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Había comenzado su larga carrera en 1969, con Nixon. Richard Bruce, alias Dick Cheney, fue sucesivamente jefe de gabinete de la Casa Blanca bajo la administración Ford de 1975 a 1977, secretario de Defensa bajo la administración de H. W. Bush de 1989 a 1993, representante federal por Wyoming de 1979 a 1989, director general de la multinacional petrolera Halliburton y, finalmente, vicepresidente de los Estados Unidos entre 2001 y 2009 bajo la administración de George W. Bush, ejerciendo de hecho el poder y dictando sus órdenes a Bush. En el marco de la segunda guerra del Golfo, apoyó la invasión de Irak, las escuchas telefónicas y el uso de la tortura. Escapó milagrosamente a un atentado suicida talibán en 2007, a cuatro bypass coronarios y a un trasplante de corazón. El 3 de noviembre, por fin se reunió en el infierno con Donald Rumsfeld (2021), Henry Kissinger (2023) y el resto de la banda, escapando como ellos de la justicia de los hombres. El gran periodista Seymour Hersh le ha dedicado el siguiente testimonio.
Las mentiras y violaciones de la Constitución del ex vicepresidente impulsaron a quienes lo rodeaban a decir la verdadSeymour Hersh, 5/11/2025
Traducido por Tlaxcala
Estuve leyendo hasta tarde, aquí en Washington, un
nuevo libro sobre los horrores de la vida en prisión en Guantánamo Bay, una de
las contribuciones de George W. Bush y Dick Cheney a la vida después del 11 de
septiembre. Ayer me desperté para descubrir que Cheney, el vicepresidente más
significativo de la historia reciente de Estados Unidos, finalmente había
fallecido. Durante años informé críticamente sobre Cheney para The New
Yorker, con la ayuda de personas del interior que creían que existían
mejores formas de responder a los ataques del 11 de septiembre que generar un
nuevo conjunto de horrores.
Como mínimo, Cheney fue igual a Bush y se le considera
ampliamente como quizás el vicepresidente más eficaz de la historia. Los
historiadores lo determinarán en el futuro. Por ahora, puedo transmitir mis
percepciones como alguien que tuvo cierta comprensión del funcionamiento
interno de su oficina, aunque nunca lo conocí ni hablé con él. Nos cruzamos una
década o más después del 11 de septiembre, pero Cheney ignoró deliberadamente
mi mano extendida y pasó de largo. Se sabía que tenía un corazón débil, pero gracias
a un nuevo tratamiento vivió una década más de lo esperado, continuando con la
caza y la pesca en Wyoming. Les decía a sus amigos que su nuevo corazón con
bomba electrónica funcionaba perfectamente, excepto que cada vez que entraba en
la cocina, se encendía la cafetera.
Poco después del 11 de septiembre, supe —por un alto
operativo veterano, brillante y conocedor del Medio Oriente— que los temidos
talibanes, entonces dirigidos por el mulá Omar, habían hecho saber a la Casa
Blanca, a través de la CIA, que no consideraban a Osama bin Laden, jefe de Al
Qaeda, como un huésped intocable tras los atentados. Estados Unidos, por lo
tanto, tenía vía libre para vengarse de él y renunciar a una operación
planificada contra los talibanes, así como contra Bin Laden, que pronto sería
imposible de localizar. Bush y Cheney ignoraron la oferta, y la guerra comenzó.
Bin Laden no sería hallado y asesinado hasta casi una década después, cuando un
equipo de Navy SEAL recibió la orden de matarlo a la vista del presidente
Barack Obama, cuyo uso de asesinatos selectivos de presuntos terroristas en el
extranjero nunca ha sido plenamente examinado por los medios.
Mi periodismo durante la guerra de Vietnam, a finales
de los años sesenta, me llevó primero a The New Yorker, luego al New
York Times, y después de regreso al New Yorker, cuyo editor el 11 de
septiembre, David Remnick, me dijo, tras el impacto del segundo avión en el
World Trade Center, que pasaría los próximos años de mi carrera informando
sobre lo que se convertiría en la guerra estadounidense contra el terrorismo.
Desde el principio, estaba claro que Cheney sería el
hombre clave de esa guerra, y hice todo lo posible, como reportero de un
semanario, para abrirme paso lentamente hacia el interior. Con los años,
encontré formas de obtener información desde la oficina del vicepresidente, de
parte de quienes valoraban más la lealtad a la Constitución, el sentido de la
proporcionalidad política y militar —y la verdad— que cualquier otra cosa.
Con sus primeras apariciones en los programas
dominicales y su discurso franco sobre la necesidad de ir hacia lo que llamaba
“el lado oscuro”, Cheney amplió las operaciones de la CIA, la NSA y el
espionaje militar dentro y fuera del país, destruyendo los límites
constitucionales. El Congreso, la prensa y el público cedieron y aprobaron esas
violaciones, cuyas consecuencias persisten hasta hoy. No era mi especialidad,
según Remnick y otros en The New Yorker. Mi búsqueda era descubrir lo
que Cheney hacía. Lo que finalmente me abrió las puertas no fueron mis primeros
artículos sobre los errores militares estadounidenses, sino las mentiras
reiteradas al respecto del secretario de Defensa Donald Rumsfeld (quien
aparece, de una manera que no apreciaría, en el reciente documental sobre mi
carrera, Cover-Up, de Laura Poitras y Mark Obenhaus), de la asesora de
seguridad nacional Condoleezza Rice y del general Tommy Franks, comandante del US
Central Command que dirigía las operaciones militares de la coalición en
Afganistán e Irak.
Los datos más secretos de las guerras en Afganistán e
Irak se referían a la autoridad, en constante expansión, otorgada a las fuerzas
especiales y tropas encubiertas estadounidenses para asesinar libremente a
objetivos sospechosos. Cheney y Rumsfeld estaban directamente involucrados en
tales acciones ilegales, como informé repetidamente en The New Yorker.
La tensión dentro de la comunidad de inteligencia sobre lo que era legal o no
llegó a tal punto que, en 2007, un alto funcionario de la CIA recién retirado
me dijo:
“El problema era lo que constituía una autorización.
Mis hombres discutían sobre eso todo el tiempo. ¿Por qué deberíamos poner a
nuestra gente en la línea de fuego? Si quieres que mate a Joe Smith, solo
dímelo claramente.
Si yo fuera el vicepresidente o el presidente, diría: ‘Este tipo Smith es un
tipo malo, y es del interés de Estados Unidos que sea eliminado’. Pero no lo
dicen. En cambio, George [Tenet] —el director de la CIA antes y después del 11
de septiembre hasta mediados de 2004— va a la Casa Blanca y le dicen: ‘Ustedes
son profesionales. Saben lo importante que es. Sabemos que obtendrán la
inteligencia.’ George volvía y nos decía: ‘Hagan lo que tengan que hacer.’”
Las mentiras repetidas de la administración sobre la
información que publicaba en la revista provocaron llamadas a mi número de
teléfono personal de personas internas que conocían la verdad. Aquellos con
integridad, que aman a su país y apoyan a las fuerzas armadas estadounidenses,
suelen ser los mismos que no soportan las mentiras oficiales. Pregunté hoy a
una de esas personas, retirada desde hace tiempo, sobre Cheney, y me respondió:
“Era más inteligente y más pragmático que cualquier
presidente al que sirviera. Moldeaba discretamente la política exterior entre
bastidores y dejaba pocas huellas. Solo hablaba en público para defender las
decisiones de su jefe.”
Y añadió una advertencia sobre esta historia:
“Imposible capturarlo en una simple frase.”
NdT
Caza de codornices: en febrero de 2006, durante una partida de caza de codornices en un rancho de Texas, Dick Cheney hirió gravemente, por error, a Harry Whittington, un abogado de 78 años. Esto le valió el apodo de Dick el Gatillo.



