La variante Delta no será la
última. ¿Qué nos traerán las siguientes?
Dhruv Khullar, The
New Yorker, 11/8/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Dhruv Khullar, colaborador de The New Yorker, es médico en activo y profesor adjunto del Weill Cornell Medical College.
Ilustración de Timo Lenzen
En 1988 Richard Lenski, un biólogo de treinta y un años de la Universidad de California en Irvine, inició un experimento. Dividió una población de una bacteria común, E. coli, en doce frascos. Cada frasco se mantuvo a 37ºC y contenía un cóctel idéntico de agua, glucosa y otros nutrientes. Cada día, a medida que las bacterias se reproducían, Lenski transfería varias gotas de cada cóctel a un nuevo matraz y, de vez en cuando, guardaba las muestras en un congelador. Su objetivo era comprender la mecánica de la evolución. ¿Con qué rapidez, eficacia, creatividad y constancia mejoran los microorganismos su capacidad reproductiva?
Los frascos de Lenski producían unas seis nuevas generaciones de E. coli al día; las bacterias se despertaban como bebés y se acostaban como tatarabuelos. De este modo, Lenski y su equipo han estudiado más de setenta mil generaciones de E. coli a lo largo de treinta y tres años. En comparación con sus lejanos ancestros, las últimas versiones de la bacteria se reproducen un 70% más rápido; antes tardaban una hora en duplicar sus filas, pero ahora pueden hacerlo en menos de cuarenta minutos. Las distintas poblaciones han tomado caminos diferentes para mejorar su capacidad, pero, después de décadas, la mayoría ha llegado a tasas de reproducción con unos pocos puntos porcentuales de diferencia.
El Experimento de Evolución a Largo Plazo de Lenski, o L.T.E.E. (por sus siglas en inglés), como se denomina, ha aportado conocimientos fundamentales sobre la capacidad de mutación de los microorganismos. Por sus trabajos, Lenski, que ya ha cumplido los sesenta años y trabaja en la Universidad Estatal de Michigan, ha recibido una beca MacArthur “genius” y una beca Guggenheim. “No estoy seguro de poder decir cómo ha afectado a mi forma de pensar, porque no estoy seguro de poder concebir estar en este campo sin la existencia de este experimento”, dijo recientemente a Discover Michael Baym, biólogo evolutivo de la Facultad de Medicina de Harvard.
Tres de las principales conclusiones del experimento son especialmente relevantes hoy en día. La primera es que, en general, los rendimientos de las mutaciones disminuyen con el tiempo: las bacterias hicieron muchos de sus movimientos más ventajosos desde el punto de vista reproductivo al principio. Sin embargo, el segundo hallazgo es que las bacterias nunca dejaron de mejorar. Después de setenta mil generaciones, siguen encontrando nuevas formas de mejorar sus capacidades, aunque a un ritmo más lento. “Me imaginaba que las cosas se habrían estancado”, me dijo Lenski hace poco, cuando hablamos por Zoom. “Pero parece que hay infinitas posibilidades de trastear y progresar. Si hay un límite último, está tan, tan lejos, que no es práctico considerarlo en una escala de tiempo experimental, tal vez incluso en una escala de tiempo geológica”.
Lenski tiene un rostro amable y expresivo, con ojos azul pálido y una cuidada barba; su voz palpita de emoción cuando plantea una pregunta provocativa o explica las implicaciones de su investigación. Me habló de un tercer hallazgo importante: en 2003, unos quince años y treinta mil generaciones después del experimento, Lenski llegó a su laboratorio y descubrió que, de la noche a la mañana, un matraz que normalmente era bastante translúcido se había vuelto turbio. La bacteria que contenía había experimentado un crecimiento explosivo. Normalmente, las E. coli se alimentan principalmente de glucosa, pero esta población había desbloqueado una fuente de energía totalmente nueva: un compuesto químico llamado citrato. La capacidad de metabolizar el citrato es tan inusual que ninguna población del estudio la había desarrollado hasta ese momento, y ninguna la ha alcanzado desde entonces. Es como si una familia de humanos pudiera beber agua salada de repente.
La aparición de un linaje que se alimenta de citrato sugiere que son posibles saltos evolutivos excepcionalmente raros y de profundas consecuencias mucho después de que se hayan recogido los que están más a mano. “¿Cómo puede ocurrir algo así y, sin embargo, ser tan raro que no vuelva a suceder?, se preguntó Lenski. “Una posibilidad es que haya una mutación muy rara que sea tan única que solo haya ocurrido una vez en toda la historia de este experimento. Otra posibilidad es que se necesite un conjunto de cambios anteriores, de modo que se establezca un fondo genético en el que una mutación ordinaria pueda permitir esta nueva función. Creo que son las dos cosas: esta era una mutación inusual, y solo pudo producirse en el crecimiento en el citrato porque hubo cambios genéticos específicos que la precedían”.
El SARS-CoV-2, el virus que causa la COVID-19, ya ha tenido un momento citrato: el instante, probablemente en algún momento de 2019 pero posiblemente antes, en que desarrolló la capacidad de saltar a los humanos. Desde entonces, el virus ha acumulado innumerables mutaciones, algunas de las cuales le permiten generar copias de sí mismo más eficientemente, alterando la forma en que se une a nuestras células, por ejemplo, o encontrando nuevas formas de burlar nuestros sistemas inmunitarios. Es un proceso que ha ocurrido con todas las enfermedades infecciosas de la historia: el sarampión, la tuberculosis, la peste bubónica, la gripe y muchas otras. La diferencia con el coronavirus es que ahora el mundo está observando cada movimiento de mutación en el momento en que se produce.
Durante esta pandemia hemos desarrollado y desplegado vacunas en tiempo real. El SARS-CoV-2 no se está replicando en una docena de frascos, sino en decenas de millones de personas, algunas de las cuales han sido inmunizadas, todas las cuales ejercen una presión selectiva para que el virus encuentre nuevas estrategias de replicación más eficaces. El virus seguirá mutando en cada momento de cada día, durante años, durante décadas. El temor es que dé con un segundo momento de citrato: una mutación, o conjunto de mutaciones, que le permita burlar nuestras vacunas, que hasta ahora han demostrado ser espectacularmente eficaces y resistentes. Para los que siguen sin vacunarse -la mayoría de la humanidad- existe también la horrible perspectiva de una variante mucho más contagiosa o mortal. Cada pocos meses nos enteramos de una versión del virus que parece ser peor: Alfa, Beta, Gamma, Delta. El coronavirus parece destinado a recorrer el alfabeto griego, como un boxeador que se vuelve más rápido, más hábil y más fuerte con cada oponente. ¿Cuáles son los límites de su capacidad evolutiva? ¿Pueden conocerse? Y, si es así, ¿en qué medida estamos cerca de alcanzarlos?
Estas eran las preguntas que me rondaban por la cabeza mientras hablaba con los expertos en un esfuerzo por comprender el futuro de la pandemia. Con preguntas tan complejas, es útil empezar por averiguar qué es lo que queremos saber exactamente. Con cada nueva variante del coronavirus queremos averiguar si es más contagioso, si nos hará enfermar más y si sorteará con mayor eficacia nuestras defensas inmunitarias. En este último frente queremos entender dos cuestiones más: Cuánto conseguirá esconderse de nuestros anticuerpos (que reconocen y se unen al virus, impidiendo la infección) y de nuestras células T (que reconocen los fragmentos virales troceados que muestran las células infectadas, y se especializan no en prevenir la infección, sino en controlarla y liquidarla).
Roberto Burioni, médico y profesor de la Universidad Vita-Salute San Raffaele, en Milán, que ha sido reconocido como el virólogo más famoso de Italia, ha escrito sobre las perspectivas de una variante “final”, una versión del coronavirus que ha alcanzado la máxima transmisibilidad y que se convierte en “la cepa dominante, experimentando solo variaciones ocasionales y mínimas”. En opinión de Burioni, hay tres futuros posibles para el coronavirus. El primero -el más optimista para nosotros- es aquel en el que el virus simplemente no pueda evolucionar para evitar las vacunas. No es una posibilidad improbable. Muchos virus -sarampión, paperas, rubeola, poliomielitis, viruela- nunca han burlado de forma significativa sus vacunas, y hasta ahora las mejores vacunas actuales han sido notablemente protectoras contra las nuevas variantes del coronavirus, incluida la Delta.
Una segunda posibilidad es que el virus evada parcialmente nuestras defensas inmunitarias generadas por la vacuna y pague un precio volviéndose menos infeccioso o letal. Para que el coronavirus se esconda de nuestros anticuerpos, tiene que cambiar aspectos de los componentes clave reconocidos por nuestro sistema inmunitario, incluida la proteína de pico; esos cambios podrían acabar disminuyendo la capacidad de la proteína para unirse a los receptores que necesita para infectar las células. Podemos considerar, por ejemplo, las variantes Beta y Gamma, que muestran cierto nivel de evasión inmunitaria, pero que no han llegado a ser tan infecciosas como Alfa o Delta. En la década de los noventa, el virus de la inmunodeficiencia humana experimentó un destino semejante cuando dio con una mutación conocida como M184V, que confería resistencia al fármaco antiviral lamivudina. A primera vista, esto fue un revés, pero los médicos aprendieron pronto que los pacientes con la variante M184V tenían cargas virales más bajas, lo que sugería que la mutación también reducía la eficiencia con la que el virus se reproducía dentro del cuerpo. Se hizo habitual que los pacientes con VIH siguieran tomando lamivudina incluso después de que apareciera la resistencia, en parte para seleccionar la variante con una tasa de reproducción más baja.
La tercera perspectiva es la más preocupante: el virus podría acumular mutaciones que le permitieran sortear la inmunidad sin sufrir una reducción importante de la transmisibilidad o la letalidad. Esto requeriría que se abriera un nuevo espacio evolutivo, un momento de citrato. Incluso en este escenario, me dijo Burioni, estamos en una posición afortunada: podemos modificar rápidamente nuestras vacunas para hacer frente a las nuevas variantes. Al mismo tiempo, los retos de fabricación y distribución a los que se enfrentarían esos refuerzos específicos de las variantes serían colosales; estamos luchando para vacunar completamente incluso a una cuarta parte de la población mundial con las vacunas que ya tenemos.
La vacunación es la diferencia más fundamental entre el experimento de Lenski y nuestra realidad. En los frascos de Lenski, el entorno se mantiene constante; en la pandemia, hacemos todo lo posible por cambiarlo. Un virus desarrolla un conjunto de armas cuando el mundo es inmune, y otras a medida que partes de la población global se vacunan totalmente, parcialmente y -si la inmunidad disminuye- con vacunación previa. Diferentes rasgos se vuelven más o menos importantes dependiendo de los diferentes escenarios. Si usted es aficionado al tenis, puede apostar por Nadal en tierra batida, por Federer en hierba y Djokovic en pista dura. La cuestión de si un virus ha alcanzado algo así como la “plena forma” está ineludiblemente ligada a dónde, cuándo y con quién está jugando.
“Existe una ‘plena forma’ dentro de un paisaje concreto”, me dijo Kristian Andersen, investigador de enfermedades infecciosas en el Instituto de Investigación Scripps. “El problema es que el paisaje cambia constantemente. Eso ejerce una presión selectiva muy fuerte sobre el virus”. Las variantes Beta y Gamma evolucionaron en zonas con altos niveles de infección previa, por lo que se asentaron en mutaciones que les ofrecían ganancias en el escape inmunológico pero no en la transmisibilidad. La variante Delta, por el contrario, surgió en la India, donde los niveles de vacunación eran relativamente bajos; su objetivo era propagarse lo más rápido y lejos posible. Aunque puede ser algo más inmune y letal, la característica que define a la Delta es su extrema contagiosidad.
Algunos científicos sostienen que existen límites estrictos en cuanto a la eficacia con la que el virus puede burlar nuestras defensas inmunitarias sin dejar de ser infeccioso. Nuestros anticuerpos reconocen las partes específicas del virus que utiliza para entrar en las células; el virus puede alterarlas, pero al hacerlo puede convertirse en un invasor menos eficaz. “Ciertamente, hay límites”, me dijo Andersen. “Solo que no tenemos ni idea de dónde están. La pregunta fundamental es: ¿hasta qué punto tolera el virus estas mutaciones? ¿Puede seguir haciendo lo que tiene que hacer -es decir, entrar en la célula- con una proteína pico sustancialmente mutada?” Los coronavirus son generalistas: pueden unirse a los receptores ACE-2, sus puertos de entrada en las células, de muchas maneras, a través de muchas especies. “A menudo utilizamos un modelo de cerradura y llave para entender cómo una proteína se une a un receptor”, dijo Andersen. “Pero eso no cuenta toda la historia aquí: los coronavirus han demostrado que tienen muchas llaves que pueden abrir la misma cerradura”.
Tyler Starr, biólogo evolutivo del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson, comparte las preocupaciones de Andersen. Starr dirigió recientemente un ambicioso proyecto de mapeo de todas las mutaciones posibles en una parte clave de la proteína pico. Quería saber cómo cambia la estructura de la proteína -y, por tanto, su afinidad por la ECA-2- a medida que muta cada aminoácido en sus sitios de unión al receptor. Los resultados no fueron muy tranquilizadores. “El panorama general es que no hay tantas limitaciones biológicas”, dijo Starr. “Hay una tonelada de espacio mutacional tolerado que el virus puede tomar mientras trata de evadir la inmunidad. Es bastante flexible”. Algunos investigadores han considerado una buena noticia el hecho de que muchas variantes compartan mutaciones similares a pesar de haber evolucionado por separado, un fenómeno conocido como evolución convergente. Según determinado punto de vista, esto significa que el virus tiene una caja de herramientas limitada con la que trabajar. Según otro, éstas son solo las opciones mutacionales más fáciles y tempranas; las futuras variantes podrían dar con formas más innovadoras de mejorar la transmisibilidad y evadir las defensas inmunitarias. La situación se complica aún más por el hecho de que, a diferencia del experimento de Starr, el virus del mundo real no se limita a un solo cambio a la vez: puede combinar múltiples mutaciones para ampliar enormemente su espacio evolutivo.
Aun así, hay motivos para el optimismo. Como explicó James Somers en esta revista el año pasado, el sistema inmunitario humano es asombrosamente complejo y, a lo largo de milenios, ha perfeccionado innumerables defensas contra intrusos microscópicos. Y, como escribió Katherine Xue el mes pasado, es especialmente eficaz cuando se ha encontrado previamente con un patógeno. En 2009, cuando surgió la cepa de la gripe H1N1, tuvo una característica curiosa: causó una enfermedad más grave en personas jóvenes que en personas mayores. A nivel mundial, se calcula que cuatro de cada cinco muertes por H1N1 se produjeron en personas menores de sesenta y cinco años. (Normalmente, entre el 70% y el 90% de las muertes por gripe se producen en adultos mayores). Resultó que muchas personas mayores habían estado probablemente expuestas a un pariente de la cepa hace décadas, y que sus sistemas inmunitarios, recordando esa lucha, estaban preparados para la siguiente.
Independientemente de su drástica mutación, las nuevas variantes de coronavirus probablemente tengan más en común con el SARS-CoV-2 original que con el SARS-CoV-1, el virus que causó el brote de SARS en 2003. Aun así, la sangre de los supervivientes de COVID-19 tiene el potencial de neutralizar la cepa de 2003. Asimismo, las vacunas de Pfizer y Moderna parecen generar un gran número de anticuerpos que actúan contra el SARS-CoV-1 en quienes también se han infectado con la COVID-19. “Estos dos virus abarcan una distancia evolutiva realmente grande”, me dijo Starr. “El hecho de que los mismos anticuerpos se unan a ambos debería ofrecernos cierta confianza”. Con las nuevas variantes de coronavirus, es posible que veamos una disminución parcial de la inmunidad, pero, “dada la respuesta policlonal”, dijo Starr -el hecho de que las vacunas no generan un tipo de anticuerpos sino muchos- “cuando un conjunto de anticuerpos suelta la cuerda, otro la recogerá. No creo que haya nunca una variante que escape completamente a nuestros sistemas inmunitarios. Nunca vamos a hacer borrón y cuenta nueva y volver a ser una población totalmente ingenua. Con el tiempo, las infecciones que contraigamos serán más bien leves o asintomáticas. Lo que no sé es si ese proceso puede durar un año, cinco años, diez años o más”.
Los anticuerpos neutralizantes son solo una parte de la historia y, en cierto modo, son la parte menos esperanzadora. Las vacunas también generan células B de memoria que recuerdan a los patógenos encontrados anteriormente y desencadenan una rápida respuesta de anticuerpos cuando se encuentran de nuevo con ellos. Y las células T, que actúan después de que las células hayan sido infectadas, pueden ser las más difíciles de sortear para las nuevas variantes. Identifican una célula infectada al notar la presencia de proteínas víricas masticadas en su superficie, como una especie de señal de socorro, y no son selectivas con lo que atacan. “Parece probable que el virus haya encontrado, en ocasiones, formas de atravesar la barrera de los anticuerpos", me dijo Alessandro Sette, inmunólogo de células T del Instituto de Inmunología de La Jolla. “Pero le ha resultado casi imposible evadir las defensas de las células T”. La combinación es probablemente la razón por la que, incluso con infecciones significativas, “las vacunas han seguido siendo totalmente eficaces para prevenir la enfermedad grave y la muerte”.
Siguen existiendo preguntas importantes sobre la duración de la inmunidad. “Me encantaría decir que la inmunidad dura cinco años, tres meses y siete días”, dijo Sette. “Pero el virus no existe desde hace tanto tiempo. Por lo que sabemos hasta ahora, la respuesta de las células T ha sido muy duradera”. Sette y sus colegas han publicado datos que sugieren que la memoria de las células T tras una infección por coronavirus dura al menos ocho meses, y quizá más; aún están contando. La inmunidad tras la vacunación parece ser aún más robusta y eficaz contra las principales variantes del coronavirus. Las personas que fueron infectadas por el SARS-CoV-1 hace casi dos décadas todavía tienen células T que reconocen ese virus.
Monica Gandhi, doctora en enfermedades infecciosas de la Universidad de California en San Francisco, cree que, en lo que respecta a la educación pública, no se ha hablado lo suficiente de las células T. “Estamos fallando al hablar solo de anticuerpos”, dijo. “Hablamos de anticuerpos porque son muy fáciles de medir en cualquier laboratorio”. En cambio, comprobar las células T de una persona requiere “una preparación cuidadosa y máquinas de citometría de flujo enormes, lujosas y caras”. El enfoque resultante en los anticuerpos “mantiene a todo el mundo asustado”, dijo Gandhi. Me habló de una paciente suya con leucemia. El cáncer había provocado graves defectos en las células productoras de anticuerpos de la mujer; mucho después de haber sido vacunada, la mujer evitaba abrazar a su familia o quitarse la mascarilla, incluso cerca de quienes sabía que estaban inmunizados. Gandhi la remitió a un laboratorio que podía medir sus células T, donde la paciente se enteró de que, de hecho, tenía una fuerte protección contra el coronavirus.
Gandhi cree que es probable que veamos variantes del coronavirus que sean más contagiosas, pero que el proceso no será eterno. “Este virus, como tantos otros, está limitado por la biología”, dijo. “No vamos a llegar a Omega”. En su opinión, las nuevas variantes tampoco “alterarán fundamentalmente nuestra capacidad de controlar el virus. Las vacunas funcionan, y van a seguir funcionando. El sarampión no sigue evolucionando hasta convertirse en un monstruo que evada el sistema inmunitario. La poliomielitis no lo es. La hepatitis B no lo es. Sí, hay pequeños brotes en comunidades no vacunadas. Pero cuando se trata de la cuestión básica de si han burlado a las vacunas, la respuesta es no”.
Al considerar el futuro del coronavirus, volví una y otra vez a los escenarios que Roberto Burioni, el virólogo italiano, había esbozado durante nuestra conversación. En el primero, el virus no logra escapar de forma significativa a la inmunidad generada por las vacunas; en el segundo, evade partes del sistema inmunitario pero pierde parte de su capacidad de contagio y virulencia; y, en el tercero -el peor de los casos, y esperemos que el menos probable-, muta en torno a las vacunas y sigue infligiendo graves daños, lo que supone un gran revés para nuestros esfuerzos.
La importancia de estos escenarios depende en gran medida de quién sea usted y de dónde viva. Para los que disfrutan del privilegio de la vacunación, la amenaza de una variante que perfora la inmunidad es lo más alarmante. Pero para miles de millones de personas desprotegidas en todo el mundo, el espectro de una mayor transmisibilidad es más preocupante que perder la inmunidad. En caso de que sean necesarias, el mundo desarrollado tendrá casi con toda seguridad acceso a los refuerzos específicos de la variante mucho antes que gran parte del Sur Global; mientras tanto, los ancianos y los inmunodeprimidos seguirán siendo vulnerables, a pesar de las vacunas, dondequiera que haya altos niveles del virus en circulación. Es posible que, en distintos momentos, diferentes variantes que representen cada escenario lleguen a dominar en diferentes partes del mundo. No va a ser un panorama sencillo.
El denominador común es la duración del experimento. En una sala de Michigan, los frascos del L.T.E.E. de Lenski se han atendido cuidadosamente durante décadas. No tenemos que dar al SARS-CoV-2 tanto tiempo. El virus puede controlar su tasa de mutación, pero, mediante la vacunación y las medidas de salud pública, influimos en su oferta de mutaciones. Siempre quedará la posibilidad, aunque sea remota, de que el SARS-CoV-2 tropiece con otro momento de citrato. Nuestro trabajo es hacer todo lo posible para reducir la probabilidad de que eso ocurra.
Los frascos de Lenski producían unas seis nuevas generaciones de E. coli al día; las bacterias se despertaban como bebés y se acostaban como tatarabuelos. De este modo, Lenski y su equipo han estudiado más de setenta mil generaciones de E. coli a lo largo de treinta y tres años. En comparación con sus lejanos ancestros, las últimas versiones de la bacteria se reproducen un 70% más rápido; antes tardaban una hora en duplicar sus filas, pero ahora pueden hacerlo en menos de cuarenta minutos. Las distintas poblaciones han tomado caminos diferentes para mejorar su capacidad, pero, después de décadas, la mayoría ha llegado a tasas de reproducción con unos pocos puntos porcentuales de diferencia.
El Experimento de Evolución a Largo Plazo de Lenski, o L.T.E.E. (por sus siglas en inglés), como se denomina, ha aportado conocimientos fundamentales sobre la capacidad de mutación de los microorganismos. Por sus trabajos, Lenski, que ya ha cumplido los sesenta años y trabaja en la Universidad Estatal de Michigan, ha recibido una beca MacArthur “genius” y una beca Guggenheim. “No estoy seguro de poder decir cómo ha afectado a mi forma de pensar, porque no estoy seguro de poder concebir estar en este campo sin la existencia de este experimento”, dijo recientemente a Discover Michael Baym, biólogo evolutivo de la Facultad de Medicina de Harvard.
Tres de las principales conclusiones del experimento son especialmente relevantes hoy en día. La primera es que, en general, los rendimientos de las mutaciones disminuyen con el tiempo: las bacterias hicieron muchos de sus movimientos más ventajosos desde el punto de vista reproductivo al principio. Sin embargo, el segundo hallazgo es que las bacterias nunca dejaron de mejorar. Después de setenta mil generaciones, siguen encontrando nuevas formas de mejorar sus capacidades, aunque a un ritmo más lento. “Me imaginaba que las cosas se habrían estancado”, me dijo Lenski hace poco, cuando hablamos por Zoom. “Pero parece que hay infinitas posibilidades de trastear y progresar. Si hay un límite último, está tan, tan lejos, que no es práctico considerarlo en una escala de tiempo experimental, tal vez incluso en una escala de tiempo geológica”.
Lenski tiene un rostro amable y expresivo, con ojos azul pálido y una cuidada barba; su voz palpita de emoción cuando plantea una pregunta provocativa o explica las implicaciones de su investigación. Me habló de un tercer hallazgo importante: en 2003, unos quince años y treinta mil generaciones después del experimento, Lenski llegó a su laboratorio y descubrió que, de la noche a la mañana, un matraz que normalmente era bastante translúcido se había vuelto turbio. La bacteria que contenía había experimentado un crecimiento explosivo. Normalmente, las E. coli se alimentan principalmente de glucosa, pero esta población había desbloqueado una fuente de energía totalmente nueva: un compuesto químico llamado citrato. La capacidad de metabolizar el citrato es tan inusual que ninguna población del estudio la había desarrollado hasta ese momento, y ninguna la ha alcanzado desde entonces. Es como si una familia de humanos pudiera beber agua salada de repente.
La aparición de un linaje que se alimenta de citrato sugiere que son posibles saltos evolutivos excepcionalmente raros y de profundas consecuencias mucho después de que se hayan recogido los que están más a mano. “¿Cómo puede ocurrir algo así y, sin embargo, ser tan raro que no vuelva a suceder?, se preguntó Lenski. “Una posibilidad es que haya una mutación muy rara que sea tan única que solo haya ocurrido una vez en toda la historia de este experimento. Otra posibilidad es que se necesite un conjunto de cambios anteriores, de modo que se establezca un fondo genético en el que una mutación ordinaria pueda permitir esta nueva función. Creo que son las dos cosas: esta era una mutación inusual, y solo pudo producirse en el crecimiento en el citrato porque hubo cambios genéticos específicos que la precedían”.
El SARS-CoV-2, el virus que causa la COVID-19, ya ha tenido un momento citrato: el instante, probablemente en algún momento de 2019 pero posiblemente antes, en que desarrolló la capacidad de saltar a los humanos. Desde entonces, el virus ha acumulado innumerables mutaciones, algunas de las cuales le permiten generar copias de sí mismo más eficientemente, alterando la forma en que se une a nuestras células, por ejemplo, o encontrando nuevas formas de burlar nuestros sistemas inmunitarios. Es un proceso que ha ocurrido con todas las enfermedades infecciosas de la historia: el sarampión, la tuberculosis, la peste bubónica, la gripe y muchas otras. La diferencia con el coronavirus es que ahora el mundo está observando cada movimiento de mutación en el momento en que se produce.
Durante esta pandemia hemos desarrollado y desplegado vacunas en tiempo real. El SARS-CoV-2 no se está replicando en una docena de frascos, sino en decenas de millones de personas, algunas de las cuales han sido inmunizadas, todas las cuales ejercen una presión selectiva para que el virus encuentre nuevas estrategias de replicación más eficaces. El virus seguirá mutando en cada momento de cada día, durante años, durante décadas. El temor es que dé con un segundo momento de citrato: una mutación, o conjunto de mutaciones, que le permita burlar nuestras vacunas, que hasta ahora han demostrado ser espectacularmente eficaces y resistentes. Para los que siguen sin vacunarse -la mayoría de la humanidad- existe también la horrible perspectiva de una variante mucho más contagiosa o mortal. Cada pocos meses nos enteramos de una versión del virus que parece ser peor: Alfa, Beta, Gamma, Delta. El coronavirus parece destinado a recorrer el alfabeto griego, como un boxeador que se vuelve más rápido, más hábil y más fuerte con cada oponente. ¿Cuáles son los límites de su capacidad evolutiva? ¿Pueden conocerse? Y, si es así, ¿en qué medida estamos cerca de alcanzarlos?
Estas eran las preguntas que me rondaban por la cabeza mientras hablaba con los expertos en un esfuerzo por comprender el futuro de la pandemia. Con preguntas tan complejas, es útil empezar por averiguar qué es lo que queremos saber exactamente. Con cada nueva variante del coronavirus queremos averiguar si es más contagioso, si nos hará enfermar más y si sorteará con mayor eficacia nuestras defensas inmunitarias. En este último frente queremos entender dos cuestiones más: Cuánto conseguirá esconderse de nuestros anticuerpos (que reconocen y se unen al virus, impidiendo la infección) y de nuestras células T (que reconocen los fragmentos virales troceados que muestran las células infectadas, y se especializan no en prevenir la infección, sino en controlarla y liquidarla).
Roberto Burioni, médico y profesor de la Universidad Vita-Salute San Raffaele, en Milán, que ha sido reconocido como el virólogo más famoso de Italia, ha escrito sobre las perspectivas de una variante “final”, una versión del coronavirus que ha alcanzado la máxima transmisibilidad y que se convierte en “la cepa dominante, experimentando solo variaciones ocasionales y mínimas”. En opinión de Burioni, hay tres futuros posibles para el coronavirus. El primero -el más optimista para nosotros- es aquel en el que el virus simplemente no pueda evolucionar para evitar las vacunas. No es una posibilidad improbable. Muchos virus -sarampión, paperas, rubeola, poliomielitis, viruela- nunca han burlado de forma significativa sus vacunas, y hasta ahora las mejores vacunas actuales han sido notablemente protectoras contra las nuevas variantes del coronavirus, incluida la Delta.
Una segunda posibilidad es que el virus evada parcialmente nuestras defensas inmunitarias generadas por la vacuna y pague un precio volviéndose menos infeccioso o letal. Para que el coronavirus se esconda de nuestros anticuerpos, tiene que cambiar aspectos de los componentes clave reconocidos por nuestro sistema inmunitario, incluida la proteína de pico; esos cambios podrían acabar disminuyendo la capacidad de la proteína para unirse a los receptores que necesita para infectar las células. Podemos considerar, por ejemplo, las variantes Beta y Gamma, que muestran cierto nivel de evasión inmunitaria, pero que no han llegado a ser tan infecciosas como Alfa o Delta. En la década de los noventa, el virus de la inmunodeficiencia humana experimentó un destino semejante cuando dio con una mutación conocida como M184V, que confería resistencia al fármaco antiviral lamivudina. A primera vista, esto fue un revés, pero los médicos aprendieron pronto que los pacientes con la variante M184V tenían cargas virales más bajas, lo que sugería que la mutación también reducía la eficiencia con la que el virus se reproducía dentro del cuerpo. Se hizo habitual que los pacientes con VIH siguieran tomando lamivudina incluso después de que apareciera la resistencia, en parte para seleccionar la variante con una tasa de reproducción más baja.
La tercera perspectiva es la más preocupante: el virus podría acumular mutaciones que le permitieran sortear la inmunidad sin sufrir una reducción importante de la transmisibilidad o la letalidad. Esto requeriría que se abriera un nuevo espacio evolutivo, un momento de citrato. Incluso en este escenario, me dijo Burioni, estamos en una posición afortunada: podemos modificar rápidamente nuestras vacunas para hacer frente a las nuevas variantes. Al mismo tiempo, los retos de fabricación y distribución a los que se enfrentarían esos refuerzos específicos de las variantes serían colosales; estamos luchando para vacunar completamente incluso a una cuarta parte de la población mundial con las vacunas que ya tenemos.
La vacunación es la diferencia más fundamental entre el experimento de Lenski y nuestra realidad. En los frascos de Lenski, el entorno se mantiene constante; en la pandemia, hacemos todo lo posible por cambiarlo. Un virus desarrolla un conjunto de armas cuando el mundo es inmune, y otras a medida que partes de la población global se vacunan totalmente, parcialmente y -si la inmunidad disminuye- con vacunación previa. Diferentes rasgos se vuelven más o menos importantes dependiendo de los diferentes escenarios. Si usted es aficionado al tenis, puede apostar por Nadal en tierra batida, por Federer en hierba y Djokovic en pista dura. La cuestión de si un virus ha alcanzado algo así como la “plena forma” está ineludiblemente ligada a dónde, cuándo y con quién está jugando.
“Existe una ‘plena forma’ dentro de un paisaje concreto”, me dijo Kristian Andersen, investigador de enfermedades infecciosas en el Instituto de Investigación Scripps. “El problema es que el paisaje cambia constantemente. Eso ejerce una presión selectiva muy fuerte sobre el virus”. Las variantes Beta y Gamma evolucionaron en zonas con altos niveles de infección previa, por lo que se asentaron en mutaciones que les ofrecían ganancias en el escape inmunológico pero no en la transmisibilidad. La variante Delta, por el contrario, surgió en la India, donde los niveles de vacunación eran relativamente bajos; su objetivo era propagarse lo más rápido y lejos posible. Aunque puede ser algo más inmune y letal, la característica que define a la Delta es su extrema contagiosidad.
Algunos científicos sostienen que existen límites estrictos en cuanto a la eficacia con la que el virus puede burlar nuestras defensas inmunitarias sin dejar de ser infeccioso. Nuestros anticuerpos reconocen las partes específicas del virus que utiliza para entrar en las células; el virus puede alterarlas, pero al hacerlo puede convertirse en un invasor menos eficaz. “Ciertamente, hay límites”, me dijo Andersen. “Solo que no tenemos ni idea de dónde están. La pregunta fundamental es: ¿hasta qué punto tolera el virus estas mutaciones? ¿Puede seguir haciendo lo que tiene que hacer -es decir, entrar en la célula- con una proteína pico sustancialmente mutada?” Los coronavirus son generalistas: pueden unirse a los receptores ACE-2, sus puertos de entrada en las células, de muchas maneras, a través de muchas especies. “A menudo utilizamos un modelo de cerradura y llave para entender cómo una proteína se une a un receptor”, dijo Andersen. “Pero eso no cuenta toda la historia aquí: los coronavirus han demostrado que tienen muchas llaves que pueden abrir la misma cerradura”.
Tyler Starr, biólogo evolutivo del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson, comparte las preocupaciones de Andersen. Starr dirigió recientemente un ambicioso proyecto de mapeo de todas las mutaciones posibles en una parte clave de la proteína pico. Quería saber cómo cambia la estructura de la proteína -y, por tanto, su afinidad por la ECA-2- a medida que muta cada aminoácido en sus sitios de unión al receptor. Los resultados no fueron muy tranquilizadores. “El panorama general es que no hay tantas limitaciones biológicas”, dijo Starr. “Hay una tonelada de espacio mutacional tolerado que el virus puede tomar mientras trata de evadir la inmunidad. Es bastante flexible”. Algunos investigadores han considerado una buena noticia el hecho de que muchas variantes compartan mutaciones similares a pesar de haber evolucionado por separado, un fenómeno conocido como evolución convergente. Según determinado punto de vista, esto significa que el virus tiene una caja de herramientas limitada con la que trabajar. Según otro, éstas son solo las opciones mutacionales más fáciles y tempranas; las futuras variantes podrían dar con formas más innovadoras de mejorar la transmisibilidad y evadir las defensas inmunitarias. La situación se complica aún más por el hecho de que, a diferencia del experimento de Starr, el virus del mundo real no se limita a un solo cambio a la vez: puede combinar múltiples mutaciones para ampliar enormemente su espacio evolutivo.
Aun así, hay motivos para el optimismo. Como explicó James Somers en esta revista el año pasado, el sistema inmunitario humano es asombrosamente complejo y, a lo largo de milenios, ha perfeccionado innumerables defensas contra intrusos microscópicos. Y, como escribió Katherine Xue el mes pasado, es especialmente eficaz cuando se ha encontrado previamente con un patógeno. En 2009, cuando surgió la cepa de la gripe H1N1, tuvo una característica curiosa: causó una enfermedad más grave en personas jóvenes que en personas mayores. A nivel mundial, se calcula que cuatro de cada cinco muertes por H1N1 se produjeron en personas menores de sesenta y cinco años. (Normalmente, entre el 70% y el 90% de las muertes por gripe se producen en adultos mayores). Resultó que muchas personas mayores habían estado probablemente expuestas a un pariente de la cepa hace décadas, y que sus sistemas inmunitarios, recordando esa lucha, estaban preparados para la siguiente.
Independientemente de su drástica mutación, las nuevas variantes de coronavirus probablemente tengan más en común con el SARS-CoV-2 original que con el SARS-CoV-1, el virus que causó el brote de SARS en 2003. Aun así, la sangre de los supervivientes de COVID-19 tiene el potencial de neutralizar la cepa de 2003. Asimismo, las vacunas de Pfizer y Moderna parecen generar un gran número de anticuerpos que actúan contra el SARS-CoV-1 en quienes también se han infectado con la COVID-19. “Estos dos virus abarcan una distancia evolutiva realmente grande”, me dijo Starr. “El hecho de que los mismos anticuerpos se unan a ambos debería ofrecernos cierta confianza”. Con las nuevas variantes de coronavirus, es posible que veamos una disminución parcial de la inmunidad, pero, “dada la respuesta policlonal”, dijo Starr -el hecho de que las vacunas no generan un tipo de anticuerpos sino muchos- “cuando un conjunto de anticuerpos suelta la cuerda, otro la recogerá. No creo que haya nunca una variante que escape completamente a nuestros sistemas inmunitarios. Nunca vamos a hacer borrón y cuenta nueva y volver a ser una población totalmente ingenua. Con el tiempo, las infecciones que contraigamos serán más bien leves o asintomáticas. Lo que no sé es si ese proceso puede durar un año, cinco años, diez años o más”.
Los anticuerpos neutralizantes son solo una parte de la historia y, en cierto modo, son la parte menos esperanzadora. Las vacunas también generan células B de memoria que recuerdan a los patógenos encontrados anteriormente y desencadenan una rápida respuesta de anticuerpos cuando se encuentran de nuevo con ellos. Y las células T, que actúan después de que las células hayan sido infectadas, pueden ser las más difíciles de sortear para las nuevas variantes. Identifican una célula infectada al notar la presencia de proteínas víricas masticadas en su superficie, como una especie de señal de socorro, y no son selectivas con lo que atacan. “Parece probable que el virus haya encontrado, en ocasiones, formas de atravesar la barrera de los anticuerpos", me dijo Alessandro Sette, inmunólogo de células T del Instituto de Inmunología de La Jolla. “Pero le ha resultado casi imposible evadir las defensas de las células T”. La combinación es probablemente la razón por la que, incluso con infecciones significativas, “las vacunas han seguido siendo totalmente eficaces para prevenir la enfermedad grave y la muerte”.
Siguen existiendo preguntas importantes sobre la duración de la inmunidad. “Me encantaría decir que la inmunidad dura cinco años, tres meses y siete días”, dijo Sette. “Pero el virus no existe desde hace tanto tiempo. Por lo que sabemos hasta ahora, la respuesta de las células T ha sido muy duradera”. Sette y sus colegas han publicado datos que sugieren que la memoria de las células T tras una infección por coronavirus dura al menos ocho meses, y quizá más; aún están contando. La inmunidad tras la vacunación parece ser aún más robusta y eficaz contra las principales variantes del coronavirus. Las personas que fueron infectadas por el SARS-CoV-1 hace casi dos décadas todavía tienen células T que reconocen ese virus.
Monica Gandhi, doctora en enfermedades infecciosas de la Universidad de California en San Francisco, cree que, en lo que respecta a la educación pública, no se ha hablado lo suficiente de las células T. “Estamos fallando al hablar solo de anticuerpos”, dijo. “Hablamos de anticuerpos porque son muy fáciles de medir en cualquier laboratorio”. En cambio, comprobar las células T de una persona requiere “una preparación cuidadosa y máquinas de citometría de flujo enormes, lujosas y caras”. El enfoque resultante en los anticuerpos “mantiene a todo el mundo asustado”, dijo Gandhi. Me habló de una paciente suya con leucemia. El cáncer había provocado graves defectos en las células productoras de anticuerpos de la mujer; mucho después de haber sido vacunada, la mujer evitaba abrazar a su familia o quitarse la mascarilla, incluso cerca de quienes sabía que estaban inmunizados. Gandhi la remitió a un laboratorio que podía medir sus células T, donde la paciente se enteró de que, de hecho, tenía una fuerte protección contra el coronavirus.
Gandhi cree que es probable que veamos variantes del coronavirus que sean más contagiosas, pero que el proceso no será eterno. “Este virus, como tantos otros, está limitado por la biología”, dijo. “No vamos a llegar a Omega”. En su opinión, las nuevas variantes tampoco “alterarán fundamentalmente nuestra capacidad de controlar el virus. Las vacunas funcionan, y van a seguir funcionando. El sarampión no sigue evolucionando hasta convertirse en un monstruo que evada el sistema inmunitario. La poliomielitis no lo es. La hepatitis B no lo es. Sí, hay pequeños brotes en comunidades no vacunadas. Pero cuando se trata de la cuestión básica de si han burlado a las vacunas, la respuesta es no”.
Al considerar el futuro del coronavirus, volví una y otra vez a los escenarios que Roberto Burioni, el virólogo italiano, había esbozado durante nuestra conversación. En el primero, el virus no logra escapar de forma significativa a la inmunidad generada por las vacunas; en el segundo, evade partes del sistema inmunitario pero pierde parte de su capacidad de contagio y virulencia; y, en el tercero -el peor de los casos, y esperemos que el menos probable-, muta en torno a las vacunas y sigue infligiendo graves daños, lo que supone un gran revés para nuestros esfuerzos.
La importancia de estos escenarios depende en gran medida de quién sea usted y de dónde viva. Para los que disfrutan del privilegio de la vacunación, la amenaza de una variante que perfora la inmunidad es lo más alarmante. Pero para miles de millones de personas desprotegidas en todo el mundo, el espectro de una mayor transmisibilidad es más preocupante que perder la inmunidad. En caso de que sean necesarias, el mundo desarrollado tendrá casi con toda seguridad acceso a los refuerzos específicos de la variante mucho antes que gran parte del Sur Global; mientras tanto, los ancianos y los inmunodeprimidos seguirán siendo vulnerables, a pesar de las vacunas, dondequiera que haya altos niveles del virus en circulación. Es posible que, en distintos momentos, diferentes variantes que representen cada escenario lleguen a dominar en diferentes partes del mundo. No va a ser un panorama sencillo.
El denominador común es la duración del experimento. En una sala de Michigan, los frascos del L.T.E.E. de Lenski se han atendido cuidadosamente durante décadas. No tenemos que dar al SARS-CoV-2 tanto tiempo. El virus puede controlar su tasa de mutación, pero, mediante la vacunación y las medidas de salud pública, influimos en su oferta de mutaciones. Siempre quedará la posibilidad, aunque sea remota, de que el SARS-CoV-2 tropiece con otro momento de citrato. Nuestro trabajo es hacer todo lo posible para reducir la probabilidad de que eso ocurra.
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