Entre 2010 y 2013, estuve sobre el terreno captando los ataques de Israel contra Palestina. Pocos querían verlo.
Phoebe
Greenwood, The
Guardian, 10-8-2025
Traducido por Tlaxcala
Phoebe Greenwood es escritora y periodista y vive en Londres. Entre 2010 y 2013, fue corresponsal independiente en Jerusalén, donde cubrió la actualidad de Oriente Medio para The Guardian, Daily Telegraph y Sunday Times. De 2013 a 2021, fue editora y corresponsal en The Guardian, especializada en asuntos internacionales.
Ilustración: Aldo Jarillo/The Guardian
Cuando me mudé a Jerusalén en 2010, los corresponsales
extranjeros que había allí me dieron un consejo inquietante: «El primer año
odiarás al Gobierno israelí, el segundo a los líderes palestinos y, al tercer
año, te odiarás a ti misma». Me dijeron que, por mi salud mental, era mejor
irme antes de cumplir los cuatro años. Asentí con la cabeza pensando en lo
tristes y cínicos que eran. Yo lo haría mejor, me dije a mí misma. No fue así.
Aguanté poco menos de cuatro años en Israel y Palestina.
Durante ese tiempo, informé sobre desplazamientos forzados y burocracia punitiva (la ocupación israelí se expande mediante la
denegación de permisos, la demolición de viviendas y la revocación de documentos de identidad). Escribí sobre asesinatos de niños, crímenes de guerra y terrorismo
(perpetrados por ambas partes). Intenté explicar lo mejor que pude la anexión
de Cisjordania y el
castigo colectivo de
dos millones de personas en Gaza sin utilizar expresiones prohibidas como apartheid o crimen de guerra. Incluí
el necesario equilibrio de voces y opiniones. Pero aun así, cada informe sobre
una atrocidad en Palestina era recibido con acusaciones de parcialidad muy personales. Los editores solían mostrarse nerviosos y los lectores,
indiferentes.
¿Por qué aquellos cuyo trabajo era informar sobre las
atrocidades en Palestina hemos sido tan espectacularmente incapaces de
detenerlas?
Después de dos años así, se hizo evidente una cruda
realidad: la gente no quería saber nada. Al tercer año, empecé a rendirme en mi
intento de hacerles escuchar y llegó el autodesprecio. El cinismo entre los
periodistas es un código útil para expresar el miedo, la desesperación y la
impotencia que las normas de la industria de la información no les permiten
mostrar, pero tiene un efecto secundario peligroso: atenúa la indignación. Sin
indignación, crímenes como el apartheid, la limpieza étnica y el genocidio
pueden continuar sin interrupción, y así ha sido.
Más de una década después, con la aniquilación de Gaza
apareciendo en mis redes sociales, he estado terminando mi primera novela, Vulture,
durante los últimos dos años. Es la historia de una reportera, Sara Byrne, que
intenta hacerse un nombre en medio de una guerra en Gaza. Es un personaje
destructivo, sumida en el cinismo y el odio hacia sí misma, que surgió, con
toda su sorprendente desagradabilidad, mientras yo intentaba resolver mi propia
experiencia como periodista que cubría Palestina. Había dudas y preguntas
persistentes que no podía quitarme de la cabeza, como: ¿por qué aquellos cuyo
trabajo era informar sobre las atrocidades en Palestina hemos sido tan
espectacularmente incapaces de detenerlas?
La acción de Vulture es ficción, pero está
ambientada en el marco temporal real de la guerra de Gaza de 2012, que yo
cubrí. Estaba de visita en la ciudad de Gaza cuando el líder de Hamás, Ahmed al-Yabari, fue asesinado. Llegué al lugar de su «liquidación» en menos de una
hora, con el chasis quemado de su coche aún humeando. Al escribir mi primera portada, me fijé en las salpicaduras de sangre que llegaban hasta el segundo piso
de los edificios circundantes. Israel había lanzado su Operación Pilar
Defensivo.
Las guerras nunca eran una sorpresa en Gaza. Desde 2006,
cuando las últimas elecciones generales en Palestina allanaron el camino para
que Hamás tomara el poder e Israel y Egipto impusieran su bloqueo, ha habido un
intercambio regular de cohetes lanzados por Hamás y bombas lanzadas por el
ejército israelí. Cada pocos años, los generales israelíes declaraban una
operación militar para bombardear las infraestructuras de Hamás. En charlas
extraoficiales, los militares retirados lo llamaban «cortar el césped».
En la guerra de 2009, en la que murieron 1400 palestinos, 11 000 viviendas fueron destruidas y se lanzaron proyectiles de fósforo blanco sobre mercados y hospitales, Israel no permitió la entrada de periodistas
extranjeros en Gaza. En 2012, sí lo hizo. La mayoría de nosotros nos alojamos
en el hotel Al Deira, comiendo y durmiendo unos al lado de otros, informando y redactando las
mismas noticias. El personal uniformado nos traía café y papas fritas mientras
los ataques aéreos amenazaban sus hogares y sus familias.
Todos los días visitábamos casas bombardeadas y yo tomaba
notas:
olor a gas de cocina, cocina destruida
niños pequeños jugando entre los escombros encuentran un
escarabajo
una mujer llorando tira de un colchón enterrado y grita
Vimos llegar al hospital al-Shifa un flujo constante de
muertos y heridos con miembros amputados y cabezas arrancadas, niños cubiertos
de polvo, mudos y temblando tras haber visto morir a sus padres. Los médicos
nos hablaron de la escasez de electricidad y medicamentos. Lo anoté:
no hay desechables
se están acabando los anestésicos, no se pueden hacer
cirugías
muchas mujeres y niños con miembros amputados, bastante
limpios, las bombas hacen el trabajo por nosotros
Fuimos a los funerales de familias enteras y hablamos con
los dolientes, que nos preguntaban: «¿Ven a alguien aquí con un arma?».
Tras diez días de la operación israelí, con 167 palestinos muertos, 1500 objetivos
alcanzados en Gaza y 700 familias desplazadas, se declaró una tregua. La
camaradería especial que se crea con los colegas palestinos bajo los ataques
aéreos se rompe bruscamente cuando te dejan en la frontera israelí; tú estás
emocionada por volver a la normalidad, pero ellos no pueden. Los volverás a ver
cuando el próximo estallido de violencia te lleve de vuelta allí.
Pero cuando estalló la siguiente guerra en 2014, yo ya
estaba en mi casa en Londres, trabajando como editor en la sección de
internacional de The Guardian: 50 días de combates, 2104 palestinos
muertos, 10 000 heridos. Según nos dijeron, la audiencia estaba dejando de seguir las noticias. Los combates terminaron y dejé la sección de internacional
para volver al reportaje. La gente me miraba con recelo cuando volvía a sacar
el tema de Palestina. ¿Era una fanática rara? O peor aún, ¿una activista? No
era ninguna de las dos cosas, pero fuera de los círculos activistas, la
«complejidad política» del conflicto israelo-palestino dejaba poco margen para
nada más que sus escaladas más violentas o sus peores catástrofes humanitarias.
Resulta que el cinismo es mejor compañía que la indignación.
Así que dejé de hablar de lo que sabía que estaba pasando
allí: las humillaciones diarias de la ocupación en Cisjordania, la amenaza del terrorismo de los colonos respaldado por una fuerza de ocupación, el trauma extraordinario de vivir
un día en Gaza... hasta que me senté a empezar a trabajar en una novela en 2015
y Palestina brotó de mí. Me sentí atraída de nuevo al hotel Al Deira,
reimaginado como The Beach. Me encontré contando esta enorme y digerible
tragedia en pequeñas historias humanas desordenadas, negras, divertidas,
desgarradoras y llenas de rabia. Fue un alivio describir libremente la Gaza que
conocía.
“Si te importa lo que está pasando en Gaza, deberías amplificar las voces palestinas”
Hossam Shabat
El 7 de octubre de 2023, había dejado ya The Guardian.
Vi las noticias del ataque terrorista de Hamás , siendo devastada y enferma, y
luego me invadió un frío temor por lo que vendría después en Gaza. Como cualquiera que hubiera cubierto el
lugar durante un tiempo, había visto lo que se avecinaba ensayado durante
décadas. Esas preguntas inquietantes se volvieron urgentes: ¿había hecho todo
lo posible para advertir de lo que se avecinaba? No. ¿Eso me convertía en
cómplice? Quizás.
Israel no ha permitido a la prensa extranjera entrar en Gaza durante esta guerra. Nuestra comprensión de lo que está
sucediendo allí proviene de los periodistas palestinos que lo están viviendo y
que están siendo asesinados en cantidades extraordinarias (176, una tasa de mortalidad del 10 % [su número ha alcanzado ya los
237, NdT]), con sus redacciones destruidas junto con sus familias y sus
hogares. Los que quedan se mueren de hambre. Sus reportajes no son imparciales, son personales y están llenos de
indignación.
Un año antes de que las fuerzas israelíes lo mataran el
24 de marzo, el periodista local Hossam Shabat dijo a sus 175 000 seguidores en X: «El
mayor problema no es que los periodistas occidentales no puedan entrar, sino
que los medios occidentales no respetan ni valoran a los periodistas
palestinos... Nadie conoce Gaza como nosotros, y nadie entiende la complejidad
de la situación como nosotros. Si te importa lo que está pasando en Gaza,
deberías amplificar las voces palestinas». Su mensaje me dolió profundamente.
Aclaró la incomodidad que había sentido como interlocutora innecesaria entre
los lectores occidentales y la tragedia de Gaza, y me hizo plantearme más
preguntas sobre mi trabajo allí.
Los periodistas occidentales que informaban desde
Palestina no detuvimos las atrocidades porque creíamos que no era nuestro
trabajo, estábamos allí para ser testigos. Mantener nuestra imparcialidad es
fundamental para que se confíe en nosotros. Pero ¿no se supone que también
debemos pedir cuentas al poder? Si hubiéramos condenado al poder respaldado por
USA y Europa, sabiendo que estaba perpetrando estas atrocidades, con la
convicción y la indignación que merecía, ¿habrían muerto 60 000 personas en 21 meses?
Mientras Vulture llega a las librerías de USA,
expertos de la ONU han confirmado que la hambruna está en marcha en la Franja de Gaza. Se está disparando a personas hambrientas en los lugares de distribución de alimentos. Sus hospitales han sido bombardeados, los médicos y sus familias asesinados. Se ha cortado la electricidad. Nuestros colegas palestinos están siendo asesinados en cantidades espantosas y los periodistas occidentales dicen que no les
corresponde a ellos nombrar el genocidio. Sin embargo, los escritores de ficción sí lo hacen. En aras del equilibrio, la BBC ha decidido no emitir su documental sobre los médicos de Gaza. Hasta esta semana, cuando incluso
Donald Trump se vio obligado a reconocer la «hambruna real», un amigo que
trabaja en un canal de noticias me dijo que había surgido un nuevo verbo: «gazaisar
una noticia», que significa restarle importancia editorial.
Por fin, parece que se están nombrando las palabras prohibidas —genocidio, hambruna, Estado [de Palestina]— y nuestros líderes podrían actuar para hacer algo al respecto. Pero nuestra indignación ha llegado demasiado tarde. ¿Por qué hemos esperado? Nuestro silencio cauteloso ha contribuido a la tragedia de Gaza. Nuestro cinismo ha permitido el horror que definirá a una generación.
- Vulture, de Phoebe Greenwood, se publicará el 12 de agosto de 2025 en Europa Editions
Phoebe Greenwood
Vulture
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