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10/05/2021

USA: un círculo cada vez más estrecho de políticas de sustitución

   Alastair Crooke 

  Traducido por S. Seguí, Tlaxcala

  Original
  Português


Pareciera que “el equipo” quiere librar una guerra de quinta generación y a la vez exigir (y esperar) la cooperación de sus “adversarios”.

La política exterior de Estados Unidos se ha convertido en una especie de cubo de Rubik global: en un momento dado, el cubo es todo rojo y “el equipo” parece estar dispuesto a suavizar las tensiones con Rusia o China. pero al momento siguiente el cubo presenta una faceta diferente y Washington pasa a las duras sanciones, los insultos y las demostraciones militares de fuerza. Lo que resulta más desconcertante es que el cubo sea tan agresivamente azul un día, y por contra el día anterior o el siguiente presente un color rojo apaciguador.

Está claro que Estados Unidos pretende mantener su primacía a través de su autodefinido “orden global”. Sin embargo, la impresión que da es que “el equipo” quiere librar una guerra de quinta generación y al mismo tiempo, exigir –y esperar—   la cooperación de sus “adversarios” en unos pocos asuntos de interés para Estados Unidos (como el cambio climático, que es el fundamento desde el que esperan relanzar su hegemonía económica). No es de extrañar que el resto del mundo se rasque la cabeza pensando que estas contradicciones no tienen ningún sentido, lo que impide que cualquiera de los dos supuestos tenga éxito.

Algunos especulan que hay diferentes “equipos” que se apoderan periódicamente del manejo de los hilos de la Casa Blanca. Tal vez haya algo de verdad en esto. Pero quizás también, el error sea que estamos fijados en ver la política exterior actual a través del prisma demasiado convencional de un Estado que persigue sus intereses nacionales en el extranjero.

Quizás lo que estamos presenciando es una política exterior arraigada en algo de naturaleza diferente a los intereses nacionales, tal y como se entienden tradicionalmente. Quizás estemos más bien ante una geopolítica de la memoria que no está limitada por ningún Estado en particular, pero que requiere una legitimación moral y geográfica mucho más amplia. El interés nacional se centraría aquí más en la gestión de una revolución cultural que en una lógica de las relaciones bilaterales.

Un ala de esta “ave” es evidente en el poderoso y controvertido monólogo de Tucker Carlson, un destacado comentarista político conservador estadounidense, en el que explica por qué un partido estadounidense está importando un nuevo electorado a fin de diluir y sustituir al electorado estadounidense existente, y que lo ha estado haciendo desde hace ya décadas. Es el impulso dominante en la política estadounidense, afirma Carlson; es la “política de sustitución”.

Carlson da ejemplos de algunos estados usamericanos (como California), que han visto alterada su fisonomía política de forma permanente a través de la mecánica de la inmigración. Insiste en que, al igual que una moneda fiduciaria (en el bolsillo de cada ciudadano) se devalúa a medida que la máquina de imprimir produce más y más moneda, los votos de un electorado existente pueden devaluarse políticamente mediante una inmigración excesiva, hasta que el antiguo electorado sea sustituido en última instancia por nuevos votantes caracterizados por su lealtad al partido importador. El asunto no va de compasión por los inmigrantes, dice Carlson, sino de poder.

El objetivo, continúa, es un remake, una reconstrucción del electorado opuesta a los intereses legítimos de la mayoría blanca tradicional. Biden insinuó la permanencia de este remake cuando, tras ensalzar su programa tan radical (en su primera rueda de prensa), se preguntó si seguiría habiendo un Partido Republicano en la culminación.

Este último objetivo, afirma Carlson, es el núcleo de la política actual, y cita el artículo de opinión del New York Times: We can replace them: “The potential is there; Georgia is less than 53 percent non-Hispanic–White”.

Esto ha estado sucediendo desde hace décadas, insiste Carson. Y así ha sido. La clarividente obra de Christopher Lasch, La rebelión de las élites, había predicho, ya en 1994, una revolución social que sería impulsada por los hijos radicales de la burguesía. Sus reivindicaciones se centrarían en ideales utópicos: la diversidad y la justicia racial. Una de las ideas clave de Lasch era que los futuros jóvenes marxistizantes estadounidenses sustituirían la lucha de clases por la lucha de culturas.

También era la época de Bill Clinton y Tony Blair, un momento en que la izquierda estadounidense y europea cortejaba a Wall Street con promesas de desregulación y empezaba a sentar las bases para un largo dominio en el poder. Lasch ya había predicho también la simbiosis que se avecinaba entre la lucha de culturas y las grandes empresas (que ahora está en pleno apogeo). Sin embargo, fue Obama quien selló el matrimonio con los euroélites, y quien dio cuerpo a la noción de lucha de culturas como estrategia de sustitución. Obama sigue ahí, entre bastidores, moviendo los hilos.

Y, simplemente para escapar de una política estadounidense sobrealimentada y altamente partidista, volvamos ahora a Europa para comprender los frutos de la otra ala de la lucha de culturas, articulada esta vez “al otro lado del charco”. En Politics of Memory, Stanley Payne trata este asunto.

La resonancia de esta iniciativa con lo que está ocurriendo en Estados Unidos es evidente. Pero, ¿qué ocurre aquí, a un nivel más profundo? ¿Por qué el reflejo europeo?

En última instancia, el objetivo es ampliar el apoyo a la “corrección moral” de la revolución “woke”: Ampliarla a una élite europea, ya bien preparada (es decir, la política de la memoria, como se ha dicho anteriormente) para la lucha de culturas,  aunque orientada más a reemplazar a los “populistas” y nacionalistas europeos por adherentes al proyecto imperial de la UE.

El reset (la sustitución de una base manufacturera debilitada por la automatización y la alta tecnología) forma parte de este plan de rotación. La agenda del Reset de Davos especifica explícitamente la necesidad de nuevas herramientas de disciplina pública: Aquellos que decidan mantenerse al margen o negar la nueva dispensación política woke, probablemente serán “condenados ritualmente y expulsados” a medida que las empresas se adhieran a las nuevas reglas ideológicas de gobernanza, sociales y medioambientales. Al igual que aquellos que no tienen un pasaporte de vacunas ya están encontrando dificultades para participar en la vida pública y para viajar o trabajar (fuera de sus domicilios). Un sistema de crédito social es el ineludible concomitante lógico del pasaporte de vacunación en su momento. Teóricamente, el círculo se cierra sobre la disidencia.

El aspecto de la política exterior de esta putativa “revolución” debería estar claro. El nacionalismo ruso o chino, o de hecho cualquier soberanía, per se, constituye una amenaza para una “revolución cultural” diseñada para eliminar ambos. Rusia y China pueden ser denigrados libremente, en este marco, y colocados a la par con Franco; pero a falta de una aceptación europea más amplia de la validez moral de la sustitución de una población fundadora, en nombre de las injusticias históricas, el cambio se percibiría como endeble en el mejor de los casos.

El equipo actúa un día agresivamente, es decir, contra Rusia, pero se retrae emolientemente, también, cuando esa agresión amenaza a Europa (por ejemplo, la perspectiva de una guerra en Ucrania), ya que “el equipo todavía necesita el respaldo moral tácito de los líderes europeos para su experimento interno sin precedentes”. En resumen, el experimento de la rotación del poder es la cola que mueve al perro de la política exterior de Estados Unidos.

Si todo esto suena un poco a fábula, es porque lo es. Y lo más probable es que fracase. Las tensiones impuestas a la cohesión de la sociedad estadounidense por el lanzamiento de la revolución cultural woke pueden resultar demasiado grandes. La Revolución Cultural china, lanzada por Mao (como parte de su purga de rivales del Partido, en 1966), se convirtió muy rápidamente en un movimiento descentralizado y semicaótico de Guardias Rojos, estudiantes y otros grupos que compartían ideas y programas, pero que actuaban con bastante independencia de la dirección central del Partido.

Ya hay indicios de que los activistas callejeros estadounidenses han empezado a condenar a sus ostensibles líderes como charlatanes: a Obama por sus primeras deportaciones, a Pelosi por su grandilocuencia sobre el veredicto de George Floyd: “De nuevo gracias, George Floyd, por sacrificar tu vida por la justicia”. (Él no eligió morir).

¿Cómo acabará todo esto? Nadie lo sabe.

Sin embargo, Dostoievski en Los demonios nos recuerda cómo los liberales seculares rusos de la década de 1840, sensibles, amables y bienintencionados, prepararon el camino a la generación de 1860 de niños radicalizados y enloquecidos por la ideología, empeñados en derribar el mundo y en volverse contra sus propios padres. Las revoluciones tienen la costumbre de devorar a sus hijos.

En Europa, el enfado por la absoluta ineptitud de los dirigentes institucionales de la UE en una serie de cuestiones que van desde las vacunas hasta la práctica “destrucción bélica” sufrida por parte de la economía europea (a través de los interminables confinamientos), habla más bien de una Europa empeñada en la busca de algún líder eficaz con la visión necesaria para sacar al continente del abismo. ¿Hay alguno? Todavía no.

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