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19/08/2022

ROMAIN GARY
Querido señor Elefante
Carta de amor a un viejo compañero

Romain Gary (1914-1980) , LIFE Magazine, 22/12/1967, Le Figaro littéraire, 4/3/1968
Traducido por María Piedad Ossaba

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Probablemente leyendo esta carta Usted se preguntará qué pudo llevar a un espécimen zoológico tan profundamente preocupado por el futuro de su propia especie a escribirla. El motivo es, por supuesto, el instinto de conservación. Desde hace mucho tiempo siento que nuestros destinos están unidos. En estos días peligrosos de “equilibrio del terror”, de masacres y cálculos científicos sobre el número de personas que sobrevivirán a un holocausto nuclear, resulta natural que mis pensamientos se dirijan a usted.


En mi opinión usted, querido señor elefante, representa a la perfección todo lo que hoy está en peligro de extinción en nombre del progreso, de la eficacia, del materialismo integral, de una ideología o incluso de la razón ya que un cierto uso abstracto e inhumano de la razón y de la lógica se ha tornado cómplice de nuestra locura asesina. Hoy parece evidente que nos hemos comportado con otras especies, y con la suya en particular, de la misma manera como estamos a punto de hacerlo con nosotros mismos.

Fue en el cuarto de un niño, hace ya cerca de medio siglo, que nos encontramos por primera vez. Durante años compartimos la misma cama y nunca me dormía sin besar su trompa y, acto seguido, estrecharle con fuerza entre mis brazos hasta el día que mi madre nos separó diciendo, no sin una cierta falta de lógica, que yo era un niño demasiado grande para jugar con un elefante. Sin duda, hoy aparecerán algunos psicólogos que afirmarán que mi “fijación” por los elefantes remonta a esa dolorosa separación y que mi deseo de compartir su compañía es en realidad una forma de nostalgia de mi infancia y de mi inocencia perdidas. Y es verdad que ustedes representan para mí un símbolo de pureza y un sueño ingenuo, el de un mundo donde hombres y animales podrían vivir juntos y en paz.

Años después, en algún lugar de Sudán, nos volvimos a encontrar. Regresaba de una misión de bombardeo sobre Etiopía y aterricé con mi avión en un estado lamentable al sur de Jartum, en la ribera occidental del Nilo. Caminé durante tres días antes de encontrar agua y beber, lo que luego pagué con una fiebre tifoidea que casi me costó la vida. Usted se me apareció a través de unos escasos algarrobos y al principio pensé que era víctima de una alucinación. Porque era rojo, rojo oscuro desde la trompa hasta la cola, y la visión de un elefante rojo ronroneando sentado sobre su trasero me puso los pelos de punta. ¡Sí! estaba ronroneando, y desde entonces he aprendido que este profundo estruendo es en ustedes un signo de satisfacción, lo que me lleva a creer que la corteza del árbol que estaba comiendo era particularmente deliciosa.

Tardé en comprender que la razón por la que estaba rojo era porque se había revolcado en el barro, lo que significaba que había agua cerca. Avancé lentamente y en ese momento Ud. se dio diste cuenta de mi presencia. Levantó las orejas y su cabeza pareció triplicar su volumen, mientras que su cuerpo, que parecía una montaña, desaparecía tras el dosel repentinamente levantado.

Entre Ud. y yo, la distancia no era más de veinte metros, y no sólo podía ver sus ojos, sino que era muy sensible a su mirada, que me alcanzó, si se me permite decirlo, como un directo al estómago. Era demasiado tarde para pensar en huir. Y luego, en el estado de agotamiento en que me encontraba, la fiebre y la sed prevalecieron sobre mi miedo. Renuncié a la lucha. Esto me sucedió varias veces durante la guerra: cerré los ojos, esperando la muerte, lo que me valió cada vez una condecoración y una reputación de coraje. 

Cuando volví a abrir los ojos, Ud. estaba dormido.

Supongo que no me vio, o peor aún, sólo me miró antes de quedarse dormido. De todos modos, ahí estaba: la trompa flácida, las orejas caídas, los párpados caídos, y recuerdo que mis ojos se llenaron de lágrimas. Me invadió un deseo casi irresistible de acercarme a Ud., de apretar su trompa contra mí, de apretarme contra el cuero de su piel y allí, bien protegido, dormirme plácidamente. Una sensación de lo más extraña me invadió. Era mi madre, lo sabía, quien la había enviado. Finalmente había cedido y me habían devuelto a Ud.. Di un paso en tu dirección, luego otro...