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11/08/2025

PHOEBE GREENWOOD
Mis años como reportera en Gaza me destrozaron. ¿Por qué tardó tanto el mundo en indignarse?

Entre 2010 y 2013, estuve sobre el terreno captando los ataques de Israel contra Palestina. Pocos querían verlo.

Phoebe Greenwood, The Guardian, 10-8-2025
Traducido por Tlaxcala

Phoebe Greenwood es escritora y periodista y vive en Londres. Entre 2010 y 2013, fue corresponsal independiente en Jerusalén, donde cubrió la actualidad de Oriente Medio para The Guardian, Daily Telegraph y Sunday Times. De 2013 a 2021, fue editora y corresponsal en The Guardian, especializada en asuntos internacionales.

 Ilustración: Aldo Jarillo/The Guardian

Cuando me mudé a Jerusalén en 2010, los corresponsales extranjeros que había allí me dieron un consejo inquietante: «El primer año odiarás al Gobierno israelí, el segundo a los líderes palestinos y, al tercer año, te odiarás a ti misma». Me dijeron que, por mi salud mental, era mejor irme antes de cumplir los cuatro años. Asentí con la cabeza pensando en lo tristes y cínicos que eran. Yo lo haría mejor, me dije a mí misma. No fue así.

Aguanté poco menos de cuatro años en Israel y Palestina. Durante ese tiempo, informé sobre desplazamientos forzados y burocracia punitiva (la ocupación israelí se expande mediante la denegación de permisos, la demolición de viviendas y la revocación de documentos de identidad). Escribí sobre asesinatos de niños, crímenes de guerra y terrorismo (perpetrados por ambas partes). Intenté explicar lo mejor que pude la anexión de Cisjordania y el castigo colectivo de dos millones de personas en Gaza sin utilizar expresiones prohibidas como apartheid o crimen de guerra. Incluí el necesario equilibrio de voces y opiniones. Pero aun así, cada informe sobre una atrocidad en Palestina era recibido con acusaciones de parcialidad muy personales. Los editores solían mostrarse nerviosos y los lectores, indiferentes.

¿Por qué aquellos cuyo trabajo era informar sobre las atrocidades en Palestina hemos sido tan espectacularmente incapaces de detenerlas?

Después de dos años así, se hizo evidente una cruda realidad: la gente no quería saber nada. Al tercer año, empecé a rendirme en mi intento de hacerles escuchar y llegó el autodesprecio. El cinismo entre los periodistas es un código útil para expresar el miedo, la desesperación y la impotencia que las normas de la industria de la información no les permiten mostrar, pero tiene un efecto secundario peligroso: atenúa la indignación. Sin indignación, crímenes como el apartheid, la limpieza étnica y el genocidio pueden continuar sin interrupción, y así ha sido.

Más de una década después, con la aniquilación de Gaza apareciendo en mis redes sociales, he estado terminando mi primera novela, Vulture, durante los últimos dos años. Es la historia de una reportera, Sara Byrne, que intenta hacerse un nombre en medio de una guerra en Gaza. Es un personaje destructivo, sumida en el cinismo y el odio hacia sí misma, que surgió, con toda su sorprendente desagradabilidad, mientras yo intentaba resolver mi propia experiencia como periodista que cubría Palestina. Había dudas y preguntas persistentes que no podía quitarme de la cabeza, como: ¿por qué aquellos cuyo trabajo era informar sobre las atrocidades en Palestina hemos sido tan espectacularmente incapaces de detenerlas?

La acción de Vulture es ficción, pero está ambientada en el marco temporal real de la guerra de Gaza de 2012, que yo cubrí. Estaba de visita en la ciudad de Gaza cuando el líder de Hamás, Ahmed al-Yabari, fue asesinado. Llegué al lugar de su «liquidación» en menos de una hora, con el chasis quemado de su coche aún humeando. Al escribir mi primera portada, me fijé en las salpicaduras de sangre que llegaban hasta el segundo piso de los edificios circundantes. Israel había lanzado su Operación Pilar Defensivo.

Las guerras nunca eran una sorpresa en Gaza. Desde 2006, cuando las últimas elecciones generales en Palestina allanaron el camino para que Hamás tomara el poder e Israel y Egipto impusieran su bloqueo, ha habido un intercambio regular de cohetes lanzados por Hamás y bombas lanzadas por el ejército israelí. Cada pocos años, los generales israelíes declaraban una operación militar para bombardear las infraestructuras de Hamás. En charlas extraoficiales, los militares retirados lo llamaban «cortar el césped».

En la guerra de 2009, en la que murieron 1400 palestinos, 11 000 viviendas fueron destruidas y se lanzaron proyectiles de fósforo blanco sobre mercados y hospitales, Israel no permitió la entrada de periodistas extranjeros en Gaza. En 2012, sí lo hizo. La mayoría de nosotros nos alojamos en el hotel Al Deira, comiendo y durmiendo unos al lado de otros, informando y redactando las mismas noticias. El personal uniformado nos traía café y papas fritas mientras los ataques aéreos amenazaban sus hogares y sus familias.


El hotel Deira de la ciudad de Gaza, destruido el 22 de septiembre de 2024. Foto: Omar Al-Qattaa/AFP/Getty Images

Todos los días visitábamos casas bombardeadas y yo tomaba notas:

olor a gas de cocina, cocina destruida

niños pequeños jugando entre los escombros encuentran un escarabajo

una mujer llorando tira de un colchón enterrado y grita

Vimos llegar al hospital al-Shifa un flujo constante de muertos y heridos con miembros amputados y cabezas arrancadas, niños cubiertos de polvo, mudos y temblando tras haber visto morir a sus padres. Los médicos nos hablaron de la escasez de electricidad y medicamentos. Lo anoté:

no hay desechables

se están acabando los anestésicos, no se pueden hacer cirugías

muchas mujeres y niños con miembros amputados, bastante limpios, las bombas hacen el trabajo por nosotros

Fuimos a los funerales de familias enteras y hablamos con los dolientes, que nos preguntaban: «¿Ven a alguien aquí con un arma?».

Tras diez días de la operación israelí, con 167 palestinos muertos, 1500 objetivos alcanzados en Gaza y 700 familias desplazadas, se declaró una tregua. La camaradería especial que se crea con los colegas palestinos bajo los ataques aéreos se rompe bruscamente cuando te dejan en la frontera israelí; tú estás emocionada por volver a la normalidad, pero ellos no pueden. Los volverás a ver cuando el próximo estallido de violencia te lleve de vuelta allí.

Pero cuando estalló la siguiente guerra en 2014, yo ya estaba en mi casa en Londres, trabajando como editor en la sección de internacional de The Guardian: 50 días de combates, 2104 palestinos muertos, 10 000 heridos. Según nos dijeron, la audiencia estaba dejando de seguir las noticias. Los combates terminaron y dejé la sección de internacional para volver al reportaje. La gente me miraba con recelo cuando volvía a sacar el tema de Palestina. ¿Era una fanática rara? O peor aún, ¿una activista? No era ninguna de las dos cosas, pero fuera de los círculos activistas, la «complejidad política» del conflicto israelo-palestino dejaba poco margen para nada más que sus escaladas más violentas o sus peores catástrofes humanitarias. Resulta que el cinismo es mejor compañía que la indignación.

Así que dejé de hablar de lo que sabía que estaba pasando allí: las humillaciones diarias de la ocupación en Cisjordania, la amenaza del terrorismo de los colonos respaldado por una fuerza de ocupación, el trauma extraordinario de vivir un día en Gaza... hasta que me senté a empezar a trabajar en una novela en 2015 y Palestina brotó de mí. Me sentí atraída de nuevo al hotel Al Deira, reimaginado como The Beach. Me encontré contando esta enorme y digerible tragedia en pequeñas historias humanas desordenadas, negras, divertidas, desgarradoras y llenas de rabia. Fue un alivio describir libremente la Gaza que conocía.

“Si te importa lo que está pasando en Gaza, deberías amplificar las voces palestinas”

Hossam Shabat

El 7 de octubre de 2023, había dejado ya The Guardian. Vi las noticias del ataque terrorista de Hamás , siendo devastada y enferma, y luego me invadió un frío temor por lo que vendría después en Gaza. Como cualquiera que hubiera cubierto el lugar durante un tiempo, había visto lo que se avecinaba ensayado durante décadas. Esas preguntas inquietantes se volvieron urgentes: ¿había hecho todo lo posible para advertir de lo que se avecinaba? No. ¿Eso me convertía en cómplice? Quizás.

Israel no ha permitido a la prensa extranjera entrar en Gaza durante esta guerra. Nuestra comprensión de lo que está sucediendo allí proviene de los periodistas palestinos que lo están viviendo y que están siendo asesinados en cantidades extraordinarias (176, una tasa de mortalidad del 10 % [su número ha alcanzado ya los 237, NdT]), con sus redacciones destruidas junto con sus familias y sus hogares. Los que quedan se mueren de hambre. Sus reportajes no son imparciales, son personales y están llenos de indignación.


Dolientes asisten al funeral de miembros de la prensa asesinados en un ataque israelí, en el hospital Al-Awda del campo de refugiados de Nuseirat, en Gaza, el 26 de diciembre de 2024. Foto: Eyad Baba/AFP/Getty Images

Un año antes de que las fuerzas israelíes lo mataran el 24 de marzo, el periodista local Hossam Shabat dijo a sus 175 000 seguidores en X: «El mayor problema no es que los periodistas occidentales no puedan entrar, sino que los medios occidentales no respetan ni valoran a los periodistas palestinos... Nadie conoce Gaza como nosotros, y nadie entiende la complejidad de la situación como nosotros. Si te importa lo que está pasando en Gaza, deberías amplificar las voces palestinas». Su mensaje me dolió profundamente. Aclaró la incomodidad que había sentido como interlocutora innecesaria entre los lectores occidentales y la tragedia de Gaza, y me hizo plantearme más preguntas sobre mi trabajo allí.

Los periodistas occidentales que informaban desde Palestina no detuvimos las atrocidades porque creíamos que no era nuestro trabajo, estábamos allí para ser testigos. Mantener nuestra imparcialidad es fundamental para que se confíe en nosotros. Pero ¿no se supone que también debemos pedir cuentas al poder? Si hubiéramos condenado al poder respaldado por USA y Europa, sabiendo que estaba perpetrando estas atrocidades, con la convicción y la indignación que merecía, ¿habrían muerto 60 000 personas en 21 meses?

Mientras Vulture llega a las librerías de USA, expertos de la ONU han confirmado que la hambruna está en marcha en la Franja de Gaza. Se está disparando a personas hambrientas en los lugares de distribución de alimentos. Sus hospitales han sido bombardeados, los médicos y sus familias asesinados. Se ha cortado la electricidad. Nuestros colegas palestinos están siendo asesinados en cantidades espantosas y los periodistas occidentales dicen que no les corresponde a ellos nombrar el genocidio. Sin embargo, los escritores de ficción sí lo hacen. En aras del equilibrio, la BBC ha decidido no emitir su documental sobre los médicos de Gaza. Hasta esta semana, cuando incluso Donald Trump se vio obligado a reconocer la «hambruna real», un amigo que trabaja en un canal de noticias me dijo que había surgido un nuevo verbo: «gazaisar una noticia», que significa restarle importancia editorial.

Por fin, parece que se están nombrando las palabras prohibidas —genocidio, hambruna, Estado [de Palestina]— y nuestros líderes podrían actuar para hacer algo al respecto. Pero nuestra indignación ha llegado demasiado tarde. ¿Por qué hemos esperado? Nuestro silencio cauteloso ha contribuido a la tragedia de Gaza. Nuestro cinismo ha permitido el horror que definirá a una generación.

  • Vulture, de Phoebe Greenwood, se publicará el 12 de agosto de 2025 en Europa Editions

 

Phoebe Greenwood

Vulture

2025, pp. 288, e-Book
ISBN: 9798889660965
Region: Britain
Paper edition
$ 14.99

PHOEBE GREENWOOD
Mes années passées à couvrir Gaza m’ont brisée. Pourquoi le monde a-t-il mis autant de temps à s’indigner ?

Entre 2010 et 2013, j’étais sur le terrain pour couvrir les attaques israéliennes contre la Palestine. Peu de gens voulaient voir ça.

Phoebe Greenwood, The Guardian, 10/8/2025
Traduit par Tlaxcala

Phoebe Greenwood est une écrivaine et journaliste vivant à Londres. Entre 2010 et 2013, elle a été correspondante indépendante à Jérusalem, couvrant le Moyen-Orient pour le Guardian, le Daily Telegraph et le Sunday Times. De 2013 à 2021, elle a été rédactrice et correspondante au Guardian, spécialisée dans les affaires étrangères.

 

Illustration : Aldo Jarillo/The Guardian

Lorsque je me suis installée à Jérusalem en 2010, les correspondants étrangers m’ont donné un conseil déconcertant : « La première année, tu détestes le gouvernement israélien, la deuxième, les dirigeants palestiniens, et la troisième, tu te détestes toi-même. » Il vaut mieux partir avant quatre ans, m’a-t-on dit, pour préserver ma santé mentale. J’ai acquiescé en pensant à quel point ils étaient cyniques. Je ferais mieux qu’eux, me suis-je dit. Je n’ai pas fait mieux.

Je suis restée un peu moins de quatre ans en Israël et en Palestine. Pendant cette période, j’ai réalisé des reportages sur les déplacements forcés et la bureaucratie punitive (l’occupation israélienne s’étend grâce au refus de permis, à la démolition de maisons et à la révocation de cartes d’identité). J’ai écrit sur les assassinats d’enfants, les crimes de guerre et le terrorisme (perpétrés par les deux camps). J’ai essayé d’expliquer du mieux que je pouvais l’annexion de la Cisjordanie et le châtiment collectif infligé à deux millions de personnes à Gaza sans utiliser de termes interdits tels que apartheid ou crime de guerre. J’ai veillé à présenter un éventail équilibré de voix et d’opinions. Mais malgré tout, chaque reportage sur une atrocité commise en Palestine était accueilli par des accusations de partialité très personnelles. Les rédacteurs en chef étaient souvent nerveux, les lecteurs désengagés.

Pourquoi ceux d’entre nous dont le travail consistait à rendre compte des atrocités commises en Palestine ont-ils été si spectaculairement incapables de les empêcher ?

Après deux ans, une triste réalité s’est imposée : les gens ne voulaient pas en entendre parler. Au bout de trois ans, j’ai commencé à renoncer à essayer de les faire écouter et le dégoût de moi-même s’est installé. Le cynisme des journalistes est un moyen utile d’exprimer la peur, le désespoir et l’impuissance que les normes de l’industrie de l’information ne leur permettent pas d’exprimer, mais il a un effet secondaire dangereux : il atténue l’indignation. Sans indignation, des crimes tels que l’apartheid, le nettoyage ethnique et le génocide peuvent se poursuivre sans interruption – et c’est ce qui s’est passé.

Plus de dix ans plus tard, alors que l’anéantissement de Gaza défile sur mes réseaux sociaux, je termine depuis deux ans mon premier roman, Vulture. C’est l’histoire d’une journaliste, Sara Byrne, qui tente de se faire un nom au milieu d’une guerre à Gaza. C’est un personnage destructeur, imprégné de cynisme et de dégoût de soi, qui a émergé, dans toute sa surprenante désagréabilité, alors que j’essayais de résoudre ma propre expérience en tant que journaliste couvrant la Palestine. Il y avait des doutes et des questions lancinants que je ne pouvais pas chasser, comme : pourquoi ceux d’entre nous dont le travail consistait à rendre compte des atrocités commises en Palestine ont-ils été si spectaculairement incapables de les arrêter ?

L’action de Vulture est fictive, mais se déroule dans le cadre temporel réel de la guerre de 2012 à Gaza, que j’ai couverte. Je me trouvais à Gaza lorsque le chef du Hamas, Ahmed al-Jabari, a été assassiné. Je suis arrivée sur les lieux de sa « liquidation » moins d’une heure plus tard, le châssis calciné de sa voiture encore fumant. J’ai remarqué les éclaboussures de sang qui atteignaient le deuxième étage des bâtiments environnants en rédigeant ma première une. Israël avait lancé son opération Pilier de défense.

Les guerres n’ont jamais été une surprise à Gaza. Depuis 2006, date à laquelle les dernières élections générales en Palestine ont ouvert la voie à la prise du pouvoir par le Hamas et à l’imposition du blocus par Israël et l’Égypte, les tirs de roquettes du Hamas et les bombardements de l’armée israélienne se sont succédé régulièrement. Tous les deux ou trois ans, les généraux israéliens déclaraient une opération militaire pour bombarder les infrastructures du Hamas. En privé, les militaires à la retraite appelaient cela « tondre le gazon ».

Lors de la guerre de 2009, qui a fait 1 400 morts parmi les Palestiniens, détruit 11 000 maisons et vu des obus au phosphore blanc tomber sur des marchés et des hôpitaux, Israël n’avait pas autorisé les journalistes étrangers à entrer à Gaza. En 2012, ils l’ont fait. La plupart d’entre nous logions à l’hôtel Al Deira, où nous mangions et dormions les uns à côté des autres, rédigeant et envoyant les mêmes articles. Des employés en uniforme nous apportaient du café et des frites alors que les frappes aériennes menaçaient leurs maisons et leurs familles.


L’hôtel Deira, détruit à Gaza le 22 septembre 2024. Photo : Omar Al-Qattaa/AFP/Getty Images

Chaque jour, nous avons visité des maisons bombardées et j’ai pris des notes :

odeur de gaz de cuisine, cuisine détruite

petits enfants jouant dans les décombres trouvant un scarabée

une femme en pleurs tirant sur un matelas enfoui, hurlant

Nous avons vu un flot continu de morts et de blessés arriver à l’hôpital al-Shifa, amputés, décapités, des enfants couverts de poussière, muets et tremblants après avoir vu leurs parents se faire tuer. Les médecins nous ont parlé de pénurie d’électricité et de médicaments. Je les ai notées :

pas de matériel jetable

fin des anesthésiques, impossibilité d’opérer

beaucoup de femmes et d’enfants amputés, assez propres, les bombes font le travail à notre place

Nous avons assisté aux funérailles de familles entières et parlé à des personnes en deuil qui nous ont demandé : « Vous voyez quelqu’un avec une arme ici ? »

Après 10 jours d’opération israélienne – 167 Palestiniens tués, 1 500 cibles touchées à Gaza, 700 familles déplacées – une trêve a été déclarée. La camaraderie particulière qui se crée avec vos collègues palestiniens sous les frappes aériennes est brusquement rompue lorsqu’ils vous déposent à la frontière israélienne ; vous êtes ravi de retrouver la normalité, mais eux ne le peuvent pas. Vous les reverrez lorsque la prochaine flambée de violence vous ramènera sur place.

Mais lorsque la guerre a éclaté à nouveau en 2014, j’étais déjà chez moi à Londres, rédactrice au service étranger du Guardian : 50 jours de combats, 2 104 Palestiniens tués, 10 000 blessés. Selon nos informations, le public s’est désintéressé de l’actualité. Les combats ont pris fin et j’ai quitté le service étranger pour retourner au reportage. Les gens me regardaient avec méfiance lorsque je parlais à nouveau de la Palestine. Étais-je une fanatique bizarre ? Ou pire, une activiste ? Je n’étais ni l’une ni l’autre, mais en dehors des cercles militants, la « complexité politique » du conflit israélo-palestinien ne laissait guère de place à autre chose qu’à ses escalades les plus violentes ou à ses pires catastrophes humanitaires. Il s’avère que le cynisme est plus agréable que l’indignation.

J’ai donc cessé de parler de ce que je savais se passer là-bas – les humiliations quotidiennes de l’occupation en Cisjordanie, la menace du terrorisme des colons soutenu par une force d’occupation, le traumatisme extraordinaire de la vie quotidienne à Gaza – jusqu’à ce que je m’assoie pour commencer à travailler sur un roman en 2015 et que la Palestine jaillisse. J’ai été immédiatement ramenée à l’hôtel Al Deira, réinventé sous le nom de The Beach. Je me suis retrouvée à raconter cette immense tragédie indigeste à travers des histoires humaines petites, désordonnées, drôles, déchirantes et pleines de colère. C’était un soulagement de pouvoir décrire librement la Gaza que je connaissais.

“Si vous vous souciez de ce qui se passe à Gaza, vous devriez amplifier la voix des Palestiniens”

Hossam Shabat

Le 7 octobre 2023, j’avais quitté le Guardian. J’ai regardé les informations sur l’attaque terroriste du Hamas, dévastée et écœurée, puis saisie d’une peur glaciale à l’idée de ce qui allait suivre à Gaza. Comme tous ceux qui avaient couvert cet endroit pendant un certain temps, j’avais vu se répéter pendant des décennies ce qui allait arriver. Ces questions lancinantes sont devenues urgentes : avais-je fait tout ce que je pouvais pour avertir que ça allait arriver ? Non. Cela faisait-il de moi une complice ? Peut-être.

Israël n’a pas autorisé la presse étrangère à entrer à Gaza pendant cette guerre. Notre compréhension de ce qui s’y passe nous vient des journalistes palestiniens qui la vivent et qui sont tués en nombre extraordinaire (176, soit un taux de mortalité de 10 %) [entretemps, leur nombre est monté à 237, NdT], leurs salles de rédaction détruites avec leurs familles et leurs maisons. Ceux qui restent meurent de faim. Leurs reportages ne sont pas équilibrés, ils sont personnels et indignés.


Des personnes en deuil assistent aux funérailles de membres de la presse tués lors d’une frappe israélienne, à l’hôpital Al-Awda du camp de réfugiés de Nuseirat, à Gaza, le 26 décembre 2024. Photo : Eyad Baba/AFP/Getty Images

Un an avant d’être tué par les forces israéliennes le 24 mars, le journaliste local Hossam Shabat avait déclaré à ses 175 000  followers  sur X: « Le plus gros problème n’est pas que les journalistes occidentaux ne peuvent pas entrer, mais que les médias occidentaux ne respectent pas et ne valorisent pas les journalistes palestiniens... Personne ne connaît Gaza comme nous, et personne ne comprend la complexité de la situation comme nous. Si vous vous souciez de ce qui se passe à Gaza, vous devriez amplifier la voix des Palestiniens».  Son message m’a profondément touchée. Il a clarifié le malaise que je ressentais en tant qu’interlocutrice inutile entre les lecteurs occidentaux et la tragédie de Gaza, soulevant davantage de questions sur mon travail là-bas.

Les journalistes occidentaux qui couvraient la Palestine n’ont pas mis fin aux atrocités parce que nous pensions que ce n’était pas notre travail, nous étions là pour témoigner. Il est essentiel de rester impartial si l’on veut être crédible. Mais n’étions-nous pas également censés demander des comptes aux pouvoirs en place ? Si nous avions condamné avec la conviction et l’indignation qu’elles méritaient les puissances soutenues par les USA et l’Europe dont nous savions qu’elles perpétraient ces atrocités, 60 000 personnes auraient-elles encore été tuées en 21 mois ?

Alors que Vulture arrive dans les librairies usaméricaines, des experts de l’ONU ont confirmé qu’une famine est en cours dans la bande de Gaza. Des personnes affamées sont abattues sur les sites de distribution de nourriture. Les hôpitaux ont été bombardés, des médecins et leurs familles ont été tués. L’électricité a été coupée. Nos collègues palestiniens sont assassinés en nombre effarant et les journalistes occidentaux affirment qu’il ne leur appartient pas de qualifier ces actes de génocide. Pourtant, les écrivains de fiction le font. Par souci d’équilibre, la BBC a décidé de ne pas diffuser son documentaire sur les médecins à Gaza. Jusqu’à cette semaine, où même Donald Trump a été contraint de reconnaître « une véritable famine », un ami travaillant dans le journalisme télévisé m’a confié qu’un nouveau verbe était apparu : « gazaïser » un reportage, c’est-à-dire en réduire l’importance éditoriale.

Enfin, il semble que les mots interdits soient prononcés – génocide, famine, État [de Palestine]– et que nos dirigeants pourraient agir. Mais notre indignation arrive beaucoup trop tard. Pourquoi avons-nous attendu ? Notre silence méfiant a favorisé la tragédie à Gaza. Notre cynisme a permis l’horreur qui marquera toute une génération.


  • Vulture, de Phoebe Greenwood, paraîtra le 12 août 2025 chez Europa Editions.
 

Phoebe Greenwood

Vulture

2025, pp. 288, e-Book
ISBN: 9798889660965
Region: Britain
Paper edition
$ 14.99

10/07/2023

“Des étrangers sur notre propre terre” : des affrontements ethniques menacent de faire basculer l’État indien de Manipur dans la guerre civile


Aakash Hassan à Manipur et Hannah Ellis-Petersen à Delhi, The Guardian, 10/7/2023
Traduit par Fausto Giudice, Tlaxcala

Plus de 100 personnes ont été tuées et des dizaines de milliers ont été déplacées dans le cadre des violences actuelles qui risquent de diviser l’État en deux.

Des dizaines de maisons vandalisées et brûlées après des affrontements ethniques et des émeutes dans l’État indien de Manipur. Photo : Altaf Qadri/AP

En voyant la fumée s’élever des maisons incendiées à proximité, Nancy Chingthianniang et sa famille ont su qu’il était urgent de s’enfuir. C’était au début du mois de mai et tout autour d’eux, le Manipur - un État du nord-est de l’Inde - avait commencé à brûler, les membres de l’ethnie dominante Meitei s’opposant violemment aux Kukis minoritaires dans le cadre de l’un des pires conflits ethniques que la région ait connus de mémoire d’humain.

Chingthianniang, 29 ans, membre de la minorité kuki vivant à Imphal, la capitale de l’État, où la tribu Meitei domine en nombre et en pouvoir politique, craignait pour sa vie ; elle avait déjà appris que des membres de sa famille et des voisins étaient pris pour cible par des bandes meitei. Tard dans la nuit, cinq membres de la famille se sont entassés dans une voiture et se sont dirigés vers une zone de l’État contrôlée par les Kukis.

Ce voyage est douloureusement gravé dans la mémoire de Chingthianniang. Alors qu’ils s’approchaient d’un camp où les Kukis avaient trouvé refuge, une foule d’une centaine de personnes, toutes issues de la communauté meitei, a encerclé leur voiture et a commencé à la défoncer à l’aide de bâtons et de barres de fer.

Chingthianniang a été tirée du véhicule par les cheveux. Frissonnante, elle se souvient qu’ils ont été exhibés par des femmes de la foule qui ont crié aux hommes de leur groupe : « Allez les violer, on vous laisse ces tribales, violez-les ! »

La foule a commencé à battre brutalement le mari de Chingthianniang, Sasang. « Nous avons essayé de le protéger, de faire écran alors que nous recevions des coups de bâton », raconte-t-elle. « Mais il a été séparé de nous et lynché. Je ne peux pas oublier comment son corps sans vie a été frappé par des barres de fer, même une fois qu’il était mort ».


Nancy Chingthianigng a été attaquée et blessée par une foule à Manipur : Aakash Hassan/The Guardian

La mère de Sasang, qui avait tenté de sauver son fils de la foule, a également été tuée. Poursuivie par les agresseurs meitei, Chingthianniang a couru jusqu’à un camp militaire voisin et, en secouant les grilles, a supplié les soldats de l’aider. Au lieu de cela, ils l’ont repoussée et, tandis que la foule enragée s’abattait sur elle, elle a été battue jusqu’à ce qu’elle perde connaissance.

Elle s’est réveillée quelques jours plus tard dans une unité de soins intensifs, après avoir subi plusieurs interventions chirurgicales à la tête. Ce n’est que quelques jours plus tard que l’on a appris que son mari et sa belle-mère n’avaient pas survécu. Leurs corps sont toujours à la morgue d’Imphal, les proches n’osant pas aller les chercher.

Chingthianniang s’est depuis réfugiée chez sa belle-sœur à New Delhi, où des milliers d’habitants du Manipur ont trouvé refuge pour échapper au conflit qui continue de faire rage. Incapable d’apaiser les traumatismes de cette nuit, elle les revit constamment dans son esprit. « Je me demande comment je vais pouvoir survivre à tout ça », dit-elle, pâle et ébranlée.

Depuis l’attaque de Chingthianniang et de sa famille en mai, le conflit entre les Meiteis et les Kukis au Manipur n’a fait que s’aggraver. Environ 130 personnes, principalement des Kukis, ont trouvé la mort, plus de 60 000 ont été déplacées et des centaines de camps de secours ont été mis en place dans une situation qui a poussé l’État au bord de la guerre civile.


Une histoire de violence

Le Manipur est aujourd’hui divisé en deux zones ethniques farouchement protégées, les basses terres et les vallées étant contrôlées par les Meiteis et les collines par les Kukis. S’aventurer sur le territoire de la tribu adverse est décrit comme une “condamnation à mort”.

Alors que le gouvernement de l’État et le gouvernement central - tous deux contrôlés par le parti Bharatiya Janata (BJP) du premier ministre Narendra Modi - ont insisté sur le fait que la situation “s’améliore lentement”, les personnes sur le terrain racontent une autre histoire. Les couvre-feux et les restrictions persistent dans de grandes parties de l’État et l’internet a été coupé à plusieurs reprises. Des milliers de soldats et de supplétifs paramilitaires ont été déployés, tandis que les deux camps ont formé leurs propres groupes d’autodéfense armés. Cette semaine, les affrontements ont fait huit morts supplémentaires.

Les analystes estiment que les efforts du gouvernement pour ramener la paix dans la région ont largement échoué jusqu’à présent et que les tensions pourraient s’aggraver, risquant de déstabiliser d’autres États de la région instable du nord-est de l’Inde, tels que le Mizoram, le Nagaland et l’Assam. Le gouvernement BJP de l’État de Manipur est dominé par les Meiteis, majoritaires ce qui suscite la méfiance des leaders kukis, tandis que Modi est resté publiquement silencieux sur le conflit. Le seul ministre BJP de haut niveau à avoir visité l’État est le ministre de l’intérieur, Amit Shah. Sa visite n’a guère contribué à apaiser les tensions ethniques.

Les troubles ont été déclenchés par une décision de la Cour d’État du 27 mars, qui a accordé à la communauté dominante des Meitei un “statut tribal”, leur permettant de bénéficier des mêmes avantages économiques et des mêmes quotas que la communauté minoritaire des Kukis pour les emplois publics et l’éducation, et autorisant les Meiteis à acheter des terres dans les collines, où les Kukis vivent en majorité. La décision a ensuite été suspendue par la Cour suprême, qui l’a qualifiée de “factuellement erronée”.

Cette affaire a ravivé une situation déjà tendue dans un État qui n’est pas étranger aux conflits ethniques et aux insurrections depuis son indépendance. Le coup d’État militaire de 2021 dans le pays voisin, le Myanmar, a ravivé les tensions après que des milliers de réfugiés, plus proches des Kukis sur le plan ethnique, ont franchi la frontière pour se réfugier dans l’État de Mizoram, puis dans celui de Manipur, ce qui a fait craindre aux Meiteis que leur communauté ne soit déplacée.

Le 3 mai, une manifestation d’étudiants kukis contre la décision du tribunal a été accueillie avec violence et, quelques heures plus tard, les groupes ethniques ont commencé à s’affronter. Des maisons, des magasins, des églises, des temples et des entreprises ont été détruits et une soixantaine de personnes ont été tuées au cours des deux premiers jours de violence.

Depuis lors, les affrontements et les incendies de villages se poursuivent à un rythme soutenu. Plus de 4 000 armes ont été pillées dans les armureries de la police et les officiers se disent souvent incapables de contrôler l’anarchie qui règne dans les rues, décrite par le vice-ministre indien des Affaires étrangères - dont la maison a été récemment attaquée à l’aide de bombes à essence - comme « un effondrement complet de l’ordre public ».

“Des étrangers sur notre propre terre”

Les deux parties se sont repliées sur elles-mêmes pour tenter de protéger leur territoire. À Leimaran, un village entouré de rizières et contrôlé par les Meiteis, un groupe de “volontaires pour la défense du village” - composé d’environ 150 agriculteurs, enseignants et hommes d’affaires locaux - a pris les armes dans le conflit.

Leur village, qui ne compte que 400 foyers, est situé à quelques kilomètres seulement d’un bastion kuki, ce qui en fait une véritable frontière dans cette lutte ethnique. Les villageois ont installé sept bunkers à l’ouest du village et des hommes armés montent la garde jour et nuit.


Des membres armés de la communauté meitei, derrière un bunker, surveillent les bunkers rivaux des Kukis. Photo : Altaf Qadri/AP

La route entre les deux villages a été barricadée et constitue désormais une zone tampon sinistrement silencieuse, bordée de maisons brûlées et désertes et de voitures et camions calcinés. Des militaires sont postés tous les quelques mètres.

« C’est ainsi que chaque village Meitei se prépare », explique Aheibam Dinamani Singh, 42 ans, professeur dans une école d’ingénieurs du gouvernement local, qui dirige le groupe de défense. « Je suis enseignant, mais pour l’instant, ma priorité est de me procurer une arme et de défendre ma communauté. La situation a atteint un point tel que seules les armes peuvent décider de l’avenir ».

De l’autre côté du poste de contrôle militaire, à quelques kilomètres de là, se trouve le village kuki de Maitain, où une frontière a été construite avec des bunkers et des sacs de sable, et où un groupe similaire d’habitants kukis surveille les ennemis qui étaient autrefois leurs voisins. Comme de nombreux Kukis, les sentinelles soutiennent les appels en faveur d’un État kuki indépendant, arguant qu’ils ne peuvent plus vivre aux côtés des Meiteis. « Nous sommes postés ici jour et nuit et nous continuerons à protéger notre région jusqu’à ce que nous atteignions notre objectif », déclare Hemkholien, 52 ans.

« Ils nous traitent d’étrangers sur notre propre terre. Nous sommes confrontés à une menace existentielle », dit Mawi, 48 ans, qui milite au sein du Conseil Zomi, une association regroupant les Kukis et d’autres groupes tribaux. « Nous avons subi des injustices systémiques au fil des ans de la part de la communauté majoritaire. Comment pouvons-nous vivre avec eux ? »

Mais la tribu meitei affirme que la scission de l’État remettrait en question toute son identité et prévient qu’elle est prête à la combattre à n’importe quel prix.

 

Des manifestants organisent une veillée aux flambeaux pour le retour de la paix, à Imphal, la capitale du Manipur : Aakash Hassan/The Guardian

« La frontière actuelle du Manipur est celle pour laquelle nos ancêtres se sont battus en versant leur sang. Nous ne pouvons pas la laisser être divisée », déclare Samaradra Meitei, 29 ans, un militant meitei qui tient son arme à l’intérieur d’un bunker. « La séparation du Manipur n’est pas acceptable pour nous. Nous nous battrons contre ça et il y aura beaucoup d’effusions de sang ».

Alors que certains ont cherché à donner une dimension communautaire au conflit - les Meiteis étant des hindous, la religion dominante en Inde, et les Kukis des chrétiens, très minoritaires et persécutés par le gouvernement nationaliste hindou du BJP - les personnes présentes sur le terrain insistent sur le fait que les troubles n’ont rien à voir avec la religion.

Le rôle du Myanmar voisin menace également d’attiser la violence, la junte militaire du pays soutenant les Meiteis et les combattants rebelles du Myanmar soutenant les Kukis. Les militants des deux camps reconnaissent que les combats sont alimentés par un afflux au Manipur d’armes - fusils automatiques, grenades et lance-roquettes - en provenance du Myanmar.

La police, les responsables de l’armée et les dirigeants des deux communautés ont confirmé que les militants qui se battent au Myanmar ont également franchi la frontière et lancent des attaques contre les communautés adverses. The Guardian a également constaté la présence de ces militants, armés de fusils automatiques, parmi les volontaires de la défense des villages des deux communautés.

Cette semaine, le ministre en chef du Manipur, N Biren Singh, a déclaré que l’armée commencerait à nettoyer les bunkers et les structures de défense construits par les deux parties dans les collines et les vallées, mais les dirigeants kukis affirment qu’ils s’opposeront à toute mesure de ce type.

« Les gens construisent des bunkers des deux côtés, ils positionnent leurs armes », déclare Jang Kaopao Haokip, 55 ans, un agriculteur kuki dont la maison et tout le village ont été brûlés lors des violences. « New Delhi devrait comprendre qu’il s’agit d’une préparation à la guerre ».