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01/09/2025

G. THOMAS COUSER
Cómo me convertí en antisemita

Toda mi vida sentí una fuerte afinidad con las personas judías, pero ahora que mi empleador, la Universidad de Columbia, ha adoptado la definición de antisemitismo de la IHRA*, de repente me encuentro calificado de “antisemita” porque me opongo a la opresión de los palestinos.

G. Thomas Couser, Mondoweiss, 31-8-2025
Traducido por
Tlaxcala

G. Thomas Couser tiene un doctorado en estudios americanos de la Universidad Brown. Enseñó en el Connecticut College de 1976 a 1982, y luego en la Universidad Hofstra, donde fundó el programa de estudios sobre la discapacidad, hasta su jubilación en 2011. Se incorporó a la facultad del programa de medicina narrativa de Columbia en 2021 e introdujo un curso sobre estudios de la discapacidad en el plan de estudios en 2022. Entre sus obras académicas se encuentran Recovering Bodies: Illness, Disability, and Life Writing (Wisconsin, 1997), Vulnerable Subjects: Ethics and Life Writing (Cornell, 2004), Signifying Bodies: Disability in Contemporary Life Writing (Michigan, 2009) y Memoir: An Introduction (Oxford, 2012). También publicó ensayos personales y Letter to My Father: A Memoir (Hamilton, 2017).

En El Sol también sale de Ernest Hemingway, se le pregunta a Mike Campbell cómo se arruinó. Él responde: “De dos maneras. Gradualmente y luego de repente”. Podría decir lo mismo sobre mi antisemitismo. La manera gradual implicó la evolución de mi pensamiento sobre Israel. La manera repentina implicó la adopción de una definición controvertida del antisemitismo por parte de la Universidad de Columbia, donde soy profesor adjunto.

Toda mi vida me consideré filosemita, en la medida en que era algo. Crecí en Melrose, un suburbio blanco de clase media de Boston, y no tuve amigos o conocidos judíos en mi juventud. (Melrose no era una ciudad exclusivamente WASP –blanca, anglosajona y protestante–: había muchos italousamericanos e irlandousmericanos, pero en mi clase de secundaria de 400 estudiantes solo había uno o dos judíos). Eso cambió en el verano de 1963, después de mi primer año de secundaria, cuando participé en una sesión de verano en la Academia Mount Hermon. Mi compañero de cuarto era judío, al igual que varios de mis compañeros de clase. Nos llevábamos bien, y supongo que encontraba sus intereses y valores más intelectuales y maduros que los de mis compañeros en casa.

En Dartmouth, esa tendencia continuó. Mi compañero de cuarto era judío; mi fraternidad incluía a varios judíos (entre ellos Robert Reich). Apreciaba su humor irreverente, sus ocasionales expresiones en ídish y su escepticismo laico. Cuando mis amigos judíos me decían que podía pasar por judío, lo tomaba como un cumplido.

Pese a mis amigos judíos, Israel era un desconocido para mí. Conocía, por supuesto, su historia. Mi generación creció leyendo el Diario de Ana Frank o viendo la obra teatral basada en él, un clásico del teatro escolar (incluso, o especialmente, en suburbios sin judíos como el mío). El Holocausto era una historia sagrada. Pero no tenía un interés particular en el Estado de Israel, ni ninguna idea sobre él. No lo necesitaba.

Con la conscripción militar acechándonos, muchos de mi generación estaban contra la guerra; mis amigos y yo ciertamente lo estábamos. Por eso me sorprendió que, durante la Guerra de los Seis Días de 1967, algunos de mis amigos judíos se entusiasmaran con la guerra, jactándose incluso de que servirían con gusto en el ejército israelí. Evidentemente, tenían un interés en el destino de Israel que yo no compartía, lo cual era un poco misterioso para mí. Pero suponía que su juicio estaba bien fundado; la guerra era justificada, a diferencia de lo que hoy considero un acaparamiento de tierras. En todo caso, esa guerra terminó rápidamente.

Poco después de graduarme, un amigo cercano de Dartmouth (judío) y su esposa judía, a quien conocía desde Mount Hermon, me presentaron a una de sus compañeras de clase en Brandeis. Salimos juntos, nos enamoramos y nos casamos. Claro que no fue tan sencillo. En ese entonces, no era fácil encontrar un rabino que aceptara celebrar el matrimonio de un protestante y una judía laica. Después de varias entrevistas infructuosas, contratamos a un rabino que era capellán en Columbia. Nos divorciamos unos cinco años después, pero el fracaso de nuestro matrimonio no tuvo nada que ver con diferencias religiosas, y seguimos siendo amigos.

En las décadas siguientes obtuve un doctorado en estudios americanos y enseñé literatura americana en el Connecticut College y luego en Hofstra. Como profesor, tuve muchos estudiantes y colegas judíos (especialmente en Hofstra) y me llevé bien con ellos.

Pero Israel siempre estaba en segundo plano. Deliberadamente evitaba reflexionar críticamente sobre él. Recuerdo haberle dicho a un amigo judío (cuya hija vivía en Jerusalén) que no me “interesaba” Israel. Sentía que era demasiado “complicado”. No solo eso, sino que también era fuente de divisiones y polémicas, y no quería tomar partido. Otras cuestiones políticas me parecían más importantes.

Por supuesto, estaba al tanto del movimiento de boicot a Israel, que había atraído a muchos académicos, incluidos algunos a quienes quería y admiraba. Aunque apoyaba el desinversión en Sudáfrica, desconfiaba del boicot a Israel. Si me hubieras preguntado alrededor del 2000, habría respondido: “¿Por qué centrarse en Israel?”. Eso implicaba que, aunque el país podía ser problemático, había otros regímenes opresivos en el mundo.



Pues bien, basta decir que mi pregunta encontró su respuesta en la reacción desproporcionada de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre. No necesito repasar los acontecimientos de los últimos dos años. Las imágenes incesantes de la ofensiva genocida contra los gazatíes transformaron gradualmente mi actitud hacia Israel: de la indiferencia benevolente de mi juventud y la cautela prudente de la madurez a una hostilidad y una ira crecientes. Esta hostilidad se aplica, por supuesto, no solo al régimen israelí, sino también al apoyo usamericano que recibe. Siento que nuestra complicidad en este horror inflige una herida moral constante a quienes se oponen, sobre todo porque nos sentimos impotentes para detenerlo.

Me persiguen las palabras de Aaron Bushnell, que se inmoló en protesta: “A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué habría hecho yo si hubiera vivido en la época de la esclavitud? ¿O del Jim Crow en el Sur? ¿O del apartheid? ¿Qué haría si mi país cometiera un genocidio?’ La respuesta es: lo estás haciendo. Ahora mismo”. Tras permanecer mucho tiempo inactivo, me uní a Jewish Voice for Peace y contribuyo al BDS, gestos menores que alivian un poco mi conciencia.

Mi actitud hacia Israel ha evolucionado a lo largo de las décadas, y esa evolución se ha acelerado en los últimos años. Creo que represento a innumerables personas más. Fuera de Europa Occidental, Israel es cada vez más visto como una nación paria. Y en USA, su aliado y financiador más fiel, las encuestas muestran un declive en el apoyo a Israel.

Al mismo tiempo, la definición de antisemitismo según la Alianza internacional para el recuerdo del Holocausto se ha ampliado de tal forma que ahora se aplica no solo al odio hacia las personas judías, sino también a críticas al Estado israelí que me parecen obvias, justas, legítimas y moralmente necesarias. Después de todo, varias instituciones internacionales y académicas con autoridad para emitir tales juicios han concluido que Israel es un Estado de apartheid que comete genocidio.

Como profesor adjunto de medicina narrativa en Columbia, me consternó la reciente aceptación por parte de la universidad de esta definición ampliada de antisemitismo, en respuesta a la presión ejercida por la administración Trump, que busca castigar a la institución por su supuesta tolerancia hacia las protestas.

A los administradores universitarios les gusta declarar que “El antisemitismo no tiene cabida” en sus instituciones. Pero saben que un gran número de profesores y estudiantes son antisemitas según la definición que han adoptado. ¿Qué significa para mí, y para otros profesores como yo, críticos de Israel, enseñar en una institución que implícitamente nos califica de antisemitas? Quizá no se nos despida, pero sin duda se nos desanima de hablar.

Esa definición parece lamentable en varios sentidos. Ante todo, me parece lógicamente errónea, porque confunde las actitudes hacia un Estado étnico con las actitudes hacia la etnia privilegiada por ese Estado. Esa distinción puede ser difícil de hacer en la práctica, pero es bastante clara conceptualmente. Como le gusta señalar a Caitlin Johnstone, si los palestinos odian a los judíos, no es por su religión o etnicidad, sino porque el Estado judío es su opresor.

Confundir la crítica a Israel con el odio a los judíos puede ser un medio manifiestamente práctico de descartar las críticas difamando a los opositores, y ello alimenta el discurso sobre el aumento del antisemitismo. Pero eso ignora el papel del genocidio cometido por Israel en esta aparente tendencia. Además de los actos verdaderamente antisemitas, ciertas actividades antiisraelíes o antisionistas han sido consideradas antisemitas. Si el antisemitismo ha aumentado, no es en un vacío histórico.

En cualquier caso, esta definición ampliada podría resultar contraproducente. Borrar la distinción entre el Estado de Israel y las personas judías corre el riesgo de extender el odio hacia Israel a toda la comunidad judía. Además, la definición de la IHRA corre el riesgo de debilitar o incluso suprimir el estigma del antisemitismo. Si oponerse a la empresa genocida de Israel me convierte a mí (y a tantas personas que admiro) en antisemita, ¿dónde está el problema? Cuando era más joven, me habría horrorizado ser acusado de antisemitismo. Hoy, puedo encogerme de hombros.

Finalmente, como miembro de larga data de la ACLU, me preocupa mucho lo que esta definición implica para la libertad de expresión y la libertad académica. En circunstancias normales, el tema de Israel no estaría en mis pensamientos ni en la agenda de mis clases en Columbia. Pero ahora será, de alguna manera, el elefante en la habitación, ¿verdad? Seré hiperconsciente de la posibilidad de que cualquier alusión a Gaza pueda señalarse como una amenaza para los estudiantes judíos. Lamentablemente, si yo mismo y otros críticos de Israel (muchos de ellos judíos) somos ahora antisemitas, es porque Israel y la IHRA nos han hecho así.

NdT

*Véase Definición del Antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto


 

AMENA EL ASHKAR
El problema con la equiparación por Hamás del genocidio de Gaza con el Holocausto

 “Lo que [el distinguido, humanista y cristiano burgués del siglo XX] no perdona a Hitler no es el crimen en sí mismo, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí misma, es el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco, y haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta entonces solo se aplicaban a los árabes de Argelia, los coolies de la India y los negros de África”.

Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, 1955

 El intento de Hamás de ganarse la simpatía occidental comparando el genocidio de Gaza con el Holocausto es comprensible, pero en última instancia es miope. En cambio, situar el genocidio en el contexto más amplio de la violencia colonial podría generar una solidaridad genuina.

Amena El Ashkar (bio), Mondoweiss,, 29-8-2025

Traducido por Tlaxcala

Los palestinos entierran los cuerpos de 110 personas asesinadas por los ataques israelíes en una fosa común en el cementerio de Jan Yunis, el 22 de noviembre de 2023. Foto Mohammed Talatene/dpa vía ZUMA Press APA Images

Durante más de dos años, los palestinos de Gaza han estado declarando: “Nos están exterminando”. Estas declaraciones no surgieron únicamente de las declaraciones oficiales israelíes, sino de la experiencia vivida, en la que las operaciones militares israelíes han convertido los cuerpos palestinos en escenarios de violencia colonial extrema. Sin embargo, a pesar de la visibilidad de los desplazamientos masivos, los bombardeos y la hambruna, gran parte de la comunidad internacional sigue mostrándose reacia a calificar estas acciones como genocidio.

En la práctica, la realidad palestina solo se vuelve “legítima” una vez que pasa por los marcos morales de las instituciones internacionales, marcos que a menudo subestiman la magnitud de la violencia. El reconocimiento suele seguir un largo proceso: evaluación, verificación, recopilación de datos y la participación de una autoridad “creíble” y “neutral” para estudiar y calificar el evento. Solo entonces el sufrimiento palestino puede adquirir un cierto grado de legitimidad. En efecto, los palestinos pueden morir sin restricciones, pero no se les permite nombrar sus propias muertes sin aprobación externa.

En un esfuerzo por combatir esto, hemos visto cómo figuras de la resistencia palestina, incluido el propio Hamás, han intentado contextualizar el genocidio en Gaza utilizando una de las analogías históricas más potentes del léxico occidental: el holocausto nazi.

En el contexto de la lucha colonial, no se trata simplemente de una cuestión de terminología, sino de un reto estratégico.

A primera vista, la estrategia mediática de Hamás de utilizar el holocausto nazi durante la Segunda Guerra Mundial parece lógica: los portavoces pretenden evocar la memoria moral occidental del Holocausto y el nazismo, con la esperanza de movilizar a la opinión pública de las sociedades occidentales de manera que presione a los gobiernos para que actúen y pongan fin al sufrimiento en Gaza.

Sin embargo, después de más de dos años, este efecto no se ha materializado. ¿Por qué?

En el imaginario político occidental, la Segunda Guerra Mundial es un punto de referencia moral central, y el Holocausto se encuentra en su núcleo. En el marco del dominio epistémico occidental, estos Estados han podido imponer sus normas éticas y definir comportamientos inaceptables, configurando los fundamentos mismos del concepto de “humanidad”. El Holocausto no fue una anomalía histórica; las historias coloniales de esos mismos Estados están repletas de genocidios y hambrunas perpetrados contra los pueblos colonizados. Lo que convirtió al Holocausto en un absoluto moral no fue el acto de matanza masiva en sí mismo, sino la identidad del grupo objetivo: personas europeas. En este sentido, los marcos morales globales se han construido sobre una base eurocéntrica.

Al optar por enmarcar los acontecimientos de Gaza a través del Holocausto, Hamás revela dos dinámicas: en primer lugar, que la tragedia palestina no se presenta como una experiencia independiente, sino a través del prisma de otra catástrofe, la que las potencias occidentales han designado como el arquetipo de la atrocidad. Esto refuerza la autoridad de un sistema moral que es selectivamente sordo al sufrimiento palestino y otorga inevitablemente primacía al trauma occidental. En segundo lugar, el uso de esta analogía envía un mensaje al público occidental: “Creednos porque lo que nos está sucediendo se asemeja a vuestra propia historia”. Esto refuerza la idea de que el dolor occidental es el punto de referencia para todo sufrimiento, y que otras tragedias deben compararse con él para ser consideradas creíbles. Esta dinámica corre el riesgo de socavar la experiencia histórica palestina al situarla dentro del orden moral del que busca liberarse.

También existe un problema estructural en la comparación en sí misma. Al invocar el Holocausto y el nazismo, la guerra de Gaza se coloca en una posición insuperable, porque la comparación se juzga según un criterio diseñado para mantener el Holocausto en la cima de la jerarquía de las atrocidades. Esto pasa por alto el hecho de que el Holocausto ocupa un espacio protegido en la memoria colectiva occidental, mantenido a través de décadas de inversión en museos, películas, literatura y educación. La enormidad de los crímenes nazis se conserva así como inigualable. En este marco, si la violencia en Gaza se percibe como inferior a ese estándar —por ejemplo, al carecer de las imágenes icónicas de las cámaras de gas—, a los escépticos les resulta más fácil rechazar la etiqueta de genocidio.

Además, el término “sionazismo” que utiliza con frecuencia Hamás es impreciso. Si bien existen similitudes, como el avance de una ideología de supremacía racial, el sionismo es un proyecto colonialista, y el nazismo no lo era. Aunque ambos han cometido graves crímenes, estos difieren en su esencia y propósito. Las políticas israelíes en Gaza se entienden mejor como parte de una larga continuidad histórica de violencia colonialista, y no como una repetición directa de los métodos nazis. Técnica y políticamente, la analogía corre el riesgo de ocultar la lógica estructural de la violencia israelí y permite a Israel desestimar la acusación desacreditando la comparación.

Cuando Hamás decidió emplear las comparaciones con el Holocausto y los nazis, su público objetivo era claramente la comunidad internacional occidental. Esto revela dos problemas relacionados. El primero es una interpretación errónea de la naturaleza estructural del apoyo occidental a Israel, que parece suponer que la posición de Occidente está motivada por la ignorancia o la ceguera moral, en lugar de por intereses estratégicos y coloniales de larga data que posicionan a Israel como un aliado funcional en la región. Desde este punto de vista, el trato occidental hacia los palestinos y la resistencia como cuestión de seguridad podría revertirse si se convenciera al público de que vea a Israel a través de un marco moral diferente, como el del Holocausto.

También sobreestima el posible impacto de la presión pública occidental sobre la política estatal, juzga erróneamente qué alianzas son viables y limita sus maniobras diplomáticas a los marcos establecidos por otros. En tal contexto, la analogía con el Holocausto no solo no logra persuadir, sino que señala una postura estratégica subyacente que corre el riesgo de obstaculizar la capacidad del movimiento para convertir las ganancias en el campo de batalla en una ventaja política a largo plazo.

La resistencia y la liberación no se refieren únicamente a la recuperación de tierras, sino también a la recuperación de la imaginación, la conciencia y el lenguaje. A primera vista, hablar de descolonizar los marcos de conocimiento durante una guerra de exterminio puede parecer secundario, pero sigue siendo esencial. Lo que está sucediendo hoy en Gaza no es un acontecimiento excepcional, ni se asemeja al Holocausto tal y como lo ha construido Occidente en su imaginación moral. Más bien, es la continuación de un largo legado colonial, que ha moldeado no solo el destino de los palestinos, sino también el de otros pueblos del Sur Global.

Ver el presente de Gaza como parte de este continuo colonial más amplio es esencial para construir nuevas alianzas en un orden geopolítico cambiante. La propia historia colonial de la región ofrece amplios marcos comparativos para exponer las atrocidades, sin reforzar los regímenes morales que, después de más de dos años, han dado resultados diplomáticos y políticos muy limitados para la lucha palestina.

La forma en que nombramos lo que está sucediendo no es un acto simbólico; determina fundamentalmente la trayectoria del pensamiento estratégico y es un indicador de cómo percibimos las cosas y cómo creemos que nos perciben los demás. Descolonizar los marcos a través de los cuales nos expresamos no es, por lo tanto, un objetivo meramente simbólico, sino un camino estratégico hacia una práctica política y diplomática capaz de traducir las ganancias tácticas sobre el terreno en victorias estratégicas a largo plazo, utilizando términos que nosotros mismos definimos, en lugar de los impuestos desde fuera.

28/08/2025

RUWAIDA AMER
Maryam era mi amiga. Israel la mató, junto con otros cuatro periodistas de Gaza

Tras el ataque aéreo contra el hospital Nasser, nuestro llamamiento es más urgente que nunca: los reporteros palestinos necesitan protección internacional inmediata, de lo contrario la voz de Gaza quedará silenciada.

Ruwaida Amer, +972, 27-8-2025
Traducido por Tlaxcala

Maryam Abu Daqqa, 8 de octubre de 2020. (Cortesía de la familia Abu Daqqa)

Maryam Abu Daqqa era mi amiga. Era fotoperiodista y madre. El lunes fue asesinada por el ejército israelí en un «doble ataque» contra el hospital Nasser, junto con otros cuatro periodistas. Tenía 32 años.

Conocí a Maryam en 2015 durante un curso de fotografía en el centro italiano de Gaza, donde ella era una de las alumnas. Me atrajo su energía. Recuerdo que pensé que hablaba muy rápido, como si tuviera más ideas que tiempo para expresarlas.

Era de Abasan, al este de Jan Yunis, una ciudad agrícola famosa por sus frutas, verduras y su deliciosa gastronomía. Cada vez que hacía un reportaje sobre la agricultura en esa región, sabía que podía recurrir a ella. Siempre estaba dispuesta a ayudar, y sus fotos del pueblo y sus habitantes nunca dejaban de inspirarme.

Al principio, no sabía que Maryam era madre. Un día, antes de la guerra, mientras trabajaba en Abasan, oí a un niño llamarla: «¡Mamá!». Me sorprendió. Ella se rió y me presentó a su hijo. «Este es Jaith», me dijo con orgullo. «Es mi hombre y me protegerá cuando sea mayor». Me dijo que todo su trabajo era para él.

Desde el comienzo de la guerra, había visto a Maryam varias veces sobre el terreno. Siempre nos saludábamos y nos asegurábamos de que todo iba bien, pero no hablábamos mucho. Siempre estábamos cansadas y estresadas. Los únicos momentos en los que realmente podíamos hablar eran en el hospital de Jan Yunis, donde ella solía ir a hacer reportajes.

Recuerdo haberla conocido durante la ofensiva israelí sobre Rafah en mayo de 2024. Mi camarógrafo se había visto obligado a huir hacia el norte, a Deir al-Balah, dejándome filmar sola con mi teléfono. Maryam apareció en la unidad de cuidados intensivos del hospital europeo, donde estaba entrevistando a un médico usamericano. Al ver que tenía problemas con mi cámara, inmediatamente me ayudó a ajustar la configuración y me dio algunos consejos. Parecía agotada y apenas podía caminar. Era una faceta de ella que no estaba acostumbrada a ver.

Los palestinos se despiden de los periodistas muertos en un ataque aéreo israelí frente al hospital Nasser en Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 25 de agosto de 2025. (Abed Rahim Khatib/Flash90)

Antes de que se marchara, la abracé y le pedí que tuviera cuidado. Temía por ella; sabía que había estado trabajando en las peligrosas zonas del este de Jan Yunis unas semanas antes. La última vez que la había visto fue en abril, en el hospital Nasser, el mismo lugar donde, unos meses más tarde, sería asesinada por el ejército israelí.

El día en que Maryam fue asesinada junto con otras 19 personas durante el ataque al hospital, yo estaba cerca con mi familia en el campamento de refugiados de Jan Yunis. Una explosión ensordecedora sacudió el suelo. Mi madre sugirió que tal vez se trataba de una casa que había sido alcanzada, pero cuando finalmente encontré señal de Internet y consulté las noticias, la verdad me quedó clara. El dolor y la incredulidad eran abrumadores.

Pensé en su hijo, Jaith, el chico al que ella solía llamar su protector, al que cuidaba con tanto esmero. Pensé en su padre, al que le había donado un riñón para salvarle la vida. Pensé en mi amiga, audaz, aventurera, siempre atenta con los demás.

No hay palabras para describir lo que sentimos.

Desde octubre de 2023, Israel ha matado al menos a 230 periodistas en la Franja de Gaza, más que el número total de periodistas muertos en todo el mundo durante los tres años anteriores, según el Comité para la Protección de los Periodistas. Solo en el último mes, 11 periodistas de Gaza han muerto en ataques israelíes, entre ellos Maryam.

El 10 de agosto, cinco periodistas murieron cuando el ejército israelí atacó una tienda de campaña de periodistas situada justo a las afueras del hospital Al-Shifa, en la ciudad de Gaza. Ese día, mientras revisaba mi teléfono en busca de información sobre un posible alto el fuego, comencé a recibir mensajes de colegas en el extranjero que me preguntaban cómo estaba y si estaba bien. Alarmada, recurrí a los grupos de noticias, que estaban inundados de los primeros informes sobre el ataque.

Un periodista palestino llora la muerte de Anas Al-Sharif y otros colegas tras el mismo ataque israelí, en Gaza, el 11 de agosto de 2025. (Yousef Zaanoun/Activestills)

Entre los seis nombres mencionados, uno de ellos me llamó la atención: Anas Al-Sharif. No era amiga íntima de Anas, solo había hablado con él unas cuantas veces sobre la actualidad en el norte de Gaza, pero sentía que lo conocía bien gracias a sus reportajes.

Aunque llevaba menos de dos años como reportero, Anas había dejado una huella indeleble. A sus 28 años, casado y padre de dos hijos, Anas recorría sin descanso el norte de Gaza, recopilando testimonios de los habitantes y documentando el genocidio en curso con una honestidad inquebrantable. Incluso después de perder a su padre en un ataque aéreo israelí en diciembre de 2023, se negó a abandonar su misión de decir la verdad, mientras soportaba las mismas privaciones que sus vecinos.

De hecho, todos los periodistas de Gaza se han enfrentado en los últimos dos años al hambre, al desplazamiento y a la pérdida de sus hogares y familiares, mientras intentaban transmitir la cruda realidad de Gaza al mundo entero. Yo también pasé largas horas en las calles sin refugio.

Mi madre, que está enferma y aún se recupera con dificultad de una operación de columna, camina a mi lado y al de mi hermana mientras buscamos un lugar, cualquier lugar, donde refugiarnos.

Me encanta mi trabajo como periodista, al igual que mi trabajo como profesora, pero estoy devastada y aterrorizada.

Llevo más de 680 días trabajando sin descanso, con cortes constantes de Internet, sin electricidad, sin un refugio seguro y sin medio de transporte. He seguido reportando desde el comienzo de la guerra porque creo en esa misión, pero lo hago sabiendo que cada día podría ser el último. No hay palabras para describir lo que sentimos como periodistas ante la pérdida sucesiva de nuestros colegas.

¿Por qué Israel ataca a los periodistas palestinos en Gaza? Es sencillo. Somos los únicos que podemos documentar y transmitir lo que realmente está sucediendo sobre el terreno. Cada imagen, cada testimonio, cada programa que producimos rompe el muro del discurso oficial de Israel. Eso nos convierte en peligrosos: al registrar los desplazamientos de población, la hambruna y los bombardeos incesantes, exponemos las acciones de Israel ante el mundo entero.

El lugar donde se produjo un ataque aéreo israelí contra el hospital Nasser de Jan Yunis, en el sur de la Franja de Gaza, el 25 de agosto de 2025. (Abed Rahim Khatib/Flash90)

Por eso nos atacan deliberadamente. Las cámaras se consideran armas y quienes las sostienen, combatientes. Nuestra mera presencia amenaza la capacidad de Israel para continuar con su política genocida, por lo que hace todo lo posible por eliminarnos.

Una necesidad desesperada de protección

A principios de mes, tras dos años de presión por parte de los medios de comunicación internacionales, el primer ministro Benyamin Netanyahu declaró que Israel permitiría la entrada de periodistas extranjeros en Gaza para que fueran testigos de los «esfuerzos humanitarios de Israel» y de las «manifestaciones civiles contra Hamás». A falta de detalles o de un calendario, es difícil no ver en ello una nueva mentira. Pero incluso si se permitiera a la prensa internacional acceder libremente y sin obstáculos a la Franja de Gaza, ¿de qué serviría si los periodistas palestinos en Gaza siguieran sin protección?

Estamos cansados de trabajar sin parar desde hace dos años, sin descanso ni seguridad, en un estado de ansiedad permanente, temiendo ser asesinados en cualquier momento. Y si pedimos a nuestros colegas internacionales que entren en Gaza para dar a conocer al mundo la brutal realidad que allí se vive, sabemos que sus reportajes no diferirán de lo que ya hemos documentado.

Cuando un periodista de la CNN acompañó a un avión jordano que lanzaba ayuda sobre Gaza este mes y vio el enclave desde la ventanilla del avión, describió «una vista panorámica de lo que han causado dos años de bombardeos israelíes... una devastación total en vastas zonas de la Franja de Gaza, un desierto de ruinas impactante». Esto es lo que llevamos diciendo desde hace casi dos años sobre el terreno: la destrucción de Gaza por parte de Israel es masiva y no hará más que continuar mientras no termine la guerra.

Cuando tenía 9 años, mi casa en el campo de refugiados de Jan Yunis fue destruida por una excavadora israelí. Esa imagen nunca me ha abandonado. Y cuando vi a los periodistas esforzándose por contarle al mundo lo que le había pasado a mi casa, decidí que yo también quería ser periodista.

Creo que los periodistas tienen un valor inmenso, pero en Gaza los matan ante los ojos del mundo entero y nadie hace nada. Tememos perder a otros colegas y necesitamos desesperadamente la protección internacional, antes de que Israel consiga silenciar la voz de Gaza.