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21/11/2025

El protocolo que reemplazó al ser humano

En los servicios de atención al cliente, todavía se habla con personas, pero ya no tienen derecho a responderte

François Vadrot, 20-11-2025
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Traducido por Tlaxcala

 

Un agente de soporte enmascarado responde con fórmulas estandarizadas, mientras que, en segundo plano, se revela la cuadrícula de procedimientos que estructura toda su intervención

Desde hace unos meses, y especialmente en estos últimos días, me he visto arrastrado a una sucesión de conversaciones con servicios de atención al cliente. Cada vez, las situaciones eran distintas —un aparato nuevo que se reinicia sin motivo, una impresora que se desconfigura, un pedido acompañado de una factura ilegal—, pero los intercambios, ellos, eran idénticos. Lo que se presentaba como un diálogo con un ser humano se reducía, en realidad, al atravesar un protocolo. Como si el lenguaje ya no sirviera para comprender, sino para activar, redirigir, desbloquear casillas. Los agentes no interpretaban lo que se les decía: pasaban las palabras por el tamiz de secuencias preescritas. En cuanto describía un problema, se desplegaba un árbol de decisiones: alimentación, actualización del firmware, reinicialización, sin consideración a los hechos ya aportados unas líneas más arriba. Un agente me proponía comprobar una conexión que yo ya había documentado en vídeo; otro me pedía un número de serie que se suponía tenía delante; un tercero exigía una foto que el sistema le impedía abrir. No era mala voluntad: era la estructura.

Porque los agentes ya no tienen acceso a la totalidad de la conversación. Su interfaz solo muestra tres o cuatro mensajes recientes. El resto desaparece para ellos, aunque sigue siendo visible para el cliente. La asimetría es total: yo veo la continuidad del intercambio, ellos solo ven el instante presente. Cada intercambio empieza de cero; cada explicación, un minuto después, ya no existe. Esta arquitectura no es un defecto técnico, sino una decisión organizativa: impedir que el agente interprete, que reconstruya una historia, que actúe fuera del guion. Al cortarlo de su pasado inmediato, se le priva de la posibilidad de desviarse del protocolo. El agente está allí, humano, amable, a veces apenado, pero su papel se reduce a seguir un recorrido fijo, hecho de microdecisiones que no le pertenecen.

En este marco, el lenguaje deja de ser un espacio de comprensión para convertirse en un campo minado. Algunas palabras provocan un bloqueo instantáneo: “bug”, “fallo interno”, “factura no conforme”, “prueba adjunta” desencadenan automáticamente ramas predecibles, pero muy alejadas del problema real. Hay que aprender a hablar sin decir, a rodear los activadores, a evitar formulaciones que devuelvan el expediente al inicio. Ya no se habla con una persona, sino con un dispositivo opaco que interpreta nuestras frases como señales técnicas. Una ligera ambigüedad puede bastar para reiniciar el ciclo, y un exceso de precisión puede bloquearlo. Uno termina escribiendo como si se dirigiera a una máquina, aunque haya un humano enfrente, prisionero de un sistema que le impide ser humano.

La única fisura, a veces, proviene del supervisor. No es un mesías; simplemente ocupa un nivel más alto en la pirámide de autorizaciones. Ve algunos mensajes más, tiene unos cuantos botones adicionales, puede sortear un procedimiento que gira en vacío. Pero el acceso a ese nivel es raro, contingente: depende de la disponibilidad del supervisor, del grado de atasco en el guion, o del momento en que el propio protocolo constata su fracaso estadístico. Cuando eso ocurre, todo se desbloquea de golpe: en cinco líneas, el supervisor entiende lo que tres agentes no tenían derecho a comprender. La paradoja es cruel: cuanto más fracasa la organización, más se acerca uno a la posibilidad de una decisión humana; la competencia solo interviene en la excepción.

En este entorno, el mediador más eficaz ya no es el lenguaje humano, sino la inteligencia artificial. No porque “comprenda” mejor que nosotros, sino porque sabe anticipar las lógicas implícitas: evitar las palabras que activan las ramas equivocadas, formular frases de la longitud exacta que sigue siendo visible en la interfaz de los agentes humanos, recordar lo que se acaba de decir sin mencionar lo que sería incriminante para el guion, rodear los activadores, mantener un hilo lógico allí donde la organización prohíbe la continuidad. La IA se convierte en una tecnología de navegación en un espacio donde el lenguaje ordinario ya no funciona. No habla al humano: habla al protocolo que encierra al humano.

Porque este protocolo ya ni siquiera está escrito por humanos. Resulta de un ensamblaje progresivo: instrucciones internas, módulos de gestión de la relación con el cliente (CRM) diseñados para reducir reembolsos, restricciones impuestas por proveedores externos, modelos estadísticos que optimizan las respuestas, bucles de aprendizaje automático que modulan los guiones según los índices de satisfacción. Ningún arquitecto orienta este sistema; se autoorganiza por estratos sucesivos. Su lógica se asemeja a la de una red blockchain: sin confianza global, sin interpretación, solo validaciones locales. Cada agente es un nodo que ejecuta su parte, sin visión de conjunto y sin posibilidad de remontar la cadena.

Esta mecánica encaja perfectamente en otro fenómeno, más profundo: la fragmentación de la empresa misma. El nombre que ve el cliente —una marca, una interfaz, un logotipo— ya no corresponde a una entidad unificada. La realidad es una cadena de proveedores: la plataforma vende, un almacén externo prepara, un transportista distinto entrega, un soporte externalizado responde, un servicio de litigios decide, todo ello por encima de un sistema de pago que sigue sus propias reglas. Estos segmentos no se hablan. No tienen los mismos programas, ni las mismas obligaciones, ni las mismas prioridades. Comparten solo lo mínimo indispensable, a veces nada. Ninguno es responsable del conjunto; cada uno aplica su protocolo fragmentado como una sección autónoma de un organismo sin cerebro.

En semejante dispositivo, invocar la ley se vuelve un acto teórico. Los derechos del consumidor —desistimiento, garantía legal, conformidad— solo existen en el lenguaje jurídico, pero no tienen traducción en las cadenas operacionales. Los agentes no tienen acceso a los documentos, ni a las personas, ni a las funciones necesarias para aplicar estas reglas. Su único marco real es el protocolo interno, derivado de las Condiciones Generales de Uso, que de facto se sustituyen a la ley. El derecho se convierte en un horizonte, no en una práctica. La relación de fuerzas se invierte: no es la empresa la que se ajusta al marco legal, sino el cliente el que debe ajustarse al protocolo para esperar que aparezca una solución.

La potencia de este sistema no es un accidente. Es racional: reduce los costes de interacción, impide que los agentes comprometan la responsabilidad jurídica de la marca, limita los reembolsos, automatiza los casos individuales, mantiene volúmenes masivos con personal intercambiable. Desde la perspectiva de la empresa, no es una deshumanización: es una optimización. Un éxito. Un éxito contra la relación, en beneficio de la arquitectura.

A medida que estas estructuras se generalizan, se impone una transformación más amplia. El lenguaje se reduce a un conjunto de señales; los humanos se convierten en relevos procedimentales; la ley flota por encima como una abstracción impotente; la responsabilidad se disuelve en la segmentación. El mundo que habitamos ya no es un conjunto de empresas, sino un grafo de protocolos. Aún creemos que compramos “a” alguien; en realidad compramos dentro de una red. Y en esta red, la comprensión ya no es un valor, sino una anomalía. La relación humana no ha sido reemplazada por la IA: fue retirada antes incluso de que la IA apareciera. Lo que queda es un sistema que funciona, pero que ya no lee lo que se le escribe. Un mundo donde la decisión humana solo aparece como un accidente, un paréntesis frágil en una arquitectura concebida para que no haya nadie a quien hablar.

 P. D. ¿Por qué mantener a un humano si el sistema ya no le deja hacer nada?

Hice leer ese artículo antes de publicarlo y me plantearon esta pregunta: ¿por qué mantener a un humano, si él no puede decidir nada?

En realidad, su presencia interpone un semejante, una figura humana, un espejo mínimo que evita exponer directamente la lógica del sistema. Sin él, todo aparecería tal cual es: un dispositivo cerrado, no negociable, indiferente. El agente absorbe la ira, amortigua la tensión y mantiene la impresión de que se habla con “alguien”.

Si pide de nuevo informaciones ya transmitidas, no es incompetencia. Es debido al diseño de la interfaz que se le impone: mensajes truncados, archivos invisibles, acceso limitado. Lo cortan deliberadamente del contexto, mutilan su inteligencia para que permanezca estrictamente dentro del protocolo y no ejerza ninguna interpretación.

El humano sirve a la vez de pantalla y de amortiguador.


El enemigo invisible del poder ejecutivo francés
Sobre el discurso del jefe del Estado mayor ante los alcaldes de Francia

 

François Vadrot, 21-11-2025
English version
Traducido por Tlaxcala

El discurso del general Mandon, jefe del Estado mayor de los ejércitos de Francia, ante los alcaldes de Francia revela una estrategia interna de control mientras el país se prepara para el colapso de Ucrania y el desmoronamiento político de la Unión Europea.


Una gorra militar colocada sobre el atril de un alcalde: una frontera institucional difusa entre la autoridad civil y la presencia armada.

El gobierno francés se enfrenta a una ruptura geopolítica e institucional que ya no puede influir: la probable derrota de Ucrania y la acelerada fragmentación de la Unión Europea. Tomados en conjunto, estos acontecimientos crean un vacío. Durante tres décadas, Francia ha construido casi toda su política exterior, su marco económico y su estrategia regulatoria dentro de la estructura europea y atlántica. Si Ucrania colapsa, no se trata simplemente de un revés diplomático. Es el fin de un relato que mantenía cohesionada a Europa y que justificaba su alineamiento estratégico. Si la UE se fractura o demuestra ser incapaz de absorber este impacto, el soporte estructural del que depende el poder ejecutivo francés desaparece de inmediato.

El presidente Macron gobierna dentro de un sistema en el que el Estado ya no dispone de anclajes políticos tradicionales, de confianza pública ni de mucho margen de maniobra. Su poder efectivo descansa en un conjunto de apoyos interconectados: el marco europeo, la disciplina fiscal impulsada por la UE, la polarización geopolítica y una cultura administrativa moldeada por años de gestión de emergencia. Si la columna europea cae o se detiene, todo este andamiaje se desmorona. El presidente se enfrentaría a un país que ya no podría gestionar políticamente, sin las palancas legales o institucionales que los mecanismos europeos han proporcionado durante años.

Este es el contexto en el que debe leerse el discurso del general Fabien Mandon. Hablando el 18 de noviembre de 2025 en la apertura del congreso anual de los alcaldes franceses¹—un encuentro que encarna la columna vertebral del gobierno local—, no se dirigió al mundo exterior. Se dirigió a lo que viene después. Su mensaje preparó a los responsables locales para un escenario en el que el Estado central ya no pueda apoyarse en las estructuras europeas. Puso a prueba la idea de una forma territorial de control político en un futuro donde la autoridad nacional tendría que reconstruirse sin el intermediario europeo. Sus referencias a “aceptar sacrificios” o a estar “preparados en tres o cuatro años” apuntan hacia el interior: hacia un país que afronta la desaparición de sus restricciones habituales y la necesidad de reafirmar su autoridad mediante otros medios.

Su petición de que los alcaldes proporcionen terrenos e instalaciones para el ejército adquiere un significado particular en este contexto. No se trata de instrucción militar convencional. Se trata de integrar a las fuerzas armadas en la gestión del territorio civil. El ejército se convierte en un actor estabilizador cuando las instituciones normales se debilitan. En un sistema donde el Estado central teme su propia erosión, lo militar ofrece una infraestructura alternativa: presencia, logística, jerarquía, continuidad simbólica. Esto no es una preparación para una guerra externa. Es una preparación para un periodo en el que haya que mantener el orden interno sin el marco europeo que normalmente lo sostiene.

La inminente capitulación de Ucrania desempeña aquí un papel psicológico fundamental. Deja al descubierto la fragilidad de una política exterior basada en la idea de una Europa unida frente a la agresión. Si ese relato se derrumba, la presidencia francesa pierde una de sus últimas fuentes de legitimidad. La respuesta de Jean-Luc Mélenchon², una figura destacada de la oposición conocida por sus argumentos institucionales, no abordó esta dimensión. Repitió los principios constitucionales, dando por hecho que el Estado permanece intacto. El discurso de Mandon parte de la suposición opuesta: que el Estado podría no permanecer intacto y podría necesitar formas inusuales de apoyo.

Bajo esta luz, recurrir al ejército no es una expresión de militarismo exterior sino una anticipación de aislamiento político interno. Francia podría encontrarse en una situación en la que el ejecutivo permanezca solo: sin alianzas externas sólidas, sin confianza interna, sin estructuras partidarias y con un margen económico limitado. Una presencia militar distribuida, implementada con la cooperación de las autoridades locales, podría proporcionar una forma mínima de cohesión y una herramienta para gestionar tensiones sociales durante una fase de inestabilidad.

Las referencias a China o Rusia pierden su significado estratégico. Solo sirven para enmarcar el relato. El verdadero problema es interno: diseñar una arquitectura de control para un momento en el que las estructuras políticas existentes se desmoronan. En este sentido, el discurso de Mandon señala una estrategia de transición. El ejecutivo se está preparando para una Europa que quizá ya no se sostenga, y para una forma de gobernanza que debe funcionar en un entorno institucional reducido. El ejército aparece como la última institución fiable, territorialmente anclada y estructuralmente intacta.

Vista así, la frase dirigida a los alcaldes no es un detalle menor, sino el núcleo del mensaje. Marca el inicio de una nueva relación entre el Estado, el ejército y las autoridades locales—no para enfrentar a un enemigo exterior, sino para gestionar la incertidumbre interna provocada por un colapso político que el ejecutivo sabe que no puede evitar indefinidamente.

Notas

1.      AMF (Asociación de los Alcaldes de Francia), El jefe del Estado Mayor de los Ejércitos llama a los alcaldes a preparar a la población para futuros conflictos, 19 de noviembre de 2025.

2.     YouTube, Jean-Luc Mélenchon, No queremos la guerra, 20 de noviembre de 2025. Aquí la transcripción:

“No queremos la guerra”
Jean-Luc Mélenchon, 20/11/2025

El jefe del Estado Mayor de los ejércitos se dirigió a los alcaldes de Francia. En nombre de los insumisos, expreso un desacuerdo total tanto con su intervención como con su contenido. No se trata de una polémica, sino de un recordatorio del orden republicano. En una República, la autoridad militar —como todas las demás comparables— está estrictamente subordinada a la autoridad política, a la que obedece en el servicio del país.

En democracia y en República, corresponde al Parlamento y al presidente —y a nadie más— designar al enemigo y llamar al combate si este debe emprenderse, no al jefe del Estado Mayor de los ejércitos. En este ámbito más que en cualquier otro, cada quien debe mantenerse en su lugar para poder, llegado el caso, ocupar su puesto.

No queremos la guerra. A esta hora, no tiene nada de inevitable. Y si llegara a producirse, sería porque quienes deciden estas cuestiones la habrían querido, o porque la diplomacia habría fracasado. Nadie, salvo las autoridades responsables, puede declarar tal fracaso.

El general Mandon pronunció un discurso basado en evaluaciones y pronósticos excesivamente alarmistas. No cuentan con ninguna validación oficial de las autoridades competentes para formularlos —y solo ellas pueden hacerlo—. Afirma que el país debe estar preparado en tres o cuatro años. Es un error. El país ya está preparado. Su fuerza de disuasión está lista, y los posibles agresores no deben dudarlo.

El general dice que habría que aceptar el riesgo de perder hijos, de sufrir económicamente. Es un error. Francia no aceptará la menor forma de agresión, y su disuasión está ahí para dejarlo claro. El general designa posibles enemigos. Otro error. Corresponde a la autoridad política del Parlamento y al jefe del Estado —y solo a ellos— hacerlo, pues tal declaración equivale a abrir el combate.

Una usurpación de responsabilidad de este tipo, tales palabras, son inaceptables. Al repetir públicamente escenarios de guerra desde una visión arcaica en la era nuclear, el general sobrepasa su función. Los jefes militares asesoran al poder civil —es normal—, pero no orientan por ello las políticas de defensa de la nación ni dictan a los cargos locales lo que deben hacer.

El deber de reserva se impone a todos los militares para que puedan recibir el apoyo de todos los franceses. Este deber forma parte de las exigencias de una profesión mucho más rigurosa que muchas otras —lo sabemos—, pero declaraciones públicas que comprometen al país en un imaginario de guerra no deben producirse.

La France Insoumise pide al presidente de la República, único jefe de los ejércitos, que llame al orden al general Mandon. Pedimos al presidente reafirmar que las orientaciones estratégicas de Francia competen exclusivamente al debate político y a las autoridades civiles, sometidas al control del Parlamento. Le pedimos recordar que Francia no quiere la guerra.

Concluyo diciéndoles que ninguna guerra es jamás inevitable y que no sirve de nada asustar a los franceses, mientras hagamos todo lo posible para evitar a la humanidad la prueba nuclear que la guerra contiene hoy y cuyas alarmas no deben ser utilizadas en exceso.

 

 

 

08/11/2025

Influence, sécurité, neutralité : comment mettre fin à la Guerre Froide 2.0. ?

 Ci-dessous quatre contributions à un débat fondamental : comment établir une véritable coexistence pacifique sur la planète ? Jeffrey Sachs a une proposition, discutée par John Mearsheimer et Biljana Vankovska. François Vadrot commente ces contributions. Toute autre contribution bienvenue[email].

SOMMAIRE
Jeffrey Sachs & John J. Mearsheimer

Les sphères de sécurité : refermer le cercle de la sécurité du siècle multipolaire

Biljana Vankovska

Ce que le débat Sachs–Mearsheimer omet

Le monde est une sphère, mais il a besoin de zones de paix

François Vadrot
Les géants et les marges : repenser le monde après Sachs et Mearsheimer





Les sphères de sécurité : refermer le cercle de la sécurité du siècle multipolaire

Jeffrey Sachs, Neutrality Studies, 27/8/2025, suivi d’un échange avec John J. Mearsheimer

1. Sphères de sécurité contre sphères d’influence : repenser les frontières des grandes puissances

Peu de notions en relations internationales sont aussi débattues que celle de « sphère d’influence ». Des partages coloniaux du XIX siècle à la division de l’Europe pendant la guerre froide, les grandes puissances ont revendiqué le droit d’intervenir dans les affaires politiques, économiques et militaires de leurs voisins. Mais ce langage familier confond deux idées très différentes :

– la nécessité légitime pour une grande puissance d’éviter un encerclement hostile ;
– et la prétention illégitime à intervenir dans les affaires intérieures d’États plus faibles.

La première relève d’une sphère de sécurité, la seconde d’une sphère d’influence.

Reconnaître cette distinction n’est pas une question de vocabulaire : elle détermine ce qui doit être jugé légitime dans la politique mondiale et ce qui doit être rejeté. Elle éclaire aussi des doctrines historiques telles que la Doctrine Monroe et son corollaire rooseveltien, et permet d’aborder les débats contemporains entre la Russie, la Chine et les USA sous l’angle de la sécurité nationale. Enfin, elle ouvre une voie pratique pour les petits États pris entre grandes puissances : la neutralité, qui respecte les préoccupations sécuritaires des puissants sans se soumettre à leur domination.

Définir la distinction

Une sphère d’influence est l’affirmation d’un droit de contrôle d’une grande puissance sur les affaires intérieures d’un autre pays. Elle suppose que l’État puissant puisse dicter ou orienter fortement les politiques internes et extérieures d’États plus faibles, au moyen de la force militaire, de la pression économique, de l’ingérence politique ou de la domination culturelle.

Une sphère de sécurité, au contraire, reconnaît la vulnérabilité d’une grande puissance face à la possible intrusion d’une autre grande puissance. Elle ne relève pas de la domination, mais d’un intérêt défensif légitime : empêcher qu’un rival établisse des bases, opérations secrètes ou systèmes d’armes à ses frontières. Ainsi, les USA n’ont pas besoin de contrôler le gouvernement mexicain pour affirmer légitimement qu’aucun missile russe ou chinois ne doit être déployé au Mexique ; de même, la Russie n’a pas à diriger la politique intérieure de l’Ukraine pour être légitimement préoccupée par la présence d’infrastructures de l’OTAN ou d’opérations de la CIA à ses portes.

La Doctrine Monroe comme sphère de sécurité

Le texte de 1823, souvent cité comme la première affirmation de domination hémisphérique des USA, était en réalité plus modeste : James Monroe déclarait que les puissances européennes ne devaient plus coloniser ni s’ingérer dans les affaires du Nouveau Monde, tandis que les USA s’engageaient à ne pas interférer dans les affaires européennes. C’était une doctrine de sécurité réciproque : l’Amérique cherchait à se protéger des rivalités européennes, non à contrôler ses voisins.

Le corollaire Roosevelt comme sphère d’influence

Huit décennies plus tard, Theodore Roosevelt réinterpréta la Doctrine Monroe en affirmant non seulement le droit, mais le devoir d’intervenir dans les pays latino-américains jugés « faillibles ». Sous couvert de « police internationale », les USA envoyèrent les Marines, occupèrent les douanes et prirent le contrôle des finances de plusieurs nations. Le corollaire rooseveltien transforma une posture défensive en projet impérial : les USA se firent gendarmes de leur hémisphère.

Les concepts russes et chinois de « sécurité indivisible »

Les notions modernes de sécurité indivisible et de sécurité collective, souvent invoquées par Moscou et Pékin, s’accordent avec celle de sphère de sécurité. La sécurité indivisible stipule qu’aucun État ne peut renforcer sa sécurité au détriment d’un autre. Pour la Russie, l’expansion de l’OTAN en Ukraine ou en Géorgie constitue une menace directe ; pour la Chine, les alliances militaires américaines autour de ses côtes sont perçues comme des intrusions.

Les critiques américaines accusent ces deux pays d’utiliser ce concept pour masquer leurs ambitions régionales, sans reconnaître leurs inquiétudes légitimes quant aux bases et missiles américains, ni le fait que Washington refuserait toute présence comparable dans l’hémisphère occidental.

La neutralité comme voie vers la sécurité sans influence

Comment, dès lors, les petits États peuvent-ils préserver à la fois leur indépendance et la sécurité de leurs grands voisins ? Par la neutralité, solution crédible et éprouvée. Une Ukraine neutre, souveraine et démocratique, mais sans bases de l’OTAN ni de la Russie, respecterait la sphère de sécurité de Moscou tout en échappant à sa sphère d’influence. L’exemple autrichien de 1955 ou finlandais de la guerre froide montre que cette voie peut garantir la stabilité mutuelle. La neutralité n’est pas la soumission : c’est une position diplomatique active, visant à maximiser la souveraineté tout en reconnaissant la géographie et la puissance des voisins.

Pourquoi la distinction importe

1.      Clarifier la légitimité : les préoccupations de sécurité aux frontières sont légitimes ; les ingérences politiques ne le sont pas.

2.     Guider la diplomatie : les négociations sur l’Ukraine ou Taïwan doivent se concentrer sur des garanties réciproques de sécurité, non sur la domination.

3.     Renforcer le droit international : la reconnaissance de sphères de sécurité peut s’intégrer dans des traités de neutralité et de contrôle des armements.

4.    Favoriser la stabilité : respecter les sphères de sécurité réduit les risques de guerre entre grandes puissances, tout en affirmant la souveraineté égale des nations.

2. La critique de John J. Mearsheimer

Dans un échange d’e-mails daté du 26-27 août 2025, Jeffrey Sachs propose à John Mearsheimer de distinguer clairement sphère de sécurité et sphère d’influence. Mearsheimer lui répond qu’aucun précédent historique n’existe et qu’une telle distinction ne peut fonctionner que dans un monde hautement coopératif, où les États s’engagent de manière crédible à ne pas interférer. Autrement dit, il faudrait suspendre la logique réaliste elle-même.

Sachs rétorque qu’une « Doctrine Monroe réciproque » pourrait stabiliser le monde : les USA reconnaîtraient la sphère de sécurité de la Russie (Ukraine) ; la Russie, celle des USA (Caraïbes, Mexique, Amérique centrale). L’Ukraine, neutre, cesserait d’être champ de bataille entre empires.

Mearsheimer reconnaît l’intérêt du concept, mais souligne que la politique internationale reste marquée par la compétition : les engagements sont réversibles, les États doivent rester vigilants et, souvent, s’ingérer dans les affaires de leurs voisins pour prévenir d’éventuelles menaces — ce qui ruine l’idée même de sphère de sécurité.

Conclusion

La confusion entre sécurité et influence a longtemps nourri les interventions, les guerres et les hégémonies. Mais distinguer les deux notions, les reconnaître et les articuler à la neutralité, offrirait un cadre stable pour la coexistence des puissances. Les sphères de sécurité, si elles étaient admises réciproquement, pourraient refermer le cercle de la sécurité mondiale : non par la domination, mais par la reconnaissance mutuelle des vulnérabilités.

Sous le regard de Rosa Lux depuis le paradis, Biljana interpelle Mister Sachs et Mister Mearsheimer...

Ce que le débat Sachs–Mearsheimer omet
Le monde est une sphère, mais il a besoin de zones de paix
Biljana Vankovska, Substack, 6/11/2025

En tant que membres d’un public intellectuel mondial, soucieux non seulement de savoir mais aussi de la survie de l’humanité, nous aspirons à des débats aussi rigoureux que transformateurs — c’est-à-dire capables d’imaginer un ordre mondial fondamentalement différent. Le récent échange entre deux des plus éminents professeurs américains, Jeffrey Sachs et John Mearsheimer, s’est révélé à la fois fascinant et nécessaire. Pourtant, à mon sens, il ne transcende pas les paradigmes existants (malgré l’introduction du concept de « sphères de sécurité ») et n’apporte aucune solution aux problèmes structurels et enracinés. Comme promis, quoiqu’avec un certain retard, j’entre dans l’arène de ces géants intellectuels des relations internationales et de l’économie politique. Mon intention n’est pas de contester leur intelligence ni leur intégrité, mais de plaider pour une pluralisation des voix et des perspectives. Les petits États et les périphéries postcoloniales continuent de payer le prix de la « politique des grandes puissances » ; peut-être alors que les penseurs venus des marges ont, eux aussi, le droit — et même le devoir — de penser à voix haute, de déranger, et d’apporter leur propre éclairage à ce débat.

Nous devons d’urgence introduire la perspective des petits États dans cette vaste conversation théorique. Le cadre binaire des « sphères d’influence ou de sécurité » efface en réalité l’agentivité des petits États, les réduisant à de simples zones tampons de sécurité plutôt qu’à des acteurs moraux et politiques à part entière. De plus, le débat reste remarquablement silencieux sur la question de la moralité, tandis que les perspectives de gauche et la théorie critique sont trop souvent exclues du discours dominant en relations internationales.

Rappelons la maxime toujours actuelle de Robert Cox : « Toute théorie est faite pour quelqu’un et pour un but. » Aucune théorie, aussi bienveillante soit-elle, n’est jamais neutre. Chacune naît d’un contexte historique particulier et sert certains intérêts — explicitement ou implicitement.

C’est dans cet esprit que je propose les réflexions critiques suivantes :

1. Le piège du réalisme stato-centrique

Malgré sa rigueur analytique, le débat demeure enfermé dans la grammaire du réalisme stato-centrique. Les deux penseurs, malgré leurs divergences, acceptent la hiérarchie des États comme un fait fixe et inévitable. La distribution inégale du pouvoir — qu’il soit dur ou doux — est traitée comme une donnée. Autrement dit, le pouvoir (militaire, économique ou culturel) est considéré comme un fait exogène, et non comme une construction sociale. Le principe d’égalité souveraine, inscrit dans la Charte des Nations unies, est discrètement écarté au profit d’une hiérarchie des préoccupations et des intérêts des puissances « légitimes ». L’inégalité systémique entre « ceux qui décident » et « ceux qui doivent s’adapter » demeure intacte. Ainsi, le débat reproduit le même déterminisme géopolitique qu’il prétend expliquer. Toute critique qui ne va pas jusqu'à la couche la plus profonde — la base systémique — est vaine. Le véritable débat ne devrait donc pas opposer « influence » et « sécurité », mais « pouvoir » et « justice » — ou, selon les termes de Johan Galtung, « paix négative » et « paix positive ».

2. Le complexe militaro-industriel-médiatique-académique

Leur regard stato-centrique néglige aussi les véritables racines et moteurs du pouvoir mondial. L’orthodoxie réaliste nous aveugle face aux véritables centres du pouvoir au XXI siècle. Les États ne sont plus des acteurs autonomes ; ils opèrent au sein de ce que l’on peut appeler le Complexe militaro-industriel-médiatique-académique (MIMAC), une vaste machinerie qui fusionne inégalités, coercition, idéologie, production et spectacle. Le MIMAC ne se contente pas de fabriquer le consentement et de contrôler les récits ; il prédétermine aussi les frontières de l’imagination et de l’action politiques. Il façonne l’opinion publique, militarise le savoir et marchandise aussi bien la guerre que la paix. Même si les grandes puissances adoptaient des « sphères de sécurité » prétendument bienveillantes, le MIMAC garantirait que l’exploitation, le changement de régime et la marchandisation de la souffrance humaine demeurent le moteur vital du système. L’économie politique du génocide de Gaza en est l’accusation la plus flagrante. Le monde actuel ne peut plus être compris simplement comme une interaction entre États souverains ; il doit être conçu comme une totalité de structures capitalistes imbriquées et d’un appareil d’État privatisé qui perpétue l’inégalité, la dépendance et la violence systémique sous des bannières idéologiques sans cesse renouvelées. Ce que Galtung appelait la violence structurelle n’est pas seulement vivant : il a été affiné, globalisé et esthétisé par les mécanismes du pouvoir moderne.

3. Le danger moral des « sphères »

L’idée même de tracer des sphères est à la fois conceptuellement obsolète et moralement dangereuse. Elle suppose que le globe puisse être découpé selon le pouvoir, comme si les peuples, les cultures et les écosystèmes étaient des actifs négociables. Comment, par exemple, ces « sphères de sécurité » intégreraient-elles les relations entre la Russie et la Chine, ou entre l’Inde et ses voisins ? Qu’en est-il des États voyous comme Israël, ou des peuples sans État comme les Palestiniens ? Dans tous les cas, les « intérêts légitimes » des forts sont privilégiés au détriment des droits existentiels des faibles. La multipolarité, ainsi cadrée, risque de devenir une version modernisée de l’ancien paradigme « l’Occident et le reste », simplement remplacé par « les grandes puissances et le reste ». Les hiérarchies demeurent ; seuls les noms changent.

4. Socialisme ou barbarie : un choix civilisateur

D’un point de vue de gauche, la véritable question n’est pas de savoir quelles puissances dominent le monde, mais pourquoi la domination persiste. Le choix fondamental devant l’humanité est celui qu’avait identifié Rosa Luxemburg il y a plus d’un siècle : socialisme ou barbarie. Soit nous démocratisons le pouvoir mondial et réorganisons la production, la gouvernance et la connaissance autour de la justice et de l’égalité ; soit nous sombrons davantage dans la barbarie de la guerre perpétuelle, de l’effondrement écologique et de la déshumanisation. Ce que Sachs et Mearsheimer présentent comme un « dilemme stratégique » est en réalité un dilemme de civilisation. Le concept de paix positive de Galtung — fondé sur l’égalité, la justice sociale et l’absence de violence structurelle — offre un cadre pour dépasser la logique déterministe du réalisme ou du libéralisme des grandes puissances. La vision de Galtung ne cherche pas à restaurer les anciens équilibres de puissance, mais à inventer de nouvelles formes de coopération tournées vers l’avenir, qui autonomisent les sociétés au lieu de les subjuguer. Pour sortir de cette impasse, nous devons retrouver et élargir la tradition de la pensée créatrice de la paix. La paix positive possède à la fois des dimensions internes et internationales ; plus encore, elle fournit la base d’une politique et d’un ordre international émancipateurs. Une telle paix exige de démanteler la machine du capitalisme militarisé et d’y substituer des systèmes coopératifs fondés sur la solidarité sociale, la responsabilité écologique et une gouvernance participative à la fois locale et mondiale. Il ne s’agit pas d’« équilibrer » les pouvoirs, mais de transformer la logique même du pouvoir.

5. Des précédents existent

Le modèle de l’ASEAN, malgré toutes ses imperfections, démontre que le consensus et le dialogue peuvent garantir la stabilité sans coercition. Les zones exemptes d’armes nucléaires et les cadres régionaux de désarmement prouvent que des États peuvent volontairement limiter leur propre capacité de destruction au nom de la sécurité collective. Même des nations petites et vulnérables ont innové par des politiques de neutralité et de coopération régionale défiant les diktats des grandes puissances. Ces exemples éclairent la voie à suivre : concevoir la paix et la sécurité comme des projets humains partagés, non comme des marchandages stratégiques ou des découpages territoriaux. Les géants intellectuels, du haut de leur empire, ne voient peut-être pas que, pour les sociétés petites et fragiles, « sphères d’influence » et « sphères de sécurité » se ressemblent : deux formes de domination extérieure justifiées par un nouveau vocabulaire. Dans ma région du monde, nous parlons depuis une épistémologie des marges. Et c’est une position légitime dans le monde actuel — peut-être même dominante si l’on prend en compte les préoccupations du Sud global. Nous devons déconstruire le privilège épistémique occidental et réaffirmer l’universalité morale.

La critique d’extrême gauche met également à nu la faillite morale du discours géopolitique contemporain. La souffrance de millions de personnes — sous l’occupation, les sanctions ou la dévastation écologique — reste invisible, tandis que le cadre du grand débat demeure obsédé par la protection des intérêts « légitimes » des puissants. Le Sud global, les dépossédés, les précaires  ne sont pas les notes de bas de page de l’histoire : ils en sont la conscience. Un débat véritablement transformateur sur la multipolarité doit placer la sécurité humaine au centre, démanteler la privatisation du pouvoir et contester les inégalités structurelles.

6. Pour une refondation radicale de la gouvernance mondiale

Pour atteindre cet objectif, il nous faut une refondation radicale de la gouvernance mondiale. Renforcer l’ONU doit signifier non seulement une réforme procédurale, mais un renouveau moral et structurel : restaurer son rôle de gardienne de la paix collective plutôt que d’instrument des puissants. La neutralité et le non-alignement doivent redevenir des expressions d’autonomie démocratique, non des dépendances imposées. Les puissances émergentes ne doivent pas reproduire les schémas impériaux occidentaux, mais forger une multipolarité post-impériale fondée sur la justice, non sur la domination.

Conclusion : pour des zones de paix

Le débat Sachs–Mearsheimer nous rappelle moins combien nous savons que combien nous osons peu imaginer. Le réalisme peut expliquer le monde, mais il est incapable de le transformer. Comme le souligne la tradition socialiste, l’explication sans transformation revient à la complicité avec la décadence hyper-impériale. La véritable question n’est pas de savoir comment gérer des sphères d’influence, d’intérêt ou de sécurité, mais comment construire des zones de paix et de coopération authentiques.

Nous vivons bien sur une sphère commune. Le défi n’est pas d’y tracer des lignes, mais de veiller à ce qu’elle demeure habitable, juste et libre. Pour parvenir à cette sphère harmonieuse de vie partagée, nous avons besoin de débats sur l’avenir — non de retours nostalgiques à des modèles antérieurs à l’ONU. Mon ami Jan Øberg a parfaitement raison d’insister sur la nécessité de dialogues sur des futurs possibles (au pluriel), seule voie pour en créer un meilleur ensemble. Les débats géopolitiques, en revanche, sont profondément déficients : ils se concentrent sur les événements présents (et le statu quo), sans vision d’un avenir différent, sans voie vers des solutions structurelles. Ils se bornent à négocier des compromis minimaux pour éviter la catastrophe nucléaire — fût-ce au prix d’un monde aliéné, appauvri et sans âme.

Les géants et les marges : repenser le monde après Sachs et Mearsheimer

François Vadrot, 7/11/2025

Le débat entre Jeffrey Sachs et John Mearsheimer a suscité un intérêt planétaire, à la mesure du poids intellectuel de ces deux figures. L’un parle au nom de la morale internationale, l’autre au nom du réalisme stratégique. Ensemble, ils dessinent les contours d’un monde multipolaire qu’ils pensent régénérer, sans voir qu’ils en reconduisent la structure. Leur affrontement, présenté comme une opposition entre humanisme et pragmatisme, repose sur une même prémisse : il y aurait des grandes puissances, dont la sécurité constitue la clé de l’équilibre mondial, et des nations périphériques, condamnées à vivre sous leur ombre. C’est cette évidence tacite que Biljana Vankovska a choisie de briser, en appelant à sortir du face-à-face des empires pour ouvrir des zones de paix.

Sa critique est d’autant plus précieuse qu’elle vient d’une voix marginale, universitaire d’un petit pays des Balkans, et donc hors du cercle de reconnaissance où se distribue la légitimité intellectuelle occidentale. Elle rappelle que le débat entre sphères d’influence et sphères de sécurité n’est qu’une variation rhétorique d’un même langage de domination. La question n’est pas de savoir comment les puissants se protégeront sans s’affronter, mais pourquoi le monde continue d’accepter la hiérarchie qui les place au-dessus des autres. Tant que cette hiérarchie n’est pas remise en cause, la paix reste un sous-produit de la puissance, un moment d’équilibre entre deux menaces, jamais un ordre autonome.

Biljana Vankovska relève aussi que ce débat, comme la quasi-totalité des discussions géopolitiques contemporaines, reste enfermé dans le cadre du réalisme d’État. La souveraineté est envisagée comme propriété exclusive des grandes puissances, la sécurité comme une fonction de leur capacité à dissuader. Le reste du monde, qu’il s’agisse des nations du Sud ou des petits États européens, est réduit à un rôle de tampon. Ce cadrage théorique ne tient que parce qu’il est soutenu par une machine beaucoup plus vaste : le complexe militaro-industriel-médiatique-universitaire (MIMAC), qui façonne la perception de la réalité politique et fixe les limites du pensable. Même la dissidence intellectuelle, comme celle de Sachs, circule à l’intérieur de ce système, alimentée par les mêmes circuits économiques et médiatiques. Le MIMAC tolère la critique à condition qu’elle reste dans le cadre du spectacle : une opposition intégrée, qui soulage la conscience du public sans menacer la structure. C’est le même mécanisme que celui d’Hollywood : un monde de catastrophes évitées, de héros solitaires et de rédemptions morales qui neutralisent toute réflexion sur les causes structurelles de la domination.

Ce verrouillage narratif est visible dans un épisode passé presque inaperçu : la déclaration de Tulsi Gabbard, le 31 octobre 2025, lors du Dialogue de Manama. Nous l’avions qualifiée d’armistice militaire, faisant suite à l’armistice économique de Séoul la veille. Cette double détente aurait pu marquer un tournant symbolique, une sortie du cycle d’escalade entre Washington et Pékin. Pourtant, elle n’a été reprise par personne, ni dans la presse dite mainstream, ni dans la presse dite alternative. Les premières y ont vu une anomalie, les secondes un piège. Dans les deux cas, le principe est le même : la paix n’est pas une information valide. Elle rompt le tempo du désastre, menace la dynamique de peur qui nourrit à la fois le pouvoir politique et la critique permanente. Ce silence partagé illustre parfaitement la remarque de Biljana Vankovska : dans un monde saturé de sécurité, il est devenu impossible de nommer la paix sans la discréditer.

C’est dans ce contexte que la référence de Biljana à l’ASEAN prend tout son sens. L’Asie du Sud-Est expérimente une forme de coexistence qui n’entre dans aucun des modèles dominants. Ni bloc, ni alliance, ni neutralité passive : une architecture souple, où le temps devient instrument de souveraineté. Chaque État avance à son rythme, ajuste ses dépendances, ajourne les décisions irréversibles. C’est une forme de paix active, sans vainqueur ni garant, où l’ambiguïté elle-même devient ressource politique. Ce modèle, largement ignoré en Occident, offre une démonstration empirique de ce que pourraient être les « zones de paix » évoquées par Biljana : des espaces de régulation mutuelle, fondés non sur la peur, mais sur la gestion concrète de l’interdépendance.

L’autre transformation majeure, que le débat entre les deux géants ignore tout autant, est celle du passage d’une domination par la tête à une domination par la colonne vertébrale. L’Occident a gouverné le monde par le récit : idéologies, valeurs, soft power, gestion de la croyance. La Chine, elle, gouverne par la matière : production, logistique, métaux rares, infrastructures. Là où l’empire américain cherchait à convaincre, la puissance chinoise relie. Ce transfert de l’hégémonie intellectuelle vers l’hégémonie structurelle modifie la nature même du pouvoir mondial : la dépendance n’est plus seulement idéologique, elle devient organique. Paradoxalement, ce déplacement ouvre peut-être la voie à l’équilibre souhaité par Biljana Vankovska : une interdépendance contrainte, mais stabilisatrice, où le conflit d’idées cède la place à la symbiose des flux.

Ce que Biljana appelle « zones de paix » pourrait alors se lire comme la traduction politique de cette interdépendance matérielle : des espaces où la sécurité n’est plus gérée par des traités, mais par des chaînes logistiques partagées ; où la souveraineté ne s’oppose plus à la coopération, mais s’y inscrit. Dans cette configuration, la paix n’est plus un idéal abstrait, mais une condition d’équilibre systémique. Elle ne dépend ni des moralistes ni des stratèges ; elle se construit dans les marges, entre les flux, par ceux qui refusent de penser le monde uniquement depuis les hauteurs du pouvoir.

Post-scriptum

Vu d’Europe, l’exemple de l’ASEAN paraît presque inaccessible. L’Union européenne n’est plus un espace de coexistence, mais un système de normes où l’appartenance suppose l’alignement. Là où l’Asie du Sud-Est pratique la lenteur, le compromis et la pluralité, l’Europe impose la convergence et la morale. Elle n’accepte ni la divergence, ni la temporalité propre à chaque État, ni même la possibilité d’un désaccord durable. Tout y est absorbé par la logique technocratique de l’harmonisation, qui confond stabilité et immobilité. Ce rationalisme procédural, devenu idéologie, prête le flanc aux intérêts les mieux organisés, ceux qui savent habiter la norme et parler son langage. C’est sans doute là la différence essentielle : l’ASEAN fait de la diversité une méthode, l’Europe en a fait une faute. Son centre de gravité s’est figé, sa marge s’est vidée. Elle ne peut plus produire ces zones de paix silencieuses que Biljana Vankovska évoque.

 

 

 

 

07/10/2025

El pueblo sin mapa: diáspora, conciencia y reconocimiento palestino

Dos años después del inicio del genocidio en Gaza, el Estado se desvanece, pero el pueblo permanece. En todo el mundo, la diáspora palestina encarna una conciencia que se niega a ser borrada.

François Vadrot, 7-10-2025

Silueta de Gaza, vacío en el corazón de un cielo saturado de estrellas. Alrededor de la oscuridad, la luz: la de los vivos dispersos.

El 7 de octubre de 2023, lo que fue presentado al mundo como una nueva “guerra” entre Israel y Hamás marcó, en realidad, la continuación de un proceso iniciado en 1947: la destrucción progresiva del pueblo palestino. Dos años después, la narrativa bélica se ha disipado. No fue una guerra, sino un aniquilamiento.

Y, sin embargo, más allá de las ruinas materiales, Palestina persiste a través de su diáspora: un pueblo sin mapa, pero no sin memoria. Ese reconocimiento —el del Pueblo palestino en el mismo nivel moral que el Pueblo judío— constituye hoy la línea de fractura ética más profunda del siglo.

Gaza, la destrucción y el regreso de lo real

Dos años después del 7 de octubre de 2023, la verdad ya no puede ocultarse: Gaza no sufrió una guerra, sino un genocidio. El informe de la Comisión Internacional Independiente de Investigación de las Naciones Unidas, publicado el 16 de septiembre de 2025, concluye formalmente que Israel ha cometido y sigue cometiendo actos constitutivos de genocidio conforme a la Convención de 1948. Los expertos documentan, con pruebas, los cuatro criterios legales: «matar a los miembros del grupo, infligirles graves daños físicos o mentales, imponer condiciones de vida destinadas a provocar su destrucción, impedir los nacimientos», con la intención de destruir, total o parcialmente, al pueblo palestino de Gaza.

El informe desmonta la ficción de una “guerra”: no se trata de “operaciones desproporcionadas”, sino de una empresa sistemática de destrucción.
La población civil fue el objetivo: bombardeos en zonas de evacuación, ejecuciones en refugios, hospitales y escuelas arrasadas, infraestructuras hídricas y eléctricas aniquiladas, uso del hambre como arma (bloqueo de leche infantil, cortes de combustible y agua). El documento también describe el ataque deliberado a niños («incluso bebés alcanzados en la cabeza y el pecho»), la destrucción de la única clínica de fecundación in vitro y el uso repetido de la violencia sexual como instrumento de dominación.
Incluso los símbolos de continuidad —mezquitas, iglesias, cementerios, universidades— fueron deliberadamente pulverizados.

The People Without a Map: Diaspora, Conscience, and Palestinian Recognition

Two years after the onset of the Gaza genocide, the State has vanished, but the people remain. Across the world, the Palestinian diaspora embodies a conscience that refuses erasure.

François Vadrot, Oct. 7, 2025                           


Silhouette of Gaza, void at the heart of a sky saturated with stars. Around the darkness, the light — that of the living dispersed.

On October 7, 2023, what was first presented as a new “war” between Israel and Hamas marked instead one of the most violent episodes in a process that began in 1947: the progressive destruction of the Palestinian people. Two years later, the military fiction has collapsed. It was not a war, but an annihilation.
And yet, beyond the ruins, Palestine endures through its diaspora — a people without a map, but not without memory. This recognition, the acknowledgment of the Palestinian People on the same moral level as the Jewish People, now defines the century’s deepest moral fault line.

Gaza, Destruction, and the Return of the Real

Two years after October 7, 2023, the truth can no longer be evaded: Gaza did not endure a war but a genocide. The report of the United Nations Independent International Commission of Inquiry, published on September 16, 2025, formally concludes that Israel has committed, and continues to commit, acts constituting genocide as defined by the 1948 Convention. The experts document, with evidence, the four legal criteria: “killing members of the group, causing serious bodily or mental harm, inflicting conditions of life calculated to bring about its destruction, imposing measures to prevent births,” with the intent to destroy, in whole or in part, the Palestinian people of Gaza.

The report dismantles the fiction of a “war”: these are not “disproportionate operations,” but a systematic campaign of destruction. Civilians were the target — bombings on evacuation zones, executions inside shelters, hospitals and schools razed, water and power infrastructures annihilated, the deliberate use of starvation as a weapon (the blockade of infant formula, fuel, and water). The report details the targeting of children — “including toddlers shot in the head and chest” —, the destruction of Gaza’s only in-vitro fertilization clinic, and the repeated use of sexual violence as a tool of domination. Even symbols of continuity — mosques, churches, cemeteries, universities — were deliberately obliterated.

The numbers defy language: over 50,000 dead, 83% civilians, 200,000 homes destroyed, and 1.5 million people displaced in a strip rendered uninhabitable. A military expert cited by the UN notes that Israel “dropped in one week more bombs than the United States did in an entire year in Afghanistan.” The report concludes: “There was no military necessity to justify this pattern of conduct. The people of Gaza, as a whole, were the target.”

What has been destroyed is not merely life, but the very condition of living. What collapses under the ruins is not a political entity — it is the possibility of inhabiting the world.
Yet precisely in this total negation appears the trace of survival: where the land is destroyed, memory expands.

A Global Diaspora, Mirror of Erasure

Le peuple sans carte : diaspora, conscience et reconnaissance palestinienne

Deux ans après le déclenchement du génocide à Gaza, l’État s’efface, mais le peuple demeure. Partout dans le monde, la diaspora palestinienne incarne une conscience qui refuse l’effacement.

François Vadrot, 7/10/2025 

Silhouette de Gaza, vide au cœur d’un ciel saturé d’étoiles. Autour du noir, la lumière : celle des vivants dispersés.

Le 7 octobre 2023, ce qui fut d’abord présenté comme une nouvelle « guerre » entre Israël et le Hamas marquait en réalité l’un des épisodes les plus violents d’un processus engagé depuis 1947 : celui de la destruction progressive du peuple palestinien. Deux ans plus tard, la fiction militaire s’est dissipée. Ce n’était pas une guerre, mais un anéantissement.

Et pourtant, au-delà des ruines, la Palestine demeure à travers sa diaspora : un peuple sans carte, mais non sans mémoire. C’est cette reconnaissance, celle du Peuple palestinien au même rang que le Peuple juif, qui dessine désormais la ligne de fracture morale du siècle.

Gaza, la destruction et le retour du réel

Deux ans après le 7 octobre 2023, la réalité ne peut plus être contournée : Gaza n’a pas connu une guerre, mais un génocide. Le rapport de la Commission internationale d’enquête indépendante des Nations unies, publié le 16 septembre 2025, conclut formellement qu’Israël a commis et continue de commettre des actes constitutifs de génocide au sens de la Convention de 1948. Les experts y documentent, preuves à l’appui, les quatre critères légaux : « tuer les membres du groupe, infliger des atteintes graves physiques ou mentales, infliger des conditions de vie destinées à entraîner sa destruction, empêcher les naissances », avec l’intention de détruire, en tout ou en partie, le peuple palestinien de Gaza.

Le rapport balaie la fiction d’une « guerre » : il ne s’agit pas d’« opérations disproportionnées », mais d’une entreprise de destruction systématique. La population civile fut la cible : bombardements sur les zones d’évacuation, exécutions dans les abris, hôpitaux et écoles rasés, infrastructures hydrauliques et électriques anéanties, usage de la faim comme arme (blocus du lait pour nourrissons, coupures de carburant et d’eau). Le document détaille aussi le ciblage d’enfants (« y compris des tout-petits, atteints à la tête et à la poitrine »), la destruction du seul centre de fécondation in vitro et l’usage répété de la violence sexuelle comme instrument de domination. Même les symboles de continuité, mosquées, églises, cimetières, universités, ont été délibérément pulvérisés.

Les chiffres dépassent tout ce que le langage peut contenir : plus de 50 000 morts, dont 83 % de civils, 200 000 logements détruits, un million et demi de personnes déplacées dans une enclave rendue inhabitable. Un expert militaire cité par l’ONU note qu’Israël « a largué en une semaine plus de bombes que les États-Unis en une année en Afghanistan ». Le rapport conclut : « Il n’y avait aucune nécessité militaire pour justifier ce schéma de conduite. Le peuple de Gaza, dans son ensemble, était la cible. »

Ce n’est donc pas seulement la mort, mais la condition de vie elle-même qui a été détruite. Ce qui s’effondre sous les ruines n’est pas une entité politique : c’est la possibilité d’habiter le monde.

Mais c’est justement dans cette négation absolue qu’apparaît la trace d’une survie : là où la terre est détruite, la mémoire s’étend.

Une diaspora mondiale, miroir de l’effacement

Depuis la Nakba de 1948, la Palestine se disperse et se recompose dans l’exil. Sur près de quinze millions de Palestiniens, plus de la moitié vivent hors de la terre d’origine. Six millions sont enregistrés comme réfugiés auprès de l’UNRWA : un peuple déraciné dont la condition d’exilé est devenue héréditaire.