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01/09/2025

G. THOMAS COUSER
Cómo me convertí en antisemita

Toda mi vida sentí una fuerte afinidad con las personas judías, pero ahora que mi empleador, la Universidad de Columbia, ha adoptado la definición de antisemitismo de la IHRA*, de repente me encuentro calificado de “antisemita” porque me opongo a la opresión de los palestinos.

G. Thomas Couser, Mondoweiss, 31-8-2025
Traducido por
Tlaxcala

G. Thomas Couser tiene un doctorado en estudios americanos de la Universidad Brown. Enseñó en el Connecticut College de 1976 a 1982, y luego en la Universidad Hofstra, donde fundó el programa de estudios sobre la discapacidad, hasta su jubilación en 2011. Se incorporó a la facultad del programa de medicina narrativa de Columbia en 2021 e introdujo un curso sobre estudios de la discapacidad en el plan de estudios en 2022. Entre sus obras académicas se encuentran Recovering Bodies: Illness, Disability, and Life Writing (Wisconsin, 1997), Vulnerable Subjects: Ethics and Life Writing (Cornell, 2004), Signifying Bodies: Disability in Contemporary Life Writing (Michigan, 2009) y Memoir: An Introduction (Oxford, 2012). También publicó ensayos personales y Letter to My Father: A Memoir (Hamilton, 2017).

En El Sol también sale de Ernest Hemingway, se le pregunta a Mike Campbell cómo se arruinó. Él responde: “De dos maneras. Gradualmente y luego de repente”. Podría decir lo mismo sobre mi antisemitismo. La manera gradual implicó la evolución de mi pensamiento sobre Israel. La manera repentina implicó la adopción de una definición controvertida del antisemitismo por parte de la Universidad de Columbia, donde soy profesor adjunto.

Toda mi vida me consideré filosemita, en la medida en que era algo. Crecí en Melrose, un suburbio blanco de clase media de Boston, y no tuve amigos o conocidos judíos en mi juventud. (Melrose no era una ciudad exclusivamente WASP –blanca, anglosajona y protestante–: había muchos italousamericanos e irlandousmericanos, pero en mi clase de secundaria de 400 estudiantes solo había uno o dos judíos). Eso cambió en el verano de 1963, después de mi primer año de secundaria, cuando participé en una sesión de verano en la Academia Mount Hermon. Mi compañero de cuarto era judío, al igual que varios de mis compañeros de clase. Nos llevábamos bien, y supongo que encontraba sus intereses y valores más intelectuales y maduros que los de mis compañeros en casa.

En Dartmouth, esa tendencia continuó. Mi compañero de cuarto era judío; mi fraternidad incluía a varios judíos (entre ellos Robert Reich). Apreciaba su humor irreverente, sus ocasionales expresiones en ídish y su escepticismo laico. Cuando mis amigos judíos me decían que podía pasar por judío, lo tomaba como un cumplido.

Pese a mis amigos judíos, Israel era un desconocido para mí. Conocía, por supuesto, su historia. Mi generación creció leyendo el Diario de Ana Frank o viendo la obra teatral basada en él, un clásico del teatro escolar (incluso, o especialmente, en suburbios sin judíos como el mío). El Holocausto era una historia sagrada. Pero no tenía un interés particular en el Estado de Israel, ni ninguna idea sobre él. No lo necesitaba.

Con la conscripción militar acechándonos, muchos de mi generación estaban contra la guerra; mis amigos y yo ciertamente lo estábamos. Por eso me sorprendió que, durante la Guerra de los Seis Días de 1967, algunos de mis amigos judíos se entusiasmaran con la guerra, jactándose incluso de que servirían con gusto en el ejército israelí. Evidentemente, tenían un interés en el destino de Israel que yo no compartía, lo cual era un poco misterioso para mí. Pero suponía que su juicio estaba bien fundado; la guerra era justificada, a diferencia de lo que hoy considero un acaparamiento de tierras. En todo caso, esa guerra terminó rápidamente.

Poco después de graduarme, un amigo cercano de Dartmouth (judío) y su esposa judía, a quien conocía desde Mount Hermon, me presentaron a una de sus compañeras de clase en Brandeis. Salimos juntos, nos enamoramos y nos casamos. Claro que no fue tan sencillo. En ese entonces, no era fácil encontrar un rabino que aceptara celebrar el matrimonio de un protestante y una judía laica. Después de varias entrevistas infructuosas, contratamos a un rabino que era capellán en Columbia. Nos divorciamos unos cinco años después, pero el fracaso de nuestro matrimonio no tuvo nada que ver con diferencias religiosas, y seguimos siendo amigos.

En las décadas siguientes obtuve un doctorado en estudios americanos y enseñé literatura americana en el Connecticut College y luego en Hofstra. Como profesor, tuve muchos estudiantes y colegas judíos (especialmente en Hofstra) y me llevé bien con ellos.

Pero Israel siempre estaba en segundo plano. Deliberadamente evitaba reflexionar críticamente sobre él. Recuerdo haberle dicho a un amigo judío (cuya hija vivía en Jerusalén) que no me “interesaba” Israel. Sentía que era demasiado “complicado”. No solo eso, sino que también era fuente de divisiones y polémicas, y no quería tomar partido. Otras cuestiones políticas me parecían más importantes.

Por supuesto, estaba al tanto del movimiento de boicot a Israel, que había atraído a muchos académicos, incluidos algunos a quienes quería y admiraba. Aunque apoyaba el desinversión en Sudáfrica, desconfiaba del boicot a Israel. Si me hubieras preguntado alrededor del 2000, habría respondido: “¿Por qué centrarse en Israel?”. Eso implicaba que, aunque el país podía ser problemático, había otros regímenes opresivos en el mundo.



Pues bien, basta decir que mi pregunta encontró su respuesta en la reacción desproporcionada de Israel al ataque de Hamás del 7 de octubre. No necesito repasar los acontecimientos de los últimos dos años. Las imágenes incesantes de la ofensiva genocida contra los gazatíes transformaron gradualmente mi actitud hacia Israel: de la indiferencia benevolente de mi juventud y la cautela prudente de la madurez a una hostilidad y una ira crecientes. Esta hostilidad se aplica, por supuesto, no solo al régimen israelí, sino también al apoyo usamericano que recibe. Siento que nuestra complicidad en este horror inflige una herida moral constante a quienes se oponen, sobre todo porque nos sentimos impotentes para detenerlo.

Me persiguen las palabras de Aaron Bushnell, que se inmoló en protesta: “A muchos de nosotros nos gusta preguntarnos: ‘¿Qué habría hecho yo si hubiera vivido en la época de la esclavitud? ¿O del Jim Crow en el Sur? ¿O del apartheid? ¿Qué haría si mi país cometiera un genocidio?’ La respuesta es: lo estás haciendo. Ahora mismo”. Tras permanecer mucho tiempo inactivo, me uní a Jewish Voice for Peace y contribuyo al BDS, gestos menores que alivian un poco mi conciencia.

Mi actitud hacia Israel ha evolucionado a lo largo de las décadas, y esa evolución se ha acelerado en los últimos años. Creo que represento a innumerables personas más. Fuera de Europa Occidental, Israel es cada vez más visto como una nación paria. Y en USA, su aliado y financiador más fiel, las encuestas muestran un declive en el apoyo a Israel.

Al mismo tiempo, la definición de antisemitismo según la Alianza internacional para el recuerdo del Holocausto se ha ampliado de tal forma que ahora se aplica no solo al odio hacia las personas judías, sino también a críticas al Estado israelí que me parecen obvias, justas, legítimas y moralmente necesarias. Después de todo, varias instituciones internacionales y académicas con autoridad para emitir tales juicios han concluido que Israel es un Estado de apartheid que comete genocidio.

Como profesor adjunto de medicina narrativa en Columbia, me consternó la reciente aceptación por parte de la universidad de esta definición ampliada de antisemitismo, en respuesta a la presión ejercida por la administración Trump, que busca castigar a la institución por su supuesta tolerancia hacia las protestas.

A los administradores universitarios les gusta declarar que “El antisemitismo no tiene cabida” en sus instituciones. Pero saben que un gran número de profesores y estudiantes son antisemitas según la definición que han adoptado. ¿Qué significa para mí, y para otros profesores como yo, críticos de Israel, enseñar en una institución que implícitamente nos califica de antisemitas? Quizá no se nos despida, pero sin duda se nos desanima de hablar.

Esa definición parece lamentable en varios sentidos. Ante todo, me parece lógicamente errónea, porque confunde las actitudes hacia un Estado étnico con las actitudes hacia la etnia privilegiada por ese Estado. Esa distinción puede ser difícil de hacer en la práctica, pero es bastante clara conceptualmente. Como le gusta señalar a Caitlin Johnstone, si los palestinos odian a los judíos, no es por su religión o etnicidad, sino porque el Estado judío es su opresor.

Confundir la crítica a Israel con el odio a los judíos puede ser un medio manifiestamente práctico de descartar las críticas difamando a los opositores, y ello alimenta el discurso sobre el aumento del antisemitismo. Pero eso ignora el papel del genocidio cometido por Israel en esta aparente tendencia. Además de los actos verdaderamente antisemitas, ciertas actividades antiisraelíes o antisionistas han sido consideradas antisemitas. Si el antisemitismo ha aumentado, no es en un vacío histórico.

En cualquier caso, esta definición ampliada podría resultar contraproducente. Borrar la distinción entre el Estado de Israel y las personas judías corre el riesgo de extender el odio hacia Israel a toda la comunidad judía. Además, la definición de la IHRA corre el riesgo de debilitar o incluso suprimir el estigma del antisemitismo. Si oponerse a la empresa genocida de Israel me convierte a mí (y a tantas personas que admiro) en antisemita, ¿dónde está el problema? Cuando era más joven, me habría horrorizado ser acusado de antisemitismo. Hoy, puedo encogerme de hombros.

Finalmente, como miembro de larga data de la ACLU, me preocupa mucho lo que esta definición implica para la libertad de expresión y la libertad académica. En circunstancias normales, el tema de Israel no estaría en mis pensamientos ni en la agenda de mis clases en Columbia. Pero ahora será, de alguna manera, el elefante en la habitación, ¿verdad? Seré hiperconsciente de la posibilidad de que cualquier alusión a Gaza pueda señalarse como una amenaza para los estudiantes judíos. Lamentablemente, si yo mismo y otros críticos de Israel (muchos de ellos judíos) somos ahora antisemitas, es porque Israel y la IHRA nos han hecho así.

NdT

*Véase Definición del Antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto


 

G. THOMAS COUSER
Comment je suis devenu antisémite


Toute ma vie, j’ai ressenti une forte affinité avec les personnes juives, mais maintenant que mon employeur, l’université Columbia, a adopté la définition de l’antisémitisme de l’IHRA*, je me retrouve soudainement qualifié d’« antisémite » parce que je m’oppose à l’oppression des Palestiniens.

G. Thomas Couser, Mondoweiss, 31/8/2025

Traduit par Tlaxcala

G. Thomas Couser est titulaire d’un doctorat en études américaines de l’université Brown. Il a enseigné au Connecticut College de 1976 à 1982, puis à l’université Hofstra, où il a fondé le programme d’études sur le handicap, jusqu’à sa retraite en 2011. Il a rejoint la faculté du programme de médecine narrative de Columbia en 2021 et a introduit un cours sur les études du handicap dans le programme d’études en 2022. Parmi ses ouvrages universitaires, citons Recovering Bodies: Illness, Disability, and Life Writing (Wisconsin, 1997), Vulnerable Subjects: Ethics and Life Writing (Cornell, 2004), Signifying Bodies: Disability in Contemporary Life Writing (Michigan, 2009) et Memoir: An Introduction (Oxford, 2012). Il a également publié des essais personnels et Letter to My Father: A Memoir (Hamilton, 2017).

Dans Le soleil se lève aussi d’Ernest Hemningway, on demande à Mike Campbell comment il a fait faillite. Il répond : « De deux façons. Progressivement, puis soudainement. » Je pourrais dire la même chose à propos de mon antisémitisme. La façon progressive a impliqué l’évolution de ma pensée sur Israël. La façon soudaine a impliqué l’adoption d’une définition controversée de l’antisémitisme par l’université Columbia, où je suis professeur adjoint.

Toute ma vie, je me suis considéré comme philosémite, si tant est que je sois quelque chose. Ayant grandi à Melrose, une banlieue blanche de classe moyenne de Boston, je n’avais aucun ami ou connaissance juif dans ma jeunesse. (Melrose n’était pas une ville exclusivement WASP (blanche, anglosaxonne et protestante : il y avait beaucoup d’Italiens et d’Irlandais usaméricains, mais dans ma classe de lycée de 400 élèves, il n’y avait qu’un ou deux Juifs.) Cela a changé à l’été 1963, après ma première année de lycée, lorsque j’ai participé à une session d’été à la Mount Hermon Academy. Mon camarade de chambre était juif, tout comme plusieurs élèves de ma classe. Nous nous entendions bien, et je suppose que je trouvais leurs intérêts et leurs valeurs plus intellectuels et plus mûrs que ceux de mes camarades de classe chez moi.

À Dartmouth, cette tendance s’est poursuivie. Mon colocataire était juif ; ma fraternité comptait plusieurs Juifs (dont Robert Reich). J’appréciais leur humour irrévérencieux, leurs expressions yiddish occasionnelles et leur scepticisme laïc. Lorsque mes amis juifs me disaient que je pouvais passer pour un Juif, je le prenais comme un compliment.

Malgré mes amis juifs, Israël était une inconnue pour moi. Je connaissais bien sûr son histoire. Ma génération a grandi en lisant le Journal d’Anne Frank ou en voyant la pièce de théâtre qui en a été tirée, un incontournable du théâtre lycéen (même, ou surtout, dans les banlieues sans Juifs comme la mienne). L’Holocauste était une histoire sacrée. Mais je n’avais aucun intérêt particulier pour l’État d’Israël, ni aucune idée à son sujet. Je n’en avais pas besoin.

Avec la conscription militaire qui nous guettait, beaucoup de gens de ma génération étaient contre la guerre ; mes amis et moi l’étions certainement. J’ai donc été surpris lorsque, pendant la guerre des Six Jours de 1967, certains de mes amis juifs se sont enthousiasmés pour la guerre, se vantant même de servir volontiers dans l’armée israélienne. De toute évidence, ils avaient un intérêt pour le sort d’Israël qui me manquait, ce qui était un peu mystérieux pour moi. Mais je supposais que leur jugement était fondé ; la guerre était justifiée, contrairement à ce que je considère aujourd’hui comme accaparement de terres. De toute façon, cette guerre a rapidement pris fin.

Peu après avoir obtenu mon diplôme, un ami proche de Dartmouth (juif) et sa femme juive, que je connaissais depuis Mount Hermon, m’ont présenté une de ses camarades de classe à Brandeis. Nous sommes sortis ensemble, sommes tombés amoureux et nous sommes mariés. Bien sûr, ça n’a pas été si simple que ça. À l’époque, il n’était pas facile de trouver un rabbin qui accepterait de célébrer le mariage d’un protestant et d’une juive laïque. Après plusieurs entretiens infructueux, nous avons engagé un rabbin qui était aumônier à Columbia. Nous avons divorcé environ cinq ans plus tard, mais l’échec de notre mariage n’avait rien à voir avec des divergences religieuses, et nous sommes toujours amis.

Au cours des décennies suivantes, j’ai obtenu un doctorat en études américaines et j’ai enseigné la littérature américaine au Connecticut College, puis à l’université Hofstra. En tant que professeur, j’avais de nombreux étudiants et collègues juifs (en particulier à Hofstra) et je m’entendais bien avec eux.

Mais Israël était toujours présent en arrière-plan. J’évitais délibérément d’y réfléchir de manière critique. Je me souviens avoir dit à un ami juif (dont la fille vit à Jérusalem) que je ne « m’intéressais pas » à Israël. J’avais le sentiment que c’était trop « compliqué ». Pas seulement ça, mais aussi source de divisions et de controverses, et je ne voulais pas prendre parti. D’autres questions politiques étaient plus importantes à mes yeux.

Bien sûr, j’étais au courant du mouvement de boycott d’Israël, qui avait rallié de nombreux universitaires, y compris des personnes que j’aimais et admirais. Même si je soutenais le désinvestissement en Afrique du Sud, je me méfiais du boycott d’Israël. Si vous m’aviez posé la question vers 2000, j’aurais répondu : « Pourquoi s’en prendre à Israël ? » Cela sous-entendait que même si le pays pouvait poser problème, il existait d’autres régimes oppressifs dans le monde.



Eh bien, il suffit de dire que ma question a trouvé sa réponse dans la réaction disproportionnée d’Israël à l’attaque du Hamas le 7 octobre. Je n’ai pas besoin de revenir sur les événements des deux dernières années. Les images incessantes de l’assaut génocidaire contre les Gazaouis ont progressivement fait évoluer mon attitude envers Israël, passant de l’indifférence bienveillante de ma jeunesse et de la méfiance prudente de l’âge mûr à une hostilité et une colère croissantes. Cette hostilité s’applique bien sûr non seulement au régime israélien, mais aussi au soutien usaméricain dont il bénéficie. J’ai le sentiment que notre complicité dans cette horreur inflige une blessure morale constante à ceux qui s’y opposent, d’autant plus que nous nous sentons impuissants à y mettre fin.

Je suis hanté par les paroles d’Aaron Bushnell, qui s’est immolé par le feu en signe de protestation : « Beaucoup d’entre nous aiment se demander : « Que ferais-je si j’avais vécu à l’époque de l’esclavage ? Ou du Jim Crow dans le Sud ? Ou de l’apartheid ? Que ferais-je si mon pays commettait un génocide ? » La réponse est : vous le faites. En ce moment même. » Après être resté longtemps inactif, j’ai rejoint Jewish Voice for Peace et je contribue au BDS, des gestes mineurs qui apaisent un peu ma conscience.

Mon attitude envers Israël a donc évolué au fil des décennies, et cette évolution s’est accélérée ces dernières années. Je pense être représentatif d’innombrables autres personnes. En dehors de l’Europe occidentale, Israël est de plus en plus considéré comme une nation paria. Et aux USA, son allié et bailleur de fonds le plus fidèle, les sondages d’opinion montrent un déclin du soutien à Israël.

Dans le même temps, la définition de l’antisémitisme, selon l’Alliance internationale pour la mémoire de l’Holocauste, a été élargie de sorte qu’elle s’applique désormais non seulement à la haine du peuple juif, mais aussi aux critiques de la nation israélienne qui me semblent évidentes, justes, légitimes et moralement nécessaires. Après tout, diverses institutions internationales et universitaires habilitées à porter de tels jugements ont conclu qu’Israël est un État d’apartheid qui commet un génocide.

En tant que professeur adjoint en médecine narrative à Columbia, j’ai été consterné par l’acceptation récente par l’université de cette définition élargie de l’antisémitisme, en réponse à la pression exercée par l’administration Trump, qui cherche à punir l’institution pour sa prétendue tolérance à l’égard des manifestations.

Les administrateurs universitaires aiment faire des déclarations telles que « L’antisémitisme n’a pas sa place » dans leurs institutions. Mais ils savent qu’un grand nombre de professeurs et d’étudiants sont antisémites selon la définition qu’ils ont adoptée. Que signifie pour moi, et pour d’autres professeurs comme moi, qui sommes critiques à l’égard d’Israël, d’enseigner dans une institution qui nous qualifie implicitement d’antisémites ? Nous ne serons peut-être pas licenciés, mais nous sommes certainement découragés de nous exprimer.

Cette définition semble regrettable à plusieurs égards. Tout d’abord, elle me semble logiquement erronée, car elle confond les attitudes envers un État ethnique avec les attitudes envers l’ethnie privilégiée par cet État. Cette distinction peut être difficile à faire dans la pratique, mais elle est assez claire sur le plan conceptuel. Comme Caitlin Johnstone aime à le souligner, si les Palestiniens haïssent les Juifs, ce n’est pas à cause de leur religion ou de leur ethnicité, mais parce que l’État juif est leur oppresseur.

Confondre le reproche fait à Israël avec la haine des Juifs peut être un moyen manifestement pratique d’écarter les critiques en diffamant ses adversaires, et cela soutient le discours sur la montée de l’antisémitisme. Mais cela ignore le rôle du génocide commis par Israël dans cette tendance apparente. Outre les actes véritablement antisémites, certaines activités anti-israéliennes ou antisionistes ont été considérées comme antisémites. Si l’antisémitisme a augmenté, ce n’est pas dans un vide historique.

Quoi qu’il en soit, cette définition élargie pourrait finalement s’avérer contre-productive. Effacer la distinction entre l’État d’Israël et les personnes juives risque d’inviter à étendre la haine d’Israël à l’ensemble de la communauté juive. En outre, la définition de l’IHRA risque d’affaiblir ou de supprimer la stigmatisation de l’antisémitisme. Si l’opposition à l’entreprise génocidaire d’Israël fait de moi (et de tant de personnes que j’admire) un antisémite, où est le problème ? Quand j’étais plus jeune, j’aurais été horrifié d’être accusé d’antisémitisme. Aujourd’hui, je peux hausser les épaules.

Enfin, en tant que membre de longue date de l’ACLU, je suis très préoccupé par les implications de cette définition pour la liberté d’expression et la liberté académique. Dans le cours normal des choses, le sujet d’Israël ne serait pas dans mes pensées ni à l’ordre du jour dans ma classe à Columbia. Mais ce sera en quelque sorte l’éléphant dans la pièce, n’est-ce pas ? Je serai hyper conscient de la possibilité que toute allusion à Gaza puisse être signalée comme une menace pour les étudiants juifs. Malheureusement, si moi-même et d’autres critiques d’Israël (dont beaucoup sont eux-mêmes juifs) sommes désormais antisémites, c’est parce qu’Israël et l’IHRA nous ont rendus tels.

NdT

*Voir La définition opérationnelle de l’antisémitisme par l’Alliance internationale pour la mémoire de l’Holocauste