Y así, mientras miramos vagamente hacia las décadas potencialmente catastróficas más allá de 2050, la comunidad internacional tendrá buenas razones para forjar un nuevo tipo de orden mundial diferente a todos los anteriores.    

El impacto del calentamiento global a mediados de siglo    

Al evaluar el curso probable del cambio climático en 2050, hay una pregunta primordial: ¿Con qué rapidez sentiremos su impacto?   Durante décadas, los científicos pensaron que el cambio climático llegaría a lo que el escritor científico Eugene Linden llamó un “ritmo majestuoso”. En 1975, las Academias Nacionales de Ciencias de EE.UU. aún consideraban que “el clima tardaría siglos en cambiar de forma significativa”. Ya en 1990, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) de la ONU concluía que el permafrost del Ártico, que almacena cantidades asombrosas de dióxido de carbono (CO2 ) y de metano, un gas de efecto invernadero aún más peligroso, todavía no estaba derritiéndose y que las capas de hielo de la Antártida seguían siendo estables.

Sin embargo, en 1993, los científicos comenzaron a
estudiar núcleos de hielo extraídos de la capa de hielo de Groenlandia y descubrieron que había habido 25 “eventos de cambio climático rápido” en el último período glacial de hace miles de años, lo que mostraba que el “clima podría cambiar masivamente en una o dos décadas”.
  Impulsados por un creciente consenso científico sobre los peligros a los que se enfrenta la humanidad, los representantes de 196 Estados se reunieron en 2015 en París, donde acordaron comprometerse a alcanzar una reducción del 45% de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030 y lograr la neutralidad neta del carbono para 2050, con el fin de limitar el calentamiento global a 1,5°C por encima de los niveles preindustriales.

Esto, argumentaron, sería suficiente para evitar los impactos desastrosos que seguramente se producirán con 2,0°C o más.
Sin embargo, las brillantes esperanzas de aquella Conferencia de París se desvanecieron rápidamente. En tres años, la comunidad científica fue consciente  de que los efectos en cascada de un calentamiento global que alcanzara 1,5°C por encima de los niveles preindustriales se harían patentes no en el lejano 2100, sino quizá en 2040, afectando a la mayoría de los adultos que viven actualmente.  

Los efectos a medio plazo del cambio climático se verán amplificados por la forma desigual en que se está calentando el planeta, con un impacto mucho mayor en el Ártico. Según un  análisis del Washington Post, el mundo tenía ya en 2018 “puntos calientes” que habían registrado un aumento medio de 2,0°C por encima de la norma preindustrial. A medida que el sol incide en las latitudes tropicales, enormes columnas de aire caliente se elevan y luego son empujadas hacia los polos por los gases de efecto invernadero atrapados en la atmósfera, hasta que descienden a la tierra en latitudes más altas, creando sitios con un aumento más rápido de las temperaturas en Oriente Medio, Europa Occidental y, sobre todo, en el Ártico.

En un “informe del día del juicio final” del IPCC de 2018, sus científicos advirtieron que incluso con solo 1,5 °C, el aumento de la temperatura se distribuiría de forma desigual a nivel mundial y podría alcanzar unos devastadores 4,5 °C en las zonas altas del Ártico, con profundas consecuencias para todo el planeta.    

El cataclismo del cambio climático   

 Investigaciones científicas recientes han descubierto que, para 2050, los principales impulsores del cambio climático serán los bucles de retroalimentación en ambos extremos del espectro de temperaturas. En el extremo más cálido, en África, Australia y el Amazonas, las temperaturas más elevadas provocarán incendios forestales cada vez más devastadores, reduciendo la cobertura arbórea y liberando grandes cantidades de carbono a la atmósfera. Esto, a su vez (como ya está ocurriendo), alimentará aún más incendios y creará un monstruoso bucle de retroalimentación que podría diezmar las grandes selvas tropicales de este planeta.    

Sin embargo, el motor aún más grave e incontrolable estará en las regiones polares del planeta. Allí, un bucle de retroalimentación del Ártico ya está ganando un impulso autosostenible que pronto podría ir más allá de la capacidad de la humanidad para controlarlo. A mediados de siglo (o antes), a medida que las capas de hielo sigan derritiéndose desastrosamente en Groenlandia y la Antártida, el aumento de los océanos provocará fenómenos extremos del nivel del mar, como las mareas de tempestad, y las inundaciones, que se producen una vez al siglo, serán anuales en muchas zonas.

Si el calentamiento global supera el objetivo máximo de 2°C fijado por el Acuerdo de París, dependiendo de lo que ocurra con las capas de hielo de la Antártida, el nivel de los océanos podría
aumentar en la asombrosa cifra de 110 centímetros a finales de este siglo.
  De hecho, en el peor de los casos, las Academias Nacionales de Ciencias predicen un aumento del nivel del mar de hasta de medio metro para 2050 y de casi dos metros en 2100, con una pérdida “catastrófica” de 1.111.000 kilómetros cuadrados de tierra, una extensión cuatro veces mayor que la de California, desplazando a cerca del 2,5% de la población mundial e inundando grandes ciudades como Nueva York.

A estas preocupaciones se suma un estudio reciente en Nature que
predice que, para 2060, la lluvia, en lugar de la nieve, podría dominar partes del Ártico, acelerando aún más la pérdida de hielo y elevando considerablemente el nivel del mar. Acercando aún más ese día del juicio final, recientes imágenes por satélite revelan que la plataforma de hielo que retiene el inmenso glaciar Thwaites de la Antártida podría “romperse en un plazo de tres a cinco años”, partiendo rápidamente esa masa helada del tamaño de Florida en cientos de icebergs y provocando finalmente por sí sola “un aumento de varios metros del nivel del mar”.
  

Piénsenlo así: en el Ártico, el hielo es el drama, pero el permafrost es la muerte. El espectáculo de las capas de hielo polar derritiéndose en cascada en las aguas del océano es realmente dramática. Sin embargo, la verdadera muerte masiva se encuentra en el turbio y misterioso permafrost. Este guiso de materia en descomposición y agua congelada de épocas pasadas cubre unos 1.175.0000 kilómetros cuadrados del hemisferio norte, puede llegar hasta los 700 metros bajo tierra, contiene suficiente carbono y metano potencialmente liberables como para derretir los polos e inundar las llanuras costeras densamente pobladas de todo el mundo. A su vez, esas emisiones no harían sino elevar aún más las temperaturas del Ártico, derretir más permafrost (y hielo), y así sucesivamente, año tras año.

Estamos hablando, en otras palabras, de un bucle de retroalimentación potencialmente devastador que podría aumentar los gases de efecto invernadero en la atmósfera más allá de la capacidad de compensación del planeta.
  Según un informe de 2019 publicado en Nature, la vasta zona de tierra congelada, que cubre aproximadamente la  cuarta parte del hemisferio norte, es un depósito en expansión de unos 1,6 billones de toneladas métricas de carbono, el doble de la cantidad que ya está en la atmósfera. Los modelos actuales “suponen que el permafrost se descongela gradualmente desde la superficie hacia abajo”, liberando lentamente metano y dióxido de carbono a la atmósfera. Pero el suelo congelado también “mantiene el paisaje unido físicamente”, por lo que su descongelación puede abrir la superficie de forma errática, exponiendo zonas cada vez más grandes al sol.  

Alrededor del Círculo Polar Ártico existen ya impresionantes pruebas físicas del rápido cambio. En medio del vasto permafrost que cubre casi dos terceras partes de Rusia, una pequeña ciudad siberiana tuvo temperaturas que alcanzaron la histórica cifra de 38ºC en junio de 2020, la más alta jamás registrada por encima del Círculo Polar Ártico. Mientras tanto, varias penínsulas en el Mar Ártico han experimentado erupciones de metano que han producido cráteres de hasta 30 metros de profundidad. Dado que el descongelamiento rápido libera más metano que el deshielo gradual, y que el metano tiene 25 veces más poder calorífico que el CO2, los “impactos del deshielo del permafrost en el clima de la Tierra”, sugiere ese informe de 2019 en Nature, “podrían ser del doble de lo esperable de los modelos actuales”.  

Para añadir un peligroso comodín a un panorama de destrucción potencial ya asombroso, unos 700.000 kilómetros cuadrados de Siberia también contienen una forma de permafrost rica en metano llamada yedoma que forma una capa de hielo de 9 a 80 metros de profundidad. A medida que el aumento de las temperaturas derrita ese permafrost helado, los lagos en expansión (que ahora cubren el 30% de Siberia) servirán como conductos aún mayores para la liberación de ese metano, que burbujeará desde sus fondos derretidos para escapar a la atmósfera.   

 ¿Nuevo Orden Mundial?    

Dado el claro fracaso del actual sistema mundial para hacer frente al cambio climático, la comunidad internacional tendrá que encontrar, a mediados de siglo, nuevas formas de colaboración para contener los daños. Al fin y al cabo, los países reunidos en la reciente cumbre de la ONU sobre el clima celebrada en Glasgow ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo para “eliminar” el carbón, el más sucio de los combustibles fósiles.

En lugar de ello, en su “
documento de declaración final, optaron por la frase “reducir, capitulando ante China, que ni siquiera tiene planes de empezar a reducir su combustión de carbón hasta 2025, y ante la India, que recientemente pospuso su objetivo de alcanzar la neutralidad neta de carbono hasta un casi inimaginablemente lejano 2070. Ya que esos dos países suman el 37% de todos los gases de efecto invernadero que se liberan actualmente a la atmósfera, ese aplazamiento supone un desastre climático para la humanidad.
 

 Quién sabe qué nuevas formas de gobernanza y cooperación mundial surgirán en los próximos años, pero, por centrarnos en una antigua, he aquí una posibilidad: para ejercer una soberanía efectiva sobre los bienes comunes mundiales, quizá unas Naciones Unidas realmente reforzadas podrían transformarse de modo importante, incluyendo la conversión del Consejo de Seguridad en un órgano electivo sin miembros permanentes y el fin de la prerrogativa de veto unilateral de las grandes potencias. 

Una organización así, reformada y potencialmente más poderosa, podría entonces aceptar ceder soberanía en algunas áreas de gobierno, estrechas pero críticas, para proteger el más fundamental de todos los derechos humanos: la supervivencia.

Al igual que el Consejo de Seguridad puede ahora (al menos en teoría) castigar con la fuerza armada a una nación que cruza las fronteras internacionales, una futura ONU podría sancionar de forma potencialmente significativa a un Estado que siguiera emitiendo gases de efecto invernadero a la atmósfera o que se negara a recibir a los refugiados del cambio climático.

Para salvar esa marea humana, estimada entre 200 millones y 1.200 millones de personas para mediados de siglo, algún alto comisionado de la ONU necesitaría autoridad para imponer el reasentamiento obligatorio de al menos algunos de ellos. Además, la actual transferencia voluntaria de fondos para la reconstrucción climática desde la próspera zona templada a los trópicos pobres tendría que ser también obligatoria.   Nadie puede predecir con certeza si reformas como éstas y el poder para cambiar el comportamiento nacional que vendría con ellas llegarán a tiempo para limitar las emisiones y frenar el cambio climático, o demasiado tarde (si es que lo hacen) para hacer algo más que gestionar una serie de bucles de retroalimentación cada vez más incontrolables. Sin embargo, sin ese cambio, es casi seguro que el actual orden mundial se hundirá en un desorden global catastrófico con consecuencias nefastas para todos nosotros.

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