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21/11/2025

Una historia íntima de la violencia: Beirut bajo asedio en 1982 en los relatos de Nejmeh Khalil Habib

Rebecca Ruth Gould, The Textual Materialist, 20-11-2025
Este ensayo apareció por primera vez en The Markaz Review en mayo de 2025
Traducido por Tlaxcala

Destrucciones en Beirut Oeste debido a los bombardeos israelíes, 1982. Foto Don McCullin

Conocida en todo el mundo árabe como poetisa que ha cultivado un estilo único de prosa poética, Nejmeh Khalil Habib es también crítica literaria y ha publicado estudios sobre Ghassan Kanafani, Jabra Ibrahim Jabra y otras figuras clave de la literatura palestina. Actualmente es profesora en la Universidad de Sídney en Australia, y escribe exclusivamente en árabe.

Habib ha publicado además dos obras de ficción: Y los niños sufren [و الأبـنـاء يـضرسـون، قـصـص قـصـيـرة  ]  (2001) y A Spring that Did Not Blossom [Una primavera que no floreció- - ربـيـع لـم يـزهـ ], aparecida por primera vez en árabe en 2003 y ahora traducida al inglés por Samar Habib y publicada por Simon and Schuster. En las seis ficciones interrelacionadas que componen el libro, nos sumergimos en la vida interior de palestinos que viven en Beirut mientras navegan sus relaciones, sus vidas y sus frustraciones, para acabar finalmente aniquilados por bombas israelíes.

Aunque la editorial en inglés lo presenta como un libro de cuentos, Una primavera que no floreció podría clasificarse igualmente como una novela no lineal; de hecho, así se describe en los medios árabes. (Aquí sigo la convención de la edición inglesa y me refiero a cada capítulo como “cuento” o “relato”.)

Lo que diferencia Una primavera que no floreció de la mayoría de las novelas es que no hay un protagonista único. Los relatos se desplazan con rapidez por la mente de un amplio abanico de personajes, algunos apenas conectados entre sí, otros que ni siquiera se conocen. De esta manera, se despliega ante nosotros el espectro completo de la sociedad palestina residente en el Líbano.

Los personajes viven en campos de refugiados palestinos como Burj el-Barajneh, Ain al-Hilweh y Shatila, este último asociado para siempre a la masacre que tuvo lugar allí en septiembre de 1982, tema del célebre ensayo de Jean Genet [Cuatro horas en Chatila]. A veces consiguen salir de los campos y se trasladan a edificios de apartamentos en Beirut Oeste. Algunos combaten en la Resistencia, otros hacen lo posible por llevar una vida tranquila.

Resistir al ciclo de noticias

El tono íntimo de los relatos de Habib diferencia su obra de mucha ficción ambientada en tiempos de guerra. Fragmentos de titulares y breves noticias se insertan en su prosa, generando una tensión entre dos discursos: el personal y el mediático. La violencia atraviesa profundamente los relatos de Habib, pero lo hace con intimidad e incluso delicadeza. No estalla en grandes acontecimientos que alimentan ideologías: aparece en sufrimientos discretos que mutilan, silencian y matan.

Los puntos suspensivos rigen este ensamblaje de fragmentos, reunidos como metralla de un edificio destruido.

Como gran parte de su prosa, el título Una primavera que no floreció es un doble sentido. Alude tanto a la estación como, también, a Rabih (que significa “primavera”), el niño alrededor del cual giran muchas de las vidas del libro.

Miriam y Awad se casan en la cuarentena con la esperanza de concebir un hijo. Lo logran, y Miriam da a luz a su único hijo, Rabih. Luego, al final del primer relato, todos mueren en un instante, cuando un bombardeo israelí borra su edificio de la faz de la tierra.

Los demás relatos narran la vida bajo el asedio israelí de Beirut en 1982 desde la perspectiva de los supervivientes. A veces miran atrás, hacia los momentos compartidos con quienes fueron asesinados en el bombardeo. Incluso cuando no están bajo una campaña de bombas incesante, el clima de terror generado por la guerra impregna el ambiente.

En “Miriam”, el relato que abre el libro, el refugiado palestino Abu Rabih (padre de Rabih) regresa al Beirut en guerra para reunirse con su familia tras un período de trabajo en un estado del Golfo, donde ganaba dinero para mantenerlos. La invasión israelí ya asoma en el horizonte, con las calles desbordadas por la violencia de la guerra civil libanesa.

Literatura frente a historia

Cuando Abu Rabih se acerca al edificio donde vive su familia, se consuela con la razón por la que cree que estarán a salvo: “a los israelíes les importa la opinión pública; es imposible que bombardeen este edificio”. Así pensaban muchos en 1982 —y así pensaron muchos antes del 7 de octubre de 2023.

Pero el edificio real de Akkar (Banayat Acre en el texto inglés) donde vivía la familia ficticia de Abu Rabih fue completamente destruido por Israel en 1982, en lo que hoy se conoce como la masacre del edificio Akkar. La atrocidad fue evocada por Mahmoud Darwish en su largo poema en prosa Memoria para el olvido (1986), y por el escritor jordano Amjad Nasser en su diario del asedio de 1982. También apareció en Under the Rubble (Bajo los escombros, 1983), un documental de Jean Khalil Chamoun y Mai Masri. En el relato de Habib, la atrocidad se representa de manera inolvidable, con todos sus detalles horrendos y desde el punto de vista de sus víctimas, gracias a la ficción.

Así como Abu Rabih se consolaba imaginando imposible algo tan atroz, también muchos observadores del genocidio israelí en Gaza se han aferrado a ilusiones similares. Entonces y ahora, línea roja tras línea roja proclamadas por políticos, comentaristas mediáticos e incluso por las propias leyes de la guerra han sido violadas con tal rapidez que parecía que nunca hubieran existido.

En este sentido, el texto de Habib resulta inquietantemente relevante para nuestro presente. También lo es su descripción del terror psicológico que Israel inflige a la población civil. “Se estaba librando un tipo de guerra sin precedentes contra Beirut y su gente”, recuerda la narradora. En esta “guerra psicológica”, se lanzaban panfletos “desde los aviones, cayendo sobre balcones y aceras, despertando a la gente de sus siestas”.

En una versión más suave de la pesadilla actual en Gaza, los panfletos “aconsejaban a los habitantes de Beirut que se marcharan y les prometían que no sufrirían daño si tomaban determinadas carreteras”. “Fingían empatía, pero ocultaban una amenaza grave.” En estos folletos lanzados sobre un territorio destinado a la aniquilación, vemos tácticas similares a las del genocidio actual, aunque en una forma más atenuada.

Rellenar los vacíos del periodismo

Habib rellena los huecos que el relato periodístico deja sin tocar.

La traductora Samar Habib (sin relación familiar) compara el estilo conciso de Nejmeh Khalil Habib con el de Kanafani. La caracterización es acertada, reforzada por las referencias directas en el texto al cuento de Kanafani Hombres en el sol (1962), así como por el hecho de que Nejmeh Khalil Habib escribió un libro sobre su ficción. También me recordó a la prosa de Toni Morrison: ambas escritoras representan la violencia de forma íntima, delicada y brutal a la vez, captándola tal como se vive en los cuerpos de las mujeres y en la desconcertación de sus hijos.

Como Morrison, Habib se nutre del mundo del hecho documental, especialmente del periodismo. Para Morrison, un recorte de prensa sobre Margaret Garner —una mujer esclavizada en el sur de USA que cometió infanticidio para evitar que su hija fuera vendida— dio origen a su novela Beloved (1987). Morrison convirtió ese mínimo esbozo en una novela rica y compleja que narraba los pasos de Garner para impedir la esclavitud de su hija.

Del mismo modo, Habib completa los vacíos del periodismo. Introduce personajes ficticios junto a los reales. Yasser Arafat (Abu Ammar) aparece numerosas veces de manera indirecta. Su paradero es precisamente la razón por la que el edificio donde la familia de Abu Rabih se refugiaba buscando seguridad fue volado por las fuerzas israelíes mediante un nuevo arma usamericano: la bomba de vacío, diseñada originalmente para las selvas de Vietnam. Consciente de que era un objetivo, Arafat permanecía en continuo movimiento; dormía en el asiento trasero de un coche cuando el edificio que los israelíes creían su escondite fue bombardeado, matando a más de doscientas cincuenta personas.


Miliciano sosteniendo un gatito. Campo de refugiados de Burj Al Barajneh, sur de Beirut, Líbano (1988). Foto Aline Manoukian

También aparecen figuras del ámbito literario, como el poeta Khalil Hawi, protagonista del segundo relato. Su trayectoria vital coincide con la guerra israelí en el Líbano. Al enterarse en 1982 de la invasión israelí de Beirut, Hawi se suicidó en su apartamento cercano a la Universidad Americana de Beirut, muriendo al instante. Kanafani no aparece en persona, pero es mencionado varias veces como periodista y escritor. También surge un personaje llamado Darwish, que puede o no ser el célebre poeta Mahmud Darwish; la coincidencia funciona como una alusión metatextual.

La tensión entre ficción y periodismo se manifiesta con fuerza en las páginas finales de “Miriam”, donde la maquinaria de guerra israelí provoca la muerte de casi todos los personajes presentados hasta entonces. ¿Cómo narrar tal horror?

No puede hacerse en primera persona, porque la conciencia de cualquier posible narrador está a punto de ser aniquilada. Por ello, Habib rompe con su estilo íntimo y pasa a la tercera persona. El contraste entre esta voz omnisciente y la intimidad del resto del relato hace que su tono impasible resulte aún más impactante. “No había edificio allí”, leemos tras ser reducido a escombros:

Era como si el edificio hubiera sido una caja de cartón vacía cuyas paredes se plegaran unas contra otras al ser aplastadas bajo dos pies fuertes.

Ese tono indiferente puede parecer inapropiado para describir la muerte de personajes cuya vida hemos seguido desde el principio, pero ¿qué mejor manera de mostrar la atrocidad de lo sucedido?

Encontrar un lenguaje para el genocidio

La dificultad de encontrar palabras es algo que muchos enfrentamos hoy al observar el genocidio en Gaza. Luchamos con la incapacidad del lenguaje para captar la atrocidad, y mucho menos detenerla. Las palabras no bastan. Y aun así escribimos, seguimos testimoniando, para que las historias de los mártires sean recordadas por generaciones.

En su párrafo final, “Miriam” yuxtapone informes periodísticos que minimizan las víctimas del bombardeo. Los puntos suspensivos articulan este montaje, reunidos como las esquirlas de un edificio destruido: significan el horror sin representarlo plenamente. La última frase nombra a los personajes presentados al comienzo del relato, ahora todos muertos:

Un familiar pudo identificar a la familia de cuatro personas al reconocer los pendientes que llevaba la madre: eran Rabih, su madre Miriam, su padre Awad y su abuela, Umm Awad.

Una historia íntima de la violencia

A través de sus experimentos narrativos, entrando y saliendo de la conciencia de sus personajes, Habib escribe una historia íntima de la violencia. Capta experiencias de terror y pérdida que la simple narración periodística no logra transmitir. Revela los efectos del terror de Estado tal como lo viven los cuerpos y las mentes de quienes lo padecen. Y, sobre todo, nos enseña cómo se siente experimentar lo que muchos palestinos en Gaza están viviendo hoy, recordándonos que aunque siempre habrá supervivientes, el trauma nunca desaparece.

Aunque la traducción de Samar Habib es meticulosa y diligente en su búsqueda de palabras capaces de transmitir los traumas intraducibles de la guerra, hay momentos en los que habría deseado una mayor libertad creativa, menos fidelidad literal al texto. Esto se nota especialmente en el manejo de las notas a pie de página. Por ejemplo, los detalles relativos al cuento popular palestino del Pájaro Verde, presente en el relato “Kawkab”, son fascinantes y relevantes, pero parecen mal ubicados, como si tuviéramos que leer dos textos simultáneos: el relato de Habib y las notas de la traductora. Muchos de esos detalles funcionarían mejor integrados en el texto principal.

Esto habría dado lugar a una versión inglesa que no correspondiera punto por punto al árabe, pero ¿para qué sirve la traducción, al fin y al cabo? ¿Para producir una réplica perfecta del original o para facilitar la entrada del lector en un mundo ajeno?

Una primavera que no floreció es una obra que busca que los lectores —en cualquier lengua— experimenten, aunque sea de manera mediada, los horrores de la guerra que Israel libró en 1982. Relatos como estos nos ayudan a comprender los horrores que siguen padeciendo el pueblo palestino y también otros países de Oriente Próximo, como Líbano e Irán, ante nuestros ojos.

Une histoire intime de la violence : Beyrouth assiégée en 1982 dans les récits de Nejmeh Khalil Habib

Rebecca Ruth Gould, The Textual Materialist20/11/2025
Cet essai est d’abord paru dans The Markaz Review en mai 2025
Traduit par Tlaxcala

 

Destructions à Beyrouth-Ouest suite à des bombardements israéliens, 1982. Photo Don McCullin

Connue à travers le monde arabe comme une poétesse ayant façonné un style unique de prose poétique, Nejmeh Khalil Habib est aussi critique littéraire et a publié des études consacrées à Ghassan Kanafani, Jabra Ibrahim Jabra et d’autres figures majeures de la littérature palestinienne. Aujourd’hui chargée de cours à l’Université de Sydney en Australie, elle écrit exclusivement en arabe.

Habib a également publié deux œuvres de fiction : Et les enfants souffrent [و الأبـنـاء يـضرسـون، قـصـص قـصـيـرة  ] (2001) et A Spring that Did Not Blossom [Un printemps qui n’a pas fleuri- ربـيـع لـم يـزهـ ] , paru en arabe en 2003 et désormais traduit en anglais par Samar Habib, publié chez Simon and Schuster. Dans les six récits interconnectés qui composent le livre, nous sommes plongés dans l’intériorité des Palestiniens vivant à Beyrouth tandis qu’ils naviguent entre leurs relations, leurs vies, leurs frustrations, avant d’être finalement détruits par des bombes israéliennes.


Bien que présenté comme un recueil de nouvelles par l’éditeur anglophone, A Spring That Did Not Blossom pourrait tout aussi bien être classé comme un roman non linéaire, et il est d’ailleurs décrit comme tel dans les médias arabes. (Je m’en tiens ici aux conventions de l’édition anglaise et désigne chaque chapitre par « histoire » ou « nouvelle ».)

Ce qui distingue Un printemps qui n’a pas fleuri de la plupart des romans, c’est l’absence de protagoniste unique. Les récits se déplacent rapidement à travers les esprits d’un large éventail de personnages, certains qui ne sont que vaguement liés, d’autres qui ne se connaissent même pas. Ainsi se déploie sous nos yeux l’éventail complet de la société palestinienne vivant au Liban.

Les personnages vivent dans des camps de réfugiés palestiniens tels que Bourj el-Barajneh, Aïn el-Héloué et Chatila, ce dernier restant à jamais associé au massacre de septembre 1982, sujet du célèbre essai de Jean Genet [Quatre heures à Chatila]. Ils trouvent parfois les moyens de quitter les camps pour s’installer dans des immeubles de Beyrouth-Ouest. Certains combattent dans la Résistance, d’autres tentent tant bien que mal de mener une vie paisible.

 Résister au cycle de l’actualité

Le ton intime des récits de Habib distingue son écriture de nombreuses fictions se déroulant sur fond de guerre. Des bribes de manchettes de journaux et de dépêches d’actualité s’insèrent dans sa prose, créant une tension entre deux discours : le personnel et le médiatique. La violence s’inscrit profondément dans les histoires de Habib, mais avec intimité, voire délicatesse. Elle ne se déclenche pas dans les grands événements qui nourrissent les idéologies ; elle surgit dans des souffrances discrètes qui mutilent, réduisent au silence et tuent.

Des ellipses gouvernent cet assemblage d’extraits, réunis comme les éclats d’un bâtiment détruit.

Comme beaucoup de sa prose, le titre Un printemps qui n’a pas fleuri est un double sens. Il évoque bien sûr la saison, mais aussi Rabih (qui signifie « printemps »), le jeune garçon autour duquel gravitent de nombreuses vies.

Miriam et Awad se marient à la quarantaine dans l’espoir d’avoir un enfant. Ils y parviennent, et Miriam met au monde leur fils unique, Rabih. Puis, à la fin de la première histoire, tous meurent en un instant, une frappe aérienne israélienne effaçant leur immeuble de la surface de la terre.

Les histoires suivantes racontent la vie sous le siège israélien de Beyrouth en 1982, depuis la perspective des survivants. Parfois, ils se remémorent les moments partagés avec ceux tués lors du bombardement. Même lorsqu’ils ne subissent pas directement la campagne de bombes incessantes, le règne de terreur de la guerre imprègne l’atmosphère.

Dans « Miriam », l’histoire qui ouvre le recueil, le réfugié palestinien Abou Rabih (le père de Rabih) rentre dans Beyrouth en guerre pour retrouver sa famille après un séjour dans un État du Golfe, où il travaillait pour subvenir à leurs besoins. L’invasion israélienne se profile à l’horizon, les rues sont déjà agitées par la violence de la guerre civile libanaise.

Littérature contre histoire

Alors qu’Abou Rabih s’approche de l’immeuble où vit sa famille, il se rassure en pensant à la raison pour laquelle il croit qu’ils resteront en sécurité : « les Israéliens se soucient de l’opinion publique ; il est impossible qu’ils bombardent cet immeuble ». Beaucoup le pensaient en 1982 — tout comme beaucoup l’ont imaginé avant le 7 octobre 2023.

Pourtant, l’immeuble d’Akkar réel (Banayat Acre dans le texte anglais) où vivait la famille fictive d’Abou Rabih fut entièrement détruit par Israël en 1982, dans ce que l’on appelle désormais le massacre de l’immeuble Akkar [250 morts et blessés, NdT]. L’atrocité fut commémorée par Mahmoud Darwich dans son long poème en prose Une mémoire pour l’oubli (1986), et par l’écrivain jordanien Amjad Nasser dans son journal publié du siège de 1982. Elle fut aussi documentée dans Sous les décombres (1983), un film de Jean Khalil Chamoun et Mai Masri. Dans le récit de Habib, l’atrocité est rendue inoubliable, dans tous ses détails horrifiques, du point de vue de ses victimes, par la fiction.

Tout comme Abou Rabih s’est rassuré en imaginant l’impossible, beaucoup d’observateurs du génocide israélien à Gaza s’en sont consolés depuis. Alors comme aujourd’hui, ligne rouge après ligne rouge, posées par des politiciens, des commentateurs médiatiques, même les lois et coutumes de la guerre ont été violées si rapidement qu’on aurait dit qu’elles n’avaient jamais existé.

À cet égard, le texte de Habib est d’une actualité inquiétante. Il en va de même pour sa description de la terreur psychologique infligée par Israël à la population civile. « Une sorte de guerre sans précédent était menée contre Beyrouth et ses habitants », se souvient le narrateur. Dans cette « guerre psychologique », des tracts sont « jetés depuis les avions, dérivant sur les balcons et les trottoirs, réveillant les gens de leur sieste ».


Dans une version plus douce du cauchemar actuel à Gaza, les tracts « conseillaient aux habitants de Beyrouth de partir et leur promettaient qu’il ne leur serait fait aucun mal s’ils empruntaient certaines routes ». Ils « feignaient l’empathie mais dissimulaient une menace grave ». Dans ces largages de feuillets sur un territoire promis à l’annihilation, on retrouve des tactiques similaires à celles du génocide en cours, quoiqu’en version atténuée.

 Combler les lacunes du journalisme

Habib comble les lacunes que le récit journalistique laisse béantes.

La traductrice Samar Habib (sans lien de parenté) compare le style concis de Nejmeh Khalil Habib à celui de Kanafani. Cela se vérifie, d’autant que le texte comporte des références directes à la nouvelle de Kanafani Des hommes dans le soleil (1962) et que Nejmeh Khalil Habib a publié un livre sur son œuvre. J’ai également pensé à Toni Morrison : toutes deux rendent la violence dans un style intime, dont la délicatesse choque tandis que la brutalité documentée submerge. Elles capturent la violence telle qu’elle est vécue dans les corps des femmes et par leurs enfants stupéfaits.

Comme Morrison, Habib puise dans le monde des faits documentaires, notamment journalistiques. Pour Morrison, c’est un extrait de journal sur Margaret Garner — une femme réduite en esclavage qui commit un infanticide pour empêcher la vente de sa fille — qui donna naissance à Beloved (1987). Elle transforma ce mince récit en un roman riche et texturé retraçant les pas de Garner pour sauver son enfant.

De même, Habib comble les lacunes du journalisme. Elle introduit des personnages fictifs aux côtés de personnages réels. Yasser Arafat (Abou Ammar) apparaît indirectement à plusieurs reprises. Sa présence est d’ailleurs la raison pour laquelle l’immeuble où se réfugiait la famille d’Abou Rabih a été détruit : les forces israéliennes employèrent une nouvelle arme usaméricaine, la bombe à vide, conçue pour la jungle vietnamienne. Sachant qu’il était visé, Arafat se déplaçait continuellement ; il dormait sur le siège arrière d’une voiture lorsque l’immeuble que les Israéliens croyaient être son refuge fut bombardé, tuant plus de deux cent cinquante habitants.

Milicien tenant un chaton. Camp de réfugiés de Bourj el-Barajneh, sud de Beyrouth, Liban (1988). Photo Aline Manoukian

La sphère littéraire fait aussi des apparitions, notamment le poète Khalil Hawi, sujet de la deuxième « histoire ». La trajectoire de Hawi coïncide avec la guerre israélienne au Liban. Lorsqu’il apprit que les Israéliens avaient envahi Beyrouth en 1982, il se suicida dans son appartement près de l’Université américaine de Beyrouth. Kanafani apparaît plusieurs fois, nommé comme journaliste et écrivain. Il y a aussi un personnage appelé Darwich, qui est, peut-être ou pas,  le célèbre poète Mahmoud Darwich — la coïncidence résonne comme une allusion métatextuelle.

La tension entre les registres fictionnels et journalistiques éclate de manière spectaculaire dans les dernières pages de « Miriam », où la machine de guerre israélienne détruit presque tous les personnages rencontrés jusque-là. Comment raconter une telle horreur ?

Impossible à la première personne, car chaque conscience susceptible de raconter est en train d’être annihilée. Habib rompt donc avec son style intime et passe à la troisième personne. Le contraste entre cette voix omnisciente et l’intimité du récit rend son ton neutre d’autant plus frappant. « Il n’y avait plus d’immeuble », lit-on après l’effondrement total :

c’était comme si l’immeuble avait été une boîte en carton vide dont les parois se seraient rabattues les unes contre les autres, écrasées sous deux pieds puissants.

Ce ton indifférent peut sembler inadapté pour relater la mort de personnages auxquels nous nous sommes attachés depuis le début, mais quelle meilleure manière de révéler l’atrocité ?

Trouver des mots pour un génocide

La difficulté de trouver les mots est celle que beaucoup d’entre nous éprouvent face au génocide à Gaza. Nous luttons contre l’insuffisance du langage à saisir l’horreur, encore moins à l’arrêter. Les mots manquent. Et pourtant, nous continuons d’écrire, de témoigner, afin que les histoires des martyrs demeurent dans les mémoires pour les générations futures.

Dans son dernier paragraphe, « Miriam » juxtapose des extraits de dépêches journalistiques qui minimisent les pertes humaines. Des ellipses soudent cet assemblage, comme des éclats d’un bâtiment pulvérisé — signifiant, sans représenter pleinement, l’horreur vécue. La dernière phrase nomme les personnages rencontrés au début du récit, désormais tous morts :

un parent a pu identifier la famille de quatre personnes en reconnaissant les boucles d’oreilles portées par la mère : c’étaient Rabih, sa mère Miriam, son père Awad, et sa grand-mère, Im Awad.

 Une histoire intime de la violence

À travers ses expérimentations narratives, glissant dans la conscience de ses personnages puis en ressortant, Habib écrit une histoire intime de la violence. Elle saisit les expériences de terreur et de perte que la simple énumération journalistique ne parvient pas à transmettre. Elle révèle les effets de la terreur d’État telle qu’elle s’inscrit dans les corps et les esprits de ceux qu’elle vise. Et surtout, elle nous montre ce que vivent aujourd’hui les Palestiniens de Gaza — et nous rappelle que même s’il y aura toujours des survivants, le traumatisme, lui, reste.

Si la traduction de Samar Habib est minutieuse, cherchant avec diligence les mots justes pour transmettre l’intraduisible traumatisme de la guerre, certains passages auraient gagné à plus de liberté créative, moins de fidélité littérale. Cela se voit surtout dans les notes de bas de page. Par exemple, les détails concernant le conte palestinien de l’Oiseau Vert, qui apparaît dans l’histoire « Kawkab », sont fascinants et pertinents, mais semblent mal placés — comme si l’on nous demandait de lire deux textes simultanés : le récit de Habib et les notes de la traductrice. Beaucoup de ces détails informatifs fonctionneraient mieux s’ils étaient intégrés dans le texte principal.

Cela aurait produit une version anglaise ne correspondant pas point par point à l’arabe. Mais à quoi sert la traduction, au fond ? À créer une copie parfaite de l’original, ou à ouvrir l’accès à un monde étranger ?

Un printemps qui n’a pas fleuri est un livre qui veut que ses lecteurs, dans n’importe quelle langue, fassent l’expérience — même médiée — des horreurs de la guerre menée par Israël en 1982. Ces histoires nous aident à comprendre les horreurs toujours infligées au peuple palestinien, et aussi à d’autres pays du Moyen-Orient, tels que le Liban ou l’Iran, sous nos yeux.