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06/08/2025

MAHAD HUSSEIN SALLAM
Delegar sin resolver: cómo las grandes potencias externalizan sus crisis


 Mahad Hussein Sallam (bio), Mediapart,  1-8-2025
Traducido por Tlaxcala

Externalizar fronteras, prisiones, guerras: las grandes potencias delegan la gestión de las crisis a regímenes autoritarios, empresas privadas y milicias. Esta estrategia aleja la democracia del debate y la responsabilidad, malvende sus principios y sale cara a los ciudadanos y a los más vulnerables. Un cambio histórico hacia un poder distante, que huye de sus propias consecuencias.

Ante los grandes retos, como la migración, la seguridad, la justicia, los conflictos armados y la política exterior, las grandes potencias ya no reparan, transfieren.

Subcontratación a regímenes autoritarios, externalización a zonas grises, devolución a periferias lejanas: todo se decide lejos de la mirada de los ciudadanos, lejos de los derechos. En nombre de una eficacia tecnocrática, los Estados abandonan lo esencial, hasta poner en peligro los propios fundamentos de la democracia. Porque, a fuerza de delegar, renuncian a gobernar. A fuerza de huir de la responsabilidad, socavan el contrato democrático.

Este texto cuestiona una estrategia global de abandono político, en la que la externalización y la transferencia se convierten en un modo de gobernanza. Un modo de negación.


Los gobiernos de la urgencia y el olvido de la política

Desde hace más de una década, se ha impuesto una consigna en la gestión de las grandes crisis contemporáneas, como las migraciones, la seguridad, la justicia y la guerra: delegar en lugar de resolver.

Ante el vertiginoso avance de la historia, los Estados, especialmente en Europa, pero también en otras partes del Norte global, adoptan un reflejo que se ha convertido en doctrina: subcontratar. Transferir la carga, externalizar la responsabilidad, deslocalizar las consecuencias. En lugar de abordar las causas profundas, los conflictos, las desigualdades estructurales, el cambio climático, las fracturas poscoloniales, las potencias prefieren confiar la gestión del caos a otros: terceros países a menudo autoritarios, dictaduras, empresas privadas sin mandato democrático, milicias locales, agencias alejadas del control ciudadano.

Estas gobernanzas de emergencia, disfrazadas de pragmatismo, se liberan de la política. Evitan el debate, eluden la soberanía popular y banalizan una forma de gestión por delegación que vacía de sentido a las instituciones.

Presentada como una solución «eficaz», esta estrategia es sobre todo una elusión de la responsabilidad. Y, en el fondo, una desarticulación silenciosa del proyecto democrático. Detrás de esta estrategia se esconde una lenta desintegración de nuestro ideal democrático, invisible, pero muy real.

¿Qué pasa con una democracia cuando externaliza el ejercicio de su soberanía?

Esta es la pregunta central, la que incomoda pero hay que plantear: ¿qué queda de una democracia cuando delega el ejercicio mismo de su soberanía?

Cuando la decisión, la coacción y el control ya no pertenecen al espacio público, sino a actores externos a menudo desconocidos, opacos y no elegidos, ¿qué valor tiene aún el principio del gobierno por y para el pueblo?

Este texto explora tres ámbitos en los que esta desarticulación del poder democrático se ha convertido en un sistema:

• la gestión migratoria, transformada en una operación logística externalizada, a menudo subcontratada por regímenes autoritarios o a estructuras privadas sin mandato político;

•        la justicia penal y penitenciaria, cada vez más delegada a operadores mercantiles o a territorios de excepción donde el Estado de derecho es discreto;

• la seguridad y los conflictos armados, donde la privatización de las misiones soberanas y la delegación a actores no estatales crean zonas de irresponsabilidad política.

En todos los casos se observan los mismos síntomas: opacidad creciente, abusos documentados pero impunes, ineficiencia estructural y, sobre todo, una ruptura radical con el sentido mismo de la acción política.

Tras la fachada de la eficacia tecnocrática, se instala una soberanía vaciada de su contenido democrático. Una soberanía sin pueblo, sin debate, sin control.

Migración: externalizar las fronteras, invisibilizar el exilio y negar los fundamentos mismos de los derechos humanos.



El acuerdo UE-Turquía de 2016: la matriz del cinismo europeo

Marzo de 2016. Entre los aplausos ahogados de Bruselas, la Unión Europea sella un pacto con Ankara. Objetivo declarado: «frenar los flujos migratorios». Objetivo real: disuadir, rechazar, invisibilizar.

A cambio de 6000 millones de euros, promesas sobre visados y una vaga esperanza de reanudar las negociaciones de adhesión, Turquía se compromete a readmitir a todos los migrantes «irregulares» que lleguen a las costas griegas. Donald Tusk, entonces presidente del Consejo Europeo, lo considera un compromiso «justo y equilibrado».

La realidad es muy diferente: un mercado de tontos, en el que Europa cambia sus exigencias en materia de derechos por la subcontratación de su humanidad. Rápidamente, Recep Tayyip Erdoğan transforma el acuerdo en un instrumento de chantaje, amenazando con «abrir las compuertas» para doblegar a Bruselas a sus intereses geopolíticos.

Tras el lenguaje diplomático, se produjo una ruptura: la externalización de la gestión de la crisis migratoria se convierte en norma, la soberanía se convierte en transacción, la dignidad se convierte en variable de ajuste. Este pacto, lejos de ser un caso aislado, se convierte en el modelo reproducible de una renuncia asumida.

Una estrategia sistémica: acuerdos migratorios con los autócratas

Libia: más de 700 millones de euros pagados entre 2017 y 2023 a guardacostas acusados de violencia, extorsión y esclavitud. Los exiliados interceptados en el mar Mediterráneo son devueltos a campos de detención denunciados como “zonas sin ley” por la ONU.

Túnez: apenas firmado, en 2023, un memorando de acuerdo con Kaïs Saïed (105 millones de euros para “prevenir las salida”), migrantes subsaharianos son abandonados en pleno desierto, al borde de la muerte.

Egipto: en marzo de 2024, Bruselas compromete 7400 millones de euros con el régimen de Abdel Fattah al-Sisi. Oficialmente para la “estabilidad”. Extraoficialmente para comprar el cese de las salidas. Todo ello mientras decenas de miles de presos políticos se pudren en las cárceles egipcias.

Sudán: sin acuerdo oficial, fondos europeos transitan a través de ONG hacia zonas controladas por las milicias de las Fuerzas de Apoyo Rápido, dirigidas por Hemedti, acusado de crímenes contra la humanidad.

Ya no es una política, es un sistema globalizado de delegación de la inhospitalidad. Una diplomacia migratoria construida sobre violaciones de derechos, a golpe de cheques y silencio cómplice.


Ruanda: laboratorio del asilo externalizado

Allí, lejos de las miradas europeas, se ha cruzado una nueva línea. El Reino Unido y Dinamarca han firmado un acuerdo con el régimen de Paul Kagame: los solicitantes de asilo rechazados serán enviados a Kigali, a un país donde la prensa está amordazada, la oposición silenciada y los contrapoderes ausentes.

Oficialmente: un país estable. Extraoficialmente: un Estado autoritario convertido en centro de asilo deportado.

«El asilo ya no es un derecho. Es una variable de ajuste geopolítico», alerta Amnistía Internacional.

Delegar la hospitalidad: la ética invertida

El mecanismo ya está bien engrasado: pagar para no acoger, cooperar para deshacerse mejor, negociar a costa de vidas humanas.

 El costo moral, por su parte, es invisible pero profundo:

• Las causas profundas de las migraciones, los conflictos, el calentamiento global y la miseria estructural no se resuelven ni se contienen. Peor aún: a menudo se ven agravadas por las propias políticas de las potencias que pretenden combatirlas.

Y lo más cínico es que los refugiados que han huido de la represión, la guerra o la ausencia de Estado de derecho se ven entregados a los mismos regímenes que abandonaron por falta de democracia, libertad y protección.

• Los exiliados se convierten en mercancías, objetos de trueque entre cancillerías.

•        Las sociedades europeas se hunden en la negación, se mecen en un fantasma de control mientras la extrema derecha prospera gracias a este mecanismo de rechazo.

Externalizar las fronteras es negarse a ver lo que se produce: vidas impedidas, derechos pisoteados, una democracia en retroceso. Es desplazar el exilio para olvidar mejor lo que dice de nosotros.


Justicia y represión: la pena de prisión como servicio deslocalizado

Las prisiones en el extranjero: cuando Europa externaliza a sus condenados

Lo que los Estados se niegan a asumir en su propio territorio, lo exportan. Es la nueva frontera de la penalidad contemporánea: externalizar el encierro.

Noruega, 2015. El Gobierno alquila 242 plazas en la prisión holandesa de Veenhuizen. Se supone que allí se aplica la legislación noruega, pero el personal es holandés, al igual que las paredes. La justicia se convierte en un servicio, ajustado por contrato.

Dinamarca, 2021. Se va un paso más allá: 210 millones de euros para trasladar a 300 migrantes condenados a una prisión de Kosovo. El trato es claro: deshacerse de estos presos «indeseables» del territorio nacional.

Suecia, 2025. El Gobierno anuncia su intención de subcontratar parte de su sistema penitenciario a otros países de Europa.

Bélgica, ya pionera entre 2010 y 2016, gastó 300 millones de euros en alquilar 650 celdas en los Países Bajos. Una «asociación» en apariencia, una externalización punitiva en realidad.

Detrás de estas cifras: una lógica gerencial de la pena. El encarcelamiento se convierte en una variable de ajuste presupuestario, un objeto contable, exportable a voluntad. La prisión ya no es un espacio de reinserción o de justicia, sino un almacén humano de geografía modificable.

Externalizar la pena: la doble pena social

El costo humano, por su parte, se ignora:

•    Alejamiento = aislamiento. Los reclusos enviados al extranjero se ven privados de sus vínculos familiares y de todo arraigo social.

•    Reinserción comprometida. ¿Cómo reconstruirse desde una celda a cientos de kilómetros de casa, en otro país, a veces en otro idioma?

•    Ambigüedad jurídica permanente. Entre dos sistemas legislativos, los derechos de los reclusos se vuelven inciertos, discutibles, invisibles.

En este mecanismo, la pena de prisión deja de ser un acto de justicia. Se convierte en un servicio logístico, subcontratado, banalizado. El condenado se convierte en un objeto que circula en un espacio penal desregulado.

Acuerdos de readmisión: la exclusión por contrato

Pero la externalización penitenciaria es solo la punta del iceberg. A un nivel más profundo, los Estados organizan otra forma de delegación punitiva: los acuerdos de readmisión.

Un ejemplo revelador es el de Suiza y Suazilandia (hoy Esuatini). Un acuerdo permite a Berna devolver a Suazilandia a personas consideradas “indeseables”, aunque no sean originarias ni tengan vínculos con ese país.

En la práctica, esto significa expulsiones sin base jurídica sólida hacia un régimen clasificado como autoritario por Freedom House.

En este caso, la «cooperación» no es más que una palabra para encubrir el abandono del derecho. Ya no se juzga, se transfiere. Ya no se protege, se expulsa.

Externalizar la justicia es deshacerse de la propia humanidad. Es gestionar la pena de prisión como un costo, y no como un acto político.

Es, sobre todo, renunciar a la promesa democrática de una justicia equitativa, pública y controlada. Cuando el Estado castiga a distancia, abdica de su responsabilidad. Y el ciudadano se convierte en una partida presupuestaria.


Guerra: conflictos por poderes, violencia externalizada

• Con la bendición de USA, en la noche del 25 al 26 de marzo de 2015, Arabia Saudí lanzó la Operación Tormenta Decisiva en Yemen, con el apoyo de una coalición árabe suní, en lo que ya se anunciaba como una guerra por poderes. Entre bastidores, Mohamed Ben Zayed, humillado por la confiscación de tres islas por parte de Irán, habría declarado: «Iremos a enfrentarnos a los iraníes en Yemen»,  entregando así todo un país a la lógica de un enfrentamiento regional disfrazado de estabilización.

•    En Ucrania, los Estados europeos y los USA suministran armas sin asumir la gestión del posconflicto.

• En el Sahel, las fuerzas francesas se retiran, dejando paso a milicias privadas o a Wagner.

• En Siria, se multiplican las zonas grises de control, sin un mandato claro.

¿Quién responde de los crímenes? ¿Quién vigila? ¿Quién decide? Nadie.

Lo que esta delegación hace a nuestras sociedades:

• Fatiga democrática: las decisiones se toman al margen del debate público.

• Fragmentación: inseguridad, polarización, radicalización.

• Pérdida de sentido: ¿para qué sirve la democracia si ya no protege?

Democracias subcontratadas: ¿el fin de un modelo?

Pensábamos que teníamos la crisis bajo control. En realidad, la hemos exportado.

Hemos construido una política de evasión: cortoplacista, tecnocrática, despolitizada. Un modelo en el que se transfieren los problemas a otros lugares, se compra el silencio, se firma con regímenes autoritarios para “gestionar” lo que ya no queremos ver: migraciones, guerras, prisiones, vidas.

Detrás de cada acuerdo, cada expulsión, cada base subcontratada, hay una renuncia:

•    Renuncia a nuestros principios democráticos.

•    Renuncia a la transparencia y al debate.

•    Renuncia a encarnar el universalismo que proclamábamos.

Pero este cinismo tiene un precio. Un precio colosal, que pagan los propios pueblos y que seguirán pagando.

Miles de millones de euros destinados a externalizar la gestión de las crisis, mientras que, en nuestras ciudades, nuestros campos, nuestros barrios, los servicios públicos se deterioran, la precariedad avanza y las desigualdades se disparan.

Los políticos solo tienen ojos para las citas electorales. E incluso las oposiciones parecen ahora atrapadas en una lógica de marketing político, alejadas de las preocupaciones reales de los ciudadanos. Los proyectos de sociedad parecen un recuerdo lejano.

La democracia se convierte en una cáscara vacía, un eslogan sin práctica.

Lo que hemos subcontratado no es solo la gestión de las crisis.

Es la propia responsabilidad política.

Así que planteemos las verdaderas preguntas:

¿Estamos viviendo un punto de inflexión en nuestra historia?

¿Hemos renunciado a gobernar para no tener que elegir?

¿Y qué queda de una democracia cuando se niega a mirar de frente lo que produce?

Toda crisis que nos negamos a afrontar aquí, que transferimos, invisibilizamos, externalizamos, siempre acaba volviendo. Pero esta vez, no como un hecho que hay que gestionar, sino como un recuerdo doloroso, vuelto contra nosotros, contra nuestros principios, contra nuestra propia sociedad.