Dos años después del inicio del genocidio en Gaza, el Estado se desvanece, pero el pueblo permanece. En todo el mundo, la diáspora palestina encarna una conciencia que se niega a ser borrada.
François Vadrot, 7-10-2025
Silueta de Gaza, vacío en el corazón de un cielo saturado de estrellas. Alrededor de la oscuridad, la luz: la de los vivos dispersos.
El 7
de octubre de 2023, lo que fue presentado al mundo como una nueva “guerra”
entre Israel y Hamás marcó, en realidad, la continuación de un proceso iniciado
en 1947: la destrucción progresiva del pueblo palestino. Dos años después, la
narrativa bélica se ha disipado. No fue una guerra, sino un aniquilamiento.
Y,
sin embargo, más allá de las ruinas materiales, Palestina persiste a través de
su diáspora: un pueblo sin mapa, pero no sin memoria. Ese reconocimiento —el
del Pueblo palestino en el mismo nivel moral que el Pueblo judío—
constituye hoy la línea de fractura ética más profunda del siglo.
Gaza, la destrucción y el regreso de lo real
Dos
años después del 7 de octubre de 2023, la verdad ya no puede ocultarse: Gaza no
sufrió una guerra, sino un genocidio. El informe de la Comisión
Internacional Independiente de Investigación de las Naciones Unidas,
publicado el 16 de septiembre de 2025, concluye formalmente que Israel ha
cometido y sigue cometiendo actos constitutivos de genocidio conforme a la
Convención de 1948. Los expertos documentan, con pruebas, los cuatro criterios
legales: «matar a los miembros del grupo, infligirles graves daños físicos o
mentales, imponer condiciones de vida destinadas a provocar su destrucción,
impedir los nacimientos», con la intención de destruir, total o parcialmente,
al pueblo palestino de Gaza.
El
informe desmonta la ficción de una “guerra”: no se trata de “operaciones
desproporcionadas”, sino de una empresa sistemática de destrucción.
La población civil fue el objetivo: bombardeos en zonas de evacuación,
ejecuciones en refugios, hospitales y escuelas arrasadas, infraestructuras
hídricas y eléctricas aniquiladas, uso del hambre como arma (bloqueo de leche
infantil, cortes de combustible y agua). El documento también describe el ataque
deliberado a niños («incluso bebés alcanzados en la cabeza y el pecho»), la
destrucción de la única clínica de fecundación in vitro y el uso repetido de la
violencia sexual como instrumento de dominación.
Incluso los símbolos de continuidad —mezquitas, iglesias, cementerios,
universidades— fueron deliberadamente pulverizados.
Las cifras desbordan cualquier lenguaje: más de 50.000 muertos, 83 % civiles, 200.000 viviendas destruidas, un millón y medio de desplazados en una franja tornada inhabitable. Un experto militar citado por la ONU señala que Israel «arrojó en una semana más bombas que Estados Unidos en un año de guerra en Afganistán».
El informe concluye: «No existía ninguna necesidad militar que justificara este patrón de conducta. El pueblo de Gaza, en su conjunto, era el objetivo».
No
sólo se destruyó la vida, sino también la condición de vivir. Lo que colapsa
bajo las ruinas no es una entidad política: es la posibilidad de habitar el
mundo.
Pero
precisamente en esa negación total aparece la huella de la supervivencia: donde
la tierra se destruye, la memoria se expande.
Una diáspora mundial, espejo del borramiento
Desde
la Nakba de 1948, Palestina se ha dispersado y reconstituido en el
exilio.
De los casi quince millones de palestinos existentes, más de la mitad vive
fuera de su tierra. Seis millones están registrados como refugiados ante la
UNRWA: un pueblo desarraigado cuya condición de exiliado se ha vuelto
hereditaria.
La
diáspora palestina se extiende desde el Levante hasta América Latina. La
comunidad más numerosa fuera del Medio Oriente se encuentra en Chile,
con casi medio millón de descendientes. Otras diásporas existen en Honduras,
El Salvador, Brasil, Europa y América del Norte.
Estas comunidades —integradas, pero lúcidas— han convertido la memoria
palestina en una forma de vida en el exilio: conservar la lengua, la cocina, la
música, la hospitalidad, la resistencia… actos todos de persistencia.
Palestina,
entonces, ya no es un territorio. Es una presencia difusa, un país mental, una
continuidad invisible que enlaza Gaza, Belén, Santiago y Berlín. Donde el
Estado desapareció, el pueblo persiste.
Por qué países no musulmanes se sienten concernidos
No es
la religión, sino la memoria del mundo la que ha reactivado la solidaridad con
Palestina. El 27 de septiembre de 2025, el presidente colombiano Gustavo
Petro denunció en la Asamblea General de la ONU «el genocidio en curso en
Gaza», acusando a Occidente de haber convertido el derecho internacional en una
herramienta selectiva. Pocos días después, los Estados Unidos revocaron su
visa diplomática, una sanción sin precedentes para un jefe de Estado
latinoamericano.
Pero
detrás de ese enfrentamiento hay una resonancia más profunda.
En el imaginario latinoamericano, Palestina encarna el espejo de los pueblos
despojados, colonizados, borrados. En Chile, Honduras y Colombia, las familias
de origen palestino recuerdan que el despojo no es un concepto, sino una
herencia. E incluso donde la diáspora es pequeña, Gaza actúa como símbolo: la
imagen del ser humano declarado superfluo.
Del Estado soñado al Pueblo reconocido
Durante
décadas, la diplomacia creyó que la paz podía dibujarse en un mapa. Pero el
paradigma de la “solución de dos Estados” se ha derrumbado.
La cuestión esencial ya no es el reconocimiento de un Estado palestino,
sino el del Pueblo palestino, en el mismo rango moral que el Pueblo
judío.
Reconocer
un Estado es otorgar una bandera; reconocer un pueblo es afirmar una historia,
una dignidad, un derecho a existir. Desde 1948, Occidente reconoció al pueblo
judío en su sufrimiento y su reconstrucción, pero negó en el mismo gesto al
pueblo que nació de esa desposesión: el pueblo palestino. La guerra de Gaza ha
desnudado esa asimetría moral: un pueblo reconocido en su humanidad, el otro
reducido a una “amenaza demográfica”.
Esa fractura se ha vuelto insoportable.
El espejo del exilio: del judío errante al refugiado
perpetuo
La
figura del refugiado palestino perpetuo responde a la del judío
errante: uno fue una invención teológica, castigado por rechazar al Mesías;
el otro, un producto político, castigado por rechazar la colonización. Ambos
encarnan la misma angustia de los poderosos: el miedo al pueblo sin lugar.
Pero
mientras el mito del judío errante servía para justificar el temor, la
condición del refugiado palestino revela la fabricación moderna del destierro.
El primero era solitario, errante por culpa; el segundo es colectivo, errante
por decreto.
Uno expiaba un pecado imaginario, el otro sufre un castigo real.
Y la
historia, cruelmente, se ha invertido: el pueblo antaño perseguido por su
dispersión se ha convertido en el agente de una nueva dispersión.
No por esencia, sino por repetición del mecanismo.
Esa es la tragedia central: la memoria de un exilio no impidió la creación de
otro.
Sin
embargo, en esa simetría herida hay una posibilidad.
El palestino exiliado, como el judío de antaño, lleva la conciencia del mundo:
la del ser humano sin refugio que obliga a cada sociedad a interrogar su propia
humanidad.
La conciencia como territorio
Donde
circula la palabra palestina —en universidades chilenas, colectivos africanos,
manifestaciones europeas o campus estadounidenses— se redibuja el mapa moral
del mundo. La diáspora no es solo un exilio: es una forma de presencia
universal, un recordatorio constante de que no se puede borrar a un pueblo
sin borrar una parte de uno mismo. Palestina ya no es un lugar disputado, sino
un principio de verdad: el que distingue a la civilización de su
parodia.
Conclusión: el pueblo sin mapa
Dos
años después del inicio del genocidio, Palestina ya no existe en los mapas,
pero persiste en la conciencia del mundo. Encarnando la parte irreductible de
lo humano que ni las bombas ni el hambre pueden abolir, el reconocimiento del Pueblo
palestino en el mismo rango que el Pueblo judío no compara
sufrimientos: restaura la simetría de los derechos. Mientras uno sea intocable
y el otro borrable, la civilización permanecerá suspendida.
El
mapa político se ha disuelto; el mapa moral se ilumina. Y en ese mapa, en el
centro del vacío, un nombre permanece: Palestina, el pueblo sin mapa.
Nota aclaratoria
Este texto se basa en el informe de la Comisión
Internacional Independiente de Investigación del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas,
Legal analysis of the conduct of Israel in Gaza (A/HRC/60/CRP.3, 16 de
septiembre de 2025, PDF, inglés, 1 MB), que concluye que Israel comete actos
constitutivos de genocidio en Gaza, según la Convención de 1948.
El artículo pertenece al ámbito del ensayo político: busca la coherencia moral
y simbólica, más que la exhaustividad documental.
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