Somos un país muy joven. Apenas aprendiendo a convivir, a definir un norte, a instaurar las nociones de la justicia judicial, a poner los primeros ladrillos en la construcción de una casa colectiva, debatiéndonos entre el odio y el amor, abrazándonos en la desesperanza y la utopía.
El país no avanza significativamente porque los poderes estratégicos siguen en manos de la canalla, protegidos por medios de comunicación canallas, blindados por aparatos canallas, avalados por serviles canallas.
Nuestras instituciones no son tan sólidas como nos lo han contado. Nuestra democracia no ha existido como lo han difundido. Colombia es un remedo de casa que alberga a sus ciudadanos con desiguales derechos. Unos sí, otros no. La verdad siempre ha sido mancillada cuando no defenestrada. Entre todas las carencias de Colombia, la falta de verdad es una de las más paralizantes para sus dinámicas de desarrollo humano.
Los inicios del siglo XXI fueron de tenebrosidad, dolor e ignominia con los dos gobiernos sucesivos de Álvaro Uribe Vélez (2002 – 2010). La diferencia con los gobiernos de anteriores presidentes consistió en que Uribe no ocultó su inclinación al delito y a la aporofobia, su sed de tierras y dinero mal habidos, su hambre de poder y manipulación de la masa ignara.
El principal significado de una sentencia condenatoria que la jueza Sandra Liliana Heredia podría emitir sobre el proceso a Uribe es la proclamación de una verdad: que un presidente ha usado su investidura para delinquir. Verdad que llevará a importantes inferencias.

Esa verdad en la historia de un país con tantos ídolos de barro contribuye a salir de la ingenuidad, a superar la minoría de edad, a abandonar el analfabetismo político. También es un impulso hacia la revisión colectiva del tipo de sociedad gregaria y acrítica que venimos construyendo, al aprendizaje de nuevos valores que desplazan antivalores. Es otro ladrillo que se suma a la construcción de una casa con dignas columnas.
De darse una sentencia condenatoria contra Álvaro Uribe Vélez, se derrumba un mito con múltiples significantes. Cae el Mesías de papel que no nos salvó de ninguna guerrilla. Ya no es el “Gran colombiano”. Tampoco el eficiente pacificador. Menos el cuidador de los tres huevitos. Deslegitimada su “seguridad” antidemocrática. El que gobernó para favorecer los más ricos. El que persiguió a los pobres con leyes anti derechos y decretos marciales extrajudiciales.
Nos han mentido los políticos, los industriales, los terratenientes, los empresarios, los comerciantes, los jueces, los gobernantes, los actores armados, los académicos, los sacerdotes. Hay excepciones. Los artistas también han mentido pero sus mentiras han servido para divulgar la verdad a través de sus obras, bellas mentiras que revelan terribles verdades.
En un país lleno de mentiras sería una gran conquista que una jueza de la República condene por corrupto a un político promocionado como “el más firme y de corazón grande”. Colombia necesita verdad y reparación de las víctimas. La contribución a la verdad es entre otros uno de los grandes significados del juicio al sociópata y mitómano Álvaro Uribe. Se empieza a posicionar la idea de que nadie está por encima de la Ley. Sería el inicio del fin de la impunidad que ha envilecido a Colombia.
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