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Sergio Rodríguez Gelfenstein
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20/01/2022

SERGIO RODRÍGUEZ GELFENSTEIN
El engaño del progresismo

   Sergio Rodríguez Gelfenstein, La Pluma,  20/1/2022

Una vez más está planteada la disputa ideológica en torno al camino que habrá de recorrer América Latina y el Caribe.

Al igual que en las décadas de los 70 y los 80 del siglo pasado cuando América Latina y el Caribe luchaban por sacudirse de las dictaduras de seguridad nacional made in Washington, el movimiento popular de la región se debate en torno a la orientación política e ideológica que habrán de tener los combates contra el neoliberalismo y el imperialismo. Hay que decir que esto es mucho más que un debate teórico.

 Aunque ahora la situación es distinta, habida cuenta del desarrollo dialectico de los acontecimientos, una vez más las fuerzas revolucionarias se ven enfrentadas a la búsqueda de salidas reformistas a la crisis. Este pensamiento se agrupa bajo las ideas de hacer política “en la medida de lo posible” o la satisfacción por haber llevado al poder al “mal menor”.

Una y otra esconden la incapacidad de los sectores políticos más avanzados de la sociedad de encumbrarse por encima de las dificultades que conducen a construir una alternativa popular y revolucionaria. Nadie podrá decir que ello ocurre por el abandono de los pueblos de su lucha por la democracia, la paz y la equidad. Es muy fácil culpar a los pueblos cuando en realidad han sido algunas élites políticas las que han paralizado los procesos. Incluso, a la vista está lo ocurrido en años recientes en la región cuando organizaciones de izquierda, una vez obtenido el gobierno, han priorizado las alianzas con la burguesía y la derecha, desplazando a los sectores populares a un marginal papel de “objeto” de las medidas de gobierno, cuando en realidad debió haberse aprovechado la cuota de poder obtenido para transformar al pueblo en sujeto del cambio de la sociedad.

En el caso del golpe de Estado contra Dilma Rousseff en Brasil, esta situación fue más que evidente. Tras el alejamiento del movimiento popular por parte de la presidenta, nadie salió a defender al PT, a su gobierno ni a ella misma cuando fue defenestrada.

«No es un ‘impeachment’, es un golpe», dijo Dilma Rousseff. Foto Getty

Un elemento fundamental que marca la diferencia entre el siglo pasado y éste, es que aquellas luchas se desarrollaban en el marco de la guerra fría y el mundo bipolar  en los que el patrón ideológico era el que ordenaba la política y por tanto las relaciones internacionales. Hoy, han emergido una gran cantidad de movimientos sociales que luchan por reivindicaciones sectoriales haciendo suponer que ya no tiene relevancia la necesidad de transformación radical de la estructura social que oprime y excluye a las mayorías.

En el plano internacional, la política de principios -propia de la guerra fría- que emanaba de una orientación ideológica de los gobiernos, dio paso al interés nacional (que en algunos casos se ha convertido en necesidad de sobrevivencia) para definir la actuación internacional de algunos países.

Así, en la transición de las dictaduras a los sistemas de democracia representativa de corte neoliberal, en la mayoría de los cuales sigue presente en gran medida –sino en su totalidad- la doctrina de seguridad nacional como  instrumento de dominación y control del poder por parte de las élites, salieron triunfadores los sectores reformistas, iniciándose procesos de persecución de sindicatos, prensa libre, organizaciones sociales y partidos políticos, bajo el supuesto de la necesidad de defensa del status negociado, aceptado y establecido que se ha dado en llamar “Estado de derecho”, solo que éste funciona solo para un sector de la ciudadanía.

En gran medida, ello fue posible por la domesticación de otrora líderes populares, de izquierda y revolucionarios que sucumbieron ante los encantos de la social democracia y la democracia cristiana europea que los convirtió en sus arietes para la destrucción de todo lo que oliera a revolución y socialismo. En la segunda mitad de la década de los 80, Washington descubrió con agrado el trabajo que habían hecho estos partidos europeos y acogió con satisfacción la posibilidad de salir de las ya desprestigiadas dictaduras para dar paso a opciones gatopardianas que mantuvieran incólume sus intereses. En esa medida, dio su beneplácito a las transiciones e incluso las apoyó fervientemente, aplacando la posibilidad de salidas populares a la crisis de la democracia que había cubierto casi toda la región.

Vale decir que en medio de esta complicada y difícil situación, Cuba se mantuvo enhiesta, defendiendo su proceso revolucionario y consiguiendo –lo digo sin retórica alguna- ser un faro que irradiaba luz para los que luchaban a lo largo y ancho de la región, incluyendo a los conversos domesticados en Europa que sin pudor usufructuaron de la solidaridad de la isla del Caribe.

La implantación de gobiernos neoliberales agudizó los conflictos de la sociedad toda vez que el capitalismo no era capaz de solucionar las más elementales necesidades de los ciudadanos. El “caracazo” de 1989 en Venezuela y el alzamiento zapatista de 1994 en México –dos países que no estuvieron bajo presión de la bota militar en el gobierno- fueron expresión clara de que el neoliberalismo no sólo podía asociarse al dominio directo de las fuerzas armadas en el poder sino a todo el entramado jurídico y político que entraña la sociedad capitalista.

En esas condiciones emergió Hugo Chávez como expresión del pueblo y de sectores militares hastiados de ser usados para la represión y el sostenimiento del orden de las élites. La victoria electoral de 1998 fue el detonante que hizo explotar un sentimiento y una voluntad de transformación que la historia hizo coincidir en liderazgos de dirigentes que en varios países al decir de Cristina Kirchner “se parecen más a sus pueblos”.

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