Nick
Turse, Tom Dispatch,
10/6/2021
Traducido del inglés por Sinfo
Fernández
Nick Turse (1975) es un periodista de investigación, historiador y autor usamericano, jefe de edición de TomDispatch y miembro del Type Media Center. Es autor de “Tomorrow’s Battlefield: U.S. Proxy Wars and Secret Ops in Africa” y “Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam”; su obra más reciente es “Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan”.
Hace poco quería
mostrarle una foto a mi esposa, así que abrí la aplicación de fotos en mi
teléfono y me quedé aterrado cuando vi lo que allí había.
No es lo que piensan.
Mucha gente se preocupa
por lo que pueda acecharles en sus teléfonos inteligentes. Fotos
comprometedoras. Mensajes de texto ilícitos. Contactos vergonzosos.
Pornografía.
Lo que vi fue un video,
en la secuencia de fotos entre una imagen de un documento que había enviado a
un editor y una toma de mi perro, un clip de un hombre en Burkina Faso al que
le cortaban el antebrazo.
Una imagen fija de ese
acto ya es bastante dura. Pero el video es mucho peor. La víctima yace en el
suelo, suplicando, gritando, mientras otro hombre, blandiendo un machete, lo
obliga a colocar su brazo derecho sobre un banco de madera. El atacante está
tratando de facilitar la amputación para que le permita hacer un corte más
limpio. Pero “facilitar” es un término relativo. El agresor corta, una y otra y
otra vez, tomándose tiempo para burlarse de su víctima. Y vas viendo cómo
sucede. Lentamente. Ves la angustia en el rostro del hombre cuyo brazo está
sangrando, aún casi intacto, que luego cuelga en un ángulo extraño, para
finalmente aparecer apenas adherido.
El video dura un minuto y 18 segundos.
Parece más largo. Mucho más largo. Escuchas los gritos del torturado. Miras el balanceo
final, luego ves a la víctima pateando con las piernas hacia adelante y hacia
atrás, retorciéndose agónicamente de dolor en el suelo.
Me estremezco al pensar
en cuántos videos e imágenes similares acechan en mi teléfono: guardados entre
las fotos, en los archivos, en cadenas de textos de fuentes, de colegas, de
personas que reparan cosas, de contactos. Hay uno de un hombre tirado en una
calle de la República Democrática del Congo cuando un agresor con un machete
intenta cortarle la pierna por debajo de la rodilla. Todavía recuerdo el sonido
exacto de sus gritos incluso años después de haberlo visto por primera vez.
Está también el video de los combatientes kurdos capturados.
Recuerdo cómo la
segunda mujer asesinada, justo antes de que le disparen en la cabeza, observa
la ejecución de su camarada. No suplica, no llora, ni siquiera se inmuta. Ni
una sola vez.
Mi carrera en el periodismo ha rastreado la proliferación global de “pornografía bélica”, un tema que TomDispatch cubrió por primera vez en 2006. Durante el siglo XX, este género en particular consistía principalmente en fotos fijas que rara vez aparecían. La “violación” japonesa de Nanking. Los asesinatos de los nazis. Las decapitaciones durante la “Emergencia Malaya” de Gran Bretaña. La mayoría de esas imágenes eran foto-trofeo, tomadas por los autores o con el consentimiento de los autores y, en general, solo dispusieron de una circulación modesta.
Un análisis de 2014 de la exposición a la cobertura de los medios de comunicación de los atentados del Maratón de Boston, publicado en las Actas de la Academia Nacional de Ciencias de USA, averiguó que “la exposición repetida a los medios de comunicación relacionada con los atentados iba asociada a un estrés agudo más alto que la exposición directa”; es decir, quienes consumieron seis o más horas al día de cobertura de las noticias experimentaron mayor estrés que quienes se encontraban en el lugar del atentado o cerca del mismo.
Está claro que sumergirse en el contenido de atrocidades es malo para la salud mental. Pero, ¿qué pasa si su trabajo es observar en exceso el trauma? El trabajo de ciertos periodistas, moderadores de contenidos de redes sociales, investigadores de derechos humanos y otros analistas los tiene ahora inundados de “contenidos gráficos generado por el usuario” (UGC, por sus siglas en inglés) o videos de testigos presenciales que pueden dejar una marca duradera en la mente. El Manual de Diagnóstico y Estadística de Trastornos Mentales de 2013 de la American Psyquiatric Association, su manual oficial, sostiene que el estrés postraumático puede ser provocado por la exposición a los detalles gráficos de la experiencia de otra persona, incluida la exposición relacionada por motivos de trabajo con imágenes perturbadoras de televisión, películas, fotos u otros medios electrónicos.
He escrito artículos basados en secuencias de video de ejecuciones y masacres. A veces, en mis informes figuran fotos de atrocidades, por lo que no es sorprendente que a menudo las fuentes me envíen pornografía bélica. Aun así, no estoy inmerso en escenas tan brutales con tanta frecuencia como algunos de mis colegas. En 2015, Eyewitness Media Hub realizó una encuesta a personas que a menudo trabajan con UGC gráfico. Incluso entonces, más de la mitad de los 209 encuestados informaron que veían medios inquietantes varias veces a la semana.
El 12% de los periodistas que respondieron y casi una cuarta parte de los trabajadores humanitarios y de derechos humanos dijeron que veían a diario contenidos muy traumáticos. “Tienes que presenciarlo mucho más con los UGC”, dijo un editor experimentado anónimo de una agencia de noticias. “Estás expuesto a material visual más intenso que los camarógrafos de guerra curtidos en la batalla presentes en Sarajevo a mediados de la década de 1990, porque te llega desde todas partes, incluso más que, por ejemplo, de Jerusalén.
Estuve allí en el apogeo de la Intifada y había trozos de cuerpos entrando y saliendo de la oficina como si no fuera asunto de nadie, pero ahora hay mucho más”. El 40% de los encuestados de Eyewitness Media Hub dijeron que ver contenido tan traumático tuvo un impacto negativo en sus vidas personales al provocarles sentimientos de aislamiento, recuerdos recurrentes, pesadillas y otros síntomas relacionados con el estrés. Una cuarta parte informó de “efectos adversos profesionales” altos o incluso muy altos.
En 2018, un miembro anónimo del personal de Videre, una organización filantrópica internacional que brinda a activistas de todo el mundo equipo, capacitación y apoyo para recopilar evidencias en video de violaciones de los derechos humanos, ofreció una crónica sincera de los efectos de dos días de “corte y empalme, fotograma a fotograma” de una masacre de hombres, mujeres y niños. “Entré en piloto automático: cuerpos carbonizados, extremidades cortadas”, escribió ese miembro del personal. “Dejaron de ser humanos. No tenía que pensar en sus esperanzas y sueños perdidos. Y durante dos días estuve editando. Los auriculares se me clavaron profundamente en los oídos. El sonido de los gritos desesperados me golpeteaba por toda la cabeza... Y luego comencé a dormir mal, despertando por la noche, con pesadillas. Estaba distraído en el trabajo. Sentía que todo era tan inútil… Un par de semanas después, iba caminando con mi pareja y me eché a llorar”.
Al año siguiente, Casey Newton, que escribía para The Verge, echó un vistazo a la vida profesional de los 15.000 moderadores de contenidos empleados por subcontratistas de Facebook. Después de tres semanas y media de entrenamiento -inmersos en el discurso del odio, la violencia y la pornografía gráfica-, se le pidió a “Chloe” que “moderara” una publicación frente a sus compañeros. Era un video de un asesinato, un hombre apuñalado una y otra vez mientras suplicaba por su vida. Chloe, con voz temblorosa, informó correctamente a la clase que era necesario eliminar la publicación, ya que la sección 13 de los estándares de la comunidad de Facebook prohíbe los videos que muestran asesinatos.
Cuando el siguiente moderador potencial tomó su lugar, Chloe salió de la habitación para poder llorar. Después comenzaron los ataques de pánico. Continuaron incluso después de que Chloe dejara el trabajo, y el suyo no es un caso aislado. El año pasado, Facebook acordó pagar 52 millones de dólares a 11.250 moderadores actuales y anteriores para compensarlos por las condiciones de salud mental resultantes del trabajo.
Existen evidencias que sugieren que la situación puede haber empeorado desde entonces, ya que Facebook se ha visto sometido a una mayor presión para tomar medidas contra el abuso infantil online, lo que obliga a los moderadores a ver una mayor cantidad de contenidos perturbadores. “Incluso cuando los eventos representados están lejos, los periodistas y analistas forenses, profundamente inmersos en una avalancha de fotos y videos explícitos, violentos e inquietantes, pueden sentir que se están filtrando en su propio espacio mental personal”, se lee en una hoja informativa sobre el trabajo con imágenes traumáticas proporcionadas por el Dart Center for Journalism and Trauma (donde una vez fui becario) en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia.
“Los recuerdos intrusivos, es decir, volver a ver imágenes traumáticas con las que has estado trabajando, no son inusuales”, escribió Gavin Rees, asesor principal de capacitación e innovación del Dart Center en una guía de 2017 para periodistas. “Nuestros cerebros están diseñados para formar imágenes vívidas de cosas perturbadoras, por lo que puedes experimentar que hay imágenes que vuelven a la conciencia en momentos inesperados”.
Un martillo para la calavera
Días antes de que viera el clip traumático de la amputación del brazo en mi teléfono, estaba buscando un archivo antiguo en las carpetas digitales de un servicio de almacenamiento en la nube. Vi una carpeta mía con la etiqueta “Fotos gráficas RDC”. Había subido esas imágenes -docenas de personas descuartizadas como si solo fueran carne- mientras estaba en la República Democrática del Congo en 2018.
En aquel entonces necesitaba sacar las imágenes de mi teléfono, pero etiqueté cuidadosamente la carpeta como una advertencia para mi editor en USA, que estaba monitoreando el material, acerca de lo que le acechaba en esa versión digital de apariencia inocua en una carpeta manila. No mucho después de encontrar ese depósito de la carnicería del Congo, necesité contactar con una fuente a través de una plataforma de mensajería.
No me di cuenta de que habían pasado varios años desde que nos habíamos comunicado a través de esa aplicación y que nuestra última “conversación”, todavía expuesta allí, incluía una foto del cadáver de un colega que había recibido un disparo en la cabeza. Tengo muchas otras fotos de atrocidades en memorias USB, discos duros portátiles y discos duros externos que se encuentran en mi escritorio. Algunas de esas fotos me las sé de memoria.
Algunas de las investigaciones que hice para mi libro Kill Anything That Moves sobre los crímenes de guerra usamericanos en Vietnam han estado residiendo en algún lugar profundo de mi cráneo durante casi 20 años. Varias de ellas, que encontré en los Archivos Nacionales USA, eran fotografías en papel brillante de las víctimas de una emboscada usamericana.
Se informó oficialmente que los muertos eran tropas enemigas, pero la investigación y esas fotos dejaron claro que eran civiles vietnamitas normales: hombres, mujeres y niños.
Una imagen que se me quedó grabada en el cerebro es la de un joven vietnamita tendido sin vida en el suelo de un bosque. Sus ojos vidriosos, aún abiertos, evocaban una enigmática sensación de serenidad. Podría ser una fotografía artística si no supieras que hay partes de su cuerpo arrasadas por balas y fragmentos de minas terrestres. Hay fotos más recientes que se me han quedado también grabadas, como una de un montón de cuerpos en su mayoría sin cabeza que nadie podría confundir precisamente con arte.
Podría seguir, pero ya se hacen una idea, o más bien, yo me hago una idea. Una vez entrevisté a un veterano de Vietnam que había guardado espeluznantes trofeos de guerra -una pequeña colección de imágenes de atrocidades- de los cadáveres que su unidad había matado, algunos visiblemente maltratados.
En Vietnam, un número sorprendente de soldados usamericanos acumuló esas fotos y las convirtió en álbumes de recuerdos sombríos. Algunos también recolectaron partes reales del cuerpo: cuero cabelludo, penes, dientes, dedos y, más comúnmente, orejas. Para otros, como este hombre, los souvenirs anatómicos preferidos eran las calaveras.
Ese veterano se había aferrado a esos “trofeos” de guerra durante la mayor parte de su vida, pero, cada vez más consciente de su edad avanzada, me confesó que un día, pronto, aunque aún no, necesitaba quemar las fotos y darle con un martillo a la calavera. No quería que su hija los encontrara cuando viniera a limpiar la casa después de su muerte.
Durante años me pregunté cómo habría sido para ese hombre vivir con el cráneo de un hombre o de una mujer vietnamita, despertar cada mañana con ese espectro de atrocidades en su casa. Solo años después comencé a comprender que podría tener alguna idea de en qué consistía todo eso. Por supuesto, nunca he coleccionado activamente trofeos de guerra. Dejé cada cráneo, cada cadáver que encontré tal como lo hallé. Pero, no obstante, he acumulado una colección horrible de pornografía bélica mucho más grande que cualquier otra que tuviera un veterano de Vietnam.
Aunque no tengo un cráneo humano en mi armario, mi colección de atrocidades es posiblemente mucho más espantosa. La colección de ese veterano está quieta y en silencio, pero los gritos de las víctimas, personas asesinadas vivas en video, son parte de mi colección. Su cráneo-trofeo estaba en un estante oculto a la vista, mientras mi compendio de horrores está esparcido por mi computadora, el almacenamiento en la nube, mi teléfono, mis cadenas de mensajes; la totalidad de mi vida digital. La colección de ese hombre era finita y contenida, producto de una guerra y un año de servicio militar hace muchas décadas. La mía vive conmigo y crece semana tras semana. Mientras escribía este artículo, llegó otro videoclip. Es espantoso. Al principio, no sabía si la mujer estaba viva o muerta. La respuesta solo se vio claramente cuando... Pensándolo bien, es mejor que no lo sepan.
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