Manuel Talens (1948-2015), enero de 2006
Este texto, redactado por el cofundador de la red de
traductor@s Tlaxcala, llevó a sus miembr@s a decidir, tras un debate, dejar de
utilizar los términos Estados Unidos, América, American@, para referirse a los Estados
Unidos de América., sus habitantes y sus entidades, y utilizar en su lugar los
términos USA, USAmerica, usamerican@ en todas las lenguas en que esto sea
posible (inglés, español, italiano, francés, portugués, alemán, neerlandés,
sueco, catalán, esperanto). -FG, Tlaxcala

«En el principio existía
aquel que es la Palabra y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios».
Así, de una manera tan semiótica, arranca el evangelio de San Juan. Los otros
tres, de Mateo, Marcos y Lucas, son menos imaginativos y, por eso, la exégesis
suele atribuirles un valor literario inferior cuando los compara con la obra
maestra del autor del Apocalipsis. Juan, que era un hombre culto y un
magnífico novelista avant la lettre, no dudó en afirmar que el ser
comienza con la palabra. Dicho de otra manera, sin palabra nada existe, pues
cualquier ente real o de ficción, cualquier objeto o cualquier idea, necesitan
ser nombrados para poder atravesar ese espacio que llamamos vida.
Pero
los nombres no se deben al azar y pertenecen a la categoría de los códigos
inconscientes, como bien han señalado los psicoanalistas de estirpe lacaniana,
tan devotos del significado oculto del lenguaje. Uno de ellos, Aldo Naouri,
cuenta en su libro de divulgación Madres e hijas el caso de un joven
parisino que se fue dando un portazo de la fábrica que iba a heredar, porque no
soportaba la manera en que su padre -un racista convencido- trataba al personal
magrebí. Más tarde, el joven tuvo una hija, cuyo nombre, Huria, plasmaba a la
perfección dicha ruptura con el pasado: Huria, en lengua árabe, significa «libertad».
Otro caso, mucho más simpático, era el de una mujer que padeció toda su vida de
resfriados. Como por casualidad, llamó a su hijo Geffroy, que en francés
significa fonéticamente «tengo frío».
Y
ahora, sentadas las premisas de mi exposición, me centraré en el nombre de un
país que recientemente fue objeto de enconados debates en los intercambios
internéticos del foro plurinacional de traducción al que pertenezco. El nombre
no es otro que The United States of America, alias America. Sí, los
ciudadanos de Estados Unidos llaman América a su propio país y, en
consecuencia, se autodenominan «americanos». Sin embargo, América es todo un
continente, con más de treinta países, grandes y pequeños, que podrían reclamar
con el mismo derecho llamarse así. Nos encontramos, por lo tanto, ante un caso
flagrante de apropiación indebida y unilateral de un nombre común, algo que en
clave retórica podríamos calificar de sinécdoque o metonimia, es decir, el
trasvase de significado desde un término que designa un todo hasta una sola de
sus partes.
Consciente
del disparate, un argentino llamado Emilio Stevanovich -el intérprete más joven
que ha tenido la ONU-, acuñó durante la guerra fría la denominación de Estados
Unidos de Norteamérica, pero tuvo poco éxito, pues conduce a una nueva
metonimia igual de ilícita: la del gentilicio «norteamericano». Basta con echar
un vistazo a cualquier atlas para ver que en América del Norte, además de
Estados Unidos, también «existen» Canadá y México, asimismo norteamericanos.
Recientemente
he visto la última película de Jean-Luc Godard, Éloge de l’amour, un
lúcido y despiadado ejercicio sobre la memoria, y en ella el director deja bien
claro que Estados Unidos ha robado el nombre que utiliza. En la escena que a mí
más me impresionó vemos a un abogado hollywoodense adquiriendo los derechos
cinematográficos de los avatares durante la Resistencia francesa de un viejo
matrimonio de judíos. Lee el contrato en inglés y un intérprete traduce para la
familia. En un momento dado, cuando dice que los compradores son americanos, la
nieta del matrimonio -militante contra la globalización neoliberal- lo
interrumpe: «Qué americanos?», pregunta. «De Estados Unidos», responde
sorprendido el otro. «Pero los brasileños son también Estados Unidos», replica
la joven. «De los Estados Unidos del Norte», continúa el abogado. «Los
mexicanos también están en el norte y son Estados Unidos. Lo que pasa es que
ustedes no tienen nombre, ni memoria.» Poco después, en un contrapunto
extraordinario, aprendemos que el matrimonio, cuyo apellido original era
Samuel, ha conservado hasta la fecha el que utilizaban en tiempos de la
Resistencia, Baillard, porque ellos sí tienen nombre, y no lo quieren olvidar.
Por
supuesto, los causantes de la metonimia America ni siquiera se plantean
el trastorno que causa su impostura, pero en los aledańos del imperio se ha
intentado remediar este escollo semántico. Los términos «yanqui» o «gringo»
hubieran servido, pero son despectivos, como también lo es el malévolo «usano»
-de USA, pero peligrosamente limítrofe con gusano- sugerido por el periodista español
Julio Camba.
Por
fin, apareció la designación «estadounidense» (los mexicanos lo escriben
“estadunidense” y los franceses han comenzado tímidamente a utilizar états-unien),
que parece más neutral, pero el arreglo dista de ser perfecto, ya que el nombre
oficial de la antigua Nueva España es Estados Unidos Mexicanos y, al menos en
teoría, los nietos de Cuauhtémoc son también -y con toda la razón-
estadunidenses.
Las
complicaciones no terminan aquí, pues no solamente los ciudadanos de Estados
Unidos carecen de nombre -lo cual ya es grave-, sino que el binomio «Estados
Unidos» tampoco es un nombre en sentido estricto. En general, los países suelen
tener un apelativo claramente identificable -Australia, Gabón o Venezuela, por
citar tres al azar- y nadie utiliza circunlocuciones extrañas a la hora de
nombrarlos, pues una cosa es que existan la República Francesa o el Reino de
Marruecos y otra muy distinta que nos refiramos a ellos así, salvo en
documentos legales. En cambio, un nombre tan absurdo como Estados Unidos de
América ha necesitado la creación de abreviaturas. En inglés la sigla es USA. ¿Y
en nuestra lengua? La discusión en el foro al que me refería antes empezó
cuando se intentó unificar la grafía castellana de la abreviatura de marras,
con vistas a establecer los criterios editoriales de una revista electrónica
que hemos empezado a publicar. Fue entonces cuando nos dimos cuenta del
galimatías en que se ha enredado la cuestión, pues, en España, el libro de
estilo de El País recomienda EE UU -separado y sin puntos-, El Mundo
opta por EEUU -junto y sin puntos-, el Abc y La Vanguardia se ciñen
al académico EE.UU. -junto y con puntos- y el Diccionario de dudas y
dificultades de la lengua española de Manuel Seco escribe EE. UU. -separado
y con puntos-, mientras que el Manual de español urgente de la Agencia
EFE prefiere EUA (Estados Unidos de América) y una rápida visita a la red
permite ver que, por ejemplo, el periódico mexicano La Reforma utiliza
EU y El Mercurio chileno indistintamente EEUU o EE.UU. Elegir, en tales
condiciones, equivale a una lotería.
Una
última posibilidad, que recientemente me ha sugerido un compañero, sería
renunciar por completo a traducir la sigla inglesa del país y derivar de ésta
el nombre de sus habitantes, que pasarían a ser «usamericanos», es decir,
americanos de USA. Eso acabaría de una vez por todas con la metonimia original
y con las discordancias citadas más arriba.
Está
claro que, a estas alturas de la historia, y dado el peso político planetario
de Estados Unidos, nos enfrentamos a un problema insoluble, susceptible de análisis,
pero carente de remedio. Es irrebatible que tantas discrepancias sugieren, como
poco, una relación conflictiva de todos nosotros, los periféricos, con esa
nación que desde principios del siglo XX se arrogó el papel de gendarme del
universo.
Pero
volvamos a Lacan, para quien nada en las palabras es casual: si fuese cierto
que somos lo que nos dicta el nombre o el apellido que llevamos, algunos
patronímicos muy cargados de sentido imprimirían carácter a su portador. Veamos
un ejemplo: Fidel Castro permanece «fiel» a unos postulados que le bloquean en
gran medida la posibilidad de desviacionismo; su apellido, del latín castrum
(«campamento», origen del término castellano «castrense»), me recuerda los
tiempos del bachillerato, cuando traducíamos en clase largos fragmentos de La
guerra de las Galias, de Julio César. Supongo que alguien habrá señalado ya
estos detalles del líder cubano, que me parecen de una evidencia cristalina:
tengo para mí que estaba predestinado a ser un inflexible soldado y que sus
estudios iniciales de abogacía fueron solamente un desvío fugaz.
Veamos
un segundo ejemplo, éste graciosísimo: Jacques Chirac, el actual Presidente
francés, instaló un circuito de retretes para alivio de paseantes en las calles
de París cuando fue alcalde de dicha ciudad. Eran bastante lujosos y se accedía
a ellos a cambio de unas monedas. Quién sabe si, muy a su pesar, cumplió
inconscientemente con el destino de su apellido -o al menos los franceses lo
entendieron así-, pues en lenguaje vulgar las dos sílabas de Chirac
complementan lo escatológico (del verbo chier, cagar) y lo económico
(del verbo raquer, pagar), de tal manera que a los pocos días de
inaugurar los retretes corría por toda Francia el siguiente eslogan
humorístico, nacido en la calle: avec Chirac, tu chies et tu raques, es
decir, «con Chirac, cagas y pagas».
No es
nada extraño tropezarse con ingenieros de caminos que se llaman Puente, con
policías Alguacil o con dermatólogos Pellejero, y así hasta el infinito. Todos
ellos -siempre según Lacan- eligieron la profesión que les dictó el apellido.
De la misma manera, el país America (es decir, su maquinaria política,
no sus habitantes, a pesar de que la contaminación existe) incluye en el ADN de
sus cromosomas estatales la esencia del depredador que luego ha sido, pues ya
en 1787 inició su andadura expoliando un nombre colectivo y, después, ha
impuesto el lenguaje mercantilista de su industria del espectáculo y de sus
multinacionales, tanto por las buenas como por las malas.
Quién le iba a decir a San Juan que el dios de
ficción de su evangelio, aquel cuya metáfora era la Palabra, cobraría vida
muchos siglos después, adoptaría el nombre del continente en que está situado
y, desde el despacho «oval» de una casa pintada de blanco -símil embrionario
del huevo fundador-, crearía un nuevo orden mundial -imitando así el primer
versículo del Génesis: «En el principio Dios creó los cielos y la tierra»- y lo
pondría a su servicio a través del control de las telecomunicaciones y la propaganda,
es decir, de las palabras.