Mahad Hussein Sallam, BlogsMediapart, 4/8/2025
Traducido por Tlaxcala
Una memoria bajo influencia:
reflexionar sobre la justicia a través del prisma del recuerdo
“Nunca más”. Esta exhortación
nacida del Holocausto se ha impuesto como un imperativo moral universal.
Grabada en los museos, repetida en los discursos, pretende impedir que se
repita lo peor. Pero ¿qué valor tiene esta promesa si solo protege a algunos y
justifica el sufrimiento de otros?
La memoria, lejos de ser un
santuario, es un campo de batalla. Ilumina u oculta. Puede prevenir u ocultar.
Cuando se instrumentaliza, deja de ser un deber para convertirse en una palanca
de dominación.
“Nunca más es ahora” en la Puerta de Brandeburgo en Berlín, 9 de noviembre de 2023
El filosemitismo como
talismán moral: entre el deber de la memoria y la ceguera política
Ivan Segré escribió: «El
filosemitismo es la mejor manera de dejar de ser antisemita sin dejar de
dominar». » El filosemitismo de Estado transforma la memoria del Holocausto en
un absoluto moral. Toda crítica a Israel se vuelve sospechosa. La confusión
entre judaísmo, sionismo y Estado se convierte en arma de dominación.
En Gaza, más de 60 000 muertos, niños desnutridos, periodistas
asesinados, hospitales destruidos. Y un silencio mediático aterrador. Human
Rights Watch, la ONU y MSF alertan: uso del hambre, bombardeo de
infraestructuras civiles, crímenes de guerra. Sin embargo, denunciar estos
hechos es arriesgarse a ser acusado de antisemitismo.
Una memoria jerarquizada:
Gaza, Ruanda, Yemen, Congo y Namibia
Ruanda, 1994: 800 000 tutsis masacrados. Alertas ignoradas. Complicidad pasiva de las potencias occidentales. En
Francia, los archivos revelan una proximidad con los genocidas. Este genocidio
sigue ausente de los libros de texto.
Yemen, desde 2015: 370 000 muertos. Bombas francesas,
británicas, usamericanas. Cólera, hambruna, silencio. Ningún museo, ningún día
de conmemoración. En la actualidad, millones de niños siguen amenazados por la
hambruna y múltiples epidemias, según organizaciones internacionales.
El Congo de Leopoldo II: más de 10 millones de muertos por el caucho. Manos
cortadas, aldeas incendiadas. Silencio, un siglo después. En 2020, el rey Philippe
expresa su “pesar”, pero sin disculpas oficiales ni reparaciones.
Herero huyendo de las tropas alemanas en el desierto de Omaheke (1907). Imagen de Ulstein /
Roger-Viollet
Herero y Nama: el genocidio
inaugural del siglo XX
En Namibia, entre 1904 y
1908, los alemanes exterminaron al 80 % de los herero y al 50 % de los nama. La
orden oficial del general von Trotha, octubre de 1904: «Todo herero que se
encuentre dentro de la frontera alemana, con o sin armas, con o sin ganado,
será fusilado». Campos de concentración, violaciones, experimentos médicos. Los
cráneos se envían a Berlín para estudios raciales. El reconocimiento de 2021
sigue siendo simbólico. No hay reparaciones, ni memoria compartida, ni atención
especial, siempre y cuando ocurra en otro continente.
Un historiador namibio lo
resume así: «El genocidio herero es el eslabón perdido entre el imperialismo
del siglo XIX y el nazismo». Pero Europa no ha aprendido nada. El crimen ha
sido borrado de la historia común.
Geopolítica de la memoria: ¿a quién beneficia el
recuerdo?
Algunos
dolores se sacralizan, otros se rechazan. Israel se beneficia de un capital
memorial único, vinculado al Holocausto y al orden poscolonial. Este capital
también sirve de escudo geopolítico.
La
memoria se convierte en herramienta del olvido. Se enseña Auschwitz, pero se
silencia Sabra y Chatila. El filosemitismo no es amor por los judíos: es el uso
estratégico de su historia. Un diplomático europeo lo admite: «Reconocer Gaza
como una tragedia humana sería deslegitimar nuestra alianza con Israel. Es
políticamente impensable».
La
memoria histórica nunca es neutral. Está jerarquizada, instrumentalizada,
calibrada según intereses geopolíticos. En Occidente, algunos sufrimientos se
santifican, otros se silencian o se relegan.
Israel
se beneficia hoy de un capital memorial sin igual. Esto se explica, por
supuesto, por el horror del Holocausto, pero también por el contexto
estratégico en el que se reconoció esta memoria: el de un mundo posimperial, en
el que las potencias occidentales rediseñaban los contornos de su influencia.
La memoria del exterminio judío se ha convertido, paralelamente a un
reconocimiento ético, en una garantía moral para una nueva arquitectura de
alianzas en Oriente Medio.
Esta
brutal ecuación pone de manifiesto una verdad incómoda: la memoria de algunos
pueblos se protege porque sirve a intereses. La de otros se borra porque les
molesta.
Se conmemora Auschwitz, pero no Sabra y Chatila. Se criminaliza la negación de los crímenes nazis, pero se relativizan las muertes en Rafah. La memoria se convierte en una herramienta diplomática, un arma de selección moral. Petróleo, gas, materias primas, geopolítica e intereses estratégicos: estos son, por desgracia, los verdaderos títulos bajo los que se escriben muchas tragedias humanas, que se reconozcan o se nieguen.
¿Filosemitismo contra el judaísmo?
El
uso sagrado de la memoria impide cualquier crítica. Annette Wieviorka: “Hemos
congelado el sufrimiento judío en una sacralización”.
El
filosemitismo se convierte en una trampa.
Pensadores
de confesión judía como Ilan Pappé, Norman Finkelstein o Marc Ellis denuncian
la confusión entre judaísmo y colonialismo. Para ellos, es la fidelidad a la
ética judía la que impone oponerse a las opresiones, incluso cuando son
perpetradas por un Estado que se reivindica judío.
¿Y si
el exceso de amor aparente se convirtiera en otra forma de traición? Es lo que
denuncia Gideon Levy, periodista israelí: «Israel no protege el legado moral
del judaísmo, lo traiciona».
La instrumentalización del Holocausto sirve hoy para santificar a un Estado que bombardea, coloniza y discrimina. Esta sacralización crea una jerarquía implícita de los dolores.
El
resultado es evidente: cualquier crítica a Israel se vuelve sospechosa. La
memoria se convierte en un escudo ideológico. Como bien señala Dominique Vidal:
«El riesgo es que los demás genocidios se conviertan en tragedias de segunda
categoría. »
El
filosemitismo moderno, la admiración excesiva, la intocabilidad política, ya no
protege a los judíos, los encierra en un papel de icono sagrado al servicio de
un poder.
Abel
Herzberg lo dijo con agudeza: «Hay dos tipos de antisemitas: los que nos odian
y los que nos aman demasiado».
Gideon
Levy también denuncia un Estado judío que se ha vuelto racial, desigual y
excluyente. No es el único. Otros pensadores judíos, como Ilan Pappé, Norman
Finkelstein y Avraham Burg, hacen sonar la misma alarma: confundir judaísmo y
sionismo es perjudicial para todos. Mientras que Marc Ellis concluye: «La única
manera de honrar la memoria judía es estar del lado de los oprimidos, no de los
opresores».
Una memoria universal o nada
La
memoria no debe seleccionar a los muertos. No debe legitimar el olvido de los
vivos. Debe desarmar los relatos, acoger todos los dolores, enseñar todas las
tragedias.
Este
texto es un llamamiento. Enseñar el genocidio de Ruanda, las masacres
coloniales, la hambruna en Gaza, el destino de Yemen, con la misma solemnidad
que el Holocausto. No para relativizar, sino para universalizar.
Hacer
del «nunca más» no un simple eslogan vacío de sentido, sino una exigencia real.
Porque la memoria selectiva es siempre el preludio de otras violencias. El
universalismo comienza cuando la memoria deja de ser un arma. Una memoria que
selecciona a los muertos siempre acaba justificando a los vivos que matan.