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01/09/2025

AMENA EL ASHKAR
El problema con la equiparación por Hamás del genocidio de Gaza con el Holocausto

 “Lo que [el distinguido, humanista y cristiano burgués del siglo XX] no perdona a Hitler no es el crimen en sí mismo, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí misma, es el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco, y haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta entonces solo se aplicaban a los árabes de Argelia, los coolies de la India y los negros de África”.

Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, 1955

 El intento de Hamás de ganarse la simpatía occidental comparando el genocidio de Gaza con el Holocausto es comprensible, pero en última instancia es miope. En cambio, situar el genocidio en el contexto más amplio de la violencia colonial podría generar una solidaridad genuina.

Amena El Ashkar (bio), Mondoweiss,, 29-8-2025

Traducido por Tlaxcala

Los palestinos entierran los cuerpos de 110 personas asesinadas por los ataques israelíes en una fosa común en el cementerio de Jan Yunis, el 22 de noviembre de 2023. Foto Mohammed Talatene/dpa vía ZUMA Press APA Images

Durante más de dos años, los palestinos de Gaza han estado declarando: “Nos están exterminando”. Estas declaraciones no surgieron únicamente de las declaraciones oficiales israelíes, sino de la experiencia vivida, en la que las operaciones militares israelíes han convertido los cuerpos palestinos en escenarios de violencia colonial extrema. Sin embargo, a pesar de la visibilidad de los desplazamientos masivos, los bombardeos y la hambruna, gran parte de la comunidad internacional sigue mostrándose reacia a calificar estas acciones como genocidio.

En la práctica, la realidad palestina solo se vuelve “legítima” una vez que pasa por los marcos morales de las instituciones internacionales, marcos que a menudo subestiman la magnitud de la violencia. El reconocimiento suele seguir un largo proceso: evaluación, verificación, recopilación de datos y la participación de una autoridad “creíble” y “neutral” para estudiar y calificar el evento. Solo entonces el sufrimiento palestino puede adquirir un cierto grado de legitimidad. En efecto, los palestinos pueden morir sin restricciones, pero no se les permite nombrar sus propias muertes sin aprobación externa.

En un esfuerzo por combatir esto, hemos visto cómo figuras de la resistencia palestina, incluido el propio Hamás, han intentado contextualizar el genocidio en Gaza utilizando una de las analogías históricas más potentes del léxico occidental: el holocausto nazi.

En el contexto de la lucha colonial, no se trata simplemente de una cuestión de terminología, sino de un reto estratégico.

A primera vista, la estrategia mediática de Hamás de utilizar el holocausto nazi durante la Segunda Guerra Mundial parece lógica: los portavoces pretenden evocar la memoria moral occidental del Holocausto y el nazismo, con la esperanza de movilizar a la opinión pública de las sociedades occidentales de manera que presione a los gobiernos para que actúen y pongan fin al sufrimiento en Gaza.

Sin embargo, después de más de dos años, este efecto no se ha materializado. ¿Por qué?

En el imaginario político occidental, la Segunda Guerra Mundial es un punto de referencia moral central, y el Holocausto se encuentra en su núcleo. En el marco del dominio epistémico occidental, estos Estados han podido imponer sus normas éticas y definir comportamientos inaceptables, configurando los fundamentos mismos del concepto de “humanidad”. El Holocausto no fue una anomalía histórica; las historias coloniales de esos mismos Estados están repletas de genocidios y hambrunas perpetrados contra los pueblos colonizados. Lo que convirtió al Holocausto en un absoluto moral no fue el acto de matanza masiva en sí mismo, sino la identidad del grupo objetivo: personas europeas. En este sentido, los marcos morales globales se han construido sobre una base eurocéntrica.

Al optar por enmarcar los acontecimientos de Gaza a través del Holocausto, Hamás revela dos dinámicas: en primer lugar, que la tragedia palestina no se presenta como una experiencia independiente, sino a través del prisma de otra catástrofe, la que las potencias occidentales han designado como el arquetipo de la atrocidad. Esto refuerza la autoridad de un sistema moral que es selectivamente sordo al sufrimiento palestino y otorga inevitablemente primacía al trauma occidental. En segundo lugar, el uso de esta analogía envía un mensaje al público occidental: “Creednos porque lo que nos está sucediendo se asemeja a vuestra propia historia”. Esto refuerza la idea de que el dolor occidental es el punto de referencia para todo sufrimiento, y que otras tragedias deben compararse con él para ser consideradas creíbles. Esta dinámica corre el riesgo de socavar la experiencia histórica palestina al situarla dentro del orden moral del que busca liberarse.

También existe un problema estructural en la comparación en sí misma. Al invocar el Holocausto y el nazismo, la guerra de Gaza se coloca en una posición insuperable, porque la comparación se juzga según un criterio diseñado para mantener el Holocausto en la cima de la jerarquía de las atrocidades. Esto pasa por alto el hecho de que el Holocausto ocupa un espacio protegido en la memoria colectiva occidental, mantenido a través de décadas de inversión en museos, películas, literatura y educación. La enormidad de los crímenes nazis se conserva así como inigualable. En este marco, si la violencia en Gaza se percibe como inferior a ese estándar —por ejemplo, al carecer de las imágenes icónicas de las cámaras de gas—, a los escépticos les resulta más fácil rechazar la etiqueta de genocidio.

Además, el término “sionazismo” que utiliza con frecuencia Hamás es impreciso. Si bien existen similitudes, como el avance de una ideología de supremacía racial, el sionismo es un proyecto colonialista, y el nazismo no lo era. Aunque ambos han cometido graves crímenes, estos difieren en su esencia y propósito. Las políticas israelíes en Gaza se entienden mejor como parte de una larga continuidad histórica de violencia colonialista, y no como una repetición directa de los métodos nazis. Técnica y políticamente, la analogía corre el riesgo de ocultar la lógica estructural de la violencia israelí y permite a Israel desestimar la acusación desacreditando la comparación.

Cuando Hamás decidió emplear las comparaciones con el Holocausto y los nazis, su público objetivo era claramente la comunidad internacional occidental. Esto revela dos problemas relacionados. El primero es una interpretación errónea de la naturaleza estructural del apoyo occidental a Israel, que parece suponer que la posición de Occidente está motivada por la ignorancia o la ceguera moral, en lugar de por intereses estratégicos y coloniales de larga data que posicionan a Israel como un aliado funcional en la región. Desde este punto de vista, el trato occidental hacia los palestinos y la resistencia como cuestión de seguridad podría revertirse si se convenciera al público de que vea a Israel a través de un marco moral diferente, como el del Holocausto.

También sobreestima el posible impacto de la presión pública occidental sobre la política estatal, juzga erróneamente qué alianzas son viables y limita sus maniobras diplomáticas a los marcos establecidos por otros. En tal contexto, la analogía con el Holocausto no solo no logra persuadir, sino que señala una postura estratégica subyacente que corre el riesgo de obstaculizar la capacidad del movimiento para convertir las ganancias en el campo de batalla en una ventaja política a largo plazo.

La resistencia y la liberación no se refieren únicamente a la recuperación de tierras, sino también a la recuperación de la imaginación, la conciencia y el lenguaje. A primera vista, hablar de descolonizar los marcos de conocimiento durante una guerra de exterminio puede parecer secundario, pero sigue siendo esencial. Lo que está sucediendo hoy en Gaza no es un acontecimiento excepcional, ni se asemeja al Holocausto tal y como lo ha construido Occidente en su imaginación moral. Más bien, es la continuación de un largo legado colonial, que ha moldeado no solo el destino de los palestinos, sino también el de otros pueblos del Sur Global.

Ver el presente de Gaza como parte de este continuo colonial más amplio es esencial para construir nuevas alianzas en un orden geopolítico cambiante. La propia historia colonial de la región ofrece amplios marcos comparativos para exponer las atrocidades, sin reforzar los regímenes morales que, después de más de dos años, han dado resultados diplomáticos y políticos muy limitados para la lucha palestina.

La forma en que nombramos lo que está sucediendo no es un acto simbólico; determina fundamentalmente la trayectoria del pensamiento estratégico y es un indicador de cómo percibimos las cosas y cómo creemos que nos perciben los demás. Descolonizar los marcos a través de los cuales nos expresamos no es, por lo tanto, un objetivo meramente simbólico, sino un camino estratégico hacia una práctica política y diplomática capaz de traducir las ganancias tácticas sobre el terreno en victorias estratégicas a largo plazo, utilizando términos que nosotros mismos definimos, en lugar de los impuestos desde fuera.

31/10/2023

REINALDO SPITALETTA
El llanto de un palestino
Impresiones berlineses

Reinaldo Spitaletta, Sombrero de mago, El Espectador, 30/10/2023

 Nos habíamos conmovido con el Memorial del Holocausto, que te deja mudo y con muchas preguntas y congojas, depositamos allí una rosa roja, y luego caminamos hacia el Memorial de los Roms y Sintis [“Gitanos”] de Europa, situado al sur del edificio del Reichstag, en Berlín. Ambos recuerdan el genocidio nazi. En el estanque redondo de este último, donde nos topamos con dos señoras iraníes, las aguas nos hablaron con palabras exactas y muy dolorosas. Un poema del Rom italiano Santino Spinelli, titulado Auschwitz: “Cara hundida / ojos apagados / labios fríos / silencio / un corazón roto / sin aliento / sin palabras / no hay lágrimas”.

“No hay país que lleve a cabo impunemente una limpieza étnica tan ruidosamente como Israel y no hay país que silencie esto tan ruidosamente como Alemania”


Cerca al edificio del Parlamento alemán, en refacción, un hombre de negro, con una bandera de Palestina, arengaba sobre las penurias de su pueblo, el sufrimiento de los niños y los ancianos, las humillaciones de Israel contra una nación sin territorio y siempre agobiada y dispuesta a odiar al enemigo. Estaba tocado con una kafiyya blanca con arabescos negros y transmitía en inglés su desazón ante unos cuantos curiosos.

Mi compañera se acercó, gritó “¡Viva Palestina!” y lo abrazó. Se abrazaron. El hombre lloraba. Ella también. Fui el único, el otro, que se sumó al abrazo y solté un “¡Viva la resistencia palestina!”. Habían prohibido en Alemania, a principios de octubre, cuando los ataques de Hamás a Israel y la respuesta de este país, las manifestaciones en pro de Palestina. Por eso, en distintos lugares estratégicos de Berlín, según supe después, había solo un palestino que, como el hombre del abrazo, exponía sus dolores y desgracias a quienes se detenían a escucharlo.

El poema gitano y las lágrimas del palestino me siguieron un buen tramo. Iba pensando cómo se alimenta el odio en el mundo y en la tragedia de los pueblos y en la soslayada intervención de los políticos. Y en las guerras y sus víctimas, en su mayoría casi siempre civiles. Mi compañera seguía compungida y me hablaba de la mirada del palestino, que era muy triste y de cómo él lloró sobre sus hombros, con una suerte de infinita orfandad.

Decía el escritor israelí David Grossman que palestinos e israelíes son hijos del conflicto “que nos ha dejado en herencia todas las minusvalías del odio y de la violencia”. En su libro La muerte como forma de vida, una selección de artículos sobre la disputa entre Palestina e Israel, en el que intenta buscar una especie de equilibrio inestable entre ambos pueblos, anota que los palestinos han estado fuera de la historia. “Han vivido desgarrados entre unos desmesurados recuerdos legendarios y las ansias por un futuro heroico”. Y que tanto palestinos como israelíes han intentado eliminarse mutuamente.

Otro escritor, José Saramago, decía, en 2002, que Palestina es como Auschwitz, con lo que levantó una polvareda inusual en Israel (donde leían bastante sus libros), y agregaba que aquello entre esas dos entidades no era un conflicto. “Podríamos llamarlo un conflicto si se tratara de dos países, con una frontera y dos estados con un ejército cada uno”. Y en la misma entrevista, de la BBC, de Londres, advertía que “un sentimiento de impunidad caracteriza hoy al pueblo israelí y a su ejército. Se han convertido en rentistas del holocausto. Con todo el respeto por la gente asesinada, torturada y gaseada”.

¡Qué se ha dicho!, ahí fue Troya. “Auschwitz es para los judíos una herida que probablemente no cicatrizará jamás. Pero es también una herida que ellos no quieren ver cicatrizada, que constantemente arañan para que continúe sangrando, como si pretendieran hacernos responsables de ella”, anotó en una entrevista que apareció en el libro Palestina existe. Los israelíes estaban peliparados y boicotearon al escritor, que había rematado con esta tanda su señalamiento: “En lugar de aprender de las víctimas, se han inscrito en la escuela de los verdugos. ¿Que ayer fueron segregados? Ahora segregan. ¿Que fueron torturados? Ahora torturan”.

Contra los palestinos, de parte de Israel, no solo hay desprecio, sino odio. Y ambos pueblos se excluyen, son parte de las redes del poder mundial que, sobre todo, tienen a Israel como portaestandarte de las políticas imperialistas en el Medio Oriente. Y en este punto cabe memorar un trozo del poema Sobre esta tierra, de Mahmud Darwish: “Sobre esta tierra hay algo que merece vivir: / sobre esta tierra está la señora de la tierra, / la madre de los comienzos, la madre de los finales. Se llamaba Palestina. / Se sigue llamando Palestina. / Señora: yo merezco, porque tú eres mi dama, yo merezco vivir”.

Continuamos caminando por Berlín y ambos íbamos sintiendo una especie de vacío, de náusea, de dolor contenido, la denominada impotencia individual. Seguía escuchando la voz del hombre de negro, y también la de las señoras iraníes, que nos contaron que eran exiliadas. Me estremecí de nuevo con las imágenes monumentales del holocausto y con las aguas del estanque gitano: había un corazón roto, sin palabras, pero, en este caso, sí había lágrimas.