Fausto Giudice, 11 de abril de 2023
Editado por María Piedad Ossaba
I.
Preludio
Reconozcámoslo:
mi generación, la de los babyboomers sesentayochistas, tiene una tendencia
general a mirar con condescendencia a la generación de los mileniales,
la de sus nietos. O al menos así es como suelen percibir ellos nuestras
actitudes de veteranos.
Yo
mismo nunca juzgo a nadie, y al final me ha costado caro. La traición y la
calumnia son la suerte común de los humanos en cuanto forman una sociedad. Y
comprendo perfectamente a aquellos de mis jóvenes amigos que eligen el camino
de una ermita destecnologizada en la montaña. Empecé a pensar en ello y a soñar
con la creación de comunidades rurales en las que cualquier objeto electrónico
o incluso eléctrico quedara custodiado de entrada.
Mientras
tanto, paso, para mi creciente desesperación, demasiada parte del tiempo que me
queda por vivir delante de mis pantallas y en mis teclados. Hace veinticinco
años, mis entrañas se rebelaron contra esto y empezaron a sangrar. Salí
adelante, por un milagro inexplicable. El cirujano que me operó la segunda vez
me contó que, cuando estaba en la camilla y mi presión arterial había bajado a
cero, dijo al equipo: "Voy a comer un tentempié, creo que cuando vuelva ya
habrá pasado". Y cuál fue su sorpresa cuando al volver de la cantina
comprobó que el tano seguía respirando. Me explicó la hipótesis médica de que
mi hemorragia digestiva era el síndrome de Mallory-Weiss. Fue una gran ayuda
para mí. Le dije que, en mi opinión, había sido víctima del síndrome de la
revolución virtual en el macintosh. El golpe que había acabado conmigo había
sido un proyecto totalmente jodido de un grupo de idiotas de Marsella, Aviñón y
alrededores para hacer una “caravana a Palestina”. Rápidamente descubrí que no
sólo eran abismalmente ignorantes, sino -y esto suele ir de la mano-
horriblemente pretenciosos. En resumen, ni caravana, ni a Palestina, ni a
ningún otro sitio que no fuera el hospital.
De regreso
desde hace 12 años al país donde crecí, sin televisión, sin ordenador (no
existía), sin teléfono móvil (el fijo de mis padres, que estaba en mi
habitación, casi nunca sonaba), me llevé un susto, una ráfaga de sobresaltos: en
la Medina, habían desaparecido calles enteras de artesanos; en la calle Malta Sighira,
todos los artesanos del hierro forjado habían sido sustituidos por chapuceros
vendedores de muebles de madera barata (las tumbonas que compré no duraron ni
un año) y plástico; y en el mercado central, los hermosos tomates rojos habían
dado paso a insípidos tomates naranjas, de semillas híbridas fabricadas en la
UE, y con destino a la UE. Y ocho de los doce millones de habitantes del país
tenían una cuenta de feisbuc. Como las suscripciones telefónicas suelen ir
unidas a una cuenta feisbuc, muchos usuarios (¿o usados?) sólo conocen de la
telaraña feisbuc, wadzapp, youtube, telegram o, ahora, tiktok. Y lo mismo
ocurre en todas partes, de Medellín a Nablús, de Soweto a Yebel Lahmar. Durante
las campañas electorales a las que asistí en mi “país de regreso”, no vi ni un
solo cartel pegado en un muro. Ninguno de los centenares de menores de 45 años
que he conocido en estos 12 años, ha escrito y preparado un panfleto en su
vida, para repartirlo a las 5 de la mañana en la puerta de una fábrica, o a las
8 en la puerta de un liceo, o a mediodía en un mercado, o a las 6 de la tarde a
la salida de unos grandes almacenes. En resumen, en pocas palabras, pasamos del
pegado-apretado [collé-serré, manera de bailar de origen africano] de mi
juventud al copiado-pegado-publicado-megustado-zumbido de hoy. Y las
tres docenas de bastardos que tratan de hacer la ley sobre nuestro planeta en
estado de implosión trabajan duro (o mejor dicho, hacen trabajar duro a sus
esclavos haitech) para asegurarse de que ya no nos necesitan, aniquilándonos
así, mientras preparan su huida, a la luna o a Marte o en otro lugar. Hace unos
años, un genial estafador consiguió vender títulos de propiedad de parcelas en
la Luna a unos israelíes que se daban cuenta de que el proyecto sionista estaba
fracasando definitivamente y que no les quedaba más remedio que ir a colonizar
la Luna. Allí, al menos, estaban seguros de que estarían en territorio araberrein
[limpio de árabes] garantizado.
II.
Malika y Malika
El 5
de junio de 2021 recibí una notificación de Yezid Malika Jennifer: “Buenas
noches señor. Gracias por el
homenaje a mi tía malika yezid asesinada en 1973 por gendarmes [emoji] buenas
noches.”
El 7 de junio, segundo
mensaje:
“La pequeña de abajo era Malika.
Leí su libro y cuando vi el nombre yezid que también
es mi nombre me llegó al corazón. Porque esta historia destruyó a mi familia. Mi
abuela me contó esta historia. Todos estos desafueros, estas familias
destrozadas, es horrible. Todos estos
nombres de estas víctimas: nunca debemos olvidar. Que tengan un buen día”
A esto se refería:
“El domingo 24 de junio, los gendarmes de Fresnes que
buscaban a un joven argelino de 14 años que se había fugado, agredieron a su
hermana de ocho años. Malika Yazid estaba jugando en el patio de la cité de
transit (urbanización temporánea) de Les Groux donde vivía, en Fresnes. Subió
al apartamento para avisar a su hermano. Los gendarmes irrumpieron en el
apartamento.
Uno de ellos, tras abofetear a Malika, se encierra con
ella en una habitación para “un interrogatorio”. Un cuarto de hora después,
Malika sale de la habitación y se desploma en el suelo. Muere cuatro días
después en el hospital de la Salpétrière sin haber salido del coma.”
Estas son las once líneas que dediqué a la pequeña Malika, abofeteada a muerte
por un gendarme a la edad de ocho años, en aquel terrible verano de 1973, la
secuencia más dura de las dos décadas de arabicidas que reconstruí en mi libro
que lleva ese nombre y que se publicó en 1992. Este libro había sido una
elección obvia, hecha durante el trabajo sobre el anterior, Têtes de Turcs
en France [Cabezas de Turcos en Francia], publicado en 1989, que había
tenido bastante éxito (más de 25.000 ejemplares vendidos, en aquella época
todavía se leían libros impresos en papel). Era una evidencia dolorosa: era
imposible dedicar un solo capítulo de Têtes de Turcs (cada capítulo describía
un ejemplo de apartheid a la francesa: trabajo, sanidad, escuela, vivienda,
etc.) a lo que entonces se llamaban “crímenes racistas”.
Habían
sido demasiados. Así que decidí dedicarle un libro aparte. Durante dos años, el
salón de mi barriada de Ménilmontant estuvo bloqueado por una larga tabla
colocada sobre dos sillas, en la que se amontonaban carpetas amarillas por
casos y por años. En resumen, un preludio material (madera, tinta, papel) de
las tablas Excel del futuro próximo.
Al
final, tuve 350 a lo largo de 21 años, es decir, 16,6 al año, 1,3 al mes. Una
minucia comparado con los negricidios en los USA. Pero, por Dios, no
estamos en yanquilandia, estamos en la cuna de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, todos los hombres nacen libres e iguales en derechos, etc.,
etc., ¡que acabamos de celebrar con gran pompa en los Campos Elíseos con el
desfile de Jean-Paul Goude por el Bicentenario de la Gran Revolución! Confieso que,
durante estos dos años de intenso trabajo de investigación, más de una vez me
ha amenazado la depresión y la huida, quizá no a la Luna, pero en cualquier
caso lejos de Madame la France, como decían los magrebíes (en referencia
al billete de 100 francos con la efigie de la Libertad con un seno al aire
guiando al pueblo).
Los
momentos más duros fueron los juicios, en los que las pobres familias árabes
experimentaban una segunda muerte, infligida por el frente de los enharinados:
jueces, fiscales, abogados defensores y acusados mano en la mano, y
jurados -cuando era en tribunal de jurado- totalmente estupefactos y mudos.
Nunca oí a un solo miembro del jurado decir una palabra durante los tres días
que duraba el juicio. Te hace preguntarte qué sentido tienen los llamados jurados
“populares”.
La
familia de Malika no tuvo que pasar por esto: el caso se cerró rápido, sin
consecuencias legales. Pero no se ahorró nada más. Jennifer Malika Fatima es
una de las dos únicas supervivientes de la familia, diezmada por la hogra
[desprecio], la droga, la delincuencia y, detrás de todo, el llamado tránsito.
La cité de transit de Les Groux, en Fresnes, a tiro de piedra de la
cárcel (“conveniente”, dice su tío Nacer, el único otro superviviente, que la probó),
una situación provisional que se eternizó. Abandonada a su suerte con su abuela
tras el suicidio de su madre, a los 18 meses fue colocada en una familia de
acogida de pura cepa gala. Allí permaneció durante treinta años y acabó
escapando a su destino tras haber estado cerca de todos los peligros habituales
que aguardan a los niños de las clases peligrosas racizadas.
Y
ahora, el 7 de abril, ¡sale SU LIBRO! Todo un acontecimiento. No quiero hacer ningún
spoiler, pero sólo decir esto: este libro es la mejor realización que conozco
hasta la fecha del deseo que me había formulado cuando salió mi propio libro Arabicidas.
No estaba satisfecho con el resultado final de mi trabajo, soñaba con A
sangre fría, de Truman Capote, que había trabajado durante años con dos
jóvenes asesinos condenados a muerte y había producido una obra maestra. Y me
hubiera gustado interrogar algunos autores de arabicidas y sus familiares, pero
no encontré ninguno. Pero bueno, yo no era Truman Capote, La Découverte, mi
editor, no era una gran casa neoyorquina que pudiera pagar detectives, yo sólo
era un oscuro periodista “islamoizquierdista” antes de tiempo italiano (“¡Ah!
Usted habla muy bien el francés” – “Tú lo has dicho, soplapollas, el francés es
nuestro botín de guerra”), editado por una editorial con un pasado glorioso
(François Maspero) pero un presente crítico (más tarde fue comprada por una
multinacional), en definitiva me decía a mí mismo que mi trabajo era un mínimo
servicio a prestar a las futuras generaciones que se preguntaran por esta
historia y quisieran excavarla.
Treinta
o cincuenta años después, esto es exactamente lo que está ocurriendo. Siempre
es la tercera generación la que desentierra el pasado del olvido: es el caso de
los armenios, de los judíos de Europa y de todos los demás. Es la generación de
los nietos de las víctimas de crímenes de Estado masivos, concentrados o
diluidos, la que revive las experiencias traumáticas colectivas y las transmite
a la siguiente. El libro de Jennifer Malika Fatima es, que yo sepa, el primero
de este tipo, construido a partir de los recuerdos, conversaciones e increíbles
archivos cuidadosamente conservados y ordenados por su abuela, una cabila (supuestamente)
analfabeta.
No se
trata de una tesis doctoral con formato académico que, en general, es ilegible
para el ciudadano medio, si es que le resulta accesible. Es un puñetazo en las
tripas. En cuanto lo recibí, me lo tragué entero y lo terminé en dos horas.
Luego me refugié aturdido en una rumia atontada durante unas semanas. Tiempo
para digerir. Este es el resultado de mi digestión, ya que me prometí a mí
mismo publicar esta reseña poco convencional para la salida del libro.
El
libro, para el que Jennifer Malika Fatima contó con el apoyo sororal/fraternal
y respetuoso de la escritora Asya Djoulaït para el formateado del manuscrito y
del historiador Sami Ouchane para la presentación de los documentos extraídos
de los archivos -que no trataron de imponerle un formateado académico-, está
magníficamente posfaciado por la querida Rachida Brahim, otra estrellita
rutilante de las generaciones venideras a la que yo había supuesto que mi libro
sabría hablar.
El
libro ha beneficiado de una cuidada y ejemplar edición a cargo de una joven
editorial feminista de Marsella, Hors d'atteinte [Fuera de alcance], que he
descubierto con deleite, y cuyo catálogo ha trastornado mis glándulas
salivales, hasta el punto de que mañana tengo cita con mi dentista para la
extirpación de un quiste mucoso oral (explicaciones en
la web).
Bien
hecho, señoras, me han curado de cualquier tentación de condescendencia. Creo
que pertenecemos a la misma especie: la de los humanos que no sabemos de qué
hablamos cuando se dice: jubilaciones. Terminaré con esta frase de
Nietzsche con la que concluí mi libro: “El hombre de larga memoria es el hombre
del futuro”. Hombre, por supuesto, en el sentido de Mensch, humano, en
alemán y en yiddish.
Así
que no lo duden y corran a su librería local (¡olvídense de Amazonzón*, por
favor!) y encarguen el libro, si pueden leer el francés (lo distribuye Harmonia
Mundi), Si no, tendrán que esperar a la versión hispana. Trabajamos en
ello. Cualquier editor interesado puede escribir a tlaxint[at]gmail.com.
Papel gran formato 15€ - Electrónico
11,99€
Nota
*Zonzon es una antigua palabra francesa
que significa zumbido, pero en el argot popular significa cárcel
(por aféresis de prison) como sustantivo, y chiflado como
adjetivo. Y, de verdad, el imperio de Jeff Bezos es una cárcel zumbona.