Mahad Hussein
Sallam (bio), Mediapart, 1-8-2025
Traducido por Tlaxcala
Externalizar fronteras, prisiones, guerras: las grandes potencias delegan la gestión de las crisis a regímenes autoritarios, empresas privadas y milicias. Esta estrategia aleja la democracia del debate y la responsabilidad, malvende sus principios y sale cara a los ciudadanos y a los más vulnerables. Un cambio histórico hacia un poder distante, que huye de sus propias consecuencias.
Ante los grandes retos, como la migración, la seguridad, la justicia, los conflictos armados y la política exterior, las grandes potencias ya no reparan, transfieren.
Subcontratación a regímenes autoritarios, externalización
a zonas grises, devolución a periferias lejanas: todo se decide lejos de la
mirada de los ciudadanos, lejos de los derechos. En nombre de una eficacia
tecnocrática, los Estados abandonan lo esencial, hasta poner en peligro los
propios fundamentos de la democracia. Porque, a fuerza de delegar, renuncian a
gobernar. A fuerza de huir de la responsabilidad, socavan el contrato
democrático.
Este texto cuestiona una estrategia global de abandono
político, en la que la externalización y la transferencia se convierten en un
modo de gobernanza. Un modo de negación.
Los gobiernos de la urgencia y el olvido de la política
Desde hace más de una década, se ha impuesto una consigna
en la gestión de las grandes crisis contemporáneas, como las migraciones, la
seguridad, la justicia y la guerra: delegar en lugar de resolver.
Ante el vertiginoso avance de la historia, los Estados,
especialmente en Europa, pero también en otras partes del Norte global, adoptan
un reflejo que se ha convertido en doctrina: subcontratar. Transferir la carga,
externalizar la responsabilidad, deslocalizar las consecuencias. En lugar de
abordar las causas profundas, los conflictos, las desigualdades estructurales,
el cambio climático, las fracturas poscoloniales, las potencias prefieren
confiar la gestión del caos a otros: terceros países a menudo autoritarios,
dictaduras, empresas privadas sin mandato democrático, milicias locales,
agencias alejadas del control ciudadano.
Estas gobernanzas de emergencia, disfrazadas de
pragmatismo, se liberan de la política. Evitan el debate, eluden la soberanía
popular y banalizan una forma de gestión por delegación que vacía de sentido a
las instituciones.
Presentada como una solución «eficaz», esta estrategia es
sobre todo una elusión de la responsabilidad. Y, en el fondo, una
desarticulación silenciosa del proyecto democrático. Detrás de esta estrategia
se esconde una lenta desintegración de nuestro ideal democrático, invisible,
pero muy real.
¿Qué pasa con una democracia cuando externaliza el
ejercicio de su soberanía?
Esta es la pregunta central, la que incomoda pero hay que
plantear: ¿qué queda de una democracia cuando delega el ejercicio mismo de su
soberanía?
Cuando la decisión, la coacción y el control ya no
pertenecen al espacio público, sino a actores externos a menudo desconocidos,
opacos y no elegidos, ¿qué valor tiene aún el principio del gobierno por y para
el pueblo?
Este texto explora tres ámbitos en los que esta
desarticulación del poder democrático se ha convertido en un sistema:
• la gestión migratoria, transformada en una operación
logística externalizada, a menudo subcontratada por regímenes autoritarios o a
estructuras privadas sin mandato político;
• la justicia
penal y penitenciaria, cada vez más delegada a operadores mercantiles o a
territorios de excepción donde el Estado de derecho es discreto;
• la seguridad y los conflictos armados, donde la
privatización de las misiones soberanas y la delegación a actores no estatales
crean zonas de irresponsabilidad política.
En todos los casos se observan los mismos síntomas:
opacidad creciente, abusos documentados pero impunes, ineficiencia estructural
y, sobre todo, una ruptura radical con el sentido mismo de la acción política.
Tras la fachada de la eficacia tecnocrática, se instala
una soberanía vaciada de su contenido democrático. Una soberanía sin pueblo,
sin debate, sin control.
Migración: externalizar las fronteras, invisibilizar el
exilio y negar los fundamentos mismos de los derechos humanos.
El acuerdo UE-Turquía de 2016: la matriz del cinismo
europeo
Marzo de 2016. Entre los aplausos ahogados de Bruselas,
la Unión Europea sella un pacto con Ankara. Objetivo declarado: «frenar los
flujos migratorios». Objetivo real: disuadir, rechazar, invisibilizar.
A cambio de 6000 millones de euros, promesas sobre
visados y una vaga esperanza de reanudar las negociaciones de adhesión, Turquía
se compromete a readmitir a todos los migrantes «irregulares» que lleguen a las
costas griegas. Donald Tusk, entonces presidente del Consejo Europeo, lo
considera un compromiso «justo y equilibrado».
La realidad es muy diferente: un mercado de tontos, en el
que Europa cambia sus exigencias en materia de derechos por la subcontratación
de su humanidad. Rápidamente, Recep Tayyip Erdoğan transforma el acuerdo en un
instrumento de chantaje, amenazando con «abrir las compuertas» para doblegar a
Bruselas a sus intereses geopolíticos.
Tras el lenguaje diplomático, se produjo una ruptura: la
externalización de la gestión de la crisis migratoria se convierte en norma, la
soberanía se convierte en transacción, la dignidad se convierte en variable de
ajuste. Este pacto, lejos de ser un caso aislado, se convierte en el modelo
reproducible de una renuncia asumida.
Una estrategia sistémica: acuerdos migratorios con los
autócratas
Libia: más de 700
millones de euros pagados entre 2017 y 2023 a guardacostas acusados de
violencia, extorsión y esclavitud. Los exiliados interceptados en el mar
Mediterráneo son devueltos a campos de detención denunciados como “zonas sin
ley” por la ONU.
Túnez: apenas
firmado, en 2023, un memorando de acuerdo con Kaïs Saïed (105 millones de euros
para “prevenir las salida”), migrantes subsaharianos son abandonados en pleno
desierto, al borde de la muerte.
Egipto: en marzo
de 2024, Bruselas compromete 7400 millones de euros con el régimen de Abdel
Fattah al-Sisi. Oficialmente para la “estabilidad”. Extraoficialmente para
comprar el cese de las salidas. Todo ello mientras decenas de miles de presos
políticos se pudren en las cárceles egipcias.
Sudán: sin
acuerdo oficial, fondos europeos transitan a través de ONG hacia zonas
controladas por las milicias de las Fuerzas de Apoyo Rápido, dirigidas por
Hemedti, acusado de crímenes contra la humanidad.
Ya no es una política, es un sistema globalizado de
delegación de la inhospitalidad. Una diplomacia migratoria construida sobre
violaciones de derechos, a golpe de cheques y silencio cómplice.
Ruanda: laboratorio del asilo externalizado
Allí, lejos de las miradas europeas, se ha cruzado una
nueva línea. El Reino Unido y Dinamarca han firmado un acuerdo con el régimen
de Paul Kagame: los solicitantes de asilo rechazados serán enviados a Kigali, a
un país donde la prensa está amordazada, la oposición silenciada y los
contrapoderes ausentes.
Oficialmente: un país estable. Extraoficialmente: un
Estado autoritario convertido en centro de asilo deportado.
«El asilo ya no es un derecho. Es una variable de ajuste
geopolítico», alerta Amnistía Internacional.
Delegar la hospitalidad: la ética invertida
El mecanismo ya está bien engrasado: pagar para no
acoger, cooperar para deshacerse mejor, negociar a costa de vidas humanas.
El costo moral,
por su parte, es invisible pero profundo:
• Las causas profundas de las migraciones, los
conflictos, el calentamiento global y la miseria estructural no se resuelven ni
se contienen. Peor aún: a menudo se ven agravadas por las propias políticas de
las potencias que pretenden combatirlas.
Y lo más cínico es que los refugiados que han huido de la
represión, la guerra o la ausencia de Estado de derecho se ven entregados a los
mismos regímenes que abandonaron por falta de democracia, libertad y
protección.
• Los exiliados se convierten en mercancías, objetos de
trueque entre cancillerías.
• Las
sociedades europeas se hunden en la negación, se mecen en un fantasma de
control mientras la extrema derecha prospera gracias a este mecanismo de
rechazo.
Externalizar las fronteras es negarse a ver lo que se
produce: vidas impedidas, derechos pisoteados, una democracia en retroceso. Es
desplazar el exilio para olvidar mejor lo que dice de nosotros.
Justicia y represión: la pena de prisión como servicio deslocalizado
Las prisiones en el extranjero: cuando Europa externaliza
a sus condenados
Lo que los Estados se niegan a asumir en su propio
territorio, lo exportan. Es la nueva frontera de la penalidad contemporánea:
externalizar el encierro.
Noruega, 2015. El
Gobierno alquila 242 plazas en la prisión holandesa de Veenhuizen. Se supone
que allí se aplica la legislación noruega, pero el personal es holandés, al
igual que las paredes. La justicia se convierte en un servicio, ajustado por
contrato.
Dinamarca, 2021. Se
va un paso más allá: 210 millones de euros para trasladar a 300 migrantes
condenados a una prisión de Kosovo. El trato es claro: deshacerse de estos
presos «indeseables» del territorio nacional.
Suecia, 2025. El
Gobierno anuncia su intención de subcontratar parte de su sistema penitenciario
a otros países de Europa.
Bélgica, ya pionera
entre 2010 y 2016, gastó 300 millones de euros en alquilar 650 celdas en los
Países Bajos. Una «asociación» en apariencia, una externalización punitiva en
realidad.
Detrás de estas cifras: una lógica gerencial de la pena.
El encarcelamiento se convierte en una variable de ajuste presupuestario, un
objeto contable, exportable a voluntad. La prisión ya no es un espacio de
reinserción o de justicia, sino un almacén humano de geografía modificable.
Externalizar la pena: la doble pena social
El costo humano, por su parte, se ignora:
• Alejamiento =
aislamiento. Los reclusos enviados al extranjero se ven privados de sus
vínculos familiares y de todo arraigo social.
• Reinserción
comprometida. ¿Cómo reconstruirse desde una celda a cientos de kilómetros de
casa, en otro país, a veces en otro idioma?
• Ambigüedad
jurídica permanente. Entre dos sistemas legislativos, los derechos de los
reclusos se vuelven inciertos, discutibles, invisibles.
En este mecanismo, la pena de prisión deja de ser un acto
de justicia. Se convierte en un servicio logístico, subcontratado, banalizado.
El condenado se convierte en un objeto que circula en un espacio penal
desregulado.
Acuerdos de readmisión: la exclusión por contrato
Pero la externalización penitenciaria es solo la punta
del iceberg. A un nivel más profundo, los Estados organizan otra forma de
delegación punitiva: los acuerdos de readmisión.
Un ejemplo revelador es el de Suiza y Suazilandia (hoy
Esuatini). Un acuerdo permite a Berna devolver a Suazilandia a personas
consideradas “indeseables”, aunque no sean originarias ni tengan vínculos con
ese país.
En la práctica, esto significa expulsiones sin base
jurídica sólida hacia un régimen clasificado como autoritario por Freedom
House.
En este caso, la «cooperación» no es más que una palabra
para encubrir el abandono del derecho. Ya no se juzga, se transfiere. Ya no se
protege, se expulsa.
Externalizar la justicia es deshacerse de la propia
humanidad. Es gestionar la pena de prisión como un costo, y no como un acto
político.
Es, sobre todo, renunciar a la promesa democrática de una
justicia equitativa, pública y controlada. Cuando el Estado castiga a
distancia, abdica de su responsabilidad. Y el ciudadano se convierte en una
partida presupuestaria.
Guerra: conflictos por poderes, violencia externalizada
• Con la bendición de USA, en la noche del 25 al 26 de
marzo de 2015, Arabia Saudí lanzó la Operación Tormenta Decisiva en Yemen, con
el apoyo de una coalición árabe suní, en lo que ya se anunciaba como una guerra
por poderes. Entre bastidores, Mohamed Ben Zayed, humillado por la confiscación
de tres islas por parte de Irán, habría declarado: «Iremos a enfrentarnos a los
iraníes en Yemen», entregando así todo
un país a la lógica de un enfrentamiento regional disfrazado de estabilización.
• En Ucrania,
los Estados europeos y los USA suministran armas sin asumir la gestión del posconflicto.
• En el Sahel, las fuerzas francesas se retiran, dejando
paso a milicias privadas o a Wagner.
• En Siria, se multiplican las zonas grises de control,
sin un mandato claro.
¿Quién responde de los crímenes? ¿Quién vigila? ¿Quién
decide? Nadie.
Lo que esta delegación hace a nuestras sociedades:
• Fatiga democrática: las decisiones se toman al margen
del debate público.
• Fragmentación: inseguridad, polarización,
radicalización.
• Pérdida de sentido: ¿para qué sirve la democracia si ya
no protege?
Democracias subcontratadas: ¿el fin de un modelo?
Pensábamos que teníamos la crisis bajo control. En
realidad, la hemos exportado.
Hemos construido una política de evasión: cortoplacista,
tecnocrática, despolitizada. Un modelo en el que se transfieren los problemas a
otros lugares, se compra el silencio, se firma con regímenes autoritarios para “gestionar”
lo que ya no queremos ver: migraciones, guerras, prisiones, vidas.
Detrás de cada acuerdo, cada expulsión, cada base
subcontratada, hay una renuncia:
• Renuncia a
nuestros principios democráticos.
• Renuncia a la
transparencia y al debate.
• Renuncia a
encarnar el universalismo que proclamábamos.
Pero este cinismo tiene un precio. Un precio colosal, que
pagan los propios pueblos y que seguirán pagando.
Miles de millones de euros destinados a externalizar la
gestión de las crisis, mientras que, en nuestras ciudades, nuestros campos,
nuestros barrios, los servicios públicos se deterioran, la precariedad avanza y
las desigualdades se disparan.
Los políticos solo tienen ojos para las citas
electorales. E incluso las oposiciones parecen ahora atrapadas en una lógica de
marketing político, alejadas de las preocupaciones reales de los ciudadanos.
Los proyectos de sociedad parecen un recuerdo lejano.
La democracia se convierte en una cáscara vacía, un
eslogan sin práctica.
Lo que hemos subcontratado no es solo la gestión de las
crisis.
Es la propia responsabilidad política.
Así que planteemos las verdaderas preguntas:
¿Estamos viviendo un punto de inflexión en nuestra
historia?
¿Hemos renunciado a gobernar para no tener que elegir?
¿Y qué queda de una democracia cuando se niega a mirar de
frente lo que produce?
Toda crisis que nos negamos a afrontar aquí, que
transferimos, invisibilizamos, externalizamos, siempre acaba volviendo. Pero
esta vez, no como un hecho que hay que gestionar, sino como un recuerdo
doloroso, vuelto contra nosotros, contra nuestros principios, contra nuestra
propia sociedad.