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26/01/2024

ÁLVARO ENRIGUE
El descubrimiento de Europa por los nativos americanos
Reseña del libro “On Savage Shores”, de Caroline Dodds Pennock

Álvaro Enrigue (Guadalajara, Jalisco, 1969) es un escritor y profesor mexicano. Vive en Nueva York y enseña en la Universidad de Hofstra. Es autor de cinco novelas, tres colecciones de cuentos y un ensayo. Bibliografía


Un nuevo libro examina la vida de los cientos de miles de nativos americanos que fueron traídos a Europa o viajaron por ella en el siglo XVI, una historia que se sitúa en el corazón del inicio de la globalización.



Libro reseñado
On Savage Shores: How Indigenous Americans Discovered Europe (En costas salvajes: cómo los nativos americanos descubrieron Europa)
de Caroline Dodds Pennock
Weidenfeld & Nicolson (UK)
Knopf (USA)
302 p.
Tapa dura £16.82
Rústica £10.11


El pueblito “brasileño” de Ruán, extracto del libro festivo titulado “Esta es la deducción del suntuoso orden de agradables espectáculos y magníficos teatros erigidos y exhibidos por los ciudadanos de Rouen, ciudad metropolitana del país de Normandía; A su sagrada maestad el Rey muy cristiano de Francia, Enrique segundo, su sobrano señor, y a la muy ilustre Dama, señora Catalina de Médicis, La Reina su esposa [...]”. Fuente : INHA

En 1560, Paquiquineo, un joven kiskiack o paspahegh de la región de la bahía de Chesapeake [noreste de los actuales USA, NdT], fue invitado a bordo de un barco español que exploraba la costa de Norteamérica. El capitán del barco pensó que Paquiquineo, hijo de un jefe, sería útil a las fuerzas españolas cuando decidieran conquistar la región, así que lo secuestró y se lo llevó a Madrid. Paquiquineo aprendió rápidamente el idioma y demostró ser un político astuto. Cuando se entrevistó con el rey Felipe II, le explicó que no quería mediar con España ni adoptar su religión.

Para la Corona española, la realeza era la realeza, independientemente del origen étnico. Felipe respetó los deseos de Paquiquineo y, en 1562, ordenó que un barco con destino a Nueva España -actual México- lo llevara a bordo, en el entendimiento de que el pasajero sería conducido a lo que hoy es la costa atlántica media de USA en caso de que un barco se dirigiera al norte.

Tras llegar a Ciudad de México, Paquiquineo cayó gravemente enfermo y pidió ser bautizado, por si acaso. Se le dio el nombre cristiano de Luis de Velasco en honor del virrey de Nueva España. Como aristócrata, tenía derecho al título de “don”, que utilizó durante varios años.

Paquiquineo convaleció en el monasterio dominico. Tras su recuperación, fray Pedro de Feria, el disputado superior de la orden en Nueva España, decidió retenerlo allí más o menos a la fuerza, con la esperanza de obtener una ventaja sobre los franciscanos, ya que ambos grupos de frailes se disputaban el control religioso de las tierras no conquistadas del norte (el conflicto entre ambas órdenes se prolongó durante cuatro años, hasta que el rey Felipe lo resolvió confiando a los jesuitas la autoridad espiritual sobre la patria de Paquiquineo).

Durante su larga estancia en Ciudad de México (la antigua Tenochtitlan), Paquiquineo aprendió náhuatl, la lengua de los mexicas, nombre correcto del pueblo conocido posteriormente como aztecas, y adquirió conocimientos suficientes para comprender los tumultuosos tiempos políticos que atravesaba la ciudad. En 1521, tras su rendición, el emperador Cuauhtémoc había aceptado una capitulación -de la que no se conserva copia- por la que los mexicas quedarían exentos de impuestos si permanecían en Tenochtitlan, si la administración imperial seguía funcionando y si se construía allí una ciudad española, en lugar de disolver la capital derrotada, como era costumbre en Mesoamérica. En la década de 1560, la Corona española rompió el pacto, desencadenando una rebelión que se saldó con la brutal represión de la población local y el castigo de sus líderes. Paquiquineo vio todo esto y tomó nota en silencio.

Tras pasar cuatro años en Cuba, Paquiquineo fue enviado en misión jesuita a Virginia en 1570 como traductor oficial. Se estableció pacíficamente una ciudad española cerca de lo que hoy es el río James. Tras la partida de los barcos que transportaban a los misioneros, Paquiquineo encabezó una rebelión en la que murieron todos los europeos menos uno y la ciudad fue arrasada. Cuando Felipe II se enteró de la noticia, canceló todas las exploraciones futuras de lo que hoy es la costa este USA. Si incluso el converso católico Don Luis de Velasco podía actuar de forma tan traicionera y brutal, significaba que una ocupación exitosa costaría demasiadas vidas españolas.

La medievalista española Carmen Benito-Vessels ha descrito la historia de Paquiquineo -recientemente relatada en Fifth Sun: A New History of the Aztecs (2019), de Camilla Townsend- como la de un personaje histórico que busca desesperadamente un novelista. Tiene razón, e incluso se podría argumentar que si los primeros presidentes de Estados Unidos no fueron católicos hispanohablantes fue, en gran medida, porque los británicos acabaron beneficiándose del pensamiento estratégico y el valiente comportamiento de Paquiquineo.

En On Savage Shores: How Indigenous Americans Discovered Europe (En costas salvajes: cómo los nativos americanos descubrieron Europa), la historiadora inglesa Caroline Dodds Pennock no se detiene en los relatos existentes sobre la vida de Paquiquineo, quizá porque ya es conocido por quienes están familiarizados con la historia de Norteamérica a principios de la Edad Moderna. Sin embargo, lo sigue hasta los archivos españoles, donde encuentra listas de sus gastos durante su estancia en la corte de Madrid: ropa fina europea, cortes de pelo, entradas para el teatro e incluso limosnas para los pobres (como se le consideraba diplomático, tenía obligaciones sociales). Según el Tratado de Tordesillas de 1494, era súbdito del Rey de España, y las nuevas leyes de 1542 le colocaron bajo la protección directa del Rey -aunque ciertamente él no lo sabía cuando fue capturado-, por lo que fue la Corona española la que pagó todas sus facturas.

Leyendo el libro de Dodds Pennock, descubrimos que la experiencia de Paquiquineo no es única. Su caso es bien conocido porque dejó huellas en los archivos, pero cientos de miles de otros indígenas viajaron a Europa durante el siglo XVI. Sus vidas y aportaciones son esenciales para entender los inicios de la globalización, que, para bien o para mal, contribuyó a crear el mundo moderno.

La inmensa mayoría de los nativos americanos en Europa habían sido llevados allá como esclavos. Aunque las nuevas leyes establecían inequívocamente que los “naturales”, como se llamaba a las personas procedentes de América, no podían ser esclavizados, Dodds Pennock consideró creíble la estimación de que sólo en España había 650.000 esclavos americanos. Muchos de estos cautivos murieron en la servidumbre, pero algunos emprendieron acciones legales y obtuvieron no sólo su libertad, sino también billetes de vuelta y una compensación por el trabajo realizado contra su voluntad.

Otros fueron a Europa como abogados, artistas o esposos y se establecieron en las cortes reales, religiosas y legales. Representantes de naciones indígenas cruzaron el Atlántico con frailes como Bartolomé de las Casas, que estuvo a su lado para denunciar los abusos cometidos por los europeos durante la ocupación de tierras indígenas. Muchos ayudaron a negociar el proceso de colonización y a defender a sus comunidades ante los tribunales. Especialistas culturales vinieron a enseñar a los europeos: mientras que puede ser intuitivo plantar un tomate y hacer una salsa con él, es menos obvio hacer chocolate con las habas de cacao. Hombres y mujeres -acróbatas, músicos, adiestradores de animales- han hecho alarde de sus espectaculares habilidades y se han quedado en Europa simplemente porque nadie les llevó a casa una vez terminada la gira. Se casaron, tuvieron hijos y fueron enterrados en cementerios donde aún no se les conmemora como primeros agentes de la globalización.

Durante unos quinientos años, hemos estudiado los intercambios culturales y comerciales del Atlántico como una tubería a través de la cual Europa enviaba personas a América y América enviaba mercancías de vuelta. En el exhaustivo estudio de Dodds Pennock, esta idea, como tantas otras sobre este periodo, se revela como una fantasía eurocéntrica. Debemos invertir nuestra concepción del encuentro para considerar que las migraciones y los vínculos transatlánticos, escribe, “no sólo se extienden hacia oeste, sino que también se originan allí”.

Los pueblos nativos de América crearon sus propios espacios, primero en las cortes europeas, luego en las cocinas, comedores, salones, calles y reservas genéticas de los países en los que desembarcaron. En las ciudades extremeñas de España vivían miembros de la familia real inca, y en las ciudades de la costa atlántica de Francia y Portugal había barrios enteros de brasileños. Además de adaptarse al cambio, estos emigrantes también modificaron los lugares que los acogieron, aunque la recepción de los recién llegados fuera, entonces como ahora, reticente, cuando no abiertamente hostil. Los europeos colonizaron brutalmente América, pero a cambio el imaginario europeo fue colonizado, primero con exposiciones itinerantes de las maravillas americanas y luego con la convivencia real con los cuerpos americanos.

 La “alegre entrada” de Enrique II y Catalina de Médicis en Ruán el 1° de octubre de 1550. A la izquierda, el pueblito de los indios Tupinambá. Miniatura, escuela francesa, siglo XVI. Biblioteca municipal de Ruán. Foto Josse / Leemage / AFP

 Detalle del poblado indio en la miniatura

En 1550, en la ciudad portuaria de Ruán (Francia), se organizó un gigantesco espectáculo en honor de la “alegre entrada” -la visita- de la pareja real formada por Enrique II y Catalina de Médicis. Entre los espectáculos presentados para el disfrute de los monarcas mientras navegaban por el Sena había simulacros de batallas navales, duelos de gladiadores, representaciones de acontecimientos célebres de la historia de Francia y una representación de la vida tal y como se imaginaba en lo que hoy es la bahía de Río de Janeiro, con cincuenta hombres, mujeres y niños tupinambá desnudos que habían sido traídos por la fuerza en la ciudad, así como 250 marineros franceses que habían visitado Brasil y representaban el papel de nativos.

Los organizadores de estas fiestas construyeron una réplica de una aldea tupinambá -que no se parecía en nada a la real- y pintaron de rojo los troncos de los árboles para asemejarlos al palo brasil, la primera mercancía enviada a Europa desde la región. También soltaron loros, titíes y monos para añadir sonido al espectáculo, que culminó con el ataque e incendio de una aldea enemiga, pero no, como muchos espectadores probablemente habían imaginado o esperado, con un festín de carne humana.

Michel de Montaigne, que asistió al espectáculo de Rouen y entrevistó a algunos de los hombres tupinambá que participaron en él, concluyó en su ensayo “De los Caníbales » que la ingestión ritual de carne humana no era necesariamente una costumbre bárbara, ya que honraba a la persona comida integrándola en el cuerpo y la herencia de quien la comía. Para Montaigne, los europeos superaban a los tupinambá “en todo tipo de barbarie”. El número de enemigos que el capitán tupinambá al que entrevistó había sacrificado durante su vida de guerrero era insignificante comparado con el número de protestantes franceses que Catalina y su hijo Carlos IX permitirían asesinar unas décadas más tarde durante la masacre del día de San Bartolomé.

Como señala Dodds Pennock, la mayoría de los tupinambá llevados al norte de Francia -como la mayoría de los secuestrados en América y llevados a España o Inglaterra- no dejaron rastro, aparte de algunas lápidas; los árboles genealógicos no se desarrollaron a partir de matrimonios entre gente corriente. Pero el elevado estatus social de muchos emigrantes en sus comunidades de origen era a menudo respetado en Europa, por lo que su sangre acabó mezclándose con la de la nobleza europea y la burguesía que acababa de llegar al poder. Dodds Pennock cuenta algunas de sus historias.

En 1505, Essoméricq, un carijó de Brasil, llegó a Honfleur (Francia). Era hijo de un cacique y socio del capitán de navío y explorador Binot Paulmier de Gonneville. Essoméricq se casó con una descendiente cercana de Gonneville y heredó el apellido y el escudo de armas de la familia. Se convirtió en un rico comerciante de medias y murió a los 95 años en Lisieux, dejando 14 hijos. Uno de sus nietos mestizos fue funcionario del tesoro real y se casó con una marquesa. Los descendientes de Tecuichpo -también conocida como Isabel de Moctezuma, la hija mayor del famoso emperador mexicano- siguen ostentando altos títulos en España.


Tecuichpo Ixcaxochitzin alias Isabel de Moctezuma (1501-1550) entre su padre Motecuhzoma ("
Moctezuma") y su hermano Tlacahuepantzin ("Pedro").  Códice Cozcatzin, hacia 1572. Biblioteca Nacional de Francia, París.

Los nativos americanos también marcaron la vida intelectual europea. Entre las grandes figuras evocadas por Dodds Pennock figura el políglota Diego de Valadés, mestizo de padre conquistador y madre tlaxcalteca, que fue el primer nativo ordenado fraile franciscano en América. Su labor académica le llevó a España y Francia, y luego a un alto cargo en el Vaticano, donde escribió Rhetorica christiana (1579). Esta obra, escrita en latín, fue el manual más utilizado para evangelizar a los pueblos de América.

Rhetorica christiana ad concionandi et orandi vsvm accommodata, 1579. Primer libro publicado en Europa por un nativo de Nueva España

El mestizo Blas Valera -nacido en los Andes, hijo de una noble quechuahablante y de un conquistador- se convirtió en profesor de humanidades en el colegio jesuita de Cádiz tras ser procesado en Perú por sus peligrosas ideas. En sus sermones y conferencias sentó las bases de una teología católica indígena. Sus escritos fueron quemados por los invasores británicos y holandeses durante el saqueo de Cádiz en 1596, pero sus llamamientos a una fe inclusiva y flexible sobrevivieron como parte del providencialismo ecléctico jesuita, esencial para la globalización de los valores europeos. Los ecos de su voz silenciada resonaron en la teología de la liberación que floreció en América Latina durante la Guerra Fría, y aún pueden oírse en las ideas del Papa Francisco, un jesuita argentino.

 En costas salvajes -que comienza con los fascinados relatos del humanista Pedro Mártir de Anglería sobre el botín humano enviado por Hernán Cortés al joven emperador Carlos V tras la caída de Tenochtitlan y termina con los lakota de gira por Europa como parte del espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill- podría haber presentado las experiencias indígenas en Europa como una colección de firmas en el libro de huéspedes de un viejo hotel. Como todas las historias de la lenta, colosal y despiadada ocupación de las Américas, corre el riesgo de aplanar un amplio abanico de experiencias, incluidas las de millones de personas que aún se resisten a adoptar las lenguas y formas de vida europeas. Las Américas son demasiado vastas y sus culturas, lenguas y naciones demasiado diversas para intentar encajarlas en una narración lineal; sólo en Bolivia hay treinta y siete lenguas oficiales, trece más que en la Unión Europea.

Para dar forma a su libro, Dodds Pennock organiza los resultados de su investigación en torno a seis temas: la esclavitud, los mediadores, las familias, los agentes del cambio cultural, las misiones diplomáticas y el espectáculo. El resultado es una gran colección de historias que pueden ser ilustrativas, deprimentes, exasperantes, reivindicativas o hilarantes, pero el único hilo que une a todos sus temas es su origen común en el hemisferio occidental.

El libro anterior de Dodds Pennock, Bonds of Blood (2008), era un estudio sobre el género y los rituales en la cultura mexica prehispánica. Como hay miles de libros sobre la cultura mexica, ella pudo centrarse en unos pocos aspectos de esa cultura y ofrecer explicaciones sólidas sobre las prácticas en la educación, las relaciones familiares y la jubilación. Su capítulo sobre el sacrificio humano es una defensa particularmente memorable del rito religioso más famoso de México. Basándose en la innovadora obra de Eduardo Matos Moctezuma Muerte a filo de obsidiana: Los Nahuas frente a la muerte (1975), explica a los lectores anglófonos los fundamentos políticos y religiosos de un ritual que fue sensacionalizado por los invasores europeos para justificar la ocupación perpetua de Tenochtitlan.

En comparación, En costas salvajes parece menos riguroso, pero eso se debe a que abre un nuevo campo de estudio. Hasta ahora, las experiencias de los nativos americanos en Europa no se habían recogido en un solo lugar. Hay fragmentos, artículos y capítulos sobre el tema, pero que yo sepa nadie había intentado contar la historia completa de la emigración hacia el Este (se ha estudiado mejor el movimiento de personas de África y Asia a América en los primeros años de la ocupación). On Savage Shores no sólo cambia la forma en que vemos el primer contacto entre América y Europa, sino que también sienta las bases metodológicas para una nueva forma de entender el origen del mundo moderno.

Hacia el final de su ensayo sobre el canibalismo, Montaigne relata un testimonio muy poco frecuente: la opinión de los nativos americanos sobre la vida en Europa. “Tienen tal manera de hablar que llaman a los hombres mitades unos de otros”, explica el ensayista.

“Habían visto que entre nosotros había hombres colmados y atiborrados de toda clase de comodidades, y que sus mitades eran mendigos a las puertas de sus casas, demacradas por el hambre y la pobreza; y les parecía extraño que estas mitades necesitadas pudieran sufrir tanta injusticia, que no cogieran a las otras por el cuello ni prendieran fuego a sus casas”.

La cuestión de la desigualdad, que Dodds Pennock explora en las páginas finales de En costas salvajes, es el núcleo de El amanecer de todo (2022) de David Graeber y David Wengrow, en el que sostienen que la “crítica indígena” a Europa amenazaba las jerarquías sociales establecidas. Los europeos ven el modo de vida indígena como precario, mientras que los nativos americanos de diversos orígenes consideran que la igualdad y el reparto justo de los bienes son esenciales para mantener una comunidad unida. En costas salvajes y El amanecer de todo son libros muy diferentes -El amanecer de todo es sobre todo un estudio de culturas antiguas que prosperaron sin gobierno central-, pero ambos están impulsados por la desesperación ante las disparidades contemporáneas de riqueza y utilizan argumentos indígenas contra lo que Dodds Pennock llama “las cualidades ‘salvajes’ de la sociedad europea” para conseguir que los lectores se cuestionen la desigualdad en un mundo en el que hay recursos suficientes para proporcionar una vida digna a todos.

La “crítica indígena” de Graeber y Wengrow se basa en las muy discutidas Mémoires de l'Amérique septentrionale (1703) del barón Louis-Armand de Lahontan. Lahontan era un oficial del ejército francés que sirvió en Canadá y conoció a un jefe wendat conocido como Kandiaronk. Tras su regreso a Francia, el barón publicó una versión de sus diálogos en la que Kandiaronk, bajo el nombre de Adario, señalaba las enormes desigualdades que veía en Nueva Francia y la falta de libertad que sufrían los franceses a cambio de un gobierno fuerte. Según Graeber y Wengrow, este libro inició el debate europeo sobre los derechos y la libertad que cristalizó en el Discurso sobre la desigualdad (1755) de Jean-Jacques Rousseau, que proponía que la propiedad privada y un Estado fuerte -y, por tanto, la desigualdad- tenían su origen en la expansión de las técnicas agrícolas en Eurasia.

Como señaló Kwame Anthony Appiah en su reseña de El Amanecer de todo, Graeber y Wengrow evitaron la labor exegética de determinar qué ideas del libro del barón de Lahontan procedían de Kandiaronk y cuáles eran suyas.

Dodds Pennock también advierte:

“Al igual que con muchas de nuestras fuentes, debemos volver a ser cautelosos sobre la forma en que este texto “ventriloquiza” al informante nativo, un europeo “dando voz” a los nativos en lugar de permitirles hablar directamente por sí mismos.”

El problema es inevitable con la mayoría de las fuentes de que disponemos: cartas, extractos de periódicos y documentos judiciales de los que están ausentes en gran medida las voces de los nativos americanos. Desde la “Carta sobre el primer viaje” de Cristóbal Colón en 1493 hasta La vida entre los apaches (1868) de John Carey Cremony y Nuestra arma es nuestra palabra (2002) del subcomandante Marcos, guerrillero mexicano, los europeos y sus descendientes han descrito a los nativos americanos, contado sus historias y escrito sobre ellos con diversos grados de diversión, admiración o desprecio. [¿Así que Marcos sería un conquistador europeo? Raro, NdT]

Dodds Pennock se preocupa de incluir las voces de los nativos americanos de Europa siempre que es posible. Dirigiéndose a la Temperance Society de Birmingham, Inglaterra, en la primera mitad del siglo XIX , el jefe ioway (báxoje) Senontiyah expresó su consternación por la forma de hacer las cosas de los europeos: “Amigos míos, nos sentimos desgraciados, en un país donde hay tanta riqueza, al ver a tanta gente pobre y hambrienta”. Maungwudaus, un jefe chippewa de Mississauga que viajaba por Europa al mismo tiempo, lo expresó sucintamente tras su visita a Inglaterra. Aunque consideraba Londres una “ciudad maravillosa”, la gente, se lamentaba, era como los mosquitos en América, “picándose unos a otros para ganarse la vida. Muchos son muy ricos y muchos muy pobres”. Aunque más breves que las opiniones de Kandiaronk sobre las colonias francesas, estas observaciones podrían haber proporcionado un mayor apoyo a la noción de “crítica indígena” de Graeber y Wengrow.

Por supuesto, los pueblos indígenas de las Américas nunca han callado ante los abusos del colonialismo europeo. Voces nativas de peso, como la del noble y cronista quechua del siglo XVI Felipe Guáman Poma de Ayala, han reconfigurado la forma en que entendemos la historia del hemisferio occidental, mientras que escritores como Ignacio Manuel Altamirano -novelista y poeta indígena que fundó y editó El Renacimiento, la revista literaria más influyente del México del siglo XIX -, entre muchos otros, han realizado importantes aportaciones a las visiones políticas y tradiciones literarias modernas.

En los primeros cien años tras la derrota de los imperios mexica e inca, la plata extraída en América se convirtió en una herramienta universal de intercambio; el comercio mundial se vio estimulado por la creación de los galeones de Manila, que viajaban de Filipinas a Acapulco y viceversa; y los ingredientes básicos de la alimentación humana se hicieron más homogéneos en todo el mundo. Como lo  subrayó Charles C. Mann en 1493: Uncovering the New World Columbus Created (2011) [1493: Cómo el descubrimiento de América transformó el mundo, 2013], tras este periodo se hicieron habituales las grandes migraciones intercontinentales, con personas traídas a la fuerza desde África Central, Filipinas y China a los nuevos reinos españoles en América. La mayoría de los habitantes de Ciudad de México o Lima a finales del siglo XVI no eran de origen indígena o europeo. Palabras comunes del español mexicano como maiz (maíz) y el verbo chingar (utilizado para describir casi cualquier experiencia negativa) son de origen taíno y bantú respectivamente. En sus anales, el sacerdote indígena Chimalpahin Quauhtlehuanitzin (Domingo Francisco de San Antón Muñón) describe la vestimenta que llevaba un grupo de samuráis en 1610. Nunca antes se había producido un intercambio humano de esta magnitud en una sola generación.

Nunca sabremos toda la verdad sobre el primer contacto entre los europeos y las grandes civilizaciones de América, porque no disponemos de perspectivas indígenas contemporáneas que contrarresten las de los españoles. En un ensayo escrito en 2021, con motivo de los 500 años de la caída de Tenochtitlan, el joven filósofo político mexicano Enrique Díaz Álvarez proponía que los primeros cronistas españoles describieron su contacto con los americanos utilizando las convenciones de las ficciones épicas clásicas y medievales.

La generación de los conquistadores fue la primera para la que los libros eran propiedad privada y no institucional, y un soldado alfabetizado de la época habría leído novelas de caballería y poemas épicos grecorromanos. Sus extraordinarios relatos de los acontecimientos que cambiaron sus vidas -y la historia del mundo- tienen tanto de ficción como de experiencia: en Historia verdadera de la conquista de la Nueva-España, por ejemplo, Bernal Díaz del Castillo, un soldado que entró en Tenochtitlan con Cortés, compara la capital mexicana con los reinos imaginarios de la novela de Garci Rodríguez de Montalvo Amadís de Gaula, publicada en 1508. Documentos como la Segunda Carta de Cortés a Carlos V (1520) y la Historia Verdadera de Díaz son tan literarios como históricos, y hay poco que corrobore o rebata sus relatos.

Las voces indígenas que registraron estas mismas historias lo hicieron más tarde, mucho después de la época colonial, y se informaron de los relatos originales españoles: todos los antiguos códices producidos por los nativos habían sido quemados, aunque algunos -como los famosos códices Boturini y Mendoza- fueron recreados más tarde bajo la supervisión de sacerdotes y políticos españoles, y anotados en nahuatl por indígenas convertidos al cristianismo utilizando caracteres latinos.

La falta de fuentes fiables sobre los conflictos militares que dieron origen a un mundo global se ha visto compensada en las últimas décadas por documentos que no narran explícitamente la historia de las campañas, sino que tratan de sus consecuencias jurídicas. A principios de la década de 1980, el historiador francés Serge Gruzinski leyó, tradujo y reunió un enorme archivo de documentos judiciales sobre disputas territoriales y la reconstitución de altepeme“ciudades-estado” náhua- en municipios españoles tras la caída de Tenochtitlan. El resultado es La colonización de lo imaginario  (1988/1991), en el que sostiene que nunca hubo una “conquista”, sino un lento proceso de ocupación que tuvo lugar más por escrito que en la realidad. “Durante siglos”, sugiere Gruzinski, “entendimos la colonización como algo rápido y definitivo porque así se contó para comodidad de los conquistadores”. El hecho de que el libro se tradujera escandalosamente al inglés como The Conquest of Mexico (1993) ilustra perfectamente la dificultad de cambiar los relatos convencionales sobre las poblaciones nativas de las Américas.

Desde la publicación de ese libro, un grupo creciente de investigadores de habla inglesa ha seguido el camino abierto por Gruzinski y el historiador usamericano James Lockhart en Los nahuas después de la Conquista (1992/1992). Camilla Townsend, Barbara Mundy y Matthew Restall, por nombrar sólo a los más destacados de una nueva generación que trabaja en universidades estadounidenses, han desarrollado nuevas narrativas que no sólo incluyen las perspectivas de los nativos americanos a través de fuentes alternativas -los anónimos Anales de Tlatelolco, los Anales de su tiempo  de Domingo Chimalpahin Quauhtlehuanitzin y los testimonios de la élite tlaxcalteca, conocidos durante siglos pero ignorados por los historiadores, sino que también intentan contar la historia de la invasión del continente desde un punto de vista menos ficticio. En costas salvajes es una importante adición a esta valiente reescritura de una historia que todos creemos conocer, pero que no es así.

ù

*NdT

No me resisto a citar un pasaje del ensayo de Montaigne:

“Cada uno trae para su trofeo la cabeza del enemigo que ha matado, y la ata a la entrada de su casa. Después de haber tratado bien a sus prisioneros durante mucho tiempo, y con todas las comodidades que se les ocurren, el que es el amo, convoca una gran reunión de sus conocidos; ata una cuerda a uno de los brazos del prisionero, por cuyo extremo lo sujeta a unos pasos de distancia, por temor a ser ofendido, y da el otro brazo a su amigo más querido para que lo sujete de la misma manera; y los dos, en presencia de toda la reunión, lo aturden con sus espadas. Una vez hecho esto, lo asan y se lo comen juntos, enviando trozos a los amigos ausentes. No se trata, como podría pensarse, de comérselo, como hacían antiguamente los escitas, sino de vengarse en extremo. [...] No me disgusta que advirtamos el horror bárbaro de tal acción, pero ¿por qué hemos de ser tan ciegos ante nuestros propios defectos cuando juzgamos tan bien los suyos?
Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto, despedazar un cuerpo todavía lleno de sentimiento con tormentos y gehena, hacerlo asar por el menú, hacerlo morder y magullar por perros y cerdos (como no sólo hemos leído, sino que lo hemos visto en la memoria reciente, no entre antiguos enemigos, sino entre vecinos y conciudadanos, y lo que es peor, con el pretexto de la piedad y la religión), que asarlo y comerlo después de muerto.
 Crisipo y Zenón, líderes de la secta estoica, pensaban que no había nada de malo en utilizar nuestra carroña para cualquier fin que pudiéramos tener, y obtener alimento de ella; del mismo modo que nuestros antepasados, cuando fueron asediados por César en la ciudad de Alexia, resolvieron sustentar el hambre del asedio con los cadáveres de ancianos, mujeres y otras personas inútiles en la batalla.
Vascones, fama est, alimentis talibus usi produxere animas.
(Se dice que los gascones prolongaban su vida con tales alimentos)”.

 

 

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