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10/09/2021

ANAND GOPAL
Las otras mujeres afganas

Anand Gopal, The New Yorker, 13/9/2021
Traducido del inglés por Sinfo Fernández, Tlaxcala  

Anand Gopal es profesor adjunto de investigación del Centro sobre el Futuro de la Guerra, de la Escuela de Política y Estudios Globales de la Universidad Estatal de Arizona (ASU). Es periodista y sociólogo (doctorado por la Universidad de Columbia) y ha trabajado extensamente en Afganistán, Siria e Iraq. Ha realizado reportajes para New Yorker, New York Times Magazine y otras publicaciones, al tiempo que ha elaborado estudios basados en su trabajo de campo y en el análisis de redes complejas. Su libro “No Good Men Among the Living : America, the Taliban and the War Through Afghan Eyes fue finalista del Premio Pulitzer 2015 de no ficción general y del National Book Award 2014. Ha ganado un National Magazine Award, un George Polk Award y tres premios del Overseas Press Club por sus reportajes sobre Oriente Medio. Su trabajo actual se centra en la democracia y la desigualdad, y está escribiendo un libro sobre las revoluciones árabes. Habla árabe, dari y pastún. @Anand_Gopal_

En el campo, la interminable matanza de civiles puso a las mujeres en contra de unos ocupantes que decían ayudarlas.

Más del 70% de los afganos no viven en las ciudades. En las zonas rurales la vida bajo la coalición liderada por USA y sus aliados afganos se convirtió en puro peligro; incluso tomar té en un campo iluminado por el sol, o ir en coche a la boda de tu hermana, era una apuesta potencialmente mortal. (Foto: Stephen Dupont/Contact Press Images)

 

Una tarde del pasado agosto, Shakira oyó golpes en la puerta de su casa. En el valle de Sangin, en la provincia de Helmand, al sur de Afganistán, las mujeres no deben ser vistas por hombres que no sean parientes suyos, así que su hijo de diecinueve años, Ahmed, fue a abrir la puerta. Afuera había dos hombres con bandoleras y turbantes negros, que llevaban rifles. Eran miembros de los talibanes, que habían emprendido una ofensiva para arrebatar el campo al Ejército Nacional Afgano. Uno de los hombres advirtió: “Si no os marcháis de inmediato, va a morir todo el mundo”.
Shakira, que ronda los cuarenta años, reunió a su familia: su marido, un comerciante de opio, estaba profundamente dormido tras haber sucumbido a las tentaciones de su producto, y sus ocho hijos, incluida la mayor, Nilofar, de veinte años -de la misma edad que la propia guerra-, a la que Shakira llamaba su “sustituta”, porque ayudaba a cuidar de los más pequeños. La familia cruzó una vieja pasarela que atravesaba un canal, y luego se abrió paso entre juncos y parcelas irregulares de judías y cebollas, atravesando casas oscuras y vacías. Sus vecinos también habían sido advertidos y, salvo por las gallinas errantes y el ganado huérfano, el pueblo estaba vacío.
La familia de Shakira caminó durante horas bajo un sol abrasador. Empezó a sentir el traqueteo de golpes lejanos y vio cómo la gente iba fluyendo desde las aldeas de la ribera: hombres agachados bajo bultos abarrotados de todo lo que no podían soportar dejar atrás, mujeres caminando tan rápido como les permitían sus burkas.
El golpeteo de la artillería llenaba el aire, anunciando el comienzo de un asalto talibán a un puesto de avanzada del ejército afgano. Shakira mantenía en equilibrio a su hija menor, de dos años, sobre su cadera mientras el cielo centelleaba y tronaba. Al anochecer habían llegado al mercado central del valle. Los escaparates de hierro corrugado habían sido en gran parte destruidos durante la guerra. Shakira encontró una tienda de una sola habitación con el techo intacto y su familia se instaló allí para pasar la noche. Para los niños, sacó un juego de muñecas de tela, una de las muchas distracciones que había practicado durante los años de huir de las batallas. La tierra tembló mientras sostenía las figuras a la luz de una cerilla.
Al amanecer, Shakira salió al exterior y vio que unas cuantas docenas de familias se habían refugiado en el abandonado mercado. Antes había sido el bazar más próspero del norte de Helmand, con tenderos que pesaban el azafrán y el comino en balanzas, carros cargados de vestidos de mujer y escaparates dedicados a la venta de opio. Ahora sobresalían por todas partes pilares sueltos y el aire olía a restos de animales en descomposición y a plástico quemado.
A lo lejos, el suelo estallaba de repente creando fuentes de tierra. Los helicópteros del ejército afgano zumbaban por encima, y las familias se escondían detrás de las tiendas, considerando cuál podría ser su próximo movimiento. Había combates a lo largo de las murallas de piedra del norte y de la ribera del río al oeste. Al este, el desierto de arena roja se extendía hasta donde Shakira podía ver. La única opción era dirigirse al sur, hacia la frondosa ciudad de Lashkar Gah, que seguía bajo el control del gobierno afgano.
El viaje implicaba atravesar una llanura árida plagada de bases estadounidenses y británicas abandonadas, donde anidaban francotiradores, y cruzar alcantarillas potencialmente llenas de explosivos. Unas cuantas familias se pusieron en marcha. Incluso si llegaban a Lashkar Gah, no podían estar seguros de lo que encontrarían allí. Desde el comienzo del bombardeo de los talibanes, los soldados del ejército afgano se habían rendido en masa, suplicando un pasaje seguro a casa. Estaba claro que los talibanes no tardarían en llegar a Kabul, y que los veinte años y los billones de dólares dedicados a derrotarlos habían quedado en nada. La familia de Shakira estaba en el desierto, discutiendo la situación. Los disparos sonaban cada vez más cerca. Shakira vio vehículos talibanes corriendo hacia el bazar y decidió quedarse. Estaba cansada hasta los huesos, con los nervios a flor de piel. Afrontaría lo que viniera después, lo aceptaría como una sentencia. “Llevamos toda la vida huyendo”, me dijo. “No voy a ir a ninguna parte”.
La guerra más larga de la historia de Estados Unidos terminó el 15 de agosto, cuando los talibanes capturaron Kabul sin disparar un solo tiro. Hombres barbudos y desaliñados con turbantes negros tomaron el control del palacio presidencial, y alrededor de la capital se izaron las austeras banderas blancas del Emirato Islámico de Afganistán. Cundió el pánico. Algunas mujeres quemaron sus expedientes escolares y se escondieron, temiendo volver a los años noventa, cuando los talibanes les prohibieron aventurarse solas en las calles y prohibieron la educación de las niñas. Para los estadounidenses, la posibilidad muy real de que los logros de las dos últimas décadas pudieran borrarse parecía plantear una terrible elección: comprometerse de nuevo con la aparentemente inacabable guerra o abandonar a las mujeres afganas.

ANAND GOPAL
Les autres femmes afghanes
Une plongée dans le Helmland profond

Anand Gopal, The New Yorker, 13/9/2021
Traduit par
Fausto Giudice, Tlaxcala

 

Anand Gopal est professeur assistant de recherche au Center on the Future of War, à la School of Politics and Global Studies de l'Arizona State University (ASU). Il est journaliste et sociologue (doctorat, Université de Columbia) et a beaucoup travaillé en Afghanistan, en Syrie et en Irak. Il a réalisé des reportages pour le New Yorker, le New York Times Magazine et d'autres publications, tout en produisant des études fondées sur son travail de terrain et l'analyse de réseaux complexes. Son livre, No Good Men Among the Living : America, the Taliban and the War Through Afghan Eyes, a été finaliste du prix Pulitzer 2015 pour la non-fiction générale et du National Book Award 2014. Ses travaux actuels portent sur la démocratie et les inégalités, et il écrit un livre sur les révolutions arabes. Il parle l'arabe, le dari et le pachto. @Anand_Gopal_

NdT : Anand Gopal est l'un des très rares journalistes occidentaux ayant visité l'Afghanistan qui parle le dari, le pachto et l'arabe. Il publie sur The New Yorker un reportage époustouflant sur des femmes rurales au coeur de la province du Helmland, qui donne à voir une réalité très éloignée des lamentations des médias occidentaux sur les pauvres femmes afghanes menacées par les Talibans. Un texte à lire absolument.
Dans les campagnes, le massacre incessant de civils a retourné les femmes contre les occupants qui prétendaient les aider.

Plus de soixante-dix pour cent des Afghans ne vivent pas dans les villes. Dans les zones rurales, la vie sous la coalition dirigée par les USA et leurs alliés afghans est devenue un pur danger ; même boire du thé dans un champ ensoleillé, ou se rendre en voiture au mariage de sa sœur, était un pari potentiellement mortel. Photo de Stephen Dupont / Contact Press Images

 En août dernier, tard dans l'après-midi, Shakira a entendu des coups frappés sur le portail de sa maison. Dans la vallée de Sangin, située dans la province de Helmand, dans le sud de l'Afghanistan, les femmes ne doivent pas être vues par des hommes qui ne sont pas de leur famille, et son fils Ahmed, âgé de dix-neuf ans, s'est donc rendu au portail. À l'extérieur se trouvaient deux hommes portant des bandoulières et des turbans noirs, armés de fusils. Ce’étaient des membres des talibans, qui menaient une offensive pour reprendre la campagne à l'armée nationale afghane. L'un des hommes a prévenu : « Si vous ne partez pas immédiatement, tout le monde va mourir ».

 Shakira, qui a une quarantaine d'années, a rassemblé sa famille : son mari, un marchand d'opium, qui dort profondément, ayant succombé aux tentations de son produit, et ses huit enfants, dont l'aînée, Nilofar, vingt ans - aussi vieille que la guerre elle-même -, que Shakira appelle son "adjointe", car elle aide à s'occuper des plus jeunes. La famille a traversé une vieille passerelle enjambant un canal, puis s'est faufilée entre les roseaux et les parcelles irrégulières de haricots et d'oignons, le long de maisons sombres et vides. Leurs voisins avaient eux aussi été prévenus et, à l'exception des poulets errants et du bétail orphelin, le village était vide.

 La famille de Shakira a marché pendant des heures sous un soleil de plomb. Elle a commencé à sentir le cliquetis de bruits sourds lointains, et a vu des gens affluer des villages riverains : des hommes courbés sous des baluchons remplis de tout ce qu'ils ne pouvaient pas supporter de laisser derrière eux, des femmes marchant aussi vite que leur burqa le permettait.

 Le martèlement de l'artillerie emplit l'air, annonçant le début d'un assaut des talibans contre un avant-poste de l'armée afghane. Shakira tient son plus jeune enfant, une fille de deux ans, en équilibre sur sa hanche tandis que le ciel s'embrase et tonne. À la tombée de la nuit, ils sont arrivés au marché central de la vallée. Les façades en tôle ondulée avaient été en grande partie détruites pendant la guerre. Shakira a trouvé une boutique d'une pièce avec un toit intact, et sa famille s'est installée pour la nuit. Pour les enfants, elle a fabriqué un ensemble de poupées en tissu, l'une des nombreuses distractions qu'elle avait cultivées au cours des années passées à fuir les combats. Alors qu'elle tenait les figurines à la lumière d'une allumette, la terre a tremblé.

 À   l'aube, Shakira est sortie et a constaté que quelques dizaines de familles avaient trouvé refuge dans le marché abandonné. C'était autrefois le bazar le plus prospère du nord de l'Helmand, avec des commerçants pesant du safran et du cumin sur des balances, des charrettes chargées de robes de femmes et des devantures consacrées à la vente d'opium. Aujourd'hui, des piliers dénudés se dressent, et l'air sent les restes d'animaux en décomposition et le plastique brûlé.

 

Au loin, la terre a soudainement explosé en fontaines de terre. Des hélicoptères de l'armée afghane survolent la ville, et les familles se cachent derrière les magasins, réfléchissant à leur prochaine action. Des combats ont lieu le long des remparts en pierre au nord et sur la rive du fleuve à l'ouest. À l'est, le désert de sable rouge s'étend à  perte de vue aux yeux de Shakira. La seule option était de se diriger vers le sud, vers la ville verdoyante de Lashkar Gah, qui restait sous le contrôle du gouvernement afghan.

Le périple devait traverser une plaine aride livrée à des bases usaméricaines et britanniques abandonnées, où nichaient des tireurs d'élite, et traverser des ponceaux potentiellement bourrés d'explosifs. Quelques familles ont pris le départ. Même s'ils atteignaient Lashkar Gah, ils ne pouvaient pas être sûrs de ce qu'ils y trouveraient. Depuis le début de la campagne éclair des talibans, les soldats de l'armée afghane s'étaient rendus en masse, suppliant qu'on les laisse rentrer chez eux en toute sécurité. Il était clair que les talibans atteindraient bientôt Kaboul et que les vingt années et les billions de dollars consacrés à leur défaite n'avaient servi à rien. La famille de Shakira se tenait dans le désert, discutant de la situation. Les coups de feu se rapprochaient. Shakira a aperçu des véhicules talibans se dirigeant vers le bazar et a décidé de ne pas bouger. Elle était épuisée jusqu'aux os, ses nerfs étaient à vif. Elle allait faire face à ce qui allait arriver, l'accepter comme un jugement. « Nous avons fui toute notre vie », m'a-t-elle dit. « Je ne vais nulle part ».

La plus longue guerre de l'histoire usaméricaine a pris fin le 15 août, lorsque les talibans ont capturé Kaboul sans tirer un seul coup de feu. Des hommes barbus et dépenaillés, coiffés de turbans noirs, prennent le contrôle du palais présidentiel et, autour de la capitale, les austères drapeaux blancs de l'Émirat islamique d'Afghanistan s'élèvent. La panique s'installe. Certaines femmes brûlent leurs dossiers scolaires et se cachent, craignant un retour aux années 90, lorsque les talibans leur interdisaient de s'aventurer dehors seules et interdisaient l'éducation des filles. Pour les USAméricains, la possibilité très réelle que les acquis des deux dernières décennies soient effacés semblait poser un choix redoutable : recommencer une guerre apparemment sans fin ou abandonner les femmes afghanes.

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