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10/06/2025

ABDALJAWAD OMAR
Los gánsteres de Israel en Gaza
Una operación de contrainsurgencia en la era de la inteligencia artificial

Israel lleva mucho tiempo utilizando agentes infiltrados que se hacen pasar por palestinos para sembrar la discordia. Hoy vuelve a utilizar esta estrategia en Gaza en forma de bandas que toman el control de la ayuda humanitaria. El objetivo es fragmentar y desmembrar la sociedad palestina.

Abdaljawad Omar HamayelMondoweiss, 9-6-2025

Traducido por Fausto GiudiceTlaxcala

En la larga y dolorosa historia del enfrentamiento entre Palestina y el sionismo, pocas figuras han provocado una ruptura epistémica y afectiva tan profunda como la unidad de las fuerzas especiales secretas que se hacen pasar por palestinos. Conocidos como «unidad arabizada» o «musta'ribin», estos agentes secretos israelíes, a menudo judíos árabes, no operan como colonos visibles, sino como dobles autóctonos. Dominando el dialecto y los modales palestinos, el agente arabizado se mueve entre los palestinos como una presencia fantasmal que imita y vigila desde dentro, al tiempo que lleva a cabo operaciones sorpresa destinadas a tomar por sorpresa a sus “presas”, ya sea para detenerlas o asesinarlas. No se limita a recopilar información, sino que socava la confianza de la comunidad y la posibilidad de un reconocimiento colectivo.

De este modo, los musta’ribin no son solo una fuerza táctica, sino un modo de infiltración armada que rompe el espejo en el que se miran los palestinos. Israel desarrolló inicialmente estas unidades “árabes” para llevar a cabo operaciones rápidas en los campos palestinos, espacios urbanos densamente poblados que, de otro modo, son inaccesibles para los soldados uniformados, con muy pocas posibilidades de tomar por sorpresa a sus objetivos. Los musta'ribin fueron una respuesta a la pregunta de cómo llegar a los “objetivos” antes de que se dieran cuenta de la presencia del ejército.

Esta lógica de infiltración, que forma parte desde hace mucho tiempo de la estrategia colonial de Israel, ha resurgido hoy en día. En un vídeo reciente de las Brigadas Qassam de Hamás, una unidad palestina que colabora con el ejército israelí ha sido designada por la resistencia como musta'ribin. Al utilizar este término para referirse a los colaboradores palestinos —que normalmente se denominarían colaboradores o espías, yawasi— en lugar de a los israelíes infiltrados, Hamás ha difuminado deliberadamente la frontera entre colaborador y enemigo.

No es de extrañar que Israel encuentre entre las poblaciones ocupadas personas dispuestas a sobrevivir gracias a su aparato de dominación. Esta complicidad no es solo el resultado del agotamiento —el desgaste moral bajo un asedio implacable—, sino también de la tenue esperanza de hacerse con el poder, por marginal que sea, dentro del orden impuesto. También es producto de enredos más profundos: los incentivos silenciosos y el estímulo activo que a veces provienen de las propias filas palestinas. Este fenómeno tiene sus raíces en la contradicción histórica entre la resistencia como forma de gobierno y el gobierno como medio de encarcelamiento.

Una de las figuras más tristemente famosas entre estos nuevos mandatarios israelíes en Rafah es Yaser Abu Shabab, un antiguo preso condenado por tráfico de drogas por el Gobierno de Hamás, que dirigió a un grupo de cientos de hombres armados que saquearon los convoyes de ayuda humanitaria en Gaza durante toda la guerra. Su ascenso ilustra cómo la interacción entre la lealtad clánica, la supervivencia material, el oportunismo y el apoyo tácito de elementos dentro de la Autoridad Palestina se combinan para allanar el camino para la aparición de tales bandas. Su presencia no solo tiene como objetivo fracturar el tejido social, sino también reabrir la herida aún abierta del genocidio.

El uso que Israel hace de estas unidades de colaboradores tiene varios objetivos. En primer lugar, sirven para obstaculizar y desviar el flujo de ayuda humanitaria, convirtiéndola así en un mecanismo de control. En segundo lugar, actúan como recaudadores informales, obteniendo ingresos de la economía del sufrimiento que contribuyen a mantener, posicionándose así como intermediarios, no solo con la fuerza de ocupación, sino también con el aparato de ayuda internacional cada vez más privatizado. En tercer lugar, también se utilizan como mecanismo de desvío de fondos, explotando la desesperación para atraer a los hambrientos y a los jóvenes de Gaza. Este poder proviene de lo que se les permite ofrecer: una bolsa de comida, la promesa de acceso, una posible exclusión de las masacres. Estas ofertas no son insignificantes, sino que sirven como palancas de control, operando en la tensión entre la supervivencia de la familia individual y la resistencia colectiva (sumud) de toda la comunidad.

Al interponerse como intermediarios entre Israel y la población, permiten que las redes informales y formales de dependencia y autoridad se arraiguen y se desarrollen. Se convierten en una dirección local que sirve de mediador con Israel. En cuarto lugar, y quizás lo más insidioso, desempeñan el papel de protagonistas en una coreografía propagandística. Se difunden vídeos cuidadosamente escenificados —hombres uniformados descargando sacos de harina o gesticulando frente a filas de desplazados— para sugerir el surgimiento de un gobierno palestino alternativo, aparentemente más “pragmático” o flexible, y más dispuesto a cantar las alabanzas de Netanyahu.

Su papel no es solo sembrar el caos, sino evocar la posibilidad de otro orden. Su mera presencia alimenta la desconfianza, rompiendo las frágiles solidaridades que se forman bajo el asedio. Son, en cierto modo, los primeros en morder el anzuelo: los primeros en imaginar un futuro enclavado en el aparato de exterminio. Pero lo que se les ofrece no es la vida, solo su imitación: una supervivencia controlada en un paisaje diseñado para eliminar la presencia de los palestinos y también la necesidad de su presencia. Y, como muchos fenómenos colaboracionistas de este tipo, ocultan su brutal traición a su pueblo tras consignas como “fuerzas populares”, el nombre que Abu Shabab utiliza para referirse a su banda de saqueadores.

Pero aquí está el quid de la cuestión: si bien estos grupos pueden ser tácticamente útiles para Israel —prácticos para desviar la ayuda, disciplinar el hambre y desestabilizar la ya frágil cohesión del tejido social de Gaza—, su utilidad sigue siendo fundamentalmente limitada. No son actores estratégicos en el sentido transformador del término. Su geografía es limitada, su influencia parasitaria y su existencia está totalmente ligada a la sombra protectora del poder israelí. Son criminales convertidos en colaboradores, muchos de los cuales escaparon de las cárceles palestinas al comienzo de la guerra, otros son antiguos empleados de la Autoridad Palestina en Cisjordania y algunos afirman tener vínculos con el Estado Islámico. Viven literalmente de la guerra: de los convoyes de ayuda que saquean, de las armas que se les entregan selectivamente y de la indulgencia del ejército israelí. Mafias sin dignidad.

Pero lo que más le importa a Israel no es su éxito, sino el espectáculo que ofrecen. Lo importante no es que ganen Gaza —nadie, ni siquiera sus patrocinadores, imagina que puedan lograrlo—, sino que sirvan como demostración viviente de la infiltración. Se convierten en símbolos de fractura, transmitiendo la idea de que la sociedad palestina en Gaza es penetrable, divisible y corruptible. Esto demuestra que la resistencia tiene su contrapartida. Su verdadera función no es gobernar, sino rondar la frontera entre la oposición y la colaboración. Difunden la duda para hacer sospechosa la idea misma de una voluntad colectiva de resistencia.

En este sentido, la milicia colaboradora es menos un activo militar que una herramienta narrativa, un actor en el esfuerzo continuo de Israel por presentar la desintegración palestina como endógena, inevitable y, tal vez, a ojos de los sionistas, “merecida”. Sin embargo, su condición social borrosa —su exclusión del imaginario comunitario— marca su incapacidad para integrarse en el cuerpo social palestino, a diferencia de las mafias tradicionales, que a menudo se arraigan en la solidaridad familiar, vecinal o de clase. Por el contrario, estos colaboradores existen en una zona de soberanía negativa: temidos, pero no respetados; conocidos, pero no reivindicados; presentes, pero renegados. Se asemejan más a una tecnología colonial de fragmentación: bandas sin lealtad y mafias sin dignidad.

Esta tecnología de fragmentación tampoco es nueva. Israel cultiva desde hace mucho tiempo alianzas con actores locales para gestionar y perturbar la cohesión palestina. El reciente auge de las bandas en las comunidades palestinas de Israel es un ejemplo de ello. La convergencia del apoyo tácito de Israel, en particular de los servicios de inteligencia, junto con el fracaso deliberado de las fuerzas policiales y los cambios económicos más amplios, han dado lugar a nuevas estructuras de delincuencia organizada más arraigadas.

Estas bandas no son simples subproductos de la decadencia social, sino síntomas de un desorden orquestado, cultivado y tolerado en la medida en que sustituyen la acción colectiva y redirigen la violencia hacia el interior, incluso entre aquellos a quienes Israel presenta como sus propios ciudadanos, y los utiliza gustosamente como herramientas de propaganda para decir: “Mirad, tenemos árabes paseando por la playa. Por lo tanto, no somos racistas”. Lo mismo ocurre con la Autoridad Palestina en Cisjordania, que representa hoy en día la forma más avanzada de esta cultura política de tipo pandillero. Al canibalizar el aparato paraestatal, la Autoridad Palestina no solo gobierna a la sombra de Israel, sino que también instrumentaliza la historia nacionalista. Redibuja las fronteras de la lealtad y la traición, del amigo y el enemigo, para ocultar sus disposiciones mafiosas.

Pero quizá esto sea lo más importante en el contexto de Gaza: al igual que el humanitarismo y el genocidio obsceno, al igual que la alegría y la fiesta de los soldados israelíes cuando matan a palestinos y destruyen sus casas, ahora todo queda al descubierto. Es una guerra sin velos. Sin sábanas, sin velos, sin anteojeras ideológicas. La forma social de esta colaboración, su brutal irrupción en la esfera pública, revela algo fundamental sobre la naturaleza de esta guerra. No solo es genocida, es obscena y desvergonzada, y no exige nada al mundo salvo pasividad.

Lo que estamos presenciando no es solo una campaña militar, sino el escenario del colapso, no de Gaza, sino de las anteojeras ideológicas, los discursos y las reivindicaciones morales de un mundo que ya no es capaz de justificarse. Una banda en Gaza refleja las numerosas bandas que nos gobiernan.

NdT

La banda de Abu Shabab se presenta en los medios de comunicación en línea en dos formas y con dos “logotipos”: “Fuerzas Populares” y “جهاز مكافحة الإرهاب Yihaz mukafahat al’irhab”, «Servicio o Agencia de Lucha contra el Terrorismo» (imagen 1). Este segundo logotipo es una copia exacta del del Jihaz mukafahat al’irhab yemení, con sede en Adén y dirigido por el general Chalal Ali Shaye, un torturador con un pedigrí cargado al servicio de la coalición saudí-emiratí (imagen 2). Este servicio se inspira a su vez en la Oficina de Lucha contra el Terrorismo creada en Irak por los invasores yanquis y dirigida actualmente por el general Karim Abud Al-Tamimi (imágenes 3 y 4). En resumen, una repetición adaptada al Mashreq en la era de la inteligencia artificial de la famosa operación Oiseau bleu [Pájaro Azul]* lanzada por los servicios franceses en la Argelia de 1956 y condenada, al igual que esta, a un fracaso estrepitoso.

 


*Al comienzo de la guerra de Argelia, en otoño de 1956, los servicios secretos franceses, siguiendo órdenes del gobernador general Jacques Soustelle («Hay que hacer algo con respecto al bereberismo»), crearon en Kabilia la «Fuerza K», reclutando a miembros de la confederación tribal de los Iflissen Lebhar, especializada en la fabricación de armas blancas y famosa por su revuelta contra el poder otomano en el siglo XVIII. Pasó a la historia con el nombre de operación « Pájaro azul » y consistía en la creación de un maquis [foco guerrillero] falso destinado a desacreditar al FLN. Pero la operación se volvió contra sus iniciadores: los hombres reclutados y armados por los servicios franceses eran en realidad auténticos “rebeldes”. Al igual que los ocupantes franceses intentaron apoyarse en los bereberes como auxiliares de la contrainsurgencia, los sionistas siempre han intentado utilizar como cipayos a beduinos, drusos o circasianos.

ABDALJAWAD OMAR
Les gangsters d’Israël à Gaza
Une opération de contre-insurrection à l’ère de l’intelligence artificielle

Israël utilise depuis longtemps des agents infiltrés se faisant passer pour des Palestiniens afin de semer la discorde. Aujourd’hui, il utilise à nouveau cette stratégie à Gaza sous la forme de gangs qui prennent le contrôle de l’aide humanitaire. L’objectif est de fragmenter et de démembrer la société palestinienne.

Abdaljawad Omar Hamayel, Mondoweiss, 9/6/2025

Traduit par Fausto GiudiceTlaxcala 

Dans la longue et douloureuse histoire de la confrontation entre la Palestine et le sionisme, peu de figures ont provoqué une rupture épistémique et affective aussi profonde que l’unité des forces spéciales secrètes qui se font passer pour des Palestiniens. Connus sous le nom d’“unité arabisée” ou de “ musta’ribin”, ces agents secrets israéliens, souvent des Juifs arabes, n’opèrent pas en tant que colons visibles, mais en tant que doubles indigènes. Maîtrisant le dialecte et les manières palestiniens, l’agent arabisé évolue parmi les Palestiniens comme une présence fantomatique qui imite et surveille de l’intérieur tout en menant des opérations surprises destinées à prendre au dépourvu ses “proies”, soit pour les arrêter, soit pour les assassiner. Il ne se contente pas de collecter des informations ; il ébranle la confiance de la communauté et la possibilité d’une reconnaissance collective. 

De cette manière, les musta’ribin ne sont pas seulement une force tactique, mais un mode d’infiltration armé qui brise le miroir dans lequel les Palestiniens se regardent. Israël a d’abord développé ces unités “arabes” pour mener des opérations rapides dans les camps palestiniens, des espaces urbains densément peuplés qui sont autrement inaccessibles aux soldats en uniforme, avec très peu de chances de prendre leurs cibles au dépourvu. Les musta’ribin étaient une réponse à la question de savoir comment atteindre les “ cibles” avant qu’elles ne se rendent compte de la présence de l’armée. 

Cette logique d’infiltration, qui fait depuis longtemps partie de la stratégie coloniale d’Israël, a refait surface aujourd’hui. Dans une vidéo récente des Brigades Qassam du Hamas, une unité palestinienne travaillant avec l’armée israélienne a été désignée par la résistance comme musta’ribin. En utilisant ce terme pour désigner les collaborateurs palestiniens – qui seraient généralement appelés collaborateurs ou espions, jawasi – plutôt que les Israéliens infiltrés, le Hamas a délibérément brouillé la frontière entre collaborateur et ennemi.

Il n’est pas surprenant qu’Israël trouve parmi les populations occupées des personnes prêtes à survivre grâce à son appareil de domination. Cette complicité ne résulte pas seulement de l’épuisement – l’usure morale sous un siège implacable – mais aussi de l’espoir ténu de s’emparer du pouvoir, aussi marginal soit-il, au sein de l’ordre imposé. Elle est également le produit d’enchevêtrements plus profonds : les incitations silencieuses et les encouragements actifs qui proviennent parfois des rangs palestiniens eux-mêmes. Ce phénomène trouve ses racines dans la contradiction historique entre la résistance en tant que gouvernance et la gouvernance en tant que moyen d’emprisonnement. 

L’une des figures les plus tristement célèbres parmi ces nouveaux mandataires israéliens à Rafah est Yasser Abou Shabab, un ancien prisonnier condamné pour trafic de drogue par le gouvernement du Hamas, qui a dirigé un groupe de centaines d’hommes armés pillant les convois d’aide humanitaire à Gaza tout au long de la guerre. Son ascension illustre comment l’interaction entre la loyauté clanique, la survie matérielle, l’opportunisme et le soutien tacite d’éléments au sein de l’Autorité palestinienne se combine pour ouvrir la voie à l’émergence de tels gangs. Leur présence vise non seulement à fracturer le tissu social, mais aussi à rouvrir la plaie encore ouverte du génocide. 

L’utilisation par Israël de ces unités de collaborateurs sert plusieurs objectifs. Premièrement, elles servent à entraver et à détourner le flux de l’aide humanitaire, transformant ainsi l’aide en un mécanisme de contrôle. Deuxièmement, elles agissent comme des percepteurs informels, tirant des revenus de l’économie de la souffrance qu’elles contribuent à maintenir, se positionnant ainsi comme des intermédiaires, non seulement avec la force d’occupation, mais aussi avec l’appareil de secours international de plus en plus privatisé. Troisièmement, elles sont également utilisées comme mécanisme de détournement de fonds, exploitant le désespoir pour attirer les affamés et les jeunes de Gaza.  Ce pouvoir découle de ce qu’ils sont autorisés à offrir : un sac de nourriture, la promesse d’un accès, une éventuelle exclusion des massacres. Ces offres ne sont pas anodines ; elles servent de leviers de contrôle, opérant dans la tension entre la survie de la famille individuelle et l’endurance collective (soumoud) de toute la communauté. 

En s’interposant comme intermédiaires entre Israël et la population, ils permettent aux réseaux informels et formels de dépendance et d’autorité de s’enraciner et de se développer. Ils deviennent une adresse locale qui sert de médiateur avec Israël. Quatrièmement, et c’est peut-être le plus insidieux, ils jouent le rôle de protagonistes dans une chorégraphie de propagande. Des vidéos soigneusement mises en scène – des hommes en uniforme déchargeant des sacs de farine ou gesticulant face à à des files de déplacés – sont diffusées pour suggérer l’émergence d’une gouvernance palestinienne alternative, apparemment plus « pragmatique » ou plus souple, et plus disposée à chanter les louanges de Netanyahu. 

Leur rôle n’est pas seulement de semer le chaos, mais d’évoquer la possibilité d’un autre ordre. Leur simple présence attise la méfiance, brisant les fragiles solidarités qui se forment sous le siège. Ils sont, en quelque sorte, les premiers à mordre à l’hameçon : les premiers à imaginer un avenir niché au sein de l’appareil d’extermination. Mais ce qu’on leur offre, ce n’est pas la vie, seulement son mimétisme – une survie contrôlée dans un paysage conçu pour éliminer la présence des Palestiniens – et pour éliminer également le besoin de leur présence. Et comme beaucoup de phénomènes collaborationnistes de ce type, ils dissimulent leur brutale trahison de leur peuple derrière des slogans tels que « forces populaires », le nom qu’Abou Shabab utilise pour désigner sa bande de pillards. 

Mais voici le hic : si ces groupes peuvent être tactiquement utiles à Israël – pratiques pour détourner l’aide, discipliner la faim et déstabiliser la cohésion déjà fragile du tissu social de Gaza –, leur utilité reste fondamentalement limitée. Ils ne sont pas des acteurs stratégiques au sens transformateur du terme. Leur géographie est restreinte, leur influence parasitaire et leur existence entièrement liée à l’ombre protectrice de la puissance israélienne. Ce sont des criminels devenus collaborateurs, dont beaucoup se sont échappés des prisons palestiniennes au début de la guerre, d’autres sont d’anciens employés de l’Autorité palestinienne en Cisjordanie, et certains prétendent avoir des liens avec l’État islamique. Ils vivent littéralement de la guerre : des convois d’aide qu’ils pillent, des armes qui leur sont sélectivement remises et de l’indulgence de l’armée israélienne. Des mafias sans dignité 

Mais ce qui importe le plus à Israël, ce n’est pas leur succès, c’est le spectacle qu’ils offrent. L’important n’est pas qu’ils gagnent Gaza – personne, pas même leurs commanditaires, n’imagine qu’ils puissent y parvenir –, mais qu’ils servent de démonstration vivante de l’infiltration. Ils deviennent des symboles de fracture, véhiculant l’idée que la société palestinienne à Gaza est pénétrable, divisible et corruptible. Cela montre que la résistance a son contre-enjeu. Leur véritable fonction n’est pas de gouverner, mais de hanter la frontière entre opposition et collaboration. Ils font circuler le doute afin de rendre suspecte l’idée même d’une volonté collective de résister. 

En ce sens, la milice collaboratrice est moins un atout militaire qu’un outil narratif, un acteur dans l’effort continu d’Israël pour présenter la désintégration palestinienne comme endogène, inévitable et peut-être, aux yeux des sionistes, “méritée”. Cependant, leur statut social effacé – leur exclusion de l’imaginaire communautaire – marque leur incapacité à s’intégrer dans le corps social palestinien, contrairement aux mafias traditionnelles qui s’enracinent souvent dans les solidarités familiales, de quartier ou de classe. Au contraire, ces collaborateurs existent dans une zone de souveraineté négative : craints, mais pas respectés, connus, mais pas revendiqués, présents, mais reniés. Ils s’apparentent davantage à une technologie coloniale de fragmentation : des gangs sans loyauté et des mafias sans dignité. 

Cette technologie de fragmentation n’est, là encore, pas nouvelle. Israël cultive depuis longtemps des alliances avec des acteurs locaux afin de gérer et de perturber la cohésion palestinienne. La récente montée des gangs au sein des communautés palestiniennes en Israël en est un exemple. La convergence du soutien tacite d’Israël, en particulier des services de renseignement, ainsi que l’échec délibéré des forces de police et les changements économiques plus larges ont donné naissance à de nouvelles structures de crime organisé plus ancrées. 

Ces gangs ne sont pas de simples sous-produits de la décadence sociale ; ils sont les symptômes d’un désordre orchestré, cultivé et toléré dans la mesure où ils remplacent l’action collective et redirigent la violence vers l’intérieur, même parmi ceux qu’Israël présente comme ses propres citoyens, et les utilise volontiers comme outils de propagande pour dire : « Regardez, nous avons des Arabes qui se promènent sur la plage. Par conséquent, nous ne sommes pas racistes ». Il en va de même pour l’Autorité palestinienne en Cisjordanie, qui représente aujourd’hui la forme la plus avancée d’une telle culture politique de type gang. Cannibalisant l’appareil para-étatique, l’Autorité palestinienne gouverne non seulement dans l’ombre d’Israël, mais aussi en instrumentalisant l’histoire nationaliste. Elle redessine les frontières de la loyauté et de la trahison, de l’ami et de l’ennemi, de manière à dissimuler ses dispositions mafieuses. 

Mais c’est peut-être cela qui est le plus important dans le contexte de Gaza : comme l’humanitarisme et le génocide obscène, comme la joie et la fête des soldats israéliens lorsqu’ils tuent des Palestiniens et détruisent leurs maisons, tout est désormais mis à nu. C’est une guerre sans voile. Pas de draps, pas de voiles, pas d’œillères idéologiques. La forme sociale de cette collaboration, son émergence brutale dans la sphère publique, révèle quelque chose de fondamental sur la nature de cette guerre. Elle n’est pas seulement génocidaire, elle est obscène et éhontée, n’exigeant rien du monde si ce n’est la passivité. 

Ce à quoi nous assistons n’est pas seulement une campagne militaire, mais le théâtre de l’effondrement, non pas de Gaza, mais des œillères idéologiques, des discours et des revendications morales d’un monde qui n’est plus capable de se justifier. Une bande à Gaza reflète les nombreuses bandes qui nous gouvernent.

NdT

La bande d’Abou Shabab se présente sur les médias en ligne sous deux formes et avec deux « logos » : « Forces populaires » et « جهاز مكافحة الإرهاب Jihaz mukafahat al’irhab », « Service ou Agence de lutte contre le terrorisme » (image 1). Ce second logo est une copie conforme de celui du Jihaz mukafahat al’irhab yéménite, basé à Aden et dirigé par le Général Chalal Ali Shaye, un tortionnaire au pedigree chargé au service de la coalition saudo-émiratie (image 2). Ce Service est lui-même inspiré du Bureau de contre-terrorisme mis en place en Irak par les envahisseurs yankees et actuellement dirigé par le général Karim Aboud Al-Tamimi (images 3 et 4). En somme, une répétition adaptée au Machrek à l’ère de l’intelligence artificielle de la fameuse opération Oiseau bleu lancée par les services français dans l’Algérie de 1956 et condamnée comme elle à un échec cuisant.