Jorge Majfud para La Pluma y Tlaxcala, 5-10- 2025
El 29 de setiembre de 2025, el New York Times informó sobre la reunión en la Casa Blanca entre el presidente Trump y el primer ministro de Israel Netanyahu. Su titular de portada fue: “Trump y Netanyahu le dicen a Hamas que acepte su plan de paz, o de lo contrario…” El subtítulo aclaró esos puntos suspensivos: “El presidente Trump afirmó que Israel tendría luz verde para ‘completar la misión’ si Hamas se negaba a aceptar el acuerdo de cese de hostilidades”.
Cese de hostilidades…No es que la historia rime. Se repite. Desde el siglo XV, todos los acuerdos firmados por los imperios europeos fueron a punta de cañón y sistemáticamente ignorados cuando dejaron de servirles o cuando lograron avanzar sus líneas de fuego. Destrucción y despojo sazonado con alguna buena causa: la civilización, la libertad, la democracia y el derecho del invasor a defenderse.
Fue, por siglos, la repetida historia de la diplomacia
entre los pueblos indígenas y los colonos blancos, para nada diferente al más
reciente caso del “Acuerdo de paz”, propuesto e impuesto bajo amenaza por
Washington y Tel Aviv sobre Palestina. La misma historia de la violación de
todos los tratados de paz con las naciones nativas de este y del otro lado de
los Apalaches, antes y después de 1776. Luego, lo que los historiadores llaman
“Compra de Luisiana” (1803), no fue una compra sino un brutal despojo de las
naciones indígenas que eran los dueños ancestrales de ese territorio, tan
grande como todo el naciente país anglo en América. Ningún indígena fue
invitado a la mesa de negociaciones en París, un lugar alejado de los
despojados. Cuando alguno de estos acuerdos incluyó a algún “representante” de
los pueblos agredidos, como fue el caso del despojo cheroqui de 1835, fue un
representante falso, un Guaidó inventado por los colonos blancos.
Lo mismo ocurrió con el traspaso de las últimas
colonias españolas (Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam) a Estados Unidos.
Mientras cientos de siouxs teñían de rojo las nieves de Dakota por reclamar el
pago según el tratado que los obligó a vender sus tierras, en París se firmaba
un nuevo acuerdo de paz sobre los pueblos tropicales. Ningún representante de
los despojados fue invitado a negociar el acuerdo que hizo posible su liberación.
Para Teo Roosevelt, “la guerra más justa de todas
es la guerra contra los salvajes (…) los únicos indios buenos son los indios
muertos”. Más al sur: “los negros son una raza estúpida”,
escribió y publicó. Según Roosevelt, la democracia había sido inventada para
beneficio de la raza blanca, única capaz de civilización y belleza.
Durante estos años, la etnia anglosajona necesitaba
una justificación a su brutalidad y a su costumbre de robar y lavar sus
crímenes con acuerdos de paz impuestos por la fuerza. Como en la segunda mitad
del siglo XIX el paradigma epistemológico de las ciencias había reemplazado a
la religión, esa justificación fue la superioridad racial.
Europa tenía subyugada a la mayoría del mundo por su
fanatismo y por su adicción a la pólvora. Las teorías sobre la superioridad del
hombre blanco iban de la mano de su victimización: los negros, marrones, rojos
y amarillos se aprovechaban de su generosidad, mientras amenazaban a la minoría
de la raza superior con un reemplazo de la mayoría de las razas inferiores.
¿Suena actual?
Como esas teorías biologicistas no estaban
suficientemente fundadas, se recurrió a la historia. A finales del siglo XIX
pulularon en Europa teorías lingüísticas y luego antropológicas sobre el origen
puro de la raza noble (aria, Irán), la raza blanca,
proveniente de los vedas hindúes. Estas historias, arrastradas de los pelos, y
los símbolos hindúes como la esvástica nazi y lo que hoy se conoce como la
estrella de David (usada por diferentes culturas siglos antes, pero originarios
de India) se popularizaron como símbolos raciales en la letra impresa.
No por casualidad, es en este momento en que las
teorías supremacistas y el sionismo se fundan y se articulan en sus conceptos
históricos, en la Europa blanca, racista e imperialista del norte. El mismo
fundador del sionismo, Theodor Herzl, entendía que los judíos pertenecían a la
superior “raza aria”.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, estos supremacismos
convivieron con ciertas fricciones, pero no las suficientes como para que les
impida formar acuerdos, como el Acuerdo Haavara entre nazis y sionistas que,
por años, trasladó decenas de miles de judíos blancos (de “buen material
genético”) a Palestina. Los primeros anti sionistas no fueron los palestinos
que los recibieron, sino los judíos europeos que resistieron el Acuerdo de
limpieza étnica. Al mismo tiempo que se colonizó y despojó a los palestinos de sus
tierras, se colonizó y despojó al judaísmo de su tradición.
Cuando los soviéticos arrasaron con los nazis de
Hitler, ser supremacista pasó a ser una vergüenza. De repente, Winston
Churchill y los millonarios estadounidenses dejaron de presumir de ser nazis.
Antes, la declaración Balfour-Rothschild de 1917 fue un acuerdo entre blancos
para dividir y ocupar un territorio de “razas inferiores”. Como dijo el racista
y genocida Churchill, por entonces ministro de Guerra: “Estoy totalmente a
favor de utilizar gases venenosos contra las tribus no civilizadas”.
Pero la brutal irracionalidad de la Segunda Guerra
también liquidó la Era Moderna, basada en los paradigmas de la razón y el
progreso. Las ciencias y el pensamiento crítico dejaron paso a la
irracionalidad del consumismo y de las religiones.
Es así como los sionistas de hoy ya no insisten en la
ONU y en la casa Blanca sobre su superioridad racial de arios sino en los
derechos especiales de ser los semitas elegidos de Dios. Netanyahu y sus
escuderos evangélicos citan mil veces la sacralidad bíblica de Israel, como si
él y el rey David fuesen la misma persona y aquel pueblo semita de piel oscura
de hace tres mil años fuesen los mismos jázaros del Cáucaso que en la Europa de
la Edad Media adoptaron el judaísmo.
El acuerdo de Washington entre Trump y Netanyahu para
que sea aceptado por los palestinos es ilegítimo desde el comienzo. No importa
cuántas veces se repita la palabra paz, como no importa cuántas
veces se repite la palabra amor mientras se viola a una mujer.
Será por siemrpe una violación, como lo es la ocupación y el apartheid de
Israel sobre Palestina.
El martes 30 de setiembre, el Ministro de Guerra de
Estados Unidos, Pete Hegseth, reunió a sus generales y citó a George
Washington: “Quien anhela la paz debe prepararse para la guerra”, no
porque Washington “quiera la guerra, sino porque ama la paz”. El
presidente Trump remató: sería un insulto para Estados Unidos que no le
otorgasen el Premio Nobel de la Paz.
En 1933, en su Discurso en el Reichstag, el candidato
al Nobel de la Paz, Adolf Hitler, declaró que Alemania solo anhelaba la paz.
Tres años después, luego de militarizar Renania, insistió que Alemania era una
nación pacifista que buscaba su seguridad.
Aunque el nuevo acuerdo entre Washington y Tel Aviv
sea aceptado por Hamas (una de las creaturas de Netanyahu), tarde o temprano
será violado por Tel Aviv. Porque para la raza superior, para los pueblos
elegidos, no existen acuerdos con seres inferiores sino estrategias de saqueo y
aniquilación. Estrategias de demonización del esclavo, del colonizado, y de
victimización del pobre hombre blanco, ese adicto a la pólvora―ahora polvo
blanco.