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21/11/2025

Una historia íntima de la violencia: Beirut bajo asedio en 1982 en los relatos de Nejmeh Khalil Habib

Rebecca Ruth Gould, The Textual Materialist, 20-11-2025
Este ensayo apareció por primera vez en The Markaz Review en mayo de 2025
Traducido por Tlaxcala

Destrucciones en Beirut Oeste debido a los bombardeos israelíes, 1982. Foto Don McCullin

Conocida en todo el mundo árabe como poetisa que ha cultivado un estilo único de prosa poética, Nejmeh Khalil Habib es también crítica literaria y ha publicado estudios sobre Ghassan Kanafani, Jabra Ibrahim Jabra y otras figuras clave de la literatura palestina. Actualmente es profesora en la Universidad de Sídney en Australia, y escribe exclusivamente en árabe.

Habib ha publicado además dos obras de ficción: Y los niños sufren [و الأبـنـاء يـضرسـون، قـصـص قـصـيـرة  ]  (2001) y A Spring that Did Not Blossom [Una primavera que no floreció- - ربـيـع لـم يـزهـ ], aparecida por primera vez en árabe en 2003 y ahora traducida al inglés por Samar Habib y publicada por Simon and Schuster. En las seis ficciones interrelacionadas que componen el libro, nos sumergimos en la vida interior de palestinos que viven en Beirut mientras navegan sus relaciones, sus vidas y sus frustraciones, para acabar finalmente aniquilados por bombas israelíes.

Aunque la editorial en inglés lo presenta como un libro de cuentos, Una primavera que no floreció podría clasificarse igualmente como una novela no lineal; de hecho, así se describe en los medios árabes. (Aquí sigo la convención de la edición inglesa y me refiero a cada capítulo como “cuento” o “relato”.)

Lo que diferencia Una primavera que no floreció de la mayoría de las novelas es que no hay un protagonista único. Los relatos se desplazan con rapidez por la mente de un amplio abanico de personajes, algunos apenas conectados entre sí, otros que ni siquiera se conocen. De esta manera, se despliega ante nosotros el espectro completo de la sociedad palestina residente en el Líbano.

Los personajes viven en campos de refugiados palestinos como Burj el-Barajneh, Ain al-Hilweh y Shatila, este último asociado para siempre a la masacre que tuvo lugar allí en septiembre de 1982, tema del célebre ensayo de Jean Genet [Cuatro horas en Chatila]. A veces consiguen salir de los campos y se trasladan a edificios de apartamentos en Beirut Oeste. Algunos combaten en la Resistencia, otros hacen lo posible por llevar una vida tranquila.

Resistir al ciclo de noticias

El tono íntimo de los relatos de Habib diferencia su obra de mucha ficción ambientada en tiempos de guerra. Fragmentos de titulares y breves noticias se insertan en su prosa, generando una tensión entre dos discursos: el personal y el mediático. La violencia atraviesa profundamente los relatos de Habib, pero lo hace con intimidad e incluso delicadeza. No estalla en grandes acontecimientos que alimentan ideologías: aparece en sufrimientos discretos que mutilan, silencian y matan.

Los puntos suspensivos rigen este ensamblaje de fragmentos, reunidos como metralla de un edificio destruido.

Como gran parte de su prosa, el título Una primavera que no floreció es un doble sentido. Alude tanto a la estación como, también, a Rabih (que significa “primavera”), el niño alrededor del cual giran muchas de las vidas del libro.

Miriam y Awad se casan en la cuarentena con la esperanza de concebir un hijo. Lo logran, y Miriam da a luz a su único hijo, Rabih. Luego, al final del primer relato, todos mueren en un instante, cuando un bombardeo israelí borra su edificio de la faz de la tierra.

Los demás relatos narran la vida bajo el asedio israelí de Beirut en 1982 desde la perspectiva de los supervivientes. A veces miran atrás, hacia los momentos compartidos con quienes fueron asesinados en el bombardeo. Incluso cuando no están bajo una campaña de bombas incesante, el clima de terror generado por la guerra impregna el ambiente.

En “Miriam”, el relato que abre el libro, el refugiado palestino Abu Rabih (padre de Rabih) regresa al Beirut en guerra para reunirse con su familia tras un período de trabajo en un estado del Golfo, donde ganaba dinero para mantenerlos. La invasión israelí ya asoma en el horizonte, con las calles desbordadas por la violencia de la guerra civil libanesa.

Literatura frente a historia

Cuando Abu Rabih se acerca al edificio donde vive su familia, se consuela con la razón por la que cree que estarán a salvo: “a los israelíes les importa la opinión pública; es imposible que bombardeen este edificio”. Así pensaban muchos en 1982 —y así pensaron muchos antes del 7 de octubre de 2023.

Pero el edificio real de Akkar (Banayat Acre en el texto inglés) donde vivía la familia ficticia de Abu Rabih fue completamente destruido por Israel en 1982, en lo que hoy se conoce como la masacre del edificio Akkar. La atrocidad fue evocada por Mahmoud Darwish en su largo poema en prosa Memoria para el olvido (1986), y por el escritor jordano Amjad Nasser en su diario del asedio de 1982. También apareció en Under the Rubble (Bajo los escombros, 1983), un documental de Jean Khalil Chamoun y Mai Masri. En el relato de Habib, la atrocidad se representa de manera inolvidable, con todos sus detalles horrendos y desde el punto de vista de sus víctimas, gracias a la ficción.

Así como Abu Rabih se consolaba imaginando imposible algo tan atroz, también muchos observadores del genocidio israelí en Gaza se han aferrado a ilusiones similares. Entonces y ahora, línea roja tras línea roja proclamadas por políticos, comentaristas mediáticos e incluso por las propias leyes de la guerra han sido violadas con tal rapidez que parecía que nunca hubieran existido.

En este sentido, el texto de Habib resulta inquietantemente relevante para nuestro presente. También lo es su descripción del terror psicológico que Israel inflige a la población civil. “Se estaba librando un tipo de guerra sin precedentes contra Beirut y su gente”, recuerda la narradora. En esta “guerra psicológica”, se lanzaban panfletos “desde los aviones, cayendo sobre balcones y aceras, despertando a la gente de sus siestas”.

En una versión más suave de la pesadilla actual en Gaza, los panfletos “aconsejaban a los habitantes de Beirut que se marcharan y les prometían que no sufrirían daño si tomaban determinadas carreteras”. “Fingían empatía, pero ocultaban una amenaza grave.” En estos folletos lanzados sobre un territorio destinado a la aniquilación, vemos tácticas similares a las del genocidio actual, aunque en una forma más atenuada.

Rellenar los vacíos del periodismo

Habib rellena los huecos que el relato periodístico deja sin tocar.

La traductora Samar Habib (sin relación familiar) compara el estilo conciso de Nejmeh Khalil Habib con el de Kanafani. La caracterización es acertada, reforzada por las referencias directas en el texto al cuento de Kanafani Hombres en el sol (1962), así como por el hecho de que Nejmeh Khalil Habib escribió un libro sobre su ficción. También me recordó a la prosa de Toni Morrison: ambas escritoras representan la violencia de forma íntima, delicada y brutal a la vez, captándola tal como se vive en los cuerpos de las mujeres y en la desconcertación de sus hijos.

Como Morrison, Habib se nutre del mundo del hecho documental, especialmente del periodismo. Para Morrison, un recorte de prensa sobre Margaret Garner —una mujer esclavizada en el sur de USA que cometió infanticidio para evitar que su hija fuera vendida— dio origen a su novela Beloved (1987). Morrison convirtió ese mínimo esbozo en una novela rica y compleja que narraba los pasos de Garner para impedir la esclavitud de su hija.

Del mismo modo, Habib completa los vacíos del periodismo. Introduce personajes ficticios junto a los reales. Yasser Arafat (Abu Ammar) aparece numerosas veces de manera indirecta. Su paradero es precisamente la razón por la que el edificio donde la familia de Abu Rabih se refugiaba buscando seguridad fue volado por las fuerzas israelíes mediante un nuevo arma usamericano: la bomba de vacío, diseñada originalmente para las selvas de Vietnam. Consciente de que era un objetivo, Arafat permanecía en continuo movimiento; dormía en el asiento trasero de un coche cuando el edificio que los israelíes creían su escondite fue bombardeado, matando a más de doscientas cincuenta personas.


Miliciano sosteniendo un gatito. Campo de refugiados de Burj Al Barajneh, sur de Beirut, Líbano (1988). Foto Aline Manoukian

También aparecen figuras del ámbito literario, como el poeta Khalil Hawi, protagonista del segundo relato. Su trayectoria vital coincide con la guerra israelí en el Líbano. Al enterarse en 1982 de la invasión israelí de Beirut, Hawi se suicidó en su apartamento cercano a la Universidad Americana de Beirut, muriendo al instante. Kanafani no aparece en persona, pero es mencionado varias veces como periodista y escritor. También surge un personaje llamado Darwish, que puede o no ser el célebre poeta Mahmud Darwish; la coincidencia funciona como una alusión metatextual.

La tensión entre ficción y periodismo se manifiesta con fuerza en las páginas finales de “Miriam”, donde la maquinaria de guerra israelí provoca la muerte de casi todos los personajes presentados hasta entonces. ¿Cómo narrar tal horror?

No puede hacerse en primera persona, porque la conciencia de cualquier posible narrador está a punto de ser aniquilada. Por ello, Habib rompe con su estilo íntimo y pasa a la tercera persona. El contraste entre esta voz omnisciente y la intimidad del resto del relato hace que su tono impasible resulte aún más impactante. “No había edificio allí”, leemos tras ser reducido a escombros:

Era como si el edificio hubiera sido una caja de cartón vacía cuyas paredes se plegaran unas contra otras al ser aplastadas bajo dos pies fuertes.

Ese tono indiferente puede parecer inapropiado para describir la muerte de personajes cuya vida hemos seguido desde el principio, pero ¿qué mejor manera de mostrar la atrocidad de lo sucedido?

Encontrar un lenguaje para el genocidio

La dificultad de encontrar palabras es algo que muchos enfrentamos hoy al observar el genocidio en Gaza. Luchamos con la incapacidad del lenguaje para captar la atrocidad, y mucho menos detenerla. Las palabras no bastan. Y aun así escribimos, seguimos testimoniando, para que las historias de los mártires sean recordadas por generaciones.

En su párrafo final, “Miriam” yuxtapone informes periodísticos que minimizan las víctimas del bombardeo. Los puntos suspensivos articulan este montaje, reunidos como las esquirlas de un edificio destruido: significan el horror sin representarlo plenamente. La última frase nombra a los personajes presentados al comienzo del relato, ahora todos muertos:

Un familiar pudo identificar a la familia de cuatro personas al reconocer los pendientes que llevaba la madre: eran Rabih, su madre Miriam, su padre Awad y su abuela, Umm Awad.

Una historia íntima de la violencia

A través de sus experimentos narrativos, entrando y saliendo de la conciencia de sus personajes, Habib escribe una historia íntima de la violencia. Capta experiencias de terror y pérdida que la simple narración periodística no logra transmitir. Revela los efectos del terror de Estado tal como lo viven los cuerpos y las mentes de quienes lo padecen. Y, sobre todo, nos enseña cómo se siente experimentar lo que muchos palestinos en Gaza están viviendo hoy, recordándonos que aunque siempre habrá supervivientes, el trauma nunca desaparece.

Aunque la traducción de Samar Habib es meticulosa y diligente en su búsqueda de palabras capaces de transmitir los traumas intraducibles de la guerra, hay momentos en los que habría deseado una mayor libertad creativa, menos fidelidad literal al texto. Esto se nota especialmente en el manejo de las notas a pie de página. Por ejemplo, los detalles relativos al cuento popular palestino del Pájaro Verde, presente en el relato “Kawkab”, son fascinantes y relevantes, pero parecen mal ubicados, como si tuviéramos que leer dos textos simultáneos: el relato de Habib y las notas de la traductora. Muchos de esos detalles funcionarían mejor integrados en el texto principal.

Esto habría dado lugar a una versión inglesa que no correspondiera punto por punto al árabe, pero ¿para qué sirve la traducción, al fin y al cabo? ¿Para producir una réplica perfecta del original o para facilitar la entrada del lector en un mundo ajeno?

Una primavera que no floreció es una obra que busca que los lectores —en cualquier lengua— experimenten, aunque sea de manera mediada, los horrores de la guerra que Israel libró en 1982. Relatos como estos nos ayudan a comprender los horrores que siguen padeciendo el pueblo palestino y también otros países de Oriente Próximo, como Líbano e Irán, ante nuestros ojos.

Une histoire intime de la violence : Beyrouth assiégée en 1982 dans les récits de Nejmeh Khalil Habib

Rebecca Ruth Gould, The Textual Materialist20/11/2025
Cet essai est d’abord paru dans The Markaz Review en mai 2025
Traduit par Tlaxcala

 

Destructions à Beyrouth-Ouest suite à des bombardements israéliens, 1982. Photo Don McCullin

Connue à travers le monde arabe comme une poétesse ayant façonné un style unique de prose poétique, Nejmeh Khalil Habib est aussi critique littéraire et a publié des études consacrées à Ghassan Kanafani, Jabra Ibrahim Jabra et d’autres figures majeures de la littérature palestinienne. Aujourd’hui chargée de cours à l’Université de Sydney en Australie, elle écrit exclusivement en arabe.

Habib a également publié deux œuvres de fiction : Et les enfants souffrent [و الأبـنـاء يـضرسـون، قـصـص قـصـيـرة  ] (2001) et A Spring that Did Not Blossom [Un printemps qui n’a pas fleuri- ربـيـع لـم يـزهـ ] , paru en arabe en 2003 et désormais traduit en anglais par Samar Habib, publié chez Simon and Schuster. Dans les six récits interconnectés qui composent le livre, nous sommes plongés dans l’intériorité des Palestiniens vivant à Beyrouth tandis qu’ils naviguent entre leurs relations, leurs vies, leurs frustrations, avant d’être finalement détruits par des bombes israéliennes.


Bien que présenté comme un recueil de nouvelles par l’éditeur anglophone, A Spring That Did Not Blossom pourrait tout aussi bien être classé comme un roman non linéaire, et il est d’ailleurs décrit comme tel dans les médias arabes. (Je m’en tiens ici aux conventions de l’édition anglaise et désigne chaque chapitre par « histoire » ou « nouvelle ».)

Ce qui distingue Un printemps qui n’a pas fleuri de la plupart des romans, c’est l’absence de protagoniste unique. Les récits se déplacent rapidement à travers les esprits d’un large éventail de personnages, certains qui ne sont que vaguement liés, d’autres qui ne se connaissent même pas. Ainsi se déploie sous nos yeux l’éventail complet de la société palestinienne vivant au Liban.

Les personnages vivent dans des camps de réfugiés palestiniens tels que Bourj el-Barajneh, Aïn el-Héloué et Chatila, ce dernier restant à jamais associé au massacre de septembre 1982, sujet du célèbre essai de Jean Genet [Quatre heures à Chatila]. Ils trouvent parfois les moyens de quitter les camps pour s’installer dans des immeubles de Beyrouth-Ouest. Certains combattent dans la Résistance, d’autres tentent tant bien que mal de mener une vie paisible.

 Résister au cycle de l’actualité

Le ton intime des récits de Habib distingue son écriture de nombreuses fictions se déroulant sur fond de guerre. Des bribes de manchettes de journaux et de dépêches d’actualité s’insèrent dans sa prose, créant une tension entre deux discours : le personnel et le médiatique. La violence s’inscrit profondément dans les histoires de Habib, mais avec intimité, voire délicatesse. Elle ne se déclenche pas dans les grands événements qui nourrissent les idéologies ; elle surgit dans des souffrances discrètes qui mutilent, réduisent au silence et tuent.

Des ellipses gouvernent cet assemblage d’extraits, réunis comme les éclats d’un bâtiment détruit.

Comme beaucoup de sa prose, le titre Un printemps qui n’a pas fleuri est un double sens. Il évoque bien sûr la saison, mais aussi Rabih (qui signifie « printemps »), le jeune garçon autour duquel gravitent de nombreuses vies.

Miriam et Awad se marient à la quarantaine dans l’espoir d’avoir un enfant. Ils y parviennent, et Miriam met au monde leur fils unique, Rabih. Puis, à la fin de la première histoire, tous meurent en un instant, une frappe aérienne israélienne effaçant leur immeuble de la surface de la terre.

Les histoires suivantes racontent la vie sous le siège israélien de Beyrouth en 1982, depuis la perspective des survivants. Parfois, ils se remémorent les moments partagés avec ceux tués lors du bombardement. Même lorsqu’ils ne subissent pas directement la campagne de bombes incessantes, le règne de terreur de la guerre imprègne l’atmosphère.

Dans « Miriam », l’histoire qui ouvre le recueil, le réfugié palestinien Abou Rabih (le père de Rabih) rentre dans Beyrouth en guerre pour retrouver sa famille après un séjour dans un État du Golfe, où il travaillait pour subvenir à leurs besoins. L’invasion israélienne se profile à l’horizon, les rues sont déjà agitées par la violence de la guerre civile libanaise.

Littérature contre histoire

Alors qu’Abou Rabih s’approche de l’immeuble où vit sa famille, il se rassure en pensant à la raison pour laquelle il croit qu’ils resteront en sécurité : « les Israéliens se soucient de l’opinion publique ; il est impossible qu’ils bombardent cet immeuble ». Beaucoup le pensaient en 1982 — tout comme beaucoup l’ont imaginé avant le 7 octobre 2023.

Pourtant, l’immeuble d’Akkar réel (Banayat Acre dans le texte anglais) où vivait la famille fictive d’Abou Rabih fut entièrement détruit par Israël en 1982, dans ce que l’on appelle désormais le massacre de l’immeuble Akkar [250 morts et blessés, NdT]. L’atrocité fut commémorée par Mahmoud Darwich dans son long poème en prose Une mémoire pour l’oubli (1986), et par l’écrivain jordanien Amjad Nasser dans son journal publié du siège de 1982. Elle fut aussi documentée dans Sous les décombres (1983), un film de Jean Khalil Chamoun et Mai Masri. Dans le récit de Habib, l’atrocité est rendue inoubliable, dans tous ses détails horrifiques, du point de vue de ses victimes, par la fiction.

Tout comme Abou Rabih s’est rassuré en imaginant l’impossible, beaucoup d’observateurs du génocide israélien à Gaza s’en sont consolés depuis. Alors comme aujourd’hui, ligne rouge après ligne rouge, posées par des politiciens, des commentateurs médiatiques, même les lois et coutumes de la guerre ont été violées si rapidement qu’on aurait dit qu’elles n’avaient jamais existé.

À cet égard, le texte de Habib est d’une actualité inquiétante. Il en va de même pour sa description de la terreur psychologique infligée par Israël à la population civile. « Une sorte de guerre sans précédent était menée contre Beyrouth et ses habitants », se souvient le narrateur. Dans cette « guerre psychologique », des tracts sont « jetés depuis les avions, dérivant sur les balcons et les trottoirs, réveillant les gens de leur sieste ».


Dans une version plus douce du cauchemar actuel à Gaza, les tracts « conseillaient aux habitants de Beyrouth de partir et leur promettaient qu’il ne leur serait fait aucun mal s’ils empruntaient certaines routes ». Ils « feignaient l’empathie mais dissimulaient une menace grave ». Dans ces largages de feuillets sur un territoire promis à l’annihilation, on retrouve des tactiques similaires à celles du génocide en cours, quoiqu’en version atténuée.

 Combler les lacunes du journalisme

Habib comble les lacunes que le récit journalistique laisse béantes.

La traductrice Samar Habib (sans lien de parenté) compare le style concis de Nejmeh Khalil Habib à celui de Kanafani. Cela se vérifie, d’autant que le texte comporte des références directes à la nouvelle de Kanafani Des hommes dans le soleil (1962) et que Nejmeh Khalil Habib a publié un livre sur son œuvre. J’ai également pensé à Toni Morrison : toutes deux rendent la violence dans un style intime, dont la délicatesse choque tandis que la brutalité documentée submerge. Elles capturent la violence telle qu’elle est vécue dans les corps des femmes et par leurs enfants stupéfaits.

Comme Morrison, Habib puise dans le monde des faits documentaires, notamment journalistiques. Pour Morrison, c’est un extrait de journal sur Margaret Garner — une femme réduite en esclavage qui commit un infanticide pour empêcher la vente de sa fille — qui donna naissance à Beloved (1987). Elle transforma ce mince récit en un roman riche et texturé retraçant les pas de Garner pour sauver son enfant.

De même, Habib comble les lacunes du journalisme. Elle introduit des personnages fictifs aux côtés de personnages réels. Yasser Arafat (Abou Ammar) apparaît indirectement à plusieurs reprises. Sa présence est d’ailleurs la raison pour laquelle l’immeuble où se réfugiait la famille d’Abou Rabih a été détruit : les forces israéliennes employèrent une nouvelle arme usaméricaine, la bombe à vide, conçue pour la jungle vietnamienne. Sachant qu’il était visé, Arafat se déplaçait continuellement ; il dormait sur le siège arrière d’une voiture lorsque l’immeuble que les Israéliens croyaient être son refuge fut bombardé, tuant plus de deux cent cinquante habitants.

Milicien tenant un chaton. Camp de réfugiés de Bourj el-Barajneh, sud de Beyrouth, Liban (1988). Photo Aline Manoukian

La sphère littéraire fait aussi des apparitions, notamment le poète Khalil Hawi, sujet de la deuxième « histoire ». La trajectoire de Hawi coïncide avec la guerre israélienne au Liban. Lorsqu’il apprit que les Israéliens avaient envahi Beyrouth en 1982, il se suicida dans son appartement près de l’Université américaine de Beyrouth. Kanafani apparaît plusieurs fois, nommé comme journaliste et écrivain. Il y a aussi un personnage appelé Darwich, qui est, peut-être ou pas,  le célèbre poète Mahmoud Darwich — la coïncidence résonne comme une allusion métatextuelle.

La tension entre les registres fictionnels et journalistiques éclate de manière spectaculaire dans les dernières pages de « Miriam », où la machine de guerre israélienne détruit presque tous les personnages rencontrés jusque-là. Comment raconter une telle horreur ?

Impossible à la première personne, car chaque conscience susceptible de raconter est en train d’être annihilée. Habib rompt donc avec son style intime et passe à la troisième personne. Le contraste entre cette voix omnisciente et l’intimité du récit rend son ton neutre d’autant plus frappant. « Il n’y avait plus d’immeuble », lit-on après l’effondrement total :

c’était comme si l’immeuble avait été une boîte en carton vide dont les parois se seraient rabattues les unes contre les autres, écrasées sous deux pieds puissants.

Ce ton indifférent peut sembler inadapté pour relater la mort de personnages auxquels nous nous sommes attachés depuis le début, mais quelle meilleure manière de révéler l’atrocité ?

Trouver des mots pour un génocide

La difficulté de trouver les mots est celle que beaucoup d’entre nous éprouvent face au génocide à Gaza. Nous luttons contre l’insuffisance du langage à saisir l’horreur, encore moins à l’arrêter. Les mots manquent. Et pourtant, nous continuons d’écrire, de témoigner, afin que les histoires des martyrs demeurent dans les mémoires pour les générations futures.

Dans son dernier paragraphe, « Miriam » juxtapose des extraits de dépêches journalistiques qui minimisent les pertes humaines. Des ellipses soudent cet assemblage, comme des éclats d’un bâtiment pulvérisé — signifiant, sans représenter pleinement, l’horreur vécue. La dernière phrase nomme les personnages rencontrés au début du récit, désormais tous morts :

un parent a pu identifier la famille de quatre personnes en reconnaissant les boucles d’oreilles portées par la mère : c’étaient Rabih, sa mère Miriam, son père Awad, et sa grand-mère, Im Awad.

 Une histoire intime de la violence

À travers ses expérimentations narratives, glissant dans la conscience de ses personnages puis en ressortant, Habib écrit une histoire intime de la violence. Elle saisit les expériences de terreur et de perte que la simple énumération journalistique ne parvient pas à transmettre. Elle révèle les effets de la terreur d’État telle qu’elle s’inscrit dans les corps et les esprits de ceux qu’elle vise. Et surtout, elle nous montre ce que vivent aujourd’hui les Palestiniens de Gaza — et nous rappelle que même s’il y aura toujours des survivants, le traumatisme, lui, reste.

Si la traduction de Samar Habib est minutieuse, cherchant avec diligence les mots justes pour transmettre l’intraduisible traumatisme de la guerre, certains passages auraient gagné à plus de liberté créative, moins de fidélité littérale. Cela se voit surtout dans les notes de bas de page. Par exemple, les détails concernant le conte palestinien de l’Oiseau Vert, qui apparaît dans l’histoire « Kawkab », sont fascinants et pertinents, mais semblent mal placés — comme si l’on nous demandait de lire deux textes simultanés : le récit de Habib et les notes de la traductrice. Beaucoup de ces détails informatifs fonctionneraient mieux s’ils étaient intégrés dans le texte principal.

Cela aurait produit une version anglaise ne correspondant pas point par point à l’arabe. Mais à quoi sert la traduction, au fond ? À créer une copie parfaite de l’original, ou à ouvrir l’accès à un monde étranger ?

Un printemps qui n’a pas fleuri est un livre qui veut que ses lecteurs, dans n’importe quelle langue, fassent l’expérience — même médiée — des horreurs de la guerre menée par Israël en 1982. Ces histoires nous aident à comprendre les horreurs toujours infligées au peuple palestinien, et aussi à d’autres pays du Moyen-Orient, tels que le Liban ou l’Iran, sous nos yeux.

03/07/2024

REBECCA RUTH GOULD
Effacer la Palestine
Liberté d’expression et liberté palestinienne

 Rebecca Ruth Gould, 2023

Ci-dessous une traduction du prologue du livre Erasing Palestine (Verso 2023), par Layân Benhamed, éditée par Fausto Giudice, Tlaxcala

« Je suis... un Juif par la force de ma solidarité inconditionnelle avec les persécutés et les exterminés »
— Isaac Deutscher, « Qui est juif ? » (1966)

Prologue : Sur l’accusation d’antisémitisme (p. 1-11)

Février 2017 a marqué un tournant dans l’histoire de l’activisme pour la Palestine au Royaume-Uni. Ce mois tumultueux a vu les Palestiniens et les militants propalestiniens submergés par une vague sans précédent d’annulations d’événements et d’attaques contre leur droit de protester contre l’occupation. Février 2017 a également marqué un tournant dans mon propre engagement envers la Palestine et la liberté d’expression. J’étais arrivée au Royaume-Uni à l’été 2015 pour commencer à enseigner à l’Université de Bristol. Ma carrière académique itinérante m’avait menée de Damas à Berlin, et finalement en Palestine et en Israël. De 2010 à 2011, j’ai fait la navette entre la Palestine et Israël plusieurs fois par semaine. J’ai vécu à Bethléem en Cisjordanie, en face du mur de l’apartheid, le long duquel je marchais sur le chemin de l’Institut Van Leer où j’étais chercheuse postdoctorale1.

L’Institut Van Leer est situé au cœur du quartier historique de Talbia à Jérusalem-Ouest. À une autre époque, treize ans avant la fondation de l’État d’Israël en 1948, le critique palestino-américain Edward Said est né dans ce quartier. Son cousin a abandonné la maison familiale en 1948, juste après sa chute aux mains de la milice paramilitaire sioniste Haganah, coupant à jamais les liens de Said avec sa patrie.2 Maintenant, des décennies plus tard, l’Institut Van Leer a joué un rôle central dans les débats autour des définitions de l’antisémitisme. En 2020, il a servi de lieu virtuel et physique pour la rédaction de la Déclaration de Jérusalem sur l’antisémitisme (JDA) et a accueilli de nombreux événements pour soutenir sa diffusion.3


Bethléem-Jérusalem : un parcours du combattant de moins de 9 petits km


En rouge, le tracé de la “barrière de séparation” ou “clôture de sécurité” israélienne (Geder Habitahon), ou encore Mur de l’apartheid (جدار الفصل العنصري جدار الفصل العنصري, jidar alfasl aleunsurii) entre Bethléem et Jérusalem

 

Un labyrinthe de béton et d'acier. Source : Alexandra Rijke & Claudio Minca, “Inside Checkpoint 300: Checkpoint Regimes as Spatial Political Technologies in the Occupied Palestinian Territories”, Antipode, March 2019

Bien que l’Institut Van Leer fût situé à seulement quelques kilomètres de mon domicile, le trajet depuis Bethléem prenait plusieurs heures. Chaque matin, lorsque je devais me rendre à Jérusalem, je faisais la queue avec des travailleurs palestiniens fébriles et privés de sommeil au tristement célèbre Checkpoint 300 [poste de contrôle]. En attendant dans la file, j’observais souvent le traitement préférentiel que moi, en tant qu’étrangère, recevais de la part des soldats de l’armée israélienne (FDI) gardant le checkpoint. Le contraste entre la manière dont ils me traitaient et celle dont ils traitaient les autochtones de la Palestine était impossible à ignorer. Les soldats israéliens me permettaient, ainsi qu’aux autres détenteurs de passeports étrangers, de passer rapidement à travers les détecteurs de métal, tandis que les travailleurs palestiniens devaient souvent rester des heures, ce qui les retardait pour leur travail et leur faisait perdre un revenu vital.

Le deux poids deux mesures était visible partout. Les barrières métalliques derrière lesquelles nous attendions avaient des rangées séparées pour les étrangers et les Palestiniens. Des politiques différentes s’appliquaient à chaque rangée. À certaines heures, seuls les étrangers pouvaient attendre dans la file. Il n’était pas difficile de deviner quelles rangées nécessitaient le plus d’attente.

J’avais rarement vu une discrimination aussi flagrante. J’évoquais ces scènes dans quelques strophes que j’ai écrites à l’époque :

Les travailleurs saluent l'aube
derrière les barreaux du poste de contrôle 300,
en attendant de construire les maisons des colons
avec du calcaire volée
.4

J’ai appelé ce poème « Calcaire volé », en référence aux façades en albâtre des nombreux bâtiments qui brillaient sur les collines de Bethléem et de la ville voisine de Beit Jala, sur mon chemin vers Jérusalem. Ces bâtiments avaient été construits par des ouvriers palestiniens mal rémunérés, qui devaient attendre des heures aux checkpoints juste pour atteindre les bus qui les emmèneraient au travail.5 « Calcaire volé » réfléchit sur ma complicité au sein du système d’apartheid qui se développait à l’époque de ma résidence à Bethléem, et qui est devenu encore plus enraciné depuis mon départ.

Mon salaire était financé par une bourse établie par un philanthrope israélien. En acceptant cette bourse, je violais le boycott des institutions académiques israéliennes auquel participaient nombre de mes amis et collègues. Avant de l’accepter, j’ai débattu de l’éthique de cette décision avec des amis. Je voulais voir la Palestine – et y vivre – de première main. Une bourse de cinq ans à Jérusalem me permettrait de vivre en Palestine, spécifiquement à Bethléem en Cisjordanie, à quelques kilomètres seulement. Une amie proche venait de rentrer de Bethléem et elle a arrangé un appartement où je pourrais rester. C’était potentiellement une opportunité de changer ma vie à long terme en vivant en Palestine. Je sympathisais avec le boycott, mais je sentais aussi que je pourrais mieux contribuer à ces questions en étant témoin direct de l’occupation et en la vivant – même si ce n’était que temporairement.

Lorsque l’Institut Van Leer m’a attribué la bourse, il n’avait aucune idée que je prévoyais de vivre en dehors d’Israël et de faire la navette vers Jérusalem. Lorsque je suis arrivée à Jérusalem et leur ai dit que je vivrais en Palestine, il était trop tard pour qu’ils refusent ma demande. À la différence des Israéliens, j’étais légalement autorisée à résider dans les Territoires occupés. Contrairement aux Palestiniens, je pouvais entrer à Jérusalem sans demander de permission spéciale. Ces fréquentes navettes à travers des checkpoints encombrés et l’exposition à deux géographies radicalement différentes qui se jouxtaient m’ont amenée à voir l’occupation d’une manière complètement différente. Cette expérience directe de l’occupation a intensifié et justifié mon soutien au boycott. Jusqu’à mon arrivée en Palestine, mon soutien était basé sur des informations de seconde main.

C’est en vivant à Bethléem durant l’été 2011 que j’ai fini par écrire un article polémique qui condensait toute ma frustration face à tout ce que j’avais observé en Israël, en faisant la navette entre Bethléem et Jérusalem, en parlant avec des Israéliens qui n’avaient jamais visité les Territoires occupés – ce que la loi israélienne leur interdisait de faire – en observant et en habitant la bulle dans laquelle vivent les Israéliens tandis que leurs voisins palestiniens subissent des niveaux infiniment plus élevés de privation économique, de chômage et de violence en raison des politiques et préjugés israéliens.

Je vivais à quelques rues du mur que construisait Israël sous prétexte de sécurité, bien qu’il traversât directement le territoire palestinien. Des maisons avaient été coupées en deux par cette construction de pierre. Des plaques commémoratives avaient été érigées sur les décombres. Quelques années après mon départ de Bethléem, ces murs bifurqués seraient immortalisés dans le Walled Off Hotel, un édifice initialement créé par l’artiste de rue Banksy basé en Angleterre comme une exposition temporaire, devenant finalement un élément permanent de l’occupation. J’ai été témoin de patrouilles lourdement armées des FDI dans les rues, remplissant les Palestiniens de peur. Je ne pouvais plus justifier de vivre dans – et de recevoir un revenu de – ce système corrompu et discriminatoire. Bien que j’aie été témoin du carnage de la guerre de première main – j’avais visité Grozny peu après que la ville eut été rasée par des frappes aériennes russes en 2004 – les insultes et humiliations quotidiennes des Palestiniens que j’ai observées dans les Territoires occupés me rendaient malade. J’ai décidé de mettre fin à ma bourse pour le bien de ma propre santé mentale.

C’est à cette époque que j’ai écrit une courte polémique provocante intitulée « Beyond Antisemitism » (« Au-delà de l’antisémitisme »). Ce travail allait me hanter de nombreuses années plus tard, en me propulsant dans des circonstances qui ont conduit à la rédaction de ce livre. J’étais furieuse contre moi-même – entre autres – de ne pas pouvoir arrêter les abus historiques qui avaient normalisé la censure des voix palestiniennes. Je l’ai envoyé au magazine radical de gauche Counterpunch. J’ai reçu une réponse dans les heures qui ont suivi de la part du journaliste et rédacteur Alexander Cockburn, décédé l’année suivante. Cockburn l’a apprécié et m’a dit qu’il le publierait dans l’édition imprimée.6

Quelques semaines plus tard, j’ai reçu un chèque de 100 dollars dans ma boîte aux lettres à l’Institut Van Leer, avec une courte note me remerciant pour ma contribution. Nous n’avions jamais discuté des termes de paiement, et je n’avais jamais partagé mon adresse avec Cockburn, donc l’argent fut une surprise.

Rétrospectivement, je peux voir comment le titre « Beyond Antisemitism » pouvait avoir semblé incendiaire, surtout sorti de son contexte. Il était calculé pour provoquer. Le titre a également été choisi pour critiquer l’utilisation politique du discours sur l’antisémitisme pour faire taire les discussions sur l’occupation de la Palestine. J’ai écrit sur ce que j’avais observé de première main pendant ma résidence en Palestine et mes trajets réguliers en Israël. Je n’aurais pas utilisé un tel titre si j’avais vécu n’importe où en Europe, où les sites de la plus grande atrocité du XXe siècle forment un sous-texte perpétuel à chaque discussion sur l’antisémitisme aujourd’hui. Mais je n’écrivais pas depuis l’Europe, ni d’ailleurs depuis le Royaume-Uni. Je n’avais jamais mis les pieds en Angleterre à ce moment de ma vie. J’écrivais depuis la Palestine après avoir travaillé un an en Israël, et par frustration de ma complicité avec le système injuste dans lequel je vivais et travaillais. On pourrait se demander : quel rapport l’antisémitisme a-t-il avec cela ? Indirectement, sinon explicitement, l’antisémitisme était le prétexte pour les injustices que j’observais chaque jour contre les Palestiniens. La peur d’être accusé d’antisémitisme rend difficile de s’exprimer, et c’est pourquoi tant d’entre nous qui témoignons de la discrimination anti-palestinienne – Israéliens et non-Israéliens – gardent le silence. Notre silence est une complicité. Cette complicité réduit également les Palestiniens au silence, cachant leurs expériences à la vue du public.

« Beyond Antisemitism » soutenait que la longue histoire de l’antisémitisme et de l’Holocauste constitue la toile de fond contre laquelle des vies palestiniennes sont sacrifiées. L’idée ne m’était pas venue quand je vivais à Berlin, avant d’accepter la bourse de Jérusalem. J’ai découvert cette dynamique intégrée dans la vie quotidienne des Israéliens en faisant la navette entre mon bureau en Israël et ma maison palestinienne. L’amnésie dans laquelle vivent les Israéliens me rappelait grandement ma propre éducation aux USA. Le génocide des Amérindiens était complètement supprimé de nos programmes scolaires, et l’esclavage était un sujet délicat que nos enseignants évitaient de discuter directement. Les traumatismes de l’histoire juive, et la peur compréhensible que cette histoire puisse un jour se répéter, avaient également conduit à des distorsions et des suppressions du passé. Les mémoires traumatiques et la peur de leur répétition hantaient mes conversations avec les Israéliens. Ces peurs remplissent les ondes radio israéliennes et façonnent la mémoire culturelle du peuple israélien. L’État israélien fait tout ce qu’il peut pour maintenir l’accent sur le traumatisme historique des Juifs. Pourtant, comme l’a remarqué Isaac Deutscher en 1967, même lorsque les dirigeants israéliens « surexploitent Auschwitz et Treblinka... Nous ne devrions pas permettre des invocations d’Auschwitz pour nous faire du chantage afin que nous soutenions une mauvaise cause. »7 « Beyond Antisemitism » était une polémique contre les silences forcés imposés par les traumatismes du XXe siècle, qui détournent l’attention de l’occupation des terres palestiniennes et de la dépossession du peuple palestinien. Après un an de résidence à la frontière entre Israël et la Cisjordanie, j’étais certaine qu’il n’y avait aucune justification pour les checkpoints discriminatoires et le système de bus ségrégué, ni pour le système archaïque de laissez-passer et de règlements qui restreignent grandement l’accès des Palestiniens à l’emploi et les maintiennent dans la pauvreté.

02/04/2024

REBECCA RUTH GOULD
“Nouvel antisémitisme” : ces mots qui tuent
Comment le mythe du “Juif collectif” protège Israël des critiques : un livre d’Antony Lerman


Rebecca Ruth Gould, deterritorialization,  30/3/2024
Traduit par Fausto Giudice, Tlaxcala

Dans Whatever Happened to Antisemitism ? Redefinition and the Myth of the ‘Collective Jew’ [Qu’est-il advenu de l’antisémitisme ? La redéfinition et le mythe du “Juif collectif”](Pluto Books, 2022), Antony Lerman examine ce qui est arrivé à l’antisémitisme au cours des cinq dernières décennies. Comment l’effort de définition de l’antisémitisme s’est-il aligné sur la réduction au silence des discours critiques à l’égard d’Israël ? L’histoire est complexe et n’a jamais été racontée avec autant de détails et de profondeur que dans ce livre.

Lerman écrit en tant que figure centrale des débats sur l’antisémitisme. En plus d’être un observateur de longue date de la lutte contre l’antisémitisme, il a également participé à l’élaboration de cette histoire. Il a été directeur de l’Institut des affaires juives* à partir de 1991, et c’est à ce titre qu’il a fondé le rapport mondial sur l’antisémitisme, qui a été publié de 1992 à 1998.

 
Anthony Lerman, lors d’une présentation de son livre au Musée juif de Hohenems, en Autriche, en novembre 2022

Lerman décrit et documente les pressions intenses qu’il a subies pour aligner le programme de recherche de son institut sur le projet d’étude de l’antisémitisme de l’université de Tel-Aviv, financé par le Mossad. En fin de compte, le refus de Lerman de s’aligner sur les objectifs sionistes et pro-israéliens des organisations israéliennes et usaméricaines a fait de lui la cible d’attaques de la part de l’establishment. Il a décidé de démissionner de son poste en 2009, afin d’écrire de manière indépendante sur le sujet de l’antisémitisme, libre de toute contrainte institutionnelle.

S’appuyant sur des décennies de recherches empiriques approfondies, Lerman nous guide de manière experte à travers les nombreux changements qui ont eu lieu dans la signification de l’antisémitisme au cours des dernières décennies. Comme il le souligne, même si l’attention du monde s’est déplacée vers le soi-disant « nouvel antisémitisme" »centré sur la critique d’Israël, le « nouvel antisémitisme » n’a pas remplacé l’ancien antisémitisme, qui prospère même à une époque où la quasi-totalité de la censure se concentre sur le « nouvel antisémitisme ».

Lerman rejoint d’autres chercheurs, tels que la théoricienne critique interdisciplinaire Esther Romeyn, pour considérer le nouvel antisémitisme comme « un champ de gouvernance transnational" »qui est « contrôlé par des “acteurs” institutionnels et humains ». Ces acteurs comprennent les Nations unies, l’UNESCO, l’Organisation pour la sécurité et la coopération en Europe (OSCE), la Commission européenne, diverses institutions communautaires, ainsi qu’une foule de politiciens et d’experts en la matière. Ces organisations « définissent, inventent des outils et des technologies de mesure, analysent, formulent des déclarations politiques et des programmes, et élaborent des “interventions” pour traiter et corriger » ce qu’elles considèrent comme le “nouvel antisémitisme”, qu’elles confondent souvent avec l’antisionisme et les critiques à l’égard d’Israël.

En d’autres termes, le discours qui mobilise les sociétés contre le “nouvel antisémitisme” est un outil de gouvernance, et pas seulement - ni même principalement - une praxis antiraciste. Cet outil de gouvernance s’est avéré de plus en plus utile aux États occidentaux ces dernières années dans leurs efforts pour réprimer le discours et l’activisme propalestiniens.

Une perspective historique

En expliquant comment le vieil antisémitisme a été reconfiguré en “nouvel antisémitisme” dans l’imaginaire politique des États et des institutions d’Europe et d’Amérique du Nord, Lerman identifie le 11 septembre comme le tournant décisif. Le 11 septembre marque également un tournant dramatique dans la guerre contre le terrorisme. À partir de ce moment, les attaques disproportionnées menées par les grandes puissances mondiales contre l’Afghanistan, l’Irak, le Xinjiang, le Cachemire et maintenant Gaza ont commencé à être considérées comme nécessaires et acceptables pour le maintien de l’ordre mondial.

Au moment même où l’antisémitisme était redéfini pour englober la critique d’un État-nation spécifique - Israël - les plus grandes puissances militaires du monde affirmaient leur droit à se défendre contre les insurgés terroristes et d’autres acteurs non étatiques sans tenir compte de la proportionnalité. Cette intersection entre la guerre et le discours politique sur l’antisémitisme est révélatrice car, comme l’affirme Lerman de manière lapidaire, « On ne peut pas faire la guerre à une abstraction ».

Les sections historiques (chapitres 3, 5 et 7) comptent parmi les parties les plus convaincantes de l’ouvrage. Elles documentent les défis lancés à l’État d’Israël et à l’idéologie politique du sionisme à l’ONU, ainsi que les institutions qui se sont développées en réponse à ces défis entre les années 1970 et 2000. L’un des principaux enseignements de la trajectoire historique esquissée par Lerman est que le “nouvel antisémitisme” n’est pas aussi nouveau que nous l’imaginons généralement. La tendance à confondre les critiques de gauche à l’égard d’Israël avec l’antisémitisme peut être observée dans les déclarations de responsables israéliens datant des années 1970.

En 1975, les Nations unies ont adopté la résolution 3379, qui qualifie le sionisme de « forme de racisme et de discrimination raciale ». Pourtant, dès 1973, le ministre israélien des Affaires étrangères, Abba Eban, avait perçu le sens de la marche et s’était rendu compte de l’hostilité des pays du Sud et de certains courants de gauche à l’égard d’Israël. « La nouvelle gauche est l’auteur et le géniteur du nouvel antisémitisme », affirmait Eban. Se projetant dans l’avenir, Eban ajoutait que « l’une des tâches principales de tout dialogue avec le monde des Gentils [goyim, non-juifs] est de prouver que la distinction entre l’antisémitisme et l’antisionisme n’est pas une distinction du tout ». Dans cette première déclaration, nous pouvons discerner l’idée maîtresse des débats sur l’antisémitisme qui allaient consumer les institutions communautaires et politiques juives jusqu’à aujourd’hui.

Bien que le livre de Lerman soit aujourd’hui l’étude définitive sur le sujet, il est nécessaire de signaler quelques erreurs de typographie et de translittération. Par exemple, il est impossible de savoir où commence une citation de Romeyn à la page 9 (paragraphe quatre). Plus important encore, nakba est mal orthographié en tant que naqba à la page 3. Espérons que les éditeurs procéderont à une relecture approfondie pour la prochaine édition.

Une prochaine édition sera certainement nécessaire. Les controverses autour de l’antisémitisme en relation avec Israël-Palestine, documentées dans ce livre historique, sont susceptibles de s’intensifier dans un avenir prévisible, alors que la guerre génocidaire d’Israël contre Gaza se poursuit et que la menace d’un nettoyage ethnique plane sur la Cisjordanie. Nous devrions également être reconnaissants à Lerman d’avoir un livre objectif, fondé sur des principes et érudit pour nous guider à travers ces désastres.

*NdT : fondé en 1941 à New York sous les auspices du Congrès Juif Mondial, l’Institute of Jewish Affairs a déménagé à Londres en 1965 et a été renommé Institute for Jewish Policy Research en 1996

Pour lutter contre le racisme, nous avons besoin d’une approche matérialiste

Sur la politique de définition de l’antisémitisme - et de résistance à l’antisémitisme

Rebecca Ruth Gould, ILLUMINATION-Curated, 20 février 2024
Traduit par Fausto Giudice, Tlaxcala

Pendant la première Intifada (1987-1993), l’artiste palestinien Sliman Mansour a commencé à dépeindre l’érosion des frontières de la Palestine par l’occupation militaire israélienne.

Les artistes palestiniens étaient engagés dans un boycott des produits israéliens, et Mansour n’avait accès qu’aux matériaux locaux qui pouvaient être obtenus sans commerce avec Israël : bois, cuir, boue, henné, teintures naturelles et objets trouvés.

À partir d’un mélange de bois, de boue et de teintures naturelles, il a produit une image tridimensionnelle de la Palestine, qu’il a appelée "Shrinking Object" (objet qui rétrécit). Vu en trois dimensions, le cadre de Mansour s’agrandit à mesure que la Palestine s’éloigne du champ de vision.

 

Shrinking Object ( (شئ متقلص), boue sur bois, 1996 , par Sliman Mansour

Bien qu’elle ait été créée en 1996, l’image d’une Palestine qui se rétrécit est encore plus prégnante aujourd’hui. Au cours des décennies écoulées, les frontières de la Palestine ont encore reculé. Elles ont été recouvertes par des centaines de colonies israéliennes qui ont effectivement effacé la frontière entre la Palestine et Israël et rendu obsolète le concept d’une solution à deux États.

J’ai choisi “Shrinking Object” comme couverture de mon livre, Erasing Palestine. L’image illustre parfaitement le parallèle entre l’effacement des terres palestiniennes par l’expansion du régime de colonisation et la réduction au silence de l’activisme palestinien en Europe et en Amérique du Nord.