El gobierno de Luis Lacalle Pou está tomando medidas para achicar la presencia de la filosofía en los estudios secundarios y restringir los de astronomía, convertida su asignatura en “opcional”, con lo cual se empalidecen los aportes que puedan brindar a los jóvenes estudiantes para la comprensión del mundo.
Este ataque o desprecio al pensamiento abstracto suele ampararse en la relevancia que se quiere otorgar a materias útiles y concretas, como inglés, tecnología, economía y finanzas. Para que los alumnos “aprovechen su tiempo de estudio”.
Es un debate viejo en la historia uruguaya, y por cierto tiene que haber existido en EE.UU., en Europa, en los países asiáticos.
El “llamado de atención” y cierto desdén ante materias abstractas o ajenas a las necesidades laborales, tuvo un curioso antecedente en la presidencia del padre del actual presidente. Y uno podría considerar que se trata de las mismas usinas ideológicas que quieren ver a las generaciones jóvenes integrándose “como corresponde” en un mundo cada vez más altamente tecnificado.
Pero no estamos en medio de consideraciones desinteresadas, como proclaman nuestros políticos.
La crítica a una educación presuntamente intelectualista no tiene empacho en que, por ejemplo, UPM promueva una educación de tipo instrumental para nuestros niños y jóvenes en áreas cercanas a sus plantas, para que sus operarios puedan hacer sus tareas con pericia, aunque resulten carentes de toda experiencia de discernimiento, y se diluya consiguientemente todo empeño en generar capacidad crítica.
El tipo de capacitación que el mundo de los consorcios transnacionales demanda es para una mano de obra a su servicio, seguramente al día en desarrollos tecnológicos, pero ajena a toda reflexión (para esa instancia el mundo hipertecnologizado de nuestro presente ya tiene a sus especialistas, como por otra parte toda sociedad de amos ha tenido siempre).
La cuestión planteada con los planes de estudios secundarios es compleja. Porque a su vez, los proyectos humanistas, eruditos e intelectuales que han caracterizado al Uruguay liberal, al de la mayor parte del siglo XX, tampoco han ayudado a generar jóvenes capaces de gestionar su propio futuro y el de la sociedad en que viven, desde adentro, desde abajo. Porque, como sociedad periférica que somos, nuestros desarrollos han sido desde afuera y desde arriba.
Pese a todo, Uruguay tiene una historia relativamente rica con la filosofía, al menos en el concierto sur y centroamericano.
Tal vez hasta su origen –territorio desgajado de un concierto político mayor, que se vio forzado por razones geopolíticas (de los poderosos de entonces y de los vecinos) a ser “independiente” o “libre”– obligándose así a generar ya no una historia propia, pero sí un camino propio; tal vez por la carga política de los primeros proyectos independentistas sobre este territorio; el sueño artiguista confederal, tal vez por nuevas contribuciones que sin concierto pero con feracidad cayeron en nuestra tierra, y la abonaron, como por ejemplo, las emigraciones o mejor dicho los refugios políticos de los comuneros de París de 1848 y poco después, los de los comuneros parisinos de 1871 [1] aporte que configuró el Uruguay y particularmente el Montevideo del s XIX; ”la Nueva Troya*”, y que se tradujo culturalmente en el peculiar fenómeno que a lo largo de todo el siglo XIX fueron más las ediciones uruguayas en francés que en castellano.
Con ese bagaje cultural, totalmente europeísta aunque no en la matriz ibérica que caracterizara a tantos estados nuevos de las Américas al sur del Río Bravo, entra el Uruguay al siglo XX y casi enseguida José Batlle y Ordóñez, hijo del presidente Lorenzo Batlle, iniciará una peculiar modernización en el pequeño país que tendrá como consigna una democratización unitaria, que denominará institucional.
El fundador de una de las dinastías políticas del Uruguay, por un motivo circunstancial, azaroso, logrará encauzar al país en una senda única. Algo que dado el origen del Uruguay, había resultado arduo. El país estuvo dividido, bicéfalo, buena parte del s XIX -blancos y colorados, el gobierno de la Defensa y la Aduana de Oribe, aporteñados y abrasilerados, doctores vs. caudillos-, y la sorpresiva muerte de Aparicio Saravia, el jefe armado del ejército miliciano del Partido Nacional, acabará con la “Revolución de 1904”.
Con JByO se inicia así un proceso de democratización, de laicización enfrentado a la Iglesia Católica, se consigue el divorcio por la sola voluntad de la mujer, quedan abolidos los malos tratos a los presos, la aceptación de las demandas sindicales, se suprime la pena de muerte, la tauromaquia, la riña de gallos y muchas medidas por el estilo, todo ello (o casi todo) en la primera década del s XX.
La derecha clásica -la del latifundio, el crucifijo y los negocios entre caballeros- estaba que reventaba de odio. Contra ese comunismo que creía ver en el batllismo.