Reinaldo Spitaletta, 5/4/2022
Pär Lagerkvist, escritor sueco, ganó el Nobel de Literatura en 1951 y en los 60 y 70 era uno de los autores más leídos en Colombia, en particular por ediciones que nos llegaron desde la Argentina. Por aquellos tiempos de la Guerra Fría, el rock, los jipis y las protestas contra la invasión estadounidense a Vietnam, nos fuimos hundiendo en reflexiones, sensaciones desconocidas y una especie de irónico horror con obras como Barrabás , El Enano, La eterna sonrisa y, en especial, con esa suerte de parábola sobre la destrucción y el mal que es El Verdugo. Para un joven de aquellas décadas era una aventura sin igual leer, por ejemplo, El ascensor que bajó al infierno.
Por estos días, en un taller literario que realizamos en la patrimonial Casa Barrientos, en la avenida La Playa, de Medellín, analizamos El Verdugo. Y una de las múltiples variables que hallamos en la lectura, es la de la banalización del mal, como, en otro tiempo y en un ámbito distinto, lo advirtió la alemana Hannah Arendt. La literatura tiene el poder sin igual de conectarnos con “todos los ayeres”, pero, a la vez, con el presente y aún con lo que vendrá. El Verdugo, cuya temporalidad (o atemporalidad) es una de sus más atractivas características, tiene momentos en la Edad Media y otros en los días previos a la instauración de aquel horror llamado el nazismo.
Edvard Munch, “El Grito”, Óleo, temple y pastel sobre cartón , 91 cm × 74cm
Galería Nacional de Noruega, Oslo
Lagerkvist es un escritor expresionista. Y al leerlo podemos estar frente a un cuadro como “El grito”, de Edvard Munch, o viendo otra vez el Nosferatu, de Murnau. Ese es el poder de la literatura y, en general, de todas las artes. El Verdugo, una novela corta, es un alegato contra la violencia y, a su vez, un fresco estremecedor sobre la destrucción del hombre, el racismo y la catastrófica presencia de ideologías como el nazismo.
“¡La guerra es salud!”, proclama una voz. Y otra: “La paz es una cosa para los niños y los enfermos: son los que necesitan de la paz”. “Los niños deben ser educados para la guerra”, dice otro personaje. Y, entre tanto, se va vivando y ovacionando a unos asesinos que entran a la taberna sin tiempo donde está el eterno verdugo, pero también los que están de acuerdo con el exterminio de “razas inferiores”.
El Verdugo, publicada en 1933, cuando apenas el nazismo comenzaba su ascenso, es una advertencia, una profecía, un cuestionamiento, una posición de alerta sobre lo que ha sido el triunfo de la maldad, todo como una suerte de triunfo del mal, que arrasa sin piedad al opositor, al cual hay que borrar (por ejemplo, con fusilamientos). Es, por qué no, una especie de distopía, pero, ante todo, una metáfora de cómo se destruye la civilización y se alienta la barbarie.
Así como, por ejemplo, William Faulkner escribe varias novelas y cuentos sobre y contra el racismo en Estados Unidos, El Verdugo, en medio de música de jazz y tango, alertará de un modo doloroso sobre las razzias, la segregación, las ideas disparatadas sobre una presunta “raza superior”. Tiene escenas delirantes en las que una montonera de blancos la emprende contra los músicos negros de una orquesta de jazz que anima una fiesta, en la que la sangre se derrama a punta de bala e insultos.
Las ficciones, con todas sus maravillas, imaginaciones y deslumbramientos, nos conectan con la realidad. Y El Verdugo nos enlaza, digamos en estos tiempos, con los verdugos nuestros, con el racismo nuestro, con los que han promovido desde tiempos inmemoriales matanzas y desafueros a granel. Aquí tenemos, en esta realidad de congojas y terrores, que a veces nos parece parte de una ficción sangrienta, verdugos, racismo, “falsos positivos”, cacería de líderes populares, persecuciones a los que luchan por la justicia y la equidad…
Cuando durante el juicio al criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann, en Israel, la filósofa Arendt deslizó su concepto sobre la banalidad del mal, que se sintetiza en que personas capaces de cometer grandes males pueden ser en apariencia “normales”, estaba abriendo los ojos al mundo sobre millares de asesinos (entre ellos, gobernantes, congresistas, “gentes de bien”, ministros…). Algo así se aprecia en la breve novela del sueco.
Una banda de jazz, disminuida por la infame agresión de los blancos a los músicos negros en una taberna (hemos dicho que el tiempo en El Verdugo es una especie de delirio) que parecía, en determinado momento de locura colectiva y crimen, una “hirviente olla de brujas”, es una patética muestra de la irracionalidad de los que se consideran miembros de una “raza superior”.
En El Verdugo hay una naturalización del mal, del crimen y la perversión, como, por ejemplo, nos ha sucedido por estos contornos colombianos, cuando sobre la víctima recaen sospechas de que “algo debía” o de que se trata de “un buen muerto”. Cuando naturalizamos o normalizamos la violencia, somos cómplices de los asesinos.
Lagerkvist en Tjörn 1966. Foto Lennart Nilsson/TT Nyhetsbyrån