Mahad Hussein Sallam (bio) , Mediapart, 30-7-2025
Traducido por Tlaxcala
En un mundo saturado de alertas, emergencias y tragedias difundidas continuamente, se instala otra forma de crisis, más insidiosa: la del entumecimiento. ¿Estamos perdiendo, a fuerza de estar expuestos, la capacidad misma de sentir? Cuando sentir se convierte en un acto de resistencia.
Desde Gaza hasta Sudán, desde las catástrofes climáticas
hasta el agotamiento algorítmico, el colapso emocional ya no es un mal
individual: es el síntoma de una civilización en retroceso psíquico.
Gaza en mi pantalla. El silencio en mi pecho.
Cada noche, hago desfilar las imágenes. Gaza sangra. El
Amazonas arde. Sigo haciendo desfilar.
Un niño palestino yace bajo los escombros, otros caen
víctimas del hambre. Sudán desaparece de los titulares, mientras se perpetran
crímenes atroces lejos de las cámaras, a puerta cerrada. Una niña se ahoga en
el mar Egeo mientras otra baila en directo. Una tras otra, las democracias
europeas caen en manos de derechas radicales que, incapaces de gobernar más que
mediante el caos, instaurando una atmósfera de miedo permanente. Su receta es
conocida: propaganda xenófoba e identitaria, que agita el fantasma del declive
nacional para ocultar mejor su vacío político. Y yo sigo desplazándome por las
imágenes.
Las paso, no por deseo, sino por incapacidad de hacer
otra cosa. A veces me detengo, no porque sienta algo, sino porque no siento
nada, ya no siento nada, y eso es lo que más me aterroriza.
Vivimos una época en la que el mundo se derrumba en alta
definición. La violencia ya no se oculta: se exhibe, se escenifica, se
multiplica, se proyecta en bucle en todas nuestras pantallas. Y, sin embargo,
no es la rebelión lo que domina nuestras reacciones, sino un profundo
entumecimiento. No se trata de apatía ni de indiferencia, sino de algo más
pernicioso: una extinción progresiva de nuestra capacidad de sentir. Una
anestesia mental a escala civilizatoria. Lo que yo llamo: el Gran
Entumecimiento Psíquico.
Este texto no es una súplica. No es un grito de angustia.
Es una confrontación lúcida con una deriva que,
insidiosamente, acabamos considerando inevitable.
Cuando todo duele, ya no sentimos nada.
Imágenes impactantes, llamamientos a la solidaridad,
oleadas de hashtags, todo se precipita sobre nuestras pantallas a la velocidad
de un algoritmo. Y, sin embargo, nunca nos ha afectado tan poco lo que vemos.
Los conflictos se acumulan como notificaciones olvidadas:
Ucrania, Gaza, Sudán, Congo, los países del Sahel, Nueva Caledonia, Martinica,
y la lista continúa.
El nivel del mar sube, los glaciares se derrumban,
cuerpos sin nombre flotan en el Mediterráneo, que se está convirtiendo en el
cementerio más grande del planeta.
Pero ya hay una nueva palabra clave que sustituye a la
anterior. La memoria se ve superada por la velocidad.
Un estudio publicado en 2024 por la Universidad de
Utrecht revela un dato escalofriante: el 64 % de los estudiantes neerlandeses
se declaran emocionalmente indiferentes a las crisis mundiales, a pesar de que siguen su evolución a diario.
No se trata de ignorancia. Es saturación. Una sobrecarga
afectiva que ya no deja lugar al impacto, a la indignación, al dolor.
El cuerpo se pone en modo de espera. La mente se
desconecta. No es que ya no sintamos nada: es que estamos desbordados,
disociados, agotados de compasión.
Y este matiz no es en absoluto insignificante: es
político. Es moral. Es existencial. Traza la línea divisoria entre la
vigilancia democrática y la deriva autoritaria, entre la responsabilidad y la
renuncia. Porque mientras el entumecimiento emocional se apodera de la base,
algo más siniestro se está gestando en la cima.
El auge del autoritarismo emocional
Lo que estamos presenciando no es una simple deriva. Es
una profunda mutación política: una radicalización del poder que ya no busca
aliviar el sufrimiento colectivo, sino explotarlo.
Ya no gobiernan, polarizan. No reparan, fracturan.
No consuelan, acusan. Es la nueva realidad.
El malestar se convierte en recurso, el miedo en palanca.
A falta de soluciones, se señalan culpables. El dolor social se recicla en
energía política, brutal, dirigida, rentable. Ya no es gobernanza: es
ingeniería emocional de la división.
El resultado está ante nuestros ojos: antisemitismo
desenfrenado. Islamofobia rampante. Racismo sistémico. Misoginia ruidosa.
Transfobia desinhibida. Xenofobia legitimada.
El odio ya no se esconde. Se exhibe.
Circula en eslóganes, en leyes, en «me gusta». Se ha
convertido en un lenguaje de poder, crudo, asumido, banalizado.
No es un vacío político. Es la política despojada de toda
empatía.
Una política sin rostro, sin temblor, sin vergüenza. Una
política que ya no busca convencer, sino someter.
En un clima así, sentir se convierte en un acto de
resistencia. Porque todo empuja a la anestesia. Todo empuja al repliegue. Todo
empuja a encerrarse en uno mismo.
Y es precisamente por eso que sentir se ha vuelto
subversivo. Quizás incluso vital.
Anestesia por diseño
El entumecimiento no es una anomalía. No es un accidente
del sistema.
Es una lógica perfectamente integrada: pensada,
optimizada, monetizada y, a menudo, distribuida gratuitamente bajo la
apariencia de entretenimiento.
Las plataformas sociales monetizan nuestro sistema
nervioso. La ira nos mantiene enganchados. La tragedia alimenta el compromiso.
Cada muerte se convierte en un dato. Cada trauma, en un señuelo para conseguir
clics.
Instagram sublima la guerra con filtros estéticos.
TikTok convierte el trauma en tendencia.
X reduce el genocidio a un duelo de 280 caracteres.
Ya no somos testigos. Somos consumidores de sufrimiento.
Y al hacerlo, perdemos lo que nos hacía humanos: la
capacidad de sentir plenamente, de llorar profundamente, de responder
éticamente.
El lenguaje de la cobardía
Cuando se trata de Gaza, las palabras vacilan. Se evitan
las que molestan: «genocidio», «apartheid», «limpieza étnica». No porque sean
infundadas, sino porque hacen temblar los salones diplomáticos y perturban los
discursos cómodos.
Así que se cubre el horror con un barniz de lenguaje. Se
invoca la «complejidad» donde habría que nombrar la opresión. Se predica el
«equilibrio» donde la justicia es un grito ahogado.
Un niño asesinado se convierte en un «civil inocente». Un
bombardeo selectivo se convierte en una «respuesta», o incluso en una guerra
preventiva. La limpieza étnica, una «medida de seguridad». El apartheid, un
«conflicto territorial prolongado» y la masacre de pueblos, un derecho de
respuesta.
Esto no es neutralidad. Es cobardía léxica.
Una estrategia deliberada de anestesia lingüística. Una
niebla semántica diseñada para neutralizar la indignación antes de que se
convierta en acción.
Se enseña a los ciudadanos a dudar de sus propios
impulsos morales. A no creer en lo que ven. A relativizar su ira. A apartar la
mirada. A no sentir.
Así es como una guerra de palabras se convierte en una
guerra contra la memoria. Y el silencio se convierte en complicidad.
Gaza: espejo de nuestro colapso
Gaza no es solo un desastre geopolítico.
Es un naufragio ético. Un colapso moral colectivo. No
solo para quienes lanzan las bombas, sino para quienes miran, en silencio, con
los brazos cruzados y el corazón cerrado.
Cada misil que cae nos pone a prueba.
No solo como ciudadanos, sino como seres humanos.
¿Cuánto tiempo permanecemos frente a una escuela
pulverizada, a hospitales arrasados antes de pasar a otra cosa? ¿Tres segundos?
¿Cuatro? ¿Cinco?
¿Y qué pasa con nuestra alma cuando nos grita la
respuesta, en nuestro interior, que es: «no más que eso»?
Gaza actúa como un espejo brutal.
Revela en lo que nos hemos convertido: testigos
saturados. Observadores disociados. Conciencias fugaces.
Dar testimonio de Gaza hoy es enfrentarse a una
disonancia casi insoportable: entre la visibilidad y la inacción. Entre el
horror y la cotidianidad. Entre la lucidez y la resignación.
No estamos entumecidos porque no sabemos. Estamos
entumecidos porque saber se ha convertido en un dolor imposible de soportar.
Entonces, para sobrevivir, nos desconectamos. Cortamos el
hilo. Escapamos de la realidad.
Nos convertimos en muertos vivientes emocionales.
Presentes sin presencia. Informados sin memoria. Conmovidos sin respuesta.
El yo posempático
Una nueva figura de nuestra época está emergiendo,
discreta pero omnipresente: la del «yo posempático».
Él o ella sabe. Conoce los hechos. Ve las imágenes.
Entiende las relaciones de poder, los retos, las responsabilidades.
Pero ya no siente. O si siente, no actúa.
O si actúa, es solo por reflejo, una firma, un compartir,
una indignación formateada. Un gesto sin peso. Un acto sin consecuencias.
No es crueldad. Es desgaste. Un cansancio moral. Un
colapso interior lento y silencioso. Un fatalismo fabricado y luego impuesto,
como una evidencia en la que no hay que pensar bajo ningún concepto.
Pero este agotamiento, por muy humano que sea, abre la
puerta a un peligro aún mayor: el de la indiferencia.
Y la indiferencia nunca es neutral. Es el caldo de
cultivo en el que se pudren las democracias. Es la brecha por la que se
infiltran sin resistencia los genocidios.
Es el vacío afectivo en el que se sumergen los regímenes
autoritarios, fríos, cínicos y metódicos.
El «yo posempático» no mata. Pero deja hacer. Y a veces
eso es todo lo que hace falta para que ocurra lo peor.
¿Dónde están los santuarios del sentir?
Y, sin embargo, a pesar del ruido, a pesar de la
anestesia generalizada, la resistencia se organiza. En algunos lugares, surge
en voz baja, casi frágil, pero profundamente tenaz.
En Utrecht,
Londres, París, Washington, Beirut, Saná, Ramala, Oakland, Ámsterdam, focos de
vida emocional resisten la asfixia ambiental. Cafés de vulnerabilidad donde se
habla del duelo, sin filtros ni rodeos. Vigilias interreligiosas, donde las
lágrimas fluyen libremente, sin pertenecer a una sola fe.
Actuaciones
artísticas que rechazan la neutralidad, que hieren para despertar. Círculos de
jóvenes, a veces perdidos, que vuelven a aprender a nombrar lo que sienten,
ira, tristeza, ternura, miedo, como se vuelve a aprender una lengua olvidada.
No son simples gestos emocionales. Son gestos políticos.
Porque en una época que premia la frialdad, abrirse se convierte en un acto de
rebeldía. En una cultura donde el entumecimiento es la norma, sentir es una
declaración de guerra.
Estos lugares, estos gestos, estas voces no son
espectaculares. Pero se mantienen firmes frente al cinismo. Y eso, hoy en día,
ya es disidencia.
Hacia una ecología emocional radicalmente política
El Gran Entumecimiento no es un accidente. Es una
estrategia. Nos enseñan a callar. A reprimir la ira. A sofocar la empatía.
Así es como se mantienen los sistemas tecnocráticos: no
con la fuerza bruta, sino con la anestesia del alma, de las almas. Al paralizar
nuestra capacidad de sentir, neutralizan cualquier intento de ruptura.
Cualquier insurrección moral. Cualquier desobediencia sensible.
Entonces, ¿qué hacer?
Devolver la emoción a la vida pública. Reconstruir
espacios donde la vulnerabilidad no sea ridiculizada, sino compartida. Donde la
indignación legítima no sea sofocada, sino honrada. Ahí comienza la reparación
democrática: no con reformas abstractas, sino con una verdad emocional
colectiva.
Necesitamos asambleas cívicas del sentir. Lugares donde
se hable de lo que duele, de lo que da miedo, de lo que da esperanza. Porque
sin eso, la democracia no es más que un decorado vacío.
Debemos dotar a la escuela de alfabetización emocional.
Todos los alumnos deberían aprender a nombrar lo que sienten. La conciencia
emocional no es un lujo. Es una infraestructura cívica. Comprender las
emociones es comprender el poder, la injusticia, la condición humana.
Debemos exigir responsabilidades a los algoritmos. Las
plataformas sociales no deben ser consideradas responsables únicamente de las
noticias falsas, sino también de la
violencia emocional que banalizan, viralizan y hacen inevitable. La regulación
ya no puede ser puramente técnica: debe
volverse afectiva.
Debemos reforzar a quienes cuidan de nuestra sociedad .
L@s trabajador@s de la atención, l@s cuidador@s, l@s
educador@s, l@s asistentes sociales, l@s psicólogos no son actor@s secundari@s.
Son l@s primer@s en intervenir en nuestra sociedad
herida. Deben ser protegid@s, financiad@s, valorad@s y, sobre todo, animad@s a
permanecer vigilantes, a velar con lucidez por una sociedad que se tambalea y
que algunos ya prefieren dar por muerta.
Debemos financiar la reparación artística colectiva. El
arte no solo debe ser bello: debe ser útil. Debe curar. Debe despertar. Debe
recuperar su verdadero papel. La cultura no es un complemento del alma. Es una
infraestructura emocional. Sentir no es una debilidad. Es un poder político. Si
nuestros corazones aún pueden romperse, también pueden reconstruirse. Otro
mundo.
Ni más tarde. Ni mañana. Ahora. Antes de que sea
demasiado tarde.
Porque si perdemos la capacidad de sentir, no solo
perdemos la compasión. Perdemos lo que
nos queda de humanidad.